El número 3

Empecé en mi nuevo trabajo unos pocos días antes de la boda de mi padre con Mitzy. Creo que fue una buena cosa. Cada vez que me ponía atacada de los nervios al pensar en la boda de esos dos tortolitos del carajo, podía distraerme angustiándome por mi nuevo empleo.

La relación con mi padre se había tensado después de que saliera hecha una furia de su casa tras descubrir las invitaciones de boda. Intenté arreglar las cosas y comportarme como si me alegrara por él y Mitzy, pero todavía quedaba mucho camino por recorrer. No creo que hubiera mostrado gran entusiasmo si le hubiera pedido que me diera la mano en mi primer día de trabajo. Estaba sola.

Habia conseguido un empleo en NaturElle, una nueva cadena de institutos de belleza. Todos sus productos procedían de plantas, semillas o barro biológico y todo lo referente al negocio era verde, incluida la decoración. Francamente, no sabía cómo la depilación con cera y los tratamientos faciales podían salvar el planeta —ya había tenido esa discusión con Emily un par de años antes—, pero estaba dispuesta a aportar mi granito de arena a cambio de una paga mensual.

Que era algo mayor de lo que cobraba en el hotel —a ver, ya era una esteticista experimentada—. Y, al ser experimentada, NaturElle me dio a mi propia auxiliar. ¿Qué os parece? ¡Tenía personal a mi cargo!

A decir verdad, eso era lo que más me atemorizaba mientras cogía el metro en Holborn en ese primer día. ¿Qué pasaría si ella no tenía ni idea y despellejaba viva a una clienta y luego me responsabilizaban a mí por tenerla a mi cargo? ¿O si resultaba que la auxiliar sabía más que yo? Lo mirase como lo mirase, era una pesadilla.

Pero no lo fue. Para cuando llegó el mediodía de mi primera jornada, comprendí que me iba a encantar trabajar allí. Para cuando acabó el segundo día, tuve la sensación de que esa elección profesional era una verdadera bendición. El instituto se encontraba a la vuelta de High Holborn y la mayoría de nuestras clientas acudía en un descanso en el trabajo de oficina. El trabajo de oficina, según todas las chicas que atendía en la camilla, era lo peor que había. ¿Quién quería verse confinada a un cubículo con los ojos clavados en la pantalla de un ordenador, maltratada por un jefe inseguro, bebiendo insípidos cafés en vasos de plástico, patatín y patatán...? Eso era lo que todas aseguraban que era, al menos. Y, sorprendentemente, el hecho de que se pasaran el tiempo quejándose de ello mientras yacían en la camilla en mi cubículo sin ventana no restaba un ápice al hecho de que me encantara mi trabajo.

Si me hubiese parado a pensar un poco, me habría dado cuenta de que todos los trabajos suelen ser bastante rutinarios y repetitivos. Cuidar a enfermos, conducir taxis, poner ladrillos o presentar las noticias... Los titulares de hoy se entremezclan con los de ayer y los de anteayer después de que se borrara la novedad de haber salido en la tele. Decidme un solo oficio que nunca termine siendo rutinario y aburrido y ofrezca una variedad y un número de recompensas ilimitadas.

Bueno, había uno, al menos según el tío que nunca se hartaba de hablarme de ello.

Para el 0,01% de los tíos que superaban el durísimo proceso de selección de los Royal Marines, me repetía Simon una y otra vez, la vida se convertía en una aventura sin fin que consistía, fundamentalmente, en saltar desde helicópteros y salvar a seres humanos.

Cuando por fin le llegó el momento de acudir a su PCRM (Primer Curso de los Royal Marines —¿cómo se os puede olvidar?-), creo que yo estaba más emocionada que él. Significaba que por fin tendría que dejar de machacarme con lo de convertirse en un Marine y en uno de verdad...

Y yo tendría un momento de paz.

Tal y como lo acordamos, dejó su coche delante de mi casa la mañana en que se marchó. Le recibí con gritos de «¡Atención fir!», que le había oído gritar a un sargento espeluznante en alguna película bélica.

—¿Qué? —respondió con una mirada en blanco.

—Ya sabes... Lo que gritan en la plaza de armas.

—Es «¡Atención firmes!» —bramó, casi arrancándome las cejas—. Lo otro lo dicen los americanos. Los US Marines son algo totalmente diferente. ¿Sabías que...?

—Que sí —dije, interrumpiéndole antes de que empezara a soltarme una clase magistral que seguramente ya había oído mil veces—. ¿Te da tiempo a tomarte un café antes de marchar?

—Eh... Sí... Supongo que sí.

Parecía dividido en dos. Por un lado estaba desesperado por irse y meterse en lo que diablos se fuera a meter y, por otro lado, parecía también desesperadamente nervioso. He de decir que también estaba impresionante. Había conseguido unos músculos prácticamente a prueba de balas, algo que me imaginaba resultaría útil allí donde iba.

—Te deseo suerte, Simon —dije al darle una taza de café—, aunque no creo que la vayas a necesitar. Tanto entrenamiento ha dado sus frutos. Tienes una pinta impresionante.

—Ya, pero no sólo es cuestión de forma física, Dayna —dijo, exasperado—. ¿Es que no has escuchado nada de lo que te he contado?

Claro que no, pensé para mí.

—Claro que sí —respondí—. Pero si quieres, puedes contármelo otra vez.

Me sentía caritativa ahora que había encontrado el trabajo de mis sueños.

No necesitó que se lo dijera dos veces. Ya iba por la lección número 37 de la Royal Marine, la que abarcaba temas como la fuerza mental, la preparación psicológica y «echarle un par».

Mientras le escuchaba (más o menos), le examiné detenidamente. Era otro, desde luego. Había perdido su chulería habitual y se mostraba nervioso.

—¿Estás bien? —pregunté—. Pareces un poco tenso.

Se desplomó en el sofá.

—Estoy un poco tenso. Este es un paso muy jodido, ¿sabes?

—Lo sé, pero lo harás fenomenal, estoy segura —le animé.

—¿Lo estás?

—Claro que sí. Toda tu vida te ha llevado hasta este momento. Me lo dijiste tú mismo. —Al menos cincuenta mil veces. Y no añadí: «¿Qué opina Joanne de esto? Seguro que está contentísima por ti».

Me preguntaba qué pensaría su novia acerca de entregar a su chico a las fuerzas de élite de Su Majestad.

—¿Quién? —preguntó, con otra mirada en blanco—. Ah, ella... Nada. Ya no salgo con ella.

—Vaya, lo siento. ¿Y por qué?

—Descubrió que me había tirado a la tía ésa del gimnasio.

—¿Hazel? —pregunté, recordando los nombres mucho mejor que él, al parecer—. ¿Y qué pasa con Georgina?

—Ya te lo dije, es agua pasada... Ya sabes... Después de lo de Victoria.

Y se encogió de hombros de impotencia.

Claro, lo había olvidado. Dios mío, ¿significaba eso que Simon estaba realmente sin novia?

—Entonces... ¿no hay nadie que llore por su pequeño soldadito? —pregunté.

—Sólo Hannah...

Sí, claro, Hannah.

—¿Te sigues viendo con ella? —pregunté, intentando recordar cuándo la había visto por última vez.

—Pues, cuando no quedo con Danielle.

—¿Quién?

—Mi peluquera.

—¿Tu peluquera? Pero si llevas el pelo al ras.

Encogió de nuevo los hombros, aunque esta vez además esbozó una sonrisa petulante. Ya empezaba a tocarme las narices.

—Mira la hora que es —dije—. Tu tren.

Apuró el café y se levantó. Pero no se movió.

—Vamos, Simon —le animé—, estás más que preparado para esto.

—¿De verdad? —preguntó, inseguro.

—Mírate. Estás hecho un toro. Y tu sangre debe de ser pura testosterona ahora mismo.

—Y... Pero los Marines... ¿De verdad es lo mío?

—Por supuesto. Y piensa en todas las tías que te vas a ligar con ese uniforme.

Eso le animó. Le despaché por la puerta y, una vez que se hubo marchado, cogí las llaves de su coche. No había vuelto a conducir desde que mi Hyundai muriera y había algunos sitios a los que quería ir. Tenía la intención de pasar los siguientes cuatro días en el coche de Simon.

Cuando regresé a casa al cabo de dos horas con el maletero atestado de la compra, la última persona a la que esperaba ver era la que se hallaba en la puerta de mi casa con el petate detrás.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

—No he podido hacerlo —farfulló a modo de confirmación.

No me lo podía creer. De acuerdo, considerando lo nervioso que estaba cuando se fue, no debió de sorprenderme tanto, pero aun así... Ni siquiera había conseguido coger el tren.

Podía haberle tratado con desprecio, pero sabía muy bien lo que le había pasado. Al fin y al cabo, yo era la chica que había pasado noches en blanco agobiada ante mi primer día de trabajo en un instituto de belleza. ¿Cómo podía culparle por pensárselo dos veces a la hora de emprender una carrera que implicaba viajar a lugares extremadamente peligrosos donde gente muy mala y con armas muy reales acechaban para matarle? Tal vez la directora de NaturElle podía dar miedo a veces, pero, que yo supiera, no iba armada.

—Pasa, Simon —dije—. Te haré un sándwich.

Volvió a despachurrarse en el sofá y me metí en la cocina para prepararle uno de mis sándwiches de tres pisos; le regalé palabras de consuelo mientras vertía la mayonesa en el pollo, el beicon y la lechuga.

—No te machaques con eso, Simon. Es comprensible que te fallaran los nervios. Necesitas un par de días para aclarar las ideas. Después les llamas y les dices que te pusiste malo. No necesitan saber que te echaste atrás. Has invertido demasiado tiempo en esto para renunciar ahora.

Deposité el sándwich en un plato y se lo llevé al salón donde acababa de cerrar su teléfono. Se animó un poco cuando dejé el almuerzo delante de él.

—Sabía que uno de mis sándwiches especiales te levantaría el ánimo. —comenté.

—¿Qué? Ah, eso. Sí, gracias. Me siento mejor, sí...

Estaba radiante de felicidad por dentro.

—Era Danielle al teléfono.

—Tu peluquera —dije, con cara de póquer a la vez que se me borraba la alegría.

—La verdad, me ha animado un huevo.

Vaya, pensé.

—Me ha dicho que era muy comprensible que me fallaran los nervios. También que no fuera demasiado duro conmigo mismo. Que no tenían por qué averiguar que me había echado atrás. Puedo llamarles esta noche y decirles que pillé un virus estomacal letal. Sí, eso mismo voy a hacer. No pienso renunciar ahora. He trabajado demasiado duro para abandonar. Danny es fantástica. Siempre dice lo que necesito oír cuando estoy hecho polvo. Bien, ¿y ese sándwich?

Mientras se atiborraba, puse una cara inexpresiva. O lo más inexpresiva que pude considerando las ganas que tenía de hacerle tragar el sándwich, pedazo a pedazo, hasta que se ahogara.

Mitzy me había pedido que fuese su principal (y la única, a decir verdad) dama de honor. Podía habérselo pedido a su hermana o a cualquier combinación de mejores amigas, pero, no, me lo pidió a mí y sólo a mí. Y ¿cómo podía negarme sin parecer una auténtica cabrona? Así que hice lo que tenía que hacer. Lucí mi sonrisa de «cuánto me alegro por ti» (que había estado ensayando desde que descubrí las invitaciones) y le ofrecí el «sí» más falso de toda mi vida.

Así fue como acabé en casa de mi padre la mañana de la boda, para ayudar a una mujer, que no me caía especialmente bien, a prepararse para alejar a mi padre todavía más de mí de lo que ya había conseguido hacer.

—¿Puedes hacerme las cejas? —preguntó mientras le pintaba las pestañas—. Si tu padre va a mirarme a los ojos hoy, no puedo tenerlos como un par de orugas peludas.

—¿Por qué no me lo pediste antes de que te maquillara? —pregunté, molesta.

—Lo siento, no lo pensé —vociferó mientras buscaba las pinzas de depilar.

Dios mío, pensé, mirando el reloj, qué tonta es esta mujer. Estaba tardando un montonazo en arreglarse y yo todavía estaba en vaqueros. Me daba a mí que no me iba a quedar tiempo para arreglarme yo.

Pero ¿cuál de las dos era la esteticista experimentada? Eso es, debería de haber sido yo. Yo tenía que haberle preguntado si quería que le depilase las cejas antes de ponerle el maquillaje. Pero no se lo sugerí. No, así que apreté los dientes y me dispuse a arreglarle las cejas sin emborronarlo todo. Por supuesto, fracasé estrepitosamente, por lo que tuve que retirar el maquillaje y empezar desde cero otra vez. Después, decidió que quería echarse purpurina en el pelo, algo que, evidentemente, se me había olvidado traer por lo que tuve que salir corriendo a la farmacia a comprarla. Para cuando acabé, se había hecho ya muy tarde y por mucho maquillaje que le pusiera, no podía disimular lo nerviosa que estaba.

Sí, sí, era todo culpa mía. No sólo era la profesional, también era su dama de honor, y me correspondía a mí tranquilizarla y solucionar los problemillas de última hora con calma y buen humor. Pero, ¿lo reconocería? Tal vez sí y tal vez no y quizá sois unas personas mucho mejores y más maduras que yo lo era entonces.

Fuera, el conductor de la limusina tocaba el claxon con impaciencia, como si fuera su boda la que corríamos el peligro de perdernos. Mi padre había alquilado un Daimler para llevar a Mitzy hasta el juzgado y luego hasta el lugar de la recepción. «A ver, si no puedes ir con estilo al acontecimiento más importante de tu vida, ¿cuándo puedes hacerlo?», había argumentado. Para mis adentros, di gracias a Dios de que al menos no hubiera alquilado una carroza con caballos o algo parecido, al estilo lady Di o reina de Jordania.

Rápidamente me enfundé mi traje de pantalón y corrí hasta el cuarto de baño donde me maquillé como si fuera Rolf Harris

[24] terminando un cuadro. Después, me incliné hacia delante, agaché la cabeza y di un buen meneo a mi cabellera, como hacen en los anuncios. Volví a levantar la cabeza y me miré al espejo con expectación...

Bien, cuando hacen eso en los anuncios, el pelo de la modelo parece caer de manera natural en un precioso y sexy despeinado peinado. En mi caso, parecía como si hubiera estado con la cabeza boca abajo y la hubiese arrastrado por una maraña de alambres. Me puse el sombrero —sí, sí, tenía sombrero—, y decidí no quitármelo en todo el día.

Regresé a la habitación de Mitzy y llamé a la puerta. Cuando abrió, sólo pude quedarme mirándola...

Cuando la había dejado unos minutos antes, todavía estaba en albornoz. Ahora su vestido de seda de color marfil le ceñía el cuerpo hasta los tobillos. Unas diminutas flores adornaban los finos tirantes y conformaban el único adorno. Era elegante, sobrio y absolutamente espectacular. Ella estaba absolutamente espectacular.

Bajé la mirada a mi traje de pantalón azul marino y me sentí una vieja de cien años.

—Estás guapísima —le dije y lo pensaba de verdad.

—¿Tú crees? —preguntó, nerviosa—. Me importaba tanto acertar. Quiero que éste sea el día más feliz de la vida de Michael.

—Creo que lo será —respondí, mordiéndome fuertemente el labio inferior.

Un recuerdo, uno que llevaba años enterrado en las profundidades de mi subconsciente, eligió ese preciso momento para emerger a la superficie: un tiovivo en el parque, mi madre dándome vueltas y yo con tres años chillando de alegría. Yo llevaba un vestido de novia blanco, uno de esos vestidos elegantes de niñas. Según mi padre, lo llevaba a todas partes hasta que se puso negro y acabó hecho jirones. Y allí estaba yo en el tiovivo, abrazada a mi madre mientras me decía que era la novia más guapa del mundo y yo le contestaba que cuando fuera mayor me casaría con ella.

Conservaba muy pocos y valiosos recuerdos reales de mi madre. Pero éste me daba ahora vueltas a la cabeza y resultaba tan vibrante y real como si se proyectara en una pantalla de cine. Quería correr a mi antigua habitación, cerrar la puerta de un golpe detrás de mí y sollozar. Pero no había tiempo para eso, ¿verdad? Tenía que acompañar al juzgado a mi futura madrastra. Lo quisiera o no, éste era el momento de Mitzy.

Fue entonces cuando tuve mi fogonazo de lucidez, mi punto de inflexión. Éste era el momento de Mitzy y yo no iba a hacer nada que se lo estropease. De hecho, decidí en ese instante que haría todo lo que estuviera en mis manos para que todo saliera perfecto entre ellos. Como al principio había hecho todo lo posible para separarles, pensé que tenía mucho que hacer para recuperar el tiempo perdido.

Empecé procurando controlar mis ojos que se iban llenando de lágrimas. No resultó muy allá y Mitzy, a quien no se le escapaba nada, se unió a mí.

—Vamos a ser tan felices, los tres juntos —balbuceó.

¿Sabéis qué? Supe que tenía razón. Seríamos felices y al final me alegraba de que hubiera entrado en nuestras vidas. Pero no podía decírselo, claro. ¿A que no? No pude decirle ni una palabra porque yo también estaba gimoteando. Así que me limité a darle un abrazo muy, muy fuerte.

Y cuando por fin nos separamos, la miré y solté un grito de terror. Se le había corrido todo el maquillaje.

—¿Qué coño está pasando? —bufó mi padre entre dientes en la puerta del juzgado—. Dios, ya sabía yo que era un error dejarte a solas con Mitzy.

Llegábamos terriblemente tarde y entendía que pensara lo peor.

—No fue así en absoluto, papá —expliqué—. En realidad pasó algo muy...

Iba a decir «especial», pero ya no estaba ahí para oírme. Ya había cogido a su espectacular novia de la mano y la arrastraba por el interior de la sala. Les seguí por la puerta y aguardé junto a los otros diez invitados mientras el oficial dirigió a la feliz pareja una mirada de contrariedad y chasqueó la lengua con estridencia.

Yo poseía (en secreto, por supuesto —¿quién se atrevería a reconocerlo?-) todos los singles de Mariah Carey y Celine Dion, por lo que me considero una entendida en cuestiones románticas. Y según mi opinión de experta, aguardar de pie en esa fría oficina del juzgado y escuchar a un malhumorado oficial recitar la ceremonia deprisa y corriendo como si estuviera comentando la última recta de una carrera de caballos no tenía nada de romántico. Aunque a nadie más pareció molestarle. Todos sonrieron abiertamente cuando mi padre besó a Mitzy. Sin embargo yo observé la escena con un sentimiento de culpa, alegrándome sinceramente de que mi padre y Mitzy parecieran tan felices pero preguntándome si yo no estaría traicionando a mi madre, cuya imagen todavía tenía presente en mi memoria.

En cuanto el oficial acabó, nos echó fuera con premura como si tuviera veinte bodas más esperándole en un vaivén continuo. Fuera en las escaleras, el fotógrafo, es decir Wayne, el amigo de mi padre que tenía una vistosa cámara, retrataba a la feliz pareja. Luchaba por abrir una pequeña caja de confetis cuando gritó:

—Bien, ahora una foto de la familia del novio.

¿Qué familia?, pensé, mientras miraba a mi alrededor con ansiedad en busca de cualquier hermano/hermana/primo al que hubiésemos perdido de vista hacía mucho tiempo.

—Eso quiere decir tú, Dayna, boba —dijo Wayne, provocando carcajadas entre los presentes.

Me coloqué junto a mi padre con torpeza. Mitzy alargó la mano y me atrajo más cerca de modo que acabé entre los dos; se esforzaba mucho y, a pesar de mis sentimientos encontrados, yo seguía determinada en no estropear las cosas y sonreí con mi mejor sonrisa. Cuando Wayne terminó de hacer las fotos, me volví hacia mi padre y le dije:

—Enhorabuena. Te deseo que seas muy feliz.

—Ay, ven aquí y danos un abrazo —respondió, me agarró y me atrajo hacia él.

Sabía a qué venía eso. No quería que le viese llorar. Pero pude sentirle. Su cuerpo temblaba como suele hacerlo el cuerpo de los hombres cuando intentan reprimir un sollozo. Me abrazó un momento y luego me susurró algo al oído:

—Eres una chica muy especial, Dayna. Ella estaría muy orgullosa de ti, ¿sabes?

Así que él también pensaba en mamá. Estaba anonadada. Apenas hablaba de mi madre y no la había mencionado en muchísimo tiempo. Sin embargo ambos compartíamos un momento que sólo podíamos compartir nosotros. Eso desencadenó mis emociones. Empecé a derramar unas enormes lágrimas, y en cuanto lloré, se apartó, dio unas palmas y exclamó:

—Vamos, todo el mundo, nos espera una fiesta.

Y me dejó ahí como una tonta en las escaleras del juzgado.

¡Hombres! Estaba descubriendo a marchas forzadas que eran todos más o menos iguales. Te atraen, te hacen papilla el corazón y luego te dejan tirada.

Mi padre había convertido la ostentosa limusina en un transporte de personal hasta el lugar de la recepción. Tendrían que haber ido sólo él y la novia, besuqueándose en la parte trasera, pero nos empujaron a Stella, la hermana de Mitzy, y a mí a los pequeños asientos plegables delante de ellos. Stella me escrutó de hito en hito y luego decidió entablar una conversación trivial.

—Estás muy guapa, Dayna —dijo al fin—. ¿A que está muy guapa, Suzie?

Nunca la había visto antes, así que no tenía ni idea si era sincera, aunque por el tono de su voz, sospeché que no. Pero no la cuestioné, en gran medida porque me sorprendió oírle llamar a su hermana «Suzie».

—¿Te llama Suzie? —se me escapó.

—Sí, ¿por qué?

—¿Yo puedo también?

—Claro. Todas mis amigas lo hacen —dijo, riéndose—. Solo Michael me llama Mitzy.

Ya, pensé, y sólo tú le llamas «Michael».

En fin, me sentí aliviada al saber que no tendría que volver a llamarla por ese estúpido nombre.

—¿A qué te dedicas, Dayna? —preguntó Stella, prosiguiendo con la conversación banal.

—Soy terapeuta de belleza —respondí.

—Vaya —dijo, impresionada. Fin de la conversación banal, por lo visto.

Al observarlas, parecía mentira que fuesen hermanas. Suzie (¡me encantaba poder llamarla por un nombre normal!) era muy femenina y le iba todo ese rollo, la música pop, las películas románticas y estaba abonada a las revistas del corazón Heat y Hello! En cambio, Stella lucía canas y daba la impresión de que no forraría ni siquiera la bandeja de su gato con algo tan hortera como una revista del corazón. Eran sencillamente el día y la noche.

—¿Y tú a qué te dedicas? —pregunté.

—Al comercio minorista. Pero también estudio lenguaje corporal —anunció.

Eso me desconcertó. Estaba a punto de preguntarle en qué consistía eso cuando Suzie se echó a reír.

—¡Deberías ver la cara que has puesto, Dayna! —dijo entre risas.

—¿Qué quieres decir? —pregunté, buscando desesperadamente algo inteligente qué decir a Stella, quien fulminó a Suzie con la mirada.

—No te preocupes, Dayna —continuó Suzie, mientras se secaba una lágrima con cuidado para que no se le corriera el rímel que se había vuelto a poner—. Stella es cajera en WH Smith.

Incómoda, miré a una hermana y luego a la otra a la vez que aumentaba la tensión entre ambas en el coche.

—Está bien, adelante, búrlate —lloriqueó Stella—. Siempre lo haces.

—Lo siento —dijo Suzie, intentando ponerse seria sin conseguirlo en absoluto—. Lo siento, es que sonaba gracioso, nada más.

—No creo que haya nada gracioso en una licenciatura de psicología.

—Stella está haciendo un curso de la universidad a distancia —explicó Suzie.

—Vaya, eso suena muy interesante —dije, intentando parecer sincera, porque ahora me daba un poco de lástima.

—Y lo es —me informó Stella—. Nuestro comportamiento corporal, la forma en que nuestros gestos contradicen lo que estamos diciendo en realidad, es muy complejo. El lenguaje corporal afecta todo lo que hacemos. —Ya estaba lanzada—. Puede conseguirte un empleo o hacer que lo pierdas. Puede detener guerras o desencadenarlas. Todo tipo de cosas. Y quien entienda el lenguaje corporal lleva ventaja en la vida —concluyó con una última mirada a su hermana.

—Muy bien —desafió Suzie—, entonces ¿qué te dice mi lenguaje corporal ahora mismo?

—Me dice que estás buscando pelea, pero no voy a entrar al trapo. Hoy no, al menos.

—Te equivocas. No estoy buscando pelea. En realidad necesito un cigarrillo desesperadamente.

—No se puede fumar en el coche —saltó el conductor, fusilándonos con la mirada por encima del hombro—. Lo siento —añadió, sin parecerlo lo más mínimo.

—Deberías dejarlo —le dijo Stella con arrogancia—. Aparte de todo lo demás, estropea la piel. La envejece muchísimo.

En ese momento me entraron ganas de reírme. Stella no era la persona más indicada para servir de ejemplo a su hermanita. O dicho de otro modo: no estaba en condiciones de prestar su rostro a las cremas Olay ni de broma.

Saltaba a la vista que las dos hermanas no se llevaban bien y no parecía que la tregua que habían alcanzado para el día de la boda fuera a durar mucho. Stella miró por la ventana, aparentemente fascinada por las tiendas cutres delante de las que pasábamos, como si se trataran de los exclusivos comercios de Bond Street o algo parecido. No lo aguantaba más y sentí que tenía que decir algo para relajar el ambiente. Al fin y al cabo se trataba de una puñetera boda.

—Oye, Stella... —empecé con tono desenfadado—, ¿eres la mayor o tú y Suzie tenéis más hermanos?

No contestó.

Al otro lado del vehículo, Suzie se echó a reír otra vez. ¿Y yo? De pronto deseé haber rechazado la invitación de mi padre para llevarme y haber cogido el autobús.

Al final Suzie se recompuso lo bastante como para contestar por su hermana.

—No, Dayna, sólo somos las dos —dijo—. Y yo soy la mayor, le llevo cinco años.

¿Quién necesitaba encender la calefacción en el coche? Mi sonrojo nos calentó a todos de sobra.

La recepción tuvo lugar en Regency Rooms, uno de esos lugares que habían conocido días mejores, pero aún no estaba dispuesto a renunciar a su fantasmal pasado. Pero mi padre y Mitzy se habían gastado mucho dinero en la fiesta y me sorprendió sobremanera cómo habían conseguido ocultar las grietas del local con un catering más que decente, un grupo musical aceptable y ruidoso y algunas vistosas luces de discoteca. Aquella fue mi segunda lección de vida ese día. La primera, evidentemente, era no volver a calcular jamás la edad de una persona por el número de arrugas y canas. O más bien, mantener la boca cerrada.

En el juzgado sólo habíamos sido diez personas, pero en la fiesta nos juntamos más de cien. Había mucho ruido, mucha gente y mucha diversión. Sí, en contra de mis peores expectativas, me lo pasé muy bien. Bailé, comí una barbaridad, me tomé unas cuantas —bastantes— copas y hablé con muchas personas a las que no había visto en muchos años. Y observé cómo mi padre parecía más feliz de lo que le había visto nunca. Se fundía con la gente, se reía y bailaba igual que Justin Timberlake —bueno, tenía la misma energía aunque no exactamente el mismo estilo—. Aquello decidió definitivamente mi cambio de parecer respecto a él y Suzie. Su felicidad era contagiosa y ¿cómo no iba a sentirla yo también? ¿Dije que me lo había pasado muy bien? No, megagenial.

Y conocer a Archie no tuvo nada que ver con ello, por supuesto.

Ocurrió cuando me fui a descansar. Quería tomarme un respiro de tanto bailoteo y me senté en la mesa más cercana, encontrándome con Stella quien, saltaba a la vista, no estaba de humor para fiestas.

—¿Te traigo una copa? —pregunté—. ¿Un Bacardi Breezer, tal vez?

Pensé que sugerirle una colorida bebida para adolescentes compensaría mi anterior metedura de pata. A juzgar por cómo sacudió la cabeza con mala leche, me había equivocado.

Me levanté rápidamente y me dirigí a la barra. No necesitaba otra copa, pero sí necesitaba alejarme del Rostro de la Muerte. Para toda una experta en lenguaje corporal como ella, mi huida rumbo a la barra sin duda le había informado de que no me entusiasmaba su compañía.

Mientras esperaba al camarero, me fijé en un chico sentado en un taburete, que mecía un botellín de cerveza. No le conocía, lo que le convertía en amigo o pariente de Suzie. Tenía unas facciones marcadas, de tío duro, a juego con un corte de pelo al cero. A primera vista daba algo de miedo, pero era imposible no quedar atrapada por sus ojos azules y luminosos como dos zafiros.

Volvió la cabeza levemente y me miró de soslayo. Esbozó una sonrisa y de pronto dejó de dar miedo y de parecer un tipo tan duro. Sólo guapísimo. Le devolví la sonrisa y presté atención al camarero.

—¿Te traigo una copa? —preguntó el extraño con las facciones marcadas.

—No hace falta, gracias —contesté—. Hay barra libre.

—Lo sé —dijo, moviendo su botellín de cerveza hacia mí—, pero podemos fingir que no y que soy un tío supergeneroso.

Entonces me eché a reír y dejé que me pidiera un cubata de whisky y coca cola.

—¿Con quién has venido? —pregunté.

—Con Wayne —respondió—. Me dijo que necesitaba que le echara una mano con las fotos, como si fuera David Bailey. Dado que sólo tiene una cámara, me siento un poco de más.

—Al menos, tienes acceso a la barra —dije para consolarle.

—Ajá, pero odio las bodas cuando no conozco a nadie. Aunque la novia está espectacular, ¿verdad?

—Mmmm, ¿te parece? —pregunté.

—Ya te digo, si te van las maduritas. Que a mí no me van.

—Y entonces a ti ¿qué te va? —pregunté, sinceramente sin intención de ligar. ¿Cómo habría podido ligar, si de haberse celebrado el concurso de Miss Adefesio, habría competido con Stella por el primer puesto?

—Las de tu tipo, a decir verdad —respondió, dedicándome de nuevo su sonrisa ganadora—. Sí, no soy muy exigente.

Estaba a punto de propinarle un puñetazo en las narices cuando se echó a reír.

—Es broma. Estás muy guapa —dijo.

«Mentiroso», pensé.

—Estoy horrorosa y los dos lo sabemos —le dije.

—Para nada. Me encanta ese sombrero. Bonitas... plumas —añadió.

Me encogí de vergüenza y deseé quitármelo, pero sabía que si lo hacía, estaría todavía más ridícula.

—La gente siempre se pasa un poco a la hora de arreglarse en las bodas, ¿verdad? Mira ese pequeño trío de ahí.

Con la cabeza señaló la pista de baile donde las tres mejores amigas de Suzie llevaban tantas lentejuelas que hacían palidecer a la mismísima bola de la discoteca.

—Al menos se han esforzado —dije en su defensa, aunque tuviese que entrecerrar los ojos cada vez que las miraba.

—Es cierto —dijo el extraño de facciones marcadas fijándose de nuevo en mí—. Bueno y tú, ¿de qué lado estás? ¿Del novio o de la novia?

—Del novio —respondí.

—Ah, Mikey. Wayne me lo ha contado todo sobre él. Menudo tío, ¿verdad?

—Sí, me han contado lo mismo —sonreí enigmáticamente. No quería desvelar quién era en realidad. Si tenía algo que decir sobre mi padre, quería oírlo.

—Si todo lo que me han contado es verdad, no entiendo por qué se casa —prosiguió—. Será porque la tía está forrada.

—¿Lo está? —exclamé, casi atragantándome. Sabía que había salido bien parada de su divorcio, pero ¿de ahí a «forrada»? Eso era nuevo para mí.

—¿No lo sabías? —dijo—. Está superforrada. Su ex es el dueño de una importante imprenta en el East End. Ella le dejó en pelotas al divorciarse.

—Bueno, no se sabe realmente cómo fue todo —dije, saliendo en defensa de Suzie por primera vez, aunque resultaría que no sería la última—. A la gente siempre le encanta chismorrear cuando una pareja se separa. A mí no me parece el tipo de mujer cazafortunas.

—Nunca lo parecen. Al menos no está con Michael por su cuenta corriente. La verdad, algo tendrá o si no, no se casaría con él, digo yo. ¿De qué le conoces?

—Bueno, de por ahí... —dije. Sí, lo sé, tenía que haber sido sincera con él, pero, a pesar de estar de toma pan y moja, me estaba empezando a tocar las narices. Se iba de la lengua con una absoluta desconocida y ésa no era la mejor cualidad para un hombre.

—Yo no pienso casarme. Nunca —anunció con una carcajada—. Ahora que lo he dicho, no podrás acusarme dentro de cinco años de no haber jugado limpio.

«Gilipollas», pensé. «¿Quién querrá casarse contigo de todas formas?»

Me esforzaba por encontrar alguna réplica ingeniosa cuando se bajó del taburete y dijo:

—Me voy al baño. Vigila mi cerveza, ¿vale?

Escupiré dentro, más bien, pensé mientras se alejaba. ¿Quién coño se había creído que era? Pero algo me retuvo en la barra. ¿El efecto hipnótico de sus ojos? Quizás. Pero sobre todo Stella. Me disponía a regresar a la pista de baile cuando se acercó a mí.

—¿Te lo estás pasando bien? —pregunté, intentando mantener una conversación educada.

—Muy bien, gracias —mintió sin ni siquiera intentar parecer convincente.

Permanecimos un momento en silencio. Me sentía muy incómoda, de modo que, para hacer algo, apuré mi copa de un trago, con la esperanza de que me convirtiera como por arte de magia en una persona más interesante y habladora. Lo único que conseguí fue que la habitación me diera vueltas. Una señal indudable de que estaba alcanzando mi límite.

—No pude evitar fijarme cómo charlabas con ese chico —dijo Stella, con una pequeña sonrisa de satisfacción—. Y bueno, tal vez él no se haya dado cuenta, pero para cualquier experto en el lenguaje corporal, salta a la vista que... te gusta el chico.

—Qué va —protesté—. A decir verdad, me parece un auténtico...

Me interrumpió con un bufido.

—La manera en que te inclinabas hacia él. Son cosas básicas, ¿sabes?

—¡No podía oírle bien! —argumenté—. ¡Hay mucho ruido aquí! —grité para subrayarlo.

—Pero me pude dar cuenta de que el muchacho se resistía a todos tus estímulos —continuó, ignorándome (o tal vez desoyéndome)—. Su postura corporal lo dejó más claro que el agua.

—Pues ¿por qué no lo condensas en un par de gotas y me lo cuentas? —dije, adoptando la postura corporal de «que te jodan» con las manos en las caderas y sacando mandíbula.

—No te pongas tan a la defensiva —respondió—. Sólo me ha llamado la atención su postura corporal cerrada, nada más. En ningún momento ha vuelto los hombros directamente hacia ti y siempre ha mantenido los brazos cruzados durante toda la conversación. Además rehuía mirarte a los ojos. Miraba constantemente por encima de tu hombro hacia la pista de baile.

—Venga ya, no digas tonterías. —No aguantaba sus chorradas ni medio minuto más—. El motivo por el que miraba hacia la pista de baile es porque hablábamos de las personas que se encontraban ahí, ¿sabes?... bailando.

Me dedicó una sonrisa condescendiente.

—Sé que la verdad a veces duele, pero créeme, es mejor que lo sepas. Creo sinceramente que no eres su tipo.

Evidentemente me tensé de golpe.

—Mira tú por dónde, me consta que soy su tipo —anuncié—. Si no, ¿a cuenta de qué me habría invitado a salir la semana que viene?

Nada más soltar la trola, me arrepentí. En parte por lo cutre que resultaba intentar sacarle ventaja a una mujer tan sola e infeliz como Stella, pero sobre todo porque el objeto de nuestra conversación eligió ese preciso momento para regresar a la barra.

—Me pitan los oídos —dijo—. ¿Hablabais de mí?

Por suerte Stella mantuvo la boca cerrada.

—Será mejor que vaya a ver si ha llegado mi taxi. Cojo el tren de vuelta a Leeds esta noche.

Mientras se daba media vuelta para irse, examinó al extraño de facciones marcadas y añadió:

—Ha sido un placer conocerte...

—Archie —completó.

—¿Quién era? —preguntó Archie en cuanto se alejó.

—La hermana de la novia —le informé.

—¿Su hermana? —repitió sin poder creérselo.

Ambos miramos la pista de baile donde Suzie y mi padre se habían unido a las tres amigas. Ahora los cinco estaban bailando... Y no resultaba muy bonito que digamos.

—Se parece un poco a Dirty Dancing -comentó Archie, clarísimamente en mi línea de pensamiento—. Tu padre está haciendo de Patrick Swayze que no veas.

Me reí y a la vez casi me atraganté. ¿Había dicho «tu padre»? Sabía quién era. ¿Lo había sabido desde siempre?

—¡Qué bromista eres! Te encanta tomar el pelo, ¿eh? —continuó—. ¿Cuánto tiempo más ibas a quedarte conmigo?

A modo de respuesta, puse mi mejor cara de pececito de colores, es decir abriendo y cerrando la boca sin decir ni mu.

—No pasa nada —dijo, con una sonrisa—. Me está bien empleado por ser tan bocazas con una desconocida.

—¿Cómo lo has sabido? —conseguí preguntar.

—Le pregunté a Wayne quién eras de camino al baño. No iba a perder más tiempo hablando contigo sin saber quién eras. Quiero decir, tal vez estabas con alguien o casada, o qué sé yo.

¿Era el alcohol? ¿O su sonrisa? ¿Acaso sus ojos? Vale, era un poco chulito, pero empezaba a gustarme. Y al menos no había oído la mentira que le había soltado a Stella.

—Me ha contado un montón de cosas de ti —prosiguió—. Pero se le olvidó decirme que también eres adivina.

—¿Por qué lo dices?

—Le dijiste a esa mujer que iba a invitarte a salir...

«¡No! Tierra trágame.» Me sentí ruborizar de nuevo.

—... Y es exactamente lo que pensaba hacer. Qué raro.

Ya. De nuevo carita de pececito de colores.

—¿Sabes una cosa? Estás guapísima cuando te pones colorada.

Alargó la mano y me acarició la mejilla.

No sabía si derretirme con su caricia o darle una buena bofetada. Considerando que empezaba a costarme mantenerme en pie, opté por derretirme. Entonces se inclinó hacia mí y me besó. Un beso largo y profundo. Era quizá el hombre que mejor besaba en el mundo. Para ser sincera, no sabría decirlo. Había alcanzado ese estado de embriaguez donde los labios ya no sienten nada.

El lunes después de la boda, mi padre y Suzie se marcharon de luna de miel: dos semanas a Tenerife. No era exactamente el Caribe, había pensado cuando hicieron la reserva, pero luego Suzie me enseñó el folleto del hotel. Gran Meliá Bahía del Duque. Impresionante, ¿eh? Creo que tenía una estrella por cada letra de su nombre. Reservaron una suite en un ala especial del hotel que les ofrecía piscina climatizada propia, mayordomo y hasta seguramente un helicóptero con matrícula personalizada. Saltaba a la vista que iba a costar mucho más que las típicas excursiones a las Islas Canarias.

Pero, tal y como me había informado Archie tan amablemente, mi nueva madrastra estaba forrada.

La mañana en que partieron de viaje, me acerqué a casa de mi padre —o más bien de mi padre y de Suzie tal y como se había convertido oficialmente ahora—. Pensé que tal vez dispondríamos de una hora para tomarnos un café antes de que se fueran, pero me equivoqué con los horarios de su vuelo y sólo dispusimos de diez minutos antes de que llegara el taxi.

—Eres tan despistada, Dayna —me regañó mi padre con brusquedad, como si él tuviese una licenciatura en Buena Organización y Administración del Tiempo—. Ya es hora de que empieces a ser más responsable. No puedes ir por ahí pensando que al final todas las cosas a tu alrededor saldrán adelante, porque no es así.

—Bueno, lo siento —respondí. Por Dios, ¿por qué estaba tan tenso? No me disponía a colocarle tres puentes en el corazón. Sólo había ido a despedirme.

No dijo nada. Simplemente me fulminó con la mirada y se frotó la cara, nervioso.

—¿Qué te pasa, papá? —pregunté—. Está claro que algo pasa.

—Está bien, ya que lo preguntas, eres tú, Dayna. Tú eres el problema.

—¿Qué he hecho yo? —pregunté, alucinada.

Después de aquel momento mágico en el juzgado, pensé que habíamos hecho las paces, que habíamos hecho borrón y cuenta nueva después de tantos malos rollos (bueno de los míos) desde que Suzie había aparecido en nuestras vidas. Al parecer, me había equivocado. Miré a Suzie en busca de una pista, pero tenía los ojos clavados en sus zapatos (unas veraniegas sandalias de tacón rosas). Tiene gracia en qué detalles estúpidos se fija una.

—Estás por todas partes, Dayna, eso es lo que te pasa —arremetió mi padre, preparándose visiblemente para el golpe decisivo—. Vas a la deriva, sin ton ni son. Tu vida es un desastre.

Aquello fue un mazazo. Habíamos tenido nuestras peleas a lo largo de los años, pero nunca se había mostrado tan despiadado conmigo. ¿Y de qué estaba hablando? Para una vez que yo pensaba que tenía mi vida más o menos encarrilada con un nuevo trabajo y todo.

Contuve las lágrimas y reaccioné hecha una furia.

—¿De qué hablas? —estallé con brusquedad—. Acabo de empezar en un nuevo trabajo. Ahora ya soy una esteticista senior y...

—Y malgastas todo tu sueldo en el alquiler. ¿Qué pasó con eso de buscarte una compañera de piso? Al carajo, seguro. Me apuesto a que ya te has gastado hasta el último penique del cheque que te di sólo en calentar el apartamento.

Quería responderle, pero ya había pasado al punto siguiente de su lista.

—¿Y qué me dices de tu vida sentimental? —preguntó.

—Eso no es asunto tuyo —respondí, furiosa.

—Oh, creo que sí, cuando veo cómo te emborrachas y te morreas con desconocidos en mi boda. Mira, tu vida ha descarrilado por completo desde que dejaste a Simon.

Me quedé muda. Sólo pude dejar que las lágrimas corrieran por mi cara. Entonces mi padre se suavizó. Sólo un poco, pero se suavizó.

—Mira, estoy preocupado por ti, nada más —dijo—. Hace tiempo que quiero hablar contigo de estas cosas, pero...

—Bueno, Michael. Tal vez tenías que haber hablado con ella antes —interrumpió Suzie cariñosamente—. No me parece bien que le sueltes todo esto a Dayna cinco minutos antes de que nos marchemos.

Y en ese preciso instante el taxi tocó la bocina desde la calle. Mi padre me miró y luego a Suzie, y después, de mal humor, cogió la maleta y a duras penas la sacó al descansillo. Una vez que estuvo fuera de la casa, Suzie me abrazó y me dijo.

—No le hagas mucho caso. Está un poco confuso esta mañana. Nada más.

—¿Y por qué está confuso? —pregunté, todavía tambaleándome.

Era una buena pregunta. Era un hombre recién casado con una mujer hermosa y estaba a punto de marcharse de luna de miel a un hotel de cinco estrellas. Tendría que sentirse en el séptimo cielo.

—Bueno, ya sabes... —empezó y me observó un momento antes de proseguir—. Ha estado pensando un poco en tu madre. No pasa nada, así que no hagas un drama de ello, sólo que la echa de menos.

Sabía que había mencionado a mi madre por primera vez en muchos años en el juzgado así que tal vez no debí de sorprenderme. Sin embargo me sorprendí. Y me pregunté cómo debía de sentirse su flamante esposa con el hecho de que su marido recordara con melancolía a su primera mujer cuando la tinta en su certificado de matrimonio ni siquiera se había secado. «Pobre Suzie», pensé, lo que sin duda era un pensamiento inédito.

En ese momento oímos a mi padre que regresaba al vestíbulo y Suzie bajó la voz y me susurró:

—Estas vacaciones le ayudarán a aclararse. Me aseguraré de ello —dijo rápidamente—. Y será mejor que no le menciones nada de lo que te acabo de decir, ¿vale?

Mi padre volvió al salón para recoger la última maleta. Le miré y me sentí más rara que nunca. ¿Qué hago? ¿Qué le digo? Acababa de mostrarse realmente horrible conmigo, así que no habría sido absurdo que le mandara a la mierda y le deseara un luna de miel de mierda llena de cucarachas en el jacuzzi. Pero por otro lado, ahora tenía conocimiento de todos los datos y sólo deseaba abrazarle muy fuerte y decirle que sabía cómo se sentía. Miradnos a los dos, peleando como dos chiquillos. Y para colmo, la única persona que se comportaba con cierto grado de sensibilidad era la mujer con la que acababa de casarse. Allí había algo que no estaba bien. Cualquier idiota podía verlo.

Así que hice lo que haría cualquier idiota en las mismas circunstancias.

Farfullé el adiós más breve posible y abandoné la casa sin mirar atrás.

Llevaba en casa una hora cuando tiré la toalla y telefoneé al móvil de mi padre. Ya era hora de arreglar las cosas.

«Hola», oí que decía. A duras penas, porque la línea estaba llena de interferencias.

—Papá, siento muchísimo lo de antes —me apresuré en decir—. Sólo quería desearte una feliz luna de miel.

—¿Quién es? ¿Hola? No...

La línea volvió a crujir y oí una voz de fondo.

—¿Papá? —repetí—. ¿Papá, me oyes? ¿Te vuelvo a llamar?

—Sí, perdón. Ahora mismo lo apago.

—¿Qué vas a apagar? —grité.

—¿Dayna? No, no estoy hablando contigo —chilló—. Estamos pasando el arco de seguridad y tengo que dejar el móvil en la bandeja de los rayos-x... hablaré contigo...

—Papá, escúchame, sólo quería decirte que te quie...

Demasiado tarde. Había colgado.

Archie me llamó un par de días más tarde y accedí a salir con el ¿Por qué? ¿Porque quería volver a besarle con los labios sobrios para comprobar si de verdad era bueno o porque todavía me dolía la pulla de mi padre sobre mis «morreos borrachos con desconocidos» y quería asegurarme de que Archie fuese menos un desconocido para mí? No lo sabía con seguridad, pero sí sabía que la única forma de averiguarlo era salir con él y ver qué pasaba.

Habíamos quedado en un pub cerca de mi casa, pero aun así me arreglé. Parecía que iba a una boda. A decir verdad, considerando las lentejuelas de mi vestido, sin duda era lo que debía de haber llevado a la boda —la primera vez que Archie se fijó en mí—, pero no importaba. Ahora tenía la oportunidad de deslumbrarle como es debido.

Con tan buena fortuna que me topé con Kirsty nada más salir del apartamento. Había conseguido evitarla desde... ya sabéis, aquel incidente, pero ahí estaba, subiendo las escaleras mientras yo cerraba la puerta de mi casa.

—Hola, forastera —sonrió—. ¿Qué tal te va?

—Muy bien. Fenomenal —fanfarroneé—. La verdad es que tengo algo de prisa.

—¿Vas a alguna parte en especial?

—He quedado. Con un chico, ¿sabes? Bueno, evidentemente no puedes saberlo, pero...

—Tranqui. Has quedado. Con un tío. Eso está genial. Estás guapísima.

Se la veía tan relajada que no entendí por qué le había dado tanta importancia. A decir verdad, sí lo sabía. Esa chica y yo habíamos (posiblemente) intercambiado fluidos corporales. No es que pensara que hubiese algo malo en ese tipo de cosas, sencillamente no quería volver a verla nunca más. Eso era todo. ¿Vale?

Mientras alcanzaba el descansillo, la puerta de su piso se abrió de par en par.

—Hola, ya has llegado —dijo la chica al otro lado—. Te estaba esperando.

Kirsty esbozó su mejor sonrisa.

—Lo siento, Ruby, había un tráfico espantoso. Dayna, te presento a Ruby, mi novia.

Ruby no tenía pinta de lesbiana. Pero claro, ¿qué pinta se supone que han de tener? ¿Marimachos con el pelo muy corto y una cerveza en la mano? Ruby era alta, delgada y guapa. Tenía el pelo castaño y largo y no llevaba piercings (ninguno visible al menos). Me dirigió una sonrisa extraña. Dios mío, ¿sabía lo que había o no pasado aquella noche? ¿Me estaba volviendo paranoica? Desde luego que lo era. Me sonreía porque acababan de presentarnos. ¿Qué clase de imbécil era yo? Como si estas dos no tuvieran nada mejor que hacer que hablar de mí.

—Me alegro de conocerte, Dayna —gorjeó Ruby—. Kirsty me ha hablado mucho de ti.

¡Ayyy!

—Que bien —balbuceé—. Tengo que irme pitando.

Y pitando salí...

...Todo el camino hasta el pub. Llegué ahí unos aceptables diez minutos tarde, después de dar la vuelta a la manzana dos veces para recobrar el aliento y también para asegurarme de que llegaba unos aceptables diez minutos tarde. Archie ya estaba en la barra.

—Así que no me has dado plantón —dijo levantándose.

«Qué buenos modales», pensé para mí.

—Voy al servicio —continuó—. Pide tú las bebidas. Yo quiero una Bud.

Molesta, me disponía a sacar la cartera cuando soltó una carcajada.

—Era broma...

Me reí y cerré el bolso.

—... Sólo los yanquis y los maricas beben Bud. Yo me tomaré una pinta de John Smith's.

Dios mío, iba a ser una noche muy larga.

Resultó una noche excepcionalmente larga, pero sólo porque acabé pasándomelo tan bien que no quería irme a casa. Archie era un cachondo mental y no creo haberme reído tanto en toda mi vida. Cuando la barra estaba ya a punto de cerrar, yo tenía las mandíbulas agarrotadas, me dolían las costillas y el rímel se me había corrido por toda la cara hasta la barbilla. Éramos los últimos en el pub, sentados en una pequeña mesa en un rincón, medio ocultos detrás de un montón de vasos vacíos. Pues sí, estaba bastante pedo. Una vez más.

Cuando abandonamos el local, me costaba mantenerme en pie. Archie había estado bebiendo como si estuviera haciendo acopio de reservas por si acaso debiera enfrentarse alguna vez a una prohibición como la ley seca de los años veinte, y sin embargo parecía tan sobrio como al principio de la noche.

—Si vamos a seguir quedando, voy a tener que hacer algo con tu aguante —dijo mientras me medio llevaba escaleras arriba hasta mi apartamento—. Menuda chica eres.

—No, no lo soy —respondí con voz ronca, no porque intentara ser sexy sino porque sencillamente no podía hablar—. Soy toda una mujer.

—Desde luego —dijo mientras abría la puerta y guardaba la llave en mi bolsillo.

Me apoyé en el marco de la puerta y tarde un (largo) rato en reponerme. Después, le miré a los ojos y le pregunté:

—¿Te apetece un café?

Sonrió. Lo interpreté como un sí.

Y por muy borracha que estuviera, estoy casi segura de que fue el mejor café de toda mi vida.

Al cabo de dos meses de trabajo en NaturElle, empecé a pensar que mi padre llevaba algo de razón cuando me había echado la bronca ese día. ¿Iba a la deriva sin ton ni son? ¿Era mi vida un absoluto desastre? Me lo planteaba porque rápidamente mi trabajo pasó de encantarme a no gustarme nada.

Ahora sé por qué. Como he cambiado de trabajo desde entonces, me doy cuenta de que me sentía infeliz en NaturElle porque se trataba de un cuchitril: si bien la recepción estaba en la planta baja, las cabinas de tratamiento se hallaban en los sótanos. Así que después de dos meses sin ver prácticamente la luz del día entre las nueve de la mañana y las seis de la tarde, empecé a sentirme como un tejón deprimido.

Las mujeres acuden a los institutos de belleza para hacerse diversos tratamientos, pero también para desahogarse. Todo el mundo lo sabe y siempre me había gustado ese aspecto de mi trabajo. Que alguien compartiera conmigo sus problemas en el trabajo o sus males de amor mientras le arrancaba el vello de las piernas me hacía sentir como una terapeuta de verdad y no sólo una esteticista.

Pero en NaturElle, escuchar tanta miseria humana pudo conmigo. Como ya comenté, la mayoría de nuestras clientas eran oficinistas y lo único que hacían era quejarse. Una y otra vez. Por supuesto, yo las escuchaba e intentaba aconsejarlas y cuando ya no se me ocurría qué decir (más que «¿por qué no te largas y me das un respiro?»), pues hacía los sonidos adecuados. Pero me costaba, y mucho, y cada vez más.

Intenté centrarme en lo positivo. Al menos mi padre y yo habíamos hecho las paces. No habíamos vuelto a tocar el tema desde que volvió de Tenerife, todo moreno y enamorado, pero al menos tampoco habíamos vuelto a discutir. Una parte de mí era partidaria de mantener una conversación a calzón quitado él y yo, pero la mayor parte de mí gritaba: «¡A la mierda! Sé todo lo que él quiere que seas y todo irá bien». Me esforcé por ser madura, responsable y amable con Suzie, lo que resultó bastante fácil ahora que me caía bien.

Así que, en la superficie al menos, la relación con mi padre iba bien.

Y también mi relación con Archie.

No sabía que tener un novio pudiera ser tan divertido. Mi relación con Simon había sido divertida, pero sus continuas infidelidades habían emborronado los recuerdos. Además yo era demasiado joven para saber lo que era una relación de verdad. Chris había sido una historia imposible fruto de un mal casting. Kirsty ni siquiera contaba porque no era un tío y lo que había ocurrido entre nosotras (si es que ocurrió algo) había sido tan insignificante y trivial que ni siquiera estaba en la lista.

Pero ahora tenía a Archie. Tenía treinta años. Era todo un hombre. Era seguro de sí mismo y tenía mucho mundo. También era guapísimo y tan, tan divertido. Y además estaba el sexo. Ahí donde Simon había sido del tipo a echar un polvo rápido, Archie tenía más imaginación... Yo no tenía ni idea de que mi cuerpo tuviera tantos puntos donde sentir... un hormigueo.

¿Que si estaba emocionada? Y tanto. Empezaba a pensar muy en serio que Archie era el hombre de mi vida.

Hacía muchísimo tiempo que no veía a Hannah, mi antigua compañera de la academia, y cuando me llamó para quedar a tomar algo, dije que sí. Muy mala idea. Cuando eres una esteticista algo estancada, lo último que necesitas es quedar con otra esteticista deprimida. Estaba trabajando en un salón de belleza en Golders Green y lo estaba odiando. Era evidente que lo único que quería era quejarse del trabajo, así que por mi salud mental, enseguida cambié de tema y le hablé de Archie.

—¿A qué se dedica? —preguntó.

—No te lo vas a creer —respondí—. Tiene su propia empresa de contenedores.

—¿Contenedores? —farfulló (lo que más o menos había sido mi propia reacción cuando me lo dijo).

—Contenedores Archie —anuncié tan orgullosa como si yo fuese la dueña.

—Vaya trabajo más raro. Nunca te paras a imaginar a nadie llevando una empresa de contenedores.

—¿Qué te habías creído? Que aparecen y desaparecen una vez llenos como por arte de birlibirloque? —dije riéndome (lo que más o menos había sido la respuesta de Archie cuando le mostré mi sorpresa)—. Los suyos están en todas partes —proseguí con orgullo—. De un color amarillo vivo con «Contenedores Archie» escrito en los laterales. Ahora que te lo he contado, seguro que te fijarás en ellos. Ya te digo, es como salir con alguien famoso.

Se echó a reír y comentó:

—Entonces le debe de ir muy bien. No me extraña que te guste.

Le iba bastante bien hasta donde podía darme cuenta, pero no era el motivo por el que me gustaba.

—Es superdivertido. Nunca había conocido a nadie que me hiciese reír tanto.

—Vaya, a mí no me vendría mal alguien así —balbuceó—. ¿Por qué tiene tanta gracia?

—No lo sé, la tiene —respondí con evasivas. Es una pregunta difícil de responder, ¿no? Es como tener que explicar por qué nos gusta el chocolate. Nos gusta y punto.

—A ver, cuéntame lo último que te dijo que te hizo gracia —me retó.

De pronto mi mente se quedó en blanco mientras buscaba desesperadamente algo divertido que hubiese dicho Archie.

—Vale, vale —dije al fin—. Esto tiene muchísima gracia. Me estaba hablando de un amigo suyo con el que va al fútbol. Son grandes forofos del West Ham United. Resulta que, un día, este amigo lleva a su hijo con ellos. Tiene ocho años y es un chiquillo muy callado. Escucha todos los himnos sin decir ni mu. Hay un jugador que, por lo visto, siempre se está metiendo con el arbitro, los otros jugadores, con todo Dios, en fin...

—¿Quién es? —interrumpió Hannah.

—No lo sé. Odio el fútbol. Da igual. Los aficionados siempre le gritan: «¡Eres un puto quejica!». Un sábado, Archie se fue a casa de su amigo y se disponían a marcharse a ver el partido. Llega la mujer de su colega y empieza a reprender al chaval. «Tu habitación está hecha una leonera», «mira cómo tienes la camiseta». Ese tipo de cosas. Entonces el chavalín se vuelve hacia su madre, la señala con el dedo y le suelta: «¡Eres una puta quejica!».

Y empecé a descojonarme. Tuve que sujetarme las costillas y me caían las lágrimas por las mejillas. Me reía tanto como cuando me lo había contado Archie por primera vez.

Cuando me repuse lo suficiente como para mirar a Hannah, ella me miraba.

—Encantador —dijo, muy estirada—. No veo qué hay de gracioso en un chico de ocho años siendo un grosero y un mal hablado.

Aquello me pareció un poco fuerte viniendo de ella, una chica que se acostaba con los novios de otras.

«Ya». Se me había olvidado.

No tendría que haber dicho nada, pero ese comentario de niña buena que no había roto un plato en su vida me tocó las narices.

—¿Y qué tal está Simon? —pregunté.

—¿Cómo sabes lo mío con Simon? —dijo, poniéndose muy colorada.

—Me lo contó él.

—Ah. Me dijo que quería mantenerlo en secreto porque quería alistarse en los Marines y no se les permite tener novia. O algo así. Me pareció un poco raro, la verdad.

—Vaya gilipollez más grande —expliqué con el tono más condescendiente que pude—. La razón por la que quería mantener lo vuestro en secreto es porque sigue saliendo con Joanne... ¿O era Victoria? ¿o Hazel?

Enseguida me arrepentí de haber sido tan bocazas (otra vez). Yo pensaba que sabía que Simon también se veía con otras. Entonces, ¿por qué parecía tan hundida?

Me apresuré en buscar cómo dar marcha atrás cuando preguntó:

—¿Quién es Victoria? ¿Y Hazel?

No contesté. En cambio dije:

—¡Qué cosas digo! ¿Joanne? Ésa era la chica con la que salía antes de que empezarais a salir. ¿Te acuerdas? Te hablé de ella entonces. Eso acabó hace la tira de tiempo.

—Eso ya lo sé. ¿Quién es Victoria y quién es Hazel? —insistió otra vez.

—Unas amigas, nada más —dije en tono desenfadado—. Lo siento, Hannah, sólo quería tomarte un poco el pelo. No debí hacerlo. Eso me pasa por salir con Archie. Es tan bromista. Me lo habrá pegado. En serio, sólo son amigas.

Pero Hannah no se lo tragaba. Mientras me fulminaba con la mirada, le mentí lo mejor que pude y, en silencio, maldije a Simon por su promiscuidad. Decidí que la próxima vez que le viera, le mataría.

Lo cual ocurrió mucho antes de lo esperado. Al día siguiente, me estaba aguardando en la puerta de NaturElle cuando emergí a la luz, entrecerrando los ojos como una minera recién salida del pozo. Era un típico día otoñal, llovía a cantaros y las calles rebosaban de gente apremiada a coger el metro para volver a casa. Pero lo último que parecía preocuparle era empaparse y ser empujado de un lado a otro. No parecía estar de muy buen humor.

—Podría matarte, ¡joder! —espetó.

—¿Cómo dices? —Estaba un poco sorprendida. Y ésa iba a ser mi postura.

—No te hagas la tonta conmigo, Dayna Harris. ¿Por qué lo hiciste? ¿Qué necesidad tenías de contárselo todo a Hannah a las primeras de cambio...?

—¿Cómo te atreves a gritarme de ese modo? —le chillé.

La verdad es que de repente me sentía muy mal con lo que había hecho. Siempre se había tomado con tanta calma sus rollos con varias chicas a la vez que nunca me había imaginado que fuese a molestarse tanto cuando las cosas se le torcieran. Pero pensé que un ataque era mi mejor defensa y decidí devolvérselas aunque me dejara la voz en ello.

—La que tendría que estar furiosa contigo soy yo, Simon —contraataqué—. ¿Qué se supone que tenía que decirle? Si te vas a tirar a medio Londres y pretendes que te encubra, ¡tendrás que mandarme informes actualizados o algo así porque no puedo seguirte!

—Vale. No grites —vociferó, secándose las gotas de lluvia en la nariz. Miró incómodo a los transeúntes que ralentizaban el paso para observarnos—. Anda, vamos ahí dentro.

Me cogió del brazo y me empujó al Café Nero que estaba junto al instituto de belleza. Se sentó a mi mesa, se acercó a la barra y pidió dos cafés. «¡Qué morro!», pensé. ¿Qué sabía él si no había quedado con mi novio y tenía prisa en volver a casa para arreglarme? ¿Qué le hacía pensar que tenía tiempo para tomarme un café con él mientras me berreaba por haberle metido en un lío? Estuve a punto de largarme, pero volvió demasiado pronto. Típico. Para una vez que quieres que te atiendan muy, pero que muy despacio, van y se muestran de lo más eficiente.

Se sentó frente a mí y limpió la lluvia de su cara.

—Joder, qué palo —dijo tristemente.

No dije nada. Todavía no había decidido la postura que iba a adoptar, sobre todo cuando ya no parecía tan cabreado, sino más bien decaído.

—Se acabó —dijo.

—¿Con Hannah?

Asintió con la cabeza.

—No quiere volver a verme nunca más.

—Lo siento.

No sabía qué otra cosa decir. Bueno, salvo: «¡¿Por qué no intentas mantener la bragueta cerrada por una vez en tu puta vida, pedazo de músculo descerebrado y follador en serie?!». «Lo siento» me pareció más conciso.

—Ya, bueno tampoco ha sido culpa tuya —dijo.

Eso era lo bueno de Simon. Nunca le duraban mucho los cabreos. Me preocupaba que se convirtiera en soldado. ¿No se supone que han de mostrar siempre un cabreo profesional? Me lo imaginaba llegando a una zona en guerra y soltar: «Esos iraquíes no son tan malvados en el fondo. La mayoría son buena gente. ¿Por qué no pasamos de toda esta mierda y nos vamos a comer un curry?»

—Si te soy sincero, es un alivio —prosiguió—. Era una tía muy rarita. Siempre quería hacerlo con velas y pétalos de rosa y cosas así por toda la casa. ¿Qué les pasa a las tías con las velas?

Me encogí de hombros y no dije nada.

—Tengo algo mucho más importante de lo que preocuparme —dijo—. Tengo el PCRM el mes que viene.

—¿Te has vuelto a apuntar?

—Ya ves. Tengo que estar preparado esta vez... Ahora que lo pienso, me preguntaba si me podrías ayudar.

—Por supuesto —dije enseguida. Eso es lo que se hace con los amigos, ¿no? Ayudarles cuando te necesitan, eso es cuando no se está demasiado cabreado el uno con el otro, algo que evidentemente ya no estábamos—. ¿Qué quieres que haga? ¿Más impresos que rellenar?

Negó con la cabeza.

—Me levanto todos los días a las cinco de la madrugada para salir a correr antes de ir al gimnasio. Ocho kilómetros. Pero me entreno para correr doce.

—Está genial —dije, preguntándome qué pintaba yo en todo eso.

—Verás, necesito que alguien me haga de liebre, alguien que me ayude a mantener el ritmo.

—No pienso correr contigo —exclamé.

—No digas tonterías. No tienes que correr —se rió—. Irás en bicicleta. —Observó mi boca que se había abierto sin soltar sonido alguno y añadió—: Está bien, puedes coger la mía.

¿De qué coño estaba hablando? ¿Me estaba confundiendo con Nelly Colmes? Punto número uno: yo no me levantaba a las cinco de la mañana. Punto número dos: no me levantaba a las cinco de la mañana para montar en bici y recorrer ocho kilómetros, ya ni hablemos de doce. Odiaba madrugar casi tanto como hacer deporte. Era capaz de coger un taxi para ir a la tienda de la esquina si pensara que nadie se daría cuenta.

—¿Por qué no se lo pides a Victoria? —le sugerí—. O a la otra, ¿cómo se llamaba?... Hazel.

—¿Hazel? ¿Quién es Hazel?

—Hazel, la tía del gimnasio. Estará en forma, digo yo.

—Ah, ¿ella? No puedo pedírselo. Apenas la conozco.

—Pero si me dijiste que te veías con ella —dije, pensando que me estaba volviendo loca.

—¿Que me veo con ella? Para nada —respondió.

Mierda, había cometido el error elemental de proporcionar a Hannah información falsa. Tal vez no fuese un cabrón traidor después de todo.

—Me la he tirado un par de veces —explicó—. Pero eso no significa que seamos íntimos ni mucho menos.

Ya.

Se le veía tan ensimismado en sus problemas que permanecí callada.

—Vale. Si no quieres ayudarme con el footing, ¿me ayudarás con los conocimientos prácticos? Ya sabes, ayudarme a repasar las preguntas y las respuestas. ¿Te va bien el domingo?

—Lo siento, no puedo. He quedado este domingo.

—¿Has quedado? —La palabra parecía habérsele atragantado—. ¿Con quién?

—Se llama Archie.

—¿Quién coño es Archie?

Parecía todavía más cabreado ahora que cuando me echó la bronca por haberme chivado a Hannah.

—Un tío que conocí. Llevamos saliendo ya un par de meses, así que supongo que es mi novio, pero todavía no es una relación tan formal.

—Vale, a ver si lo pillo. ¿Prefieres salir con un tío que apenas conoces que ayudarme a mí, a quien conoces desde hace años, con la cosa más importante que haya hecho jamás?

—Yo... Oye, las cosas no son así... Es que...

Me quedé sin palabras.

Me hacía sentir como la persona más egoísta sobre la faz de la Tierra. La clase de amiga que en una cena se recuesta en su silla y mira cómo te ahogas, mientras se bebe un vaso de agua para tragar la comida.

—Pues muchas gracias, Dayna. Sólo recuerda esta conversación la próxima vez que tu coche te deje tirada en un aparcamiento desierto en plena noche.

Y acto seguido, salió corriendo bajo la lluvia.

Mientras me arreglaba para mi cita con Archie el domingo siguiente, no pude evitar sentirme culpable por lo de Simon. Algo de razón tenía. En los viejos tiempos, ¿cuántas veces le había llamado para que me sacara de un apuro? Y siempre a horas intempestivas además. Y siempre había acudido en un santiamén. Recuerdo aquella vez cuando Emily y yo oímos ruidos en plena noche y le despertamos, convencidas de que había un fantasma o un acosador golpeando nuestra ventana. Se pasó tres noches en nuestro sofá, acabando con una tortícolis de caballo. Y no se quejó ni una vez, ni siquiera cuando tuvo que llevar un collarín.

Para cuando llegó Archie, me sentía muy, muy mal. Simon tenía docenas de amigos a quien podía haber pedido ayuda y ¿a quién había acudido? Eso es, a mí. Pero se la negué. Me prometí a mí misma que lo arreglaría inmediatamente.

Bueno, inmediatamente después de mi cita romántica.

Archie me había invitado a almorzar.

—¿Adónde vamos? —pregunté, mientras cogía el bolso—. ¿A ti qué te gusta? ¿Comida francesa? ¿Italiana o india?

—¡¿India?! Por favor —dijo con una sonora carcajada—. Te voy a llevar a comer comida de verdad.

No era exactamente un restaurante de comida rápida. Era un restaurante de verdad, con mesas, sillas y manteles, pero a la hora de la verdad, eso es lo que era: un restaurante de comida rápida.

—No había venido nunca —dije, ajustando mi chaqueta en los hombros.

—¿A que mola? Siempre está hasta arriba, y eso lo dice todo. Yo me voy a pedir el bacalao frito, pero también tienen fama las gambas rebozadas. Deberías probarlas.

Estábamos sentados en el centro del restaurante. El local estaba lleno y había un ambiente alegre y desenfadado. Sin embargo eso no impidió que me sintiera incómoda.

—¿Por qué no te quitas la chaqueta? —preguntó Archie, mientras estudiaba el menú.

Pensé en el diminuto vestido negro que llevaba debajo y luego observé a los demás comensales, vestidos adecuadamente para comer pescado frito con patatas fritas, es decir no había ni un solo vestidito negro ni unas solas e inestables sandalias a la vista.

—Tengo algo de frío —respondí, estremeciéndome mientras sentía cómo las glándulas sudoríparas de mis axilas funcionaban a pleno rendimiento.

Ahí dentro hacía un calor de muerte.

—Así que no eres muy aventurero con la comida, ¿eh? —pregunté después de haber pedido.

—Pero ¿qué dices? Me encanta comer bien —clamó—. Sólo que no me gusta nada que sea extranjero, nada más.

Me reí muy fuerte. No sé si él también. Si he de ser sincera, tenía demasiado calor como para fijarme en otra cosa.

Pero eso no impidió que nos lo pasáramos genial. Por una vez, Archie no me hizo reír. No, por primera vez me habló de sí mismo. Me habló de sus padres. De su padre, que había sido capataz en la fábrica de Matchbox en Hackney hasta que cerrara; de su madre, que seguía siendo cocinera en un comedor escolar; y de su hermano, que era enfermero y con el que no se llevaba bien desde hacía años. La típica vida de una familia corriente, pero tal y como Archie lo contaba, resultaba fascinante. Me incliné hacia delante, saboreando cada una de sus palabras, con la sensación de empezar a conocerle a fondo.

Y sentí que me estaba enamorando.

Terminó contándome cómo se había metido en el negocio de los contenedores. Había dejado la escuela a los dieciséis años sin ninguna cualificación y consiguió un empleo en una empresa de contenedores. Con dieciocho años, conducía uno de los camiones y con veintidós le hizo una oferta al dueño. Pidió un préstamo y Contenedores TK se convirtieron en Contenedores Archie.

Alucinante, pensé. Qué forma de arriesgarse con tan sólo veintidós años. No era mucho mayor entonces de lo que yo era en ese momento y sin embargo era incapaz de imaginarme dirigiéndome a la dueña de NaturElle para hacerle una oferta.

—Le conté a una amiga a lo que te dedicabas —le dije—. Le pareció un tipo de trabajo muy poco habitual.

—No es ni la mitad de raro que esas chicas que cubren a desconocidas medio desnudas con aceites pegajosos y frotan su cuerpo durante una hora con música de ballenas de fondo.

—Ja, ja. No te cachondearías tanto si yo te diera uno de mis masajes especiales —respondí.

—Tiene gracia que digas eso. ¿Qué vas a hacer luego?

—¿Darte uno de mis masajes especiales?

Acabamos la comida en un pispas, volvimos a mi casa y nos quedamos allí hasta la mañana siguiente, cuando me llegó la hora de ir a trabajar y dar a desconocidas medio desnudas un poquito de lo que le había dado a Archie la víspera. Pero, ojo, sólo un poquito. No quisiera que os equivocarais con la clase de masaje que suelo ofrecer.

Tres meses más tarde, iba a tener una nueva cita con Archie. Me llevaba al cine. Podría pasar una noche bajo los puentes con los indigentes y aun así me lo pasaría genial. Sí, lo de «enamorarme» se me había quedado corto. Había encontrado el amor verdadero.

El teléfono sonó mientras me arreglaba. Era Archie.

—Lo siento, voy a tener que dejarte tirada, cariño.

—¿Ocurre algo? —pregunté, nerviosa, pensando en algún problema familiar.

—No, todo está bien. Es el curro. Tengo un rollo de reunión. Pensé que podría escaquearme, pero no puedo.

—¿Una reunión? —pregunté, sorprendida. ¿Para qué tenían que reunirse la gente del negocio de los contenedores? Recordé enseguida a Simon, el mentiroso, y me volví recelosa.

Pero me dio todos los detalles. Los permisos del Ayuntamiento, las licencias para las aceras, las disposiciones legales y de salubridad: todo era tan complicado y aburrido que era imposible que se lo inventara. Cuando colgué, sentí más lástima por él al tener que pasar una noche con una panda de consejeros casposos que por mí misma. Y, en el fondo, estaba bastante contenta por disfrutar de una noche tranquila, en casa. Salíamos tanto últimamente que estaba agotada.

En cuanto me preparé un café y me tumbé en el sofá delante de la tele, alguien llamó a la puerta. Sería Kirsty que vendría a por un poco de azúcar o de leche o a por un desenfrenado polvo lésbico. No, gracias a Dios, había buen rollo con mi vecina. Habíamos quedado un par de veces desde que coincidíamos en las escaleras. Ruby estaba con ella la mayor parte del tiempo y ambas se mostraban muy normales y simpáticas y terminé por considerar toda mi incomodidad y mal rollo como lo que era: una gilipollez.

Me precipité hacia la puerta, la abrí y recibí la mayor sorpresa de mi vida. Una sorpresa incluso mayor que si hubiera sido Kirsty, en pelotas, con un juego de consoladores gigantes en la mano gritando: «¡Vengo a por ti!».

—¡Emily! —exclamé—. ¿Qué coño estás haciendo aquí?

Acto seguido, me lancé a su cuello y la abracé tan fuerte que casi la estrangulé, lo que supongo no es lo que se necesita después de doce horas en un avión desde Tokio.

—¿Max sabe que estás aquí? —pregunté, una vez que había arrastrado su maleta dentro de casa, la había sentado y preparado una taza de café.

Negó con la cabeza. Empezó a llorar y le costaba hablar. Yo seguía preguntándome qué coño había pasado.

—Se marchó de viaje de negocios —masculló entre sollozos—. Otra vez. Ahora a Manila. Quería que le acompañara, pero, sinceramente, ¿para qué coño iba a hacerlo? ¿Para llevarle de la manita? —Había recuperado el habla. Me senté a su lado en el sofá y me dispuse a escuchar—. No me necesita, Dayna. Soy como un repuesto que no sirve para nada. La mayor parte del tiempo, me siento infeliz. No tengo amigos de verdad... No tengo nada que hacer. Y si me quejo, o me sale con cosas para que yo haga, lo cual me resulta tan condescendiente, o se enfada conmigo y me dice que no entiendo la presión que tiene.

La escuché e intenté consolarla, pero ¿qué podía decir? Compartía totalmente su punto de vista y ése era el problema. Si le dijera: «Max es un cabrón», ¿qué pasaría cuando inevitablemente cambiara de parecer e hiciera las paces con él? No era fácil. Pero no importaba mucho que yo anduviera perdida, porque ella no estaba de humor para escuchar consejos de nadie. Sólo quería desahogarse.

—¿Sabes qué es lo más absurdo de todo? —musitó—. Antes de que le ofrecieran lo de Japón, querían que se fuese a Nueva York. ¡Nueva York! Me habría encantado esa ciudad, lo sé. Hablan inglés, por el amor de Dios. Y tienen la serie Friends que no está doblada al puto japonés.

—¿Qué pasó? —pregunté. Era la primera vez que oía lo de Nueva York.

—Lo rechazó, claro. Por mí. Yo había hecho algún comentario estúpido acerca de los norteamericanos, de que casi el noventa por ciento no tenía pasaporte y que había que boicotearlos. Me tomó la palabra. ¡La madre que lo parió!

Bueno, supongo que Max debe de ser un idiota redomado. ¿Cómo podía pensar que una chica que lo había boicoteado todo, desde las pieles hasta el atún enlatado, no hablaba en serio cuando proponía hacer lo mismo con los norteamericanos?

De nuevo, hice lo más sensato y mantuve la boca cerrada.

Tenía mucho que contar sobre Max y dejé que lo soltara sin dar mi opinión. Me dijo que era egoísta, que estaba obsesionado por el trabajo y que sólo le importaba el dinero. Podía habérselo dicho hace mucho tiempo, pero era mejor que llegara a esa conclusión ella solita, ¿no os parece?

—Bueno, ya no le des más vueltas —le dije, sonando un poco como su madre—. Te voy a preparar un buen baño y puedes quedarte ahí todo el tiempo que quieras.

—¿Cómo? ¿Quieres decir que todavía no te has conseguido una compañera de piso? —medio gritó, en plan mi padre—. ¡Estás malgastando todo el dinero que te ha dado tu padre en el alquiler! Joder, ¿cuándo vas a madurar y comportarte como una persona responsable, Dayna?

Salí de la habitación muy ofendida y le preparé un baño, reprimiendo de manera muy madura un urgente deseo de añadir gel de baño con algunas gotitas de ácido sulfúrico que guardaba en el armario para ocasiones como ésta.

Max tardó dos días en encontrarla. Me imagino que siempre supo dónde estaba, pero decidió dejarla sola un par de días. Dado el estado en el que estaba cuando llegó, seguramente yo también habría hecho lo mismo.

Cuando contesté al teléfono y era él, Emily gritó «dile que no estoy» en una voz tan alta que no necesitába la tecnología telefónica para llegar hasta Tokio.

«Dile que se ponga», había sido la respuesta de Max sin ni siquiera esperar a que yo dijese una palabra.

Habló con él, por supuesto. Y si bien empezó la conversación como si fuera Emily, la Reina del Hielo, para cuando acabó, hablaba con una cursilería empalagosa. «Te quiero tanto, Max. Yo también quiero estar a tu lado para siempre. Nada volverá a separarnos nunca.» Y bla bla bla, ¡Puaj! Si hubiese tenido a mano una bolsa para vomitar, la habría llenado dos veces antes de que colgara.

Me juré solemnemente en ese momento que si alguna vez me ponía así de embobada con Archie, jamás me permitiría hablar como una de esas tarjetas ñoñas de San Valentín.

—Entonces, ¿vas a volver? —pregunté cuando al final colgó, después de conseguir que la despedida durara más que el resto de la llamada.

—No —dijo, sonriendo.

—¿Y todo ese rollo que le has dicho? Daba la impresión de que ibas a coger el primer vuelo de vuelta.

- Au contraire, querida. Es Max quien va a tomar el primer vuelo hacia aquí. Lo está dejando todo y vuelve. ¡Por mí!

Recordé lo grande y vacío que me había parecido el apartamento cuando Emily se había marchado la primera vez. Es curioso cómo nos acostumbramos a las nuevas situaciones sin darnos cuenta. A lo largo de los meses, me había expandido hasta llenar el espacio vacío. Me gustaba vivir sola.

Ahora que mi mejor amiga había vuelto... lo odiaba. Dios mío, no me había fijado antes lo vaga y desordenada que era Emily. Dejaba su ropa tirada por todas partes, no guardaba nunca la comida en la nevera, su maquillaje andaba esparcido por todo el cuarto de baño en vez de tenerlo todo recogido en un neceser encima de la estantería, como el mío. No me malinterpretéis. Me alegraba muchísimo de volver a verla. La había echado tanto de menos y no quería enfadarme con ella por cosas tan nimias como unas braguitas tiradas por el sofá. Por consiguiente, pasé tanto tiempo mordiéndome la lengua que no sé cómo no me hice sangre.

Me quejé de ello con Suzie una noche que fui a visitarla.

—¿Cuánto hace que ha vuelto? —preguntó.

—Parecen dos años, pero sólo lleva aquí dos semanas, te juro, más vale que Max mueva el culo y deje allí las cosas o se arriesga a encontrarla muerta cuando llegue.

—Lo superarás, Dayna. ¿Por qué no te das un respiro y pasas más tiempo en casa de tu novio? Se llama Alfie, ¿no?

—Archie —corregí y sentí cómo me animaba al momento. Me costaba creer que estaba por las nubes de felicidad. Aunque en las dos últimas semanas había pasado mucho tiempo poniéndome al día con Emily, sacaba mucho tiempo para pasar con Archie. Empezaba a pensar seriamente que el sentía lo mismo por mí como yo por él.

—¿Cuándo vamos a conocerle? —preguntó Suzie—. Tu padre se muere de ganas. Todavía lo ve como ese desconocido que besaba a su niña en su boda. Creo que debes acabar con su sufrimiento y mostrarle a qué chico más majo le has echado el guante.

—Le traeré muy pronto —dije—. Por cierto, ¿dónde está mi padre?

Miré el reloj. Tenía que madrugar para ir a trabajar y no podía quedarme hasta muy tarde.

—Buena pregunta —masculló, frunciendo el ceño.

—¿Ocurre algo?

Recordé lo alterado que estaba mi padre antes de que se fueran de luna de miel. Aunque le había visto poco desde que regresara, parecía más feliz y pensé alegremente que las aguas habían vuelto a su cauce. Pero ahora Suzie me tenía preocupada.

—No, no pasa nada —dijo—. Ya sabes cómo es tu padre. Le gusta salir por ahí. Ya es mayorcito. No tiene que decirme donde está las veinticuatro horas del día.

—Vamos, Suzie, no me vengas con ésas —dije—. Conozco a mi padre. Pero ya no puede vivir como si estuviese soltero. Si ha hecho algo...

—No digas tonterías —interrumpió con un gesto desdeñoso de la mano—. Todo está bien. Tu padre ha sido más bueno que el pan.

—Más le vale, sino le mato.

No me podía creer que hubiera salido de esa manera en defensa de Suzie, pero allí me veis.

—Aquí pasa algo, Suzie. A mí no me engañas.

Dio un sonoro suspiro y dijo:

—Si te soy sincera, tu padre ha estado un poco... diferente desde la boda. Un poco irascible. Tú misma lo viste el día que nos marchamos. Me dice que sale a tomarse una copa rápida con los amigos y luego no vuelve a casa hasta las tantas. Sé que está en el casino, porque conozco a una de las camareras. No me importa. Como ya dije, ya es mayorcito. Y antes de casarnos, solíamos hacer ese tipo de cosas todo el tiempo. Pero ése es el problema. Solíamos hacerlo juntos.

—¿Has hablado de esto con él?

—Lo he intentado, pero no se abre.

—Pues a mí no me ha dicho nada —dije.

Quería que le quedara muy claro que no estaba al tanto de nada que ella no supiera. Y por mucho que quisiera a mi padre, estaba cabreada con él. Su comportamiento parecía exactamente el mismo que el de antes de conocer a Suzie. Estaría muy bien para un soltero, pero había renunciado a su derecho a comportarse como un ser egoísta. Y ahora que lo pensaba, ¿cómo se atrevía a darme lecciones sobre madurez y responsabilidad?

—¿Te ha contado lo de sus ganancias? —preguntó Suzie despacio.

Negué con la cabeza y tragué saliva, temiendo lo que estaba por oír.

—Perdió la mitad una noche en las mesas de juego.

—¡¿La mitad?! —exclamé. Incluso después de lo que ya llevaba gastado y lo que me había dado, eso sumaba una cantidad muy superior a cincuenta mil libras.

—La cosa se pone todavía peor, me temo —continuó—. Volvió a la noche siguiente con la otra mitad, decidido a resarcirse y... Ya puedes imaginarte el resto.

Sentí cómo me iba poniendo cada vez más pálida.

Permanecimos calladas un rato. Suzie, pensativa y yo sintiéndome fatal. Cuando había aparecido en nuestras vidas por primera vez, estaba convencida de que era una cazafortunas. Aunque lo hubiese sido, jamás habría tenido la oportunidad de desplumar a mi padre. Demostró ser capaz de hacerlo muy bien él solito.

—En fin, sólo es dinero, ¿no? —dijo Suzie al final—. Y como él siempre dice, no está peor ahora que cuando lo ganó. Mira, lo siento, Dayna. No tenía que haberte preocupado con todo esto. Los hombres son seres muy raros, en el mejor de los casos. Tal vez esté pasando la crisis de los siete años de casados antes de tiempo.

Se rió, pero con la boca pequeña. Sus ojos no sonreían en absoluto.

A la mañana siguiente, no me desperté del mejor humor. Una vez que llegué al trabajo, las cosas no hicieron más que empeorar. Hacía tiempo que estaba harta de ese trabajo, pero ese día, parecía que todo había decidido conspirar en mi contra.

Todo empezó con la máquina de cera. Juro que comprobé el botón de la temperatura dos veces. El termostato estaría funcionando mal, porque cuando empecé con mi primera clienta, estaba lo bastante caliente como para freír su espinilla. Me sentí mal por ella, pero la mujer se pasó. En vez de decir «uy, está un poco caliente», se levantó de la camilla gritando como una posesa. Sinceramente, estoy segura de que hay víctimas de torturas que han mostrado más compostura que ella. Y con semejante escándalo, no era de sorprender que las dos chicas que aguardaban fuera recordaran de pronto que tenían otros compromisos y se largaran.

Pero allí no acabó la cosa. Una mujer con las manos cubiertas de vetas naranjas vino a quejarse de sus manos anaranjadas. La víspera, le había aplicado un spray bronceador y le había advertido especialmente para que no se lavara las manos en las siguiente doce horas, porque el agua podría afectar al color.

—No me dijiste nada de eso —protestó cuando se lo recordé—. Además, ¿cómo pretendes que la gente no se lave? —continuó, mientras se sacaba los zapatos para mostrarme sus pies naranjas.

Yo estaba segurísima de que se lo había dicho y estaba segura también de que le había entregado el folleto que explicaba, en letras mayúsculas, que no había que lavarse. Siempre repasaba con las clientas los cuidados postratamiento, incluso bromeaba sobre ellos para que no pensaran que defendía la falta de higiene... O quizá, sólo quizá, se me había pasado decírselo. Últimamente mi concentración dejaba un poco que desear. Ya no estaba tan segura.

—John Lewis sólo está a dos estaciones de metro de aquí. La sección de guantes está en la planta baja —sugerí—. Y si eso no resulta, siempre puedes buscar trabajo como el nuevo rostro de Tango

[25]. Perdona, como las manos y los pies de Tango.

No, no dije nada de todo eso. Pero ojalá lo hubiese hecho porque se marchó hecha una furia.

—Me dedico a las relaciones públicas, ¿sabes? Al Daily Mirror le encantará esta historia —dijo antes de desaparecer.

Vivien, la directora, no estaba impresionada para nada y tuve mi primera bronca NaturElle. Y no fue nada respetuosa con el medio ambiente.

Las cosas fueron a más después del almuerzo, cuando la secretaria más deprimida del mundo se desplomó en mi camilla. Era como realizar un tratamiento facial a una carta de suicidio parlante. Quería decirle que sabía cómo se sentía. Me consolé pensando en la velada que me esperaba con Archie. O al menos eso hice hasta que me llamó por teléfono para anunciarme que tenía otra reunión con los del Ayuntamiento esa noche. Le dije que no pasaba nada, que además tenía que lavarme el pelo. Si iba a tener que quedarme en casa como una pringada abandonada, era mejor hacerlo al menos con el pelo limpio y lustroso.

¿Se nota mucho que sentía lástima de mí misma?

Volví a mi apartamento en busca del consuelo de Emily. La encontré sentada en el suelo del salón, enviando besos a porrillo por el teléfono a ya sabéis quién. Había prendas y ropa interior suyas esparcidas por todo el sofá y latas vacías y envoltorios de caramelos por doquier a su alrededor. Ah, y también sus zapatos estaban encima del televisor. Dios sabe lo que pintaban ahí encima. No me quedé ahí para preguntárselo. Salí inmediatamente por donde había entrado. Ni siquiera se dio cuenta de nada.

Permanecí en el descansillo y respiré hondo para intentar tranquilizarme. Vale, había tenido un día espantoso, pero no era motivo para pagarlo con mi mejor amiga en el mundo entero. Pero mientras lo pensaba, caí en la cuenta de que su condición de mejor amiga en el mundo entero la convertía exactamente en la persona idónea con quien desahogarse.

Me disponía a volver a casa hecha un basilisco cuando Kirsty y Ruby salieron de su casa.

—¿Qué pasa, Dayna? —preguntó Kirsty—. ¿Has perdido la llave?

—No, sólo intento recobrar el aliento antes de entrar en casa —dije, con una sonrisa forzada—. Por cierto, ¿sabías que Emily ha vuelto?

—No pasa inadvertida —se rió—. Esa chica entra y sale todo el rato. Y tampoco le gusta cerrar la puerta despacio.

—Lo siento. No será por mucho tiempo. Max vendrá pronto a rescatarnos.

Movió la mano como para decir que no pasaba nada. Qué tía más enrollada, pensé. Qué guay por su parte no armar un escándalo. No podía pedir una vecina mejor. ¿Cómo pude estar tensa con ella? Vamos a ver, si estás pedo y vas a experimentar un polvo lésbico con alguien, ¿con quién mejor que con Kisrty? Tampoco es que nos hubiéramos emborrachado y echado un polvo lésbico. No me acordaba seguro. En fin, me alegraba de que ahora hubiese buen rollo entre nosotras.

—Nos vamos al Reglan —dijo, mientras se dirigían a las escaleras—. ¿Te apetece venir?

Mi acto reflejo fue decir que no, pero luego me lo pensé. Allí fuera había un pub lleno de pequeños recovecos y un ambiente amistoso, mientras aquí dentro había un apartamento lleno de la porquería de otra persona y con esa otra persona a juego.

—Me encantaría —dije y me fui con ellas.

Conseguimos una mesa en un rincón sin mayor dificultad. Kirsty y yo nos sentamos mientras Ruby fue a pedir las primeras copas.

—Gracias por invitarme, Kirsty —dije—. No habría aguantado otra noche con Emily y su caos. Voy a tener que hablar con ella.

—Oye, ¿no pretenderás discutir con ella y no volver a hablarle en la vida? Porque si piensas hacer eso, no vengas a mi casa para emborracharte y llorar tus penas y utilizarlo como pretexto para liarme con tus artimañas. Ahora conozco bien tus trucos, bonita.

Incluso en la penumbra del pub, pudo ver cómo me ruborizaba. Se rió de mi desazón y añadió:

—Tranqui, tía, sólo estaba bromeando. Y bien, ¿qué le vas a decir entonces?

—Probablemente nada. Sólo es un poco desordenada, tampoco es para tanto. Además no se quedará por mucho tiempo —dije eso con la mayor impasibilidad posible. El problema con Kirsty era que no sólo se mostraba indolente, sino que en realidad lo era: había nacido con los genes de la indolencia. Al contrario que yo, que había heredado clarísimamente el gen malhumorado, tenso y quisquilloso de mi padre.

También había nacido con su incapacidad para ocultar las emociones. Eso quedó patente cuando Ruby depositó mi copa delante de mí y me preguntó:

—¿Qué pasa? Parece que llevas todo el peso del mundo sobre tus espaldas.

—Dayna tiene problemillas con la guarra de su compañera de piso —explicó Kirsty.

—Está ahí temporalmente, ¿no? —dijo Ruby—. Son las peores. Creen que no tienen que impresionarte con sus dotes domésticas porque no piensan quedarse mucho tiempo. Seguro que te saca de quicio.

—Qué va, para nada —repliqué vanamente—. Me encanta que haya vuelto Emily. Sólo que me había olvidado de que podía ser, ya sabéis, un pelín desordenada. —De pronto me sentí fatal por despotricar contra mi mejor amiga y deseaba desesperadamente cambiar de tema—. En fin, me alegro de salir con vosotras —dije—. Me encanta salir con lesbianas. Sois tan guays.

«¡Aahhhh!». ¿Dé dónde había salido eso? ¿Quién estaba al mando de mi voz esa noche?, me pregunté. Porque desde luego, no era yo.

—Kirsty me había dicho que eras un poco rarita —dijo Ruby con una sonrisa—. ¿A qué te dedicas?

—Soy esteticista —respondí mientras me abanicaba la cara colorada con un posavasos—. Pero no estoy segura de si por mucho tiempo. Ahora mismo no lo estoy disfrutando mucho.

—Sé cómo te sientes. Yo odio mi trabajo —dijo Ruby.

—¿Qué haces?

—Soy cuidadora infantil, de niños con necesidades especiales —contestó.

—El jefe de Ruby es un cabronazo y la paga es una mierda —explicó Kirsty—. Pero acaban de ofrecerle un curro que te cagas.

—¡Qué guay! —le dije—. Adelante, píllalo.

—Ya me gustaría. Es el mejor centro para Síndrome de Down en todo el Reino Unido. Pero está en Cheshire. Y sin querer faltar a Cheshire, Kirsty no vive allí.

—Desde luego que no —confirmó Kirsty.

—¿Qué haces cuando el curro de tus sueños y la chica de tus sueños entran en conflicto? —preguntó Ruby.

—Eliges, cielo, eliges —dijo Kirsty, poniéndole la mano en el muslo.

—Ya, creo que ya he elegido —respondió Ruby. Y para no dejar la menor duda sobre cuál había sido su decisión, se volvió hacia Kirsty y la besó. No un casto besito en la mejilla, sino un morreo de verdad. Y con lengua, por lo que pude apreciar.

Joder.

Nunca había estado en un pub con dos tías haciendo eso.

Enseguida recordé que era de mala educación mirar fijamente a la gente y me agaché y fingí que, de repente, tenía que atarme los cordones de mis deportivas.

En cuanto me agaché, me di cuenta de que llevaba en realidad botas con cremallera, así que me incorporé y pude comprobar que el morreo se había vuelto más ruidoso. ¿Qué hacer? ¿Adónde mirar? Para tener algo que hacer, rebusqué en mi bolso, por nada en particular. No creo que me hubiera sentido más incómoda si Kirsty me hubiera estado besando a mí... Lo que había estado haciendo no hacía tanto tiempo, pero al menos aquello había ocurrido en la intimidad de su apartamento, y además, ya no me comía más el coco con eso, ¿verdad?

Saltaba a la vista a cualquiera que estuviese observando la escena con la boca abierta (por ejemplo como yo) que esas dos chicas estaban enamoradas y les importaba una mierda quién lo supiera. Yo estaba convencida de que todo el pub estaría viéndolas. Sin embargo al ojear la sala me di cuenta de que estaba totalmente equivocada. No había ni una sola persona mirando en nuestra dirección. Alucinaba. Debía de llevar una vida muy recatada porque dos chicas besándose parecía claramente algo a lo que el mundo entero estaba acostumbrado y además, visiblemente, algo que les aburría ya. Dios mío, necesitaba salir más a menudo.

Tomé una decisión. Iba a decir a Archie que quería ir a discotecas de moda y bares exóticos. Iba a salir por el SOHO y a rodearme de locas reinonas y lesbianas morreándose a gusto y gente con el rostro lleno de piercings y el pelo de todos los colores. Y a él le encantaría mi lado aventurero y podría hablar de ello en ese preciso instante porque acababa de entrar en el pub.

Eh... ¿qué hacía Archie entrando en el pub? ¿No tenía una reunión con el Ayuntamiento? Se dirigió a la barra seguido por un grupo de seis o siete tipos. Un par de ellos llevaban traje y corbata, pero los demás vestían ropa más informal. Es decir el atuendo informal de cualquier hooligan futbolero: pelo ralo, polo Hackett y botas Dr. Martens. Tenían un punto macarra. Pensé que debían de estar en el negocio de los contenedores. No era un negocio para blandengues, al fin y al cabo.

Pero ¿por qué me había mentido? Vale, no iba con una rubia despampanante colgada del brazo, pero una mentira era una mentira. Tal vez había una explicación muy sencilla. O tal vez no era más que un mentiroso hijo de puta. Decidí que mi mejor táctica sería agacharme y observarle discretamente desde mi recóndita mesa, para ver si podía descubrir lo que se traía entre manos.

—¡Archie, aquí! —grité, antes de poder aguantarme.

No creo que pudiera haberse quedado más flipado aunque hubiese ido con una rubia colgada del brazo. Se quedó helado, luego se repuso, esbozó una sonrisa forzada y se acercó.

—Vaya sorpresa más agradable —dijo y yo de verdad quise creer que lo decía en serio.

—¿Qué haces aquí? —pregunté, intentando que la pregunta sonara natural—. Pensé que tenías una reunión de trabajo.

—Y la tengo —respondió, mientras se sentaba a mi lado—. ¿Ves a esos tipos trajeados? Son consejeros. Intentaban liarnos con un montón de papeleo burocrático. Así que con otros colegas pensamos que nos vendría bien cambiar de entorno. Creo que después de un par de birras harán la vista gorda sobre algunas cosas.

«Suena convincente», pensé mientras observaba cómo el camarero conducía a los hombres por una puerta que llevaba a la planta de arriba.

—¿Adónde van? —pregunté intentando ocultar, en vano, cierto recelo en mi voz.

—No queremos discutir asuntos confidenciales sobre la eliminación de la basura con personas como tú escuchando la conversación, ¿verdad? —bromeó—. No, llamé y pedí al dueño que nos dejara utilizar uno de sus salones privados. Además ¿tú no ibas a quedarte en casa esta noche?

—Sí —dije—, pero Kirsty me invitó a tomar una copa.

—¿Kirsty?

—Ya sabes, mi vecina de enfrente.

Me volví hacia ella. Dispuesta a presentarle. Por suerte, ella y Ruby habían terminado de darse el lote, aunque seguían muy abrazaditas y el pintalabios de Ruby se había corrido por la mejilla.

—Deja que te present... —me detuve porque Archie se había levantado muy de golpe y con una mirada que no le conocía.

—Lo siento —interrumpió, sin parecerlo en absoluto—. Será mejor que me vaya o acabarán sin mí. —Se inclinó y me dio un beso en la mejilla—. Te llamaré. Mañana.

Y desapareció corriendo tras sus colegas.

¿Qué le molestaba? Evidentemente había algo. ¿Me había mentido? Tal vez tuviera a otra tía en la planta de arriba. Qué coño, tal vez había varias tías ahí arriba y éste era un local secreto donde celebraban sus orgías. No tenía ni idea y mi perplejidad debió de reflejarse en mi rostro porque Kirsty se separó de Ruby y me acarició el brazo.

—No te preocupes, cielo —dijo—. Estamos acostumbradas.

—¿Acostumbradas a qué? —pregunté, sin entender nada.

—A los homófobos, a los mojigatos, como quieras llamarlos. Todavía hay unos cuantos.

—No, qué va, Archie no es ningún mojigato. Es un tío sensacional. Es que tenía prisa. Tiene una reunión con esos consejeros que acaban de entrar —expliqué, intentando que pareciera un asunto de la mayor importancia, casi de gravedad ministerial, y para nada como de un tío que había salido corriendo al piso de arriba para montarse una escabrosa sesión de sexo en grupo.

Kirsty y Ruby menearon la cabeza y se echaron a reír. ¿Qué resultaba tan divertido? Quizá sabían quién era. Que era el Archie de Contenedores Archie.

—¿Dónde está la gracia? —pregunté.

—¿Tú crees de verdad que esos tipos son del Ayuntamiento? —dijo Ruby.

—Sí... ¿Por qué no iban a serlo?

—Trabajo para la junta municipal de Camden. Creo que conozco a ese tipo de tíos.

—¿Y cómo son?

—Mojigatos —respondió Kirsty por su novia.

—Mira, Archie no es un mojigato —protesté—. Es totalmente del tipo «vive y deja vivir».

—Oye, no te lo tomes tan a pecho. No es que sea tu novio o nada... —se calló mientras reparaba el gesto de mi cara—. Espera, es tu novio, ¿verdad?

Asentí débilmente.

—Ups... Soy una bocazas americana. Lo siento. Será mejor que vaya a por otras copas. ¿Lo mismo, chicas?

El tema de Archie no volvió a mencionarse.

Varias semanas más tarde, tras cumplir con el plazo del preaviso, llegó Max. Emily consideró que el hecho de que su ambicioso y prometedor novio lo dejase todo por ella cuando estaba en la cumbre de su carrera era de lo más romántico y demostraba que estaban hechos el uno para el otro. Yo pensé que sólo demostraba que él era totalmente incapaz de hacer nada sin que ella le llevara de la mano, ¿pero qué podía saber yo?

Vino directamente al apartamento desde el aeropuerto, soltó el equipaje en medio del salón y se echó a los brazos de Emily. Parecía Lassie vuelve a casa. No, más bien Lassie vuelve a casa tras estar un año sin comer y se encuentra un saco entero lleno de galletas para perros Winalot esparcido por el suelo del salón.

Me fui a la cocina porque entiendo que una pareja necesite un poco de intimidad y tengo mucho tacto con esas cosas.

—Cuando hayáis acabado de sobaros el uno al otro, ¿os apetece un sándwich? —grité desde la puerta.

Sin respuesta.

Me pregunté si no sería mejor invitar a Kirsty y a Ruby a salir a tomar una copa. Al menos ellas de vez en cuando interrumpían sus morreos para tener algo de conversación.

Finalmente se detuvieron para respirar y entonces los tres pudimos hablar. O más bien Emily y yo escuchamos mientras Max hablaba. Estaba en algo llamado «Garden leave»

[26]. Tardé un rato en comprender que no tenía nada que ver con arriates herbáceos y por suerte no metí la pata diciendo algo como «Pero Max, si tú no tienes jardín en tu moderno loft de Clerknwell».

Max nos dijo que tenía grandes proyectos. El hecho de que no fuera a trabajar durante seis meses le daría tiempo más que suficiente para invertir los millones que había ganado en Japón y convertirlos en megamillones. Por lo visto, eso implicaba dar con la inversión inicial adecuada, una que necesitara una inyección de capital de riesgo y patatín y patatán...

Observé a Emily y constaté que había desconectado como yo, pero tenía los ojos como platos y con un brillo especial. Joder, ¿qué le había hecho? No me hubiera sorprendido lo más mínimo si hubiese blandido de su bolso un ejemplar del Financial Times y empezado a recitar las cotizaciones de la bolsa o algo parecido.

No es que quisiera cambiar de tema ni nada, pero...

—¿Vais a volver a tu casa esta noche? —pregunté a Max como si tal cosa.

—No, nos quedaremos aquí si no te importa —me dijo Max como si me dejara elección alguna—. Mi casa lleva vacía tanto tiempo que los de la limpieza tardarán seguramente todo el día y toda la noche en volverla habitable.

«¿Le habría matado a Emily darse una vuelta por ahí con una bayeta y un frasco de limpiamuebles?», me pregunté.

Mantuve la boca cerrada y me consolé pensando que se trataba de una sola noche más. A la mañana siguiente se marcharían. Me fui a la cocina para hacer café/dejarles más tiempo para sobarse y, sinceramente, no me sacó tanto de quicio descubrir que los zapatos de Emily habían encontrado, de alguna manera, el camino desde la tele hasta la encimera de la cocina.

Al día siguiente Archie llegó cuando Max y Emily cargaban su equipaje en un taxi. Habíamos quedado a menudo desde la noche en que apareció en ese pub y cualquier recelo que aún pudiera albergar había desaparecido la siguiente vez que quedamos, cuando insistió en contarme con todo lujo de detalles sus negociaciones con el Ayuntamiento. Sinceramente, resultó tan aburrido que no parecía posible inventarse algo así.

Mientras le presentaba a Emily y a Max, me di cuenta de que era la primera vez que conocía a alguno de mis amigos y también que yo no conocía a ninguno de los suyos. La verdad es que estábamos tan embobados el uno con el otro que no habíamos tenido tiempo para nadie más. Los nuevos amores son así, ¿no?

Mientras los tres permanecían de pie en el salón observándose con cierta incomodidad, dije:

—Archie, ésta es Emily, mi mejor amiga. Ah, y éste es Max... Se estaban marchando.

Intenté ocultar cualquier triunfalismo en mi voz cuando pronuncié eso último.

Instintivamente Max extendió la mano para dar a Archie un fuerte apretón de manos, tipo La City. ¿Fue imaginación mía o Archie vaciló un momento antes de estrechársela? No tuve oportunidad de reflexionar sobre ello, porque Emily —siempre tan cariñosa— se tiró al cuello de mi novio para darle un fuerte abrazo.

—No me puedo creer que no te haya conocido hasta ahora —soltó, muy efusiva—. Dayna me ha hablado tanto de ti. Está claro que eres maravilloso porque lleva viviendo en una nube desde que regresé a casa y no deja de hablar de ti y...

Y siguió así dale que te pego un buen rato.

Cuando por fin terminó y Archie consiguió apartarla, le dedicó una mirada carente de expresión, semejante al gesto de Jack Nicholson al final de Alguien voló sobre el nido del cuco después de que le hayan extirpado la mitad del cerebro. «Ya», pensé, «a veces Emily es un poco cargante y apabullante». Pero en cuanto miré a Archie, vi que había algo más, aunque no era capaz de descifrar qué.

—Vámonos, Em —gruñó Max—. El contador del taxi está corriendo.

Habia llegado la hora del adiós. Después de haber pasado las últimas semanas echando chispas por la presencia de Emily, de pronto me vine abajo. Mi mejor amiga de toda mi vida se marchaba. Otra vez. Nunca se me habían dado muy bien las despedidas, pero a Emily se le deban peor todavía. Fue la primera en echarse a llorar.

—Madre mía, miraos las dos —dijo Max—. Además, conociéndoos, estaréis hablando por teléfono en cuanto lleguemos a casa.

Tios. No entienden eso de hablar-por-teléfono-sobre-nada-durante-varias-horas-al-día, ¿verdad? Si una mujer tuviese que esperar a tener algo concreto que contar antes de llamar por teléfono a sus amigas, pues sería un hombre, ¿no?

Una vez que se marcharon, preparé café y me pregunté qué pensaba Archie de ellos. Se había mostrado incómodo, pero tal vez siempre era así cuando conocía a gente nueva —aunque se había mostrado todo menos incómodo cuando me conoció en la boda—. Quizá sencillamente no le habían caído bien. Para ser sincera, no me importaba mucho lo que opinara de Max, pero sí me importaba que le gustara Emily. Había sido parte de mi vida por tantísimo tiempo que parecía parte de mí.

—Bueno, ¿qué te ha parecido Emily? —pregunté cuando regresé al salón.

—Parece maja —dijo, sin sonar muy convencido.

—No te ha caído bien, ¿eh?

—¿Por qué lo dices?

—Oh, no lo sé. Se te veía un poco raro cuando te dijo hola.

—¿Hola? Fue un poco más exagerado que eso. Tu amiga es un poco desinhibida, ¿no? Yo soy un poco más british con estas cosas. Y ¿de dónde es?

—De por aquí —le dije—. Estudiamos juntas.

—No, me refiero a su familia. Es un poco... morena.

—Ah sí, su madre es mestiza medio jamaicana, creo. O una cuarta parte. Nunca me acuerdo. ¿A que es guapa?

No respondió y me pregunté en qué estaría pensando. Tal vez le gustaba. Estaba acostumbrada a que eso ocurriera. Emily era guapísima y no había conocido a ningún heterosexual que no se hubiese sentido atraído por ella. Tenía el rostro enmarcado por unos preciosos tirabuzones negros con unos ojos negros a juego y unos carnosos labios que invitaban a besarlos. No era de extrañar que Max no pudiera quitarle las manos de encima. Hacían buena pareja, a decir verdad. No sólo él era indiscutiblemente apuesto, sino que sus ojos negros y su tez ligeramente tostada combinaban a la perfección con ella.

—Es que parecías un poco raro con ellos, nada más —añadí, para romper el silencio.

—Para serte sincero, no me han dado muy buena impresión. Él es judío, ¿verdad?

—Joder, ¿cómo lo sabes?

—Vamos a ver... Piel oscura, esa nariz y una carrera en las altas finanzas internacionales. Yo diría que ésas son señales bastante claras. Y además es un tacaño.

—¿Y eso cómo lo sabes? —dije, asombrada. Sí, Max era muy receloso con su dinero, a no ser que se lo gastara en Emily, pero no conseguía entender cómo Archie pudo descubrirlo.

—Por cómo se preocupó por el contador del taxi. Eso es puro judío.

Ese comentario me hizo sentir más que incómoda.

—No tendrás nada en contra de los judíos, ¿verdad? —dije, riéndome.

Me esperaba a que me lanzara un cojín instándome a no decir tonterías y diciéndome que Seinfeld era la mejor serie de televisión de la historia, lo que demostraba que, además de ser unos cerebritos para los negocios y ser increíblemente hospitalarios, los judíos eran la gente más divertida del inundo.

Pero no hizo tal cosa. En lugar de eso, frunció la nariz y dijo:

—Nunca seré amigo de un judío. Nunca he conocido a ninguno en quien se pueda confiar.

No sabía dónde meterme. ¿De verdad había dicho eso? Yo había visto La lista de Schlinder, de modo que me parecía que sabía todo lo que había que saber sobre el antisemitismo. Pero nunca me había topado con ello de primera mano. Y nunca me lo había planteado en serio. Pero de pronto tuve que pensar en ello. ¿Qué problema había con los judíos? bueno, estaba el tema ése de cortarle el prepucio a los niños, algo que da miedo sólo con pensarlo... Pero todas las culturas tienen algunas tradiciones extrañas, ¿no? A ver, fijaos en los cristianos (entre los que me incluyo, más o menos): sorbemos un poco de vino y fingimos que es la sangre de un tipo que lleva muerto dos mil años. ¿Qué pensarían de eso unos extraterrestres si lo vieran? No, decidí que los judíos no eran ni mejores ni peores que nadie.

Tal vez Archie había tenido alguna mala experiencia con un judío. Sí, debía de ser algo así. Por supuesto, tendría que habérselo preguntado y llegar al fondo del asunto, pero no lo hice. Toda esa situación me hacía sentir muy incómoda y, cuando cambió de tema, le dejé.

—¿Qué quieres hacer esta noche? —preguntó.

—¿Te apetece ir al cine? Ponen esa peli con Meg Ryan que quiero...

—Sólo hay una persona por aquí que yo quiero —interrumpió mientras me cogía para dar el golpe de gracia—. Mejor nos quedamos aquí.

Un poco cursi, ya lo sé, pero me encantó que sólo le interesara yo. Además, lo había oído en la radio la semana anterior: quedarse en casa era lo que se llevaba ahora.

Nos acostamos y nos quedamos en la cama hasta que tuvimos que levantarnos para ir a trabajar a la mañana siguiente. Y tal y como me hizo sentir, no había lugar en el mundo donde hubiera preferido estar.

El trabajo al día siguiente. Sólo podría definirlo con una palabra: ¡Puaj!

—Lo siento, Dayna, pero es la cuarta queja que llevamos en cuatro días —me dijo mi jefa, que parecía todo menos afligida.

—No sé de qué está hablando, Vivien. Llevo más dos semanas sin hacer ninguna electrólisis a nadie.

—¿Qué me estás diciendo? ¿Que ella miente?

—No. Sí. No lo sé.

—Bueno, pues habrá que esperar a que vuelva Angie para ver si recuerda a esa mujer. Espero que no por tu bien.

Vivien estaba furiosa y era evidente que ya había tomado una decisión. La clienta en cuestión había llamado por teléfono para decir que había acudido para una electrólisis y que le había quemado el labio superior de tal forma que había amanecido al día siguiente con el labio lleno de llagas. A mí me sonó un poco a cuento chino porque, para empezar, había tardado tres días en llamar, pero además no estaba dispuesta a venir y enseñárnoslo. Le había contado a Vivien que estaba demasiado traumatizada para salir de casa y nos exigía que le diéramos gratis un tratamiento completo (lo que sumaría cientos de libras) o nos llevaba a los tribunales.

Había visto a otras mujeres intentarlo en el pasado. Eran chicas que buscaban sacarse por el morro una pedicura o algo así, aunque nunca se había dado el caso de algo tan fuerte como quemaduras de tercer grado y «os veré en los tribunales». Recordaba vagamente a la mujer porque tenía un nombre curioso (la señora Anal; Angie y yo habíamos estado contando chistes verdes después durante mucho tiempo), pero por mucho que lo intentara, sólo recordaba que le había depilado las axilas con cera. Mientras se marchaba, Vivien, por desgracia, había desparramado el café sobre la agenda de modo que sólo podía apelar a la memoria. Y ahora todo dependía de Angie.

Quería solucionarlo sin más dilaciones pero Angie libraba un par de días. Cuando me dispuse a dar un masaje a mi siguiente clienta, estaba tan deprimida por todo este asunto que decidí no dejar mi destino en manos de la poco fiable memoria de Angie. Ya había tenido bastante: de clientas quejicas e intrigantes, de trabajar en un sótano, de Vivien, de todo. Acabé el masaje, busqué a Vivien y renuncié. Mi jefa no sabía si poner cara de susto o de alivio.

Me costaba creer que mi padre fuera a cumplir cincuenta años. La mayoría de mis amigas pensaba que tenía un padre la mar de joven, moderno y guay y nunca me había molestado en seguirles la corriente. Pero, ¿cincuenta tacos? A no ser que seas Mick Jagger, no es una edad sinónima de «moderno» y «guay», para nadie; de eso estoy segura.

Suzie había organizado una fiesta sorpresa para él. Había reservado una mesa para veinte personas en el Thai Palace y me dijo que llevara a quien quisiera. Llevaba esperando este momento desde hacía mucho tiempo. Siempre me han gustado las fiestas, me encanta la comida tailandesa y era la oportunidad para que mi padre y Suzie conocieran por fin a Archie. Invité a Emily y a Max también. Aunque Max no le había caído de mil maravillas a Archie (por decirlo con educación), pensé que no pasaría nada. Le pediría a mi padre que le sentara con Emily a un extremo de la mesa y nos pusiera a Archie y a mí al otro y yo revolotearía de un lado a otro. Yo sería como una de esas chicas de moda en unos de esos modernos locales del West End a los que quería que Archie me llevara y en absoluto como Dayna celebrando los cincuenta años de su padre en el restaurante tailandés del barrio.

Archie me telefoneó la mañana de la fiesta.

—Lo siento, Dayna, pero son las semifinales y no me puedo escaquear. Si te digo la verdad, nunca pensé que llegaríamos tan lejos y es el mejor partido que nos ha tocado nunca. Llevo jugando con estos tíos diez años y me matarían si les fallara ahora.

Cualquiera habría pensado que era el goleador estrella del West Ham Hotspur (o lo que fuera) y que habían alcanzado la semifinal de la Copa de primera división (o lo que fuera). Pero sabía lo que significaba el fútbol para él y tenía que respetarlo. Además, aunque no me interesara, el fútbol era lo que le mantenía tan en forma, y eso sí me encantaba.

—Mira, lo siento, de veras. Y te echaré mucho de menos esta noche —continuó.

—Ya, ya... —dije, sin intentar ocultar mi desilusión.

—Por favor, no te pongas así.

—Es que estoy decepcionada, Archie. Me hacía tanta ilusión que tú y mi padre os conocierais. Creo que os llevaríais muy bien.

—Lo siento mucho, pero se trata de la semifinal. Si sólo fueran los cuartos de final, iría, te lo juro. Pronto lo haremos, te lo prometo. Pásatelo bien esta noche, ¿vale?

—Me tomaré unas gambas al chili por ti —intenté bromear.

—Por favor, no lo hagas. Odio la comida tailandesa.

Qué rarito. ¿Quién odia la comida tailandesa?

—Odio la comida tailandesa —me susurró Suzie—. Habría preferido mil veces un italiano.

—Entonces, ¿por qué lo reservaste? —murmuré también, preguntándome cómo era posible que hubiese tanta gente a la que no le gustara la comida exótica y que tal vez Archie no fuese tan rarito después de todo.

—Es la noche de tu padre y a él le encanta —explicó.

—Ay, qué bonito de tu parte. —respondí.

Sonrió, pero pareció tan falsa como la camarera con el vestido tradicional tailandés que nos atendía en la puerta a nuestra llegada. Era una pelirroja con acento de Birmingham.

—Venga —dijo—, coge tu copa y vamos a brindar.

Una idea genial si lo que pretendíamos era alzar nuestras copas a una silla vacía. Alrededor de la mesa había rostros familiares. Bill y Brenda, los mejores amigos de mi padre; Wayne y Owen y sus respectivas esposas, y otros que conocía de toda la vida. Pero no había ni rastro de mi padre. ¿Dónde coño se había metido?

Lo descubrí al cabo de un momento. Estaba apoyado en la barra al fondo del restaurante. A su lado estaba la pelirroja de Birmingham. No me dio la sensación de que hablaran de las copas de los comensales, no a juzgar por cómo se inclinaba hacia ella para susurrarle algo al oído y cómo ella echaba la cabeza hacia atrás con una risita coqueta.

Rápidamente volví la mirada hacia Suzie para ver si había reparado en ello también. Si así era, se le daba muy bien disimular. Se reía a carcajadas ante una broma que Bill había contado ya diez veces.

¿A qué coño jugaba mi padre? Ésas no eran formas de tratar a una mujer a la que había jurado amar para siempre hacía apenas unos meses. Con todas las molestias que se había tomado para organizar una velada perfecta. Le había costado lo suyo invitar a todos sus amigos sin que él sospechara nada. Además estrenaba vestido y había ido a la peluquería y yo había pasado la mayor parte de la tarde haciéndole la manicura y maquillándola. Cuando me levanté para reunirme con Emily y Max en la otra punta de la mesa, no me sentía la chica de moda en absoluto. Sólo sentía pena por Suzie.

—¿Qué les pasa a tu padre y a Suzie? —preguntó Emily cuando me senté a su lado—. Apenas se han dirigido la palabra en toda la noche.

—Me alegro de que lo digas —respondí—. Ahora sé que no son ideas mías.

—Pero, ¿qué decís? Yo los veo fenomenal. —dijo Max con el ceño fruncido.

«Imbécil», pensé. No, no estaba siendo justa. Evidentemente había que ser chica para reparar en esas cosas. Mi padre ya había vuelto junto a Suzie. Pero aunque estuvieran sentados el uno junto al otro y ambos se rieran, era ante diferentes bromas y sus cuerpos divergían. Podía meterse entre ellos la Gran Muralla de China que no habrían parecido más alejados el uno del otro. Ante el avezado ojo de una mujer, claro está.

—Miradlos —dijo Max—, se están partiendo de risa, se lo están pasando bomba.

—¿Han discutido por algo? —preguntó Emily, ignorando el comentario.

—Que yo sepa, no. Pero estaba tirándole los tejos a esa camarera en la barra.

—Los tíos no pueden aguantarse, ¿eh? Incluso los que son ya lo suficientemente creciditos para tener más juicio —masculló entre dientes.

Y a pesar de que estaba hablando de mi padre, no me quedó más remedio que darle la razón. Entonces Max se echó a reír.

—Vosotras dos necesitáis dejaros de chorradas y sentar un poco la cabeza —dijo.

—¿A qué viene eso ahora? —replicó Emily, molesta.

—Os tendrías que oír a las dos. Buscáis problemas donde no los hay. Pasáis demasiado tiempo sin hacer nada. Deberíais tener más ambición en la vida. Utilizad vuestro talento para empezar a ganar dinero de verdad.

—Tú estás obsesionado con el dinero —dijo Emily, mientras le daba un fuerte golpe en el brazo.

«Por fin le ha visto el plumero», pensé.

Pero acto seguido la pifió.

—Me encanta eso en un hombre —añadió.

Recordé los días cuando atacaba a la escoria capitalista y me pregunté si podía tratarse de la misma chica que miraba a Max embobada y con los ojos destellando el símbolo de la libra esterlina. Después me pregunté si era eso lo que Archie le reprochaba a Max: que sólo le moviera el dinero y nada mas.

A Archie le iba bien económicamente, pero no dejaba que el dinero mandara en su vida. Tenía otras cosas que le hacían feliz. Como yo, por ejemplo. Sí, sabía muy bien a que tío elegiría yo mil veces. Desde luego no al futuro multimillonario sentado a una silla de la mía, sino al chico que no había venido porque tenía que jugar un estúpido partido de fútbol.

—¿Me estás escuchando, Dayna? —preguntó Max.

—No —respondí con sinceridad— ¿Qué decías?

—He tenido una idea. Algo para que lo penséis Emily y tú. Algo que os hará mover ese culo perezoso y además nos conseguirá a todos un buen dinerito.

—¡No somos unas holgazanas! —replicó Emily, propinándole un nuevo golpe—. Nos estamos tomando un respiro mientras decidimos qué queremos hacer en la vida.

—Además, ¿a ti qué te importa? —dije con cierto desdén.

¿Quién se había creído que era? ¿Mi padre? (que, casualmente, ya estaba bastante pedo y se había arrastrado al otro lado de la mesa para sentarse junto a Diane, la mejor amiga de Brenda, que, de todas las mujeres de punta en blanco, casualmente también, era la que mostraba el escote más generoso).

—Ya te lo he dicho —dijo, como si lo estuviera repitiendo por quinta vez, lo que tal vez era el caso—. Tengo dinero para invertir y quiero haceros a las dos una propuesta...

Se calló cuando alguien golpeó la mesa con una cuchara. Bill se había puesto de pie. Había llegado la hora del discurso.

—Ha llegado el momento de brindar por el cumpleañero —anunció—. Suzie, ¿quieres hacer tú los honores o los hago yo?

—Adelante, Bill —dijo, obligándose a sonreír—. Estoy demasiado achispada para poder hilar una frase sin trabucarme.

«¿Achispada o echando chispas?», me pregunté.

—De acuerdo, me cuesta creer que esto esté pasando —empezó Bill—. A ver, yo pronuncié el discurso como padrino en tu primera boda, Michael, y también en tu segunda boda, y ahora estoy de nuevo de pie en tu cincuenta cumpleaños. Te vas a hartar de verme. —Hizo una pausa para las risas que se produjeron—. En fin, para mí este año en que cumples los cincuenta debe de ser el mejor. Justo cuando pensabas que ya todo estaba acabado, vas y te anotas una nueva vida cojonuda. Por ti, Suzie. Le has quitado años a este vejestorio. —Una nueva pausa y miró a Suzie, que ya no sonreía. Estaba demasiado ocupada observando el brazo de mi padre que, de alguna manera, había ido a parar al respaldo de la silla de Diane—. Pero bueno, Michael, no cantes victoria demasiado pronto. Recuerda, a partir de ahora es todo cuesta abajo. —Otra pausa para más risas, y luego el remate final—. Brindo por el mejor amigo que pueda pedir un tío. ¡Por Michael Harris!

Todos levantamos nuestras copas. Yo además alcé las cejas, pero mi padre no estaba mirando. Sólo tenía ojos para las tetas de Diane.

Mientras Bill volvía a sentarse, Suzie se levantó rápidamente y Brenda también. ¿Acaso tocaba otro discurso? No, dieron media vuelta y se dirigieron a los aseos. A juzgar por el movimiento de la barbilla de Suzie, sospeché que mi concienzudo maquillaje estaba a punto de irse al garete.

Como era de esperar, Max no se percató de nada de todo eso. Intentó retomar la conversación donde la había dejado. Sin embargo, su charla tendría que esperar, porque yo tenía un matrimonio que salvar. Me levanté y me dirigí a la punta de la mesa donde estaba mi padre. Le agarré por el brazo y le arrastré hasta una esquina del restaurante donde estaba el pequeño guardarropa.

—¿Qué haces, Dayna? —farfulló, arrastrando las palabras e intentando mirarme a la cara—. ¿Quieres darle un abrazo de cumpleaños a tu viejo?

—Cállate, papá —interrumpí con brusquedad—. ¿A qué coño estás jugando? Suzie está llorando en los servicios por tu culpa.

—¿Ah sí? ¿Y por qué?

—Porque te estás comportando como un cerdo. Ver cómo le tiras los tejos a ese escote sobre dos piernas me da asco. ¿Quién te has creído que eres?

—¿A ti qué te pasa? —dijo con una risita—. Mitzy ni siquiera te cae bien.

—Se llama Suzie y, para que lo sepas, si me cae bien. Además esa no es la cuestión. Es tu mujer y debes de mostrarle más respeto, joder. Ahora mismo vas a ir y ser bueno con ella.

Asintió con la cabeza.

—¡Y las manos fuera de Diane!

Volvió a asentir. Creo que las palabras ya le superaban.

Le empujé de vuelta al restaurante y observé cómo se tambaleaba hasta la mesa.

Debí de causarle cierta impresión porque, a los diez minutos, Suzie y él se estaban besando y hacían las paces en la barra. Decidí que era mejor dejarles solos, pero que en cuanto se le pasara la borrachera, hablaría con él muy en serio.

Pensaba tener esa conversación con mi padre, en serio, pero resultó imposible dado que mi padre se hallaba ahora en Dubai. Le habían ofrecido un trabajo allí y se marchó una semana después de la fiesta. Por lo visto, Dubai era la nueva Marbella y los hoteles de cinco estrellas brotaban como setas. El trabajo consistía en un contrato de tres meses para trabajar en la instalación eléctrica de algún complejo turístico gigante.

—Pero papá, ¡Dubai! Vas a estar tan lejos... —le dije, preocupada, cuando me llamó para despedirse.

—Sí, pero es dinero fácil, y libre de impuestos. Estaría loco si no lo aceptara.

Fue un gran alivio saber que se marchaba. Sabía que teníamos una conversación pendiente, pero no me apetecía nada. Me dije que así tendría tres meses para conocer la versión de Suzie antes de meterme a fondo con mi padre.

Puede que mi padre hubiera desaparecido, pero tenía a Simon hasta en la sopa. Al cabo más o menos de una semana después de que mi padre se fuera, llamó a mi puerta sin avisar, como de costumbre.

—¿Qué haces en casa, so vaga? —dijo, apoyándose en el marco de la puerta—. ¿Sigues sin curro?

- Garden leave —respondí.

—Si tú no tienes jardín.

—Joder, no tienes ni puta idea de nada, Simon.

—No mucho. Bueno vas a poner agua a calentar ¿o qué?

Se abrió paso y se dejó caer en el sofá. Tenía un montón de revistas en el regazo. La de arriba mostraba en la portada a una mujer con un diminuto maillot. Pero no era lo que pensáis, era una revista de deportes.

—¿En qué andas ahora? —pregunté—. ¿Quieres ser el próximo Mister Universo? ¿No deberías ser un Marine a estas alturas?

—No. Los boinas verdes son unos maricas. Se me ha ocurrido una idea mejor.

No debía de sorprenderme. Simon cambiaba de carrera profesional más a menudo que la gente cambia de muda. Aun así estaba alucinada de que echara por la borda todo el trabajo duro que había invertido en ello. ¿Y yo qué? El papeleo sin fin, la ayuda con sus malditas preguntas, llevarle de la manita... Ahora estaba cabreada.

—Eres una puta veleta, Simon —exclamé—. Eres incapaz de seguir con algo hasta el final, ¿eh?

Lo cual no tenía desperdicio viniendo de una chica incapaz de permanecer en un mismo trabajo más de diez minutos seguidos.

Pero no cayó en eso. En cambio dijo:

—Mira, pensé que si iba a ponerme en forma, pues que mejor sería hacerlo por un sueldo decente. Voy a convertirme en entrenador personal.

Lo anunció con la misma convicción con que me había asegurado que iba a ser mecánico de primera, director de hotel, consultor de seguridad y Royal Marine...

Suspiré, preguntándome qué sería lo siguiente. ¿Cirujano del corazón? ¿Primer Ministro? ¿Dalai Lama?

—Hablo en serio, Dayna. Pueden ganar en una hora más de lo que yo gano en una noche trabajando de portero en un garito cutre. Y es mucho más seguro porque los clientes no van por ahí armados. Por regla general.

En eso tenía razón, pero no confiaba en su capacidad para llevarlo a cabo.

—Puedes ganar un pastón. Y puedes doblarlo si entrenas a famosos —prosiguió con entusiasmo.

—Alucinante —dije—. Seguro que te caen unas cuantas famosas, con todos tus contactos.

No es que Simon no tuviera sentido del humor. Entendía los chistes de «toc toc» y los de irlandeses. Pero no se le daba bien la ironía.

—Ya, de todos modos, tampoco sé seguro cuánto es lo máximo que se paga —continuó—, pero sea lo que sea lo que llegan a cobrar, yo me apunto.

—¿Cómo se te ocurrió esto? —pregunté.

—Bueno, Hazel, una chica que conozco del gimnasio, es amiga del director y él dijo que con mi físico me sería fácil encontrar trabajo como entrenador personal.

—¿Hazel, como esa chica a la que te tiras?

—Sí —dijo riéndose—. Te hablé de ella, ¿verdad? Por Dios, no vayas allí. La chica está como una cabra. Casi me rompe la mandíbula anoche con un pedazo de gancho izquierdo que tiene.

—¿Qué le habías hecho tú para que te diera un puñetazo? —exclamé.

—¿Que qué le hice? Joder, ¿por qué tienes que pensar que fue por algo que yo hice?

—Una corazonada. Venga, suéltalo.

Se rió.

—Fue una sola noche. Con Rally. Es socorrista en el gimnasio. ¿Y yo qué sabía que eran amigas?

Así que no fue por nada que había hecho...

—Por lo que veo estás muy integrado con las empleadas del gimnasio, ¿eh?

—Sí, conozco a algunas muy bien. —Pausa para una mueca de satisfacción—. Además, el director me decía que debería hacer ese curso de entrenador personal del YMCA, así que me apunté la semana pasada.

—Qué bien, te deseo suerte —dije, con un tono que esperaba dar a entender que era asunto cerrado, fin. Porque si se había creído que podía arrastrarme por otro absurdo camino hacia ninguna parte, estaba muy, pero que muy equivocado.

—Gracias —dijo, sin pillar la indirecta—. Me preguntaba si me ayudarías con algunas de las cosas que necesito para los exámenes. Hay todo un rollo complicado sobre el cuerpo... Ya sabes, los grupos de músculos, el ácido láctico y... Tú tuviste que aprenderte todo eso para aprobar tus exámenes, ¿no?

Simon estaba tan ensimismado que me costaba creer que podía recordar siquiera a lo que me dedicaba, ya no digamos lo que había tenido que estudiar para aprobar. Me quedé tan flipada que tuve que sentarme y me dejé arrastrar.

—¿Qué necesitas saber? —pregunté.

—Pues ya sabes, lo del corazón que tiene diez cámaras o lo que sea...

Teníamos para rato.

En las semanas que siguieron, quedé a menudo con Simon. Tal y como me lo había imaginado, le costó bastante comprender lo que tenía que estudiar. En nuestra primera clase, dibujé el esquema de un cuerpo y le pedí que marcara los principales músculos. Me recosté y observé cómo escribía «brazo», «pierna» y «cuerpo» al lado de las flechas. Ah, y también «culo».

Pero tenía buena disposición y trabajó duro, y muy pronto aprendió a distinguir el bíceps del tríceps y un par de cosas más. Y no me importaba ayudarle. Disfrutaba haciendo alarde de todos mis conocimientos en el único tema donde me sentía una experta y además tenía mucho tiempo libre.

Con tanto tiempo libre, tendría que haber quedado con Archie muy a menudo, ¿verdad? Pero, no. Nuestra relación parecía haberse estancado. No me apetecía sacar el tema con él porque no quería parecer posesiva y desesperada, pues no lo estaba. Pero me gustaba tantísimo que sólo quería pasar cada minuto de mi vida a su lado, nada más.

—Lo siento, Dayna, pero a mí me da que hay otra —me dijo Emily una mañana, mientras repasábamos nuestras opciones laborales y no veíamos en la tele el reality de Trisha tal y como podía dar a entender nuestra postura apoltronada en el sofá.

—¿Qué? —exclamé—. ¿Tú cómo lo sabes? ¿Le has visto con otra?

—No, pero tienes que reconocer que todo ese rollo de «lo siento, cariño, tengo una reunión con el Ayuntamiento, entrenamiento de fútbol, bla bla bla» no suena nada bien.

—Dios mío, no puede estar con otra —gemí—. Me hundiría en la miseria.

—Eso es tan típico de ti —respondió Emily—. Es lo mismo que te pasó con Chris, pero al revés.

—¿De qué estás hablando?

—Chris te quería, así que tú decidiste que tú ya no le querias. Archie no se muere de ganas por verte, así que tú sí. Siempre quieres lo que no puedes tener —explicó—. Además no sé qué le ves.

—No estás siendo justa. Ni siquiera le conoces.

—Bueno, no se puede decir que se mostrara muy amable la única vez que le vi, ¿verdad? ¿Por qué nunca hemos salido todos juntos?

—No hay ninguna razón —mentí—. Es que está muy ocupado, nada más. O quedando con otra mujer. Lo que sea.

—¿Por qué no vas a su casa una noche y le das una sorpresa? Entonces, mientras se va a preparar café o lo que sea, aprovechas para echar un vistazo, a ver si descubres algo.

—¡Yo jamás haría una cosa así! —protesté, y además con gran firmeza. Obviando por completo el hecho de que ya había hecho eso mismo un par de noches antes, pero no estaba en casa. Pero ella no tenía por qué saberlo, ¿verdad?—. Quizá lo mejor sea que lo asuma de una vez —continué—. Tal vez soy demasiado aburrida para él. Mírame, ni siquiera soy capaz de conseguirme otro curro, así que ya ni hablemos de poder conservar al mejor tío con el que he salido nunca.

—Eso no es cierto. Ni siquiera te has puesto a buscar otro empleo. A ver, ¿a ti qué coño te pasa? ¿Por qué no te pones las pilas y sales a la calle con una actitud más constructiva?

—Porque mi mejor amiga, la reina de la ociosidad, siempre anda metida aquí viendo la tele todo el día. Por eso.

—Pues hoy he venido con un buen motivo. Quiero discutir una idea contigo. En realidad es una idea de Max. Intentó sacar el tema en la fiesta de tu padre, ¿recuerdas? Cree que tú y yo deberíamos montar un negocio juntas.

—¡Genial —exclamé—. ¿A qué esperas? Ve a ponerte tus medias de red mientras yo bajo a la calle a traer a unos tíos. Pero quiero dejar algo claro desde el principio. Nada de sexo anal.

—Ya vale, no te pongas sarcástica, ¿quieres?

—Bueno, entonces ¿de qué negocio estás hablando? ¿Qué coño podríamos hacer tú y yo...?

—Tú eres una esteticista cualificada, ¿no?

Me había olvidado de ese detalle. Hacía tiempo de eso.

—Sí —respondí, vacilante.

—Vale, ya sé que abandoné el curso, pero sí aprendí un par de cosas. Además hice un curso de reflexología en Japón y otro de uñas, que estuvo genial. También di masajes, ya sabes, el rollo ése japonés, reiki. Y shiatsu.

—¿Hiciste todo eso? Yo pensaba que te aburrías como una ostra allí.

—Ya. Como una ostra. El que hiciera un par de cursillos no significa que tuviese mucho que hacer.

—Vale, entonces ¿cuál es la idea?

—Montamos un salón de belleza juntas. De lujo, de cinco estrellas, por todo lo alto. Cuando estaba en Tokio, visité un montón de spas e institutos de belleza. Eran alucinantes, no has visto nada igual. Es el tipo de lugar que Londres pide a gritos y...

—¿Y tú te has vuelto completamente loca? —tuve que interrumpirla antes de que se le fuera la olla del todo—. ¿Dónde vamos a montar un lugar así? ¿En una carpa en el jardín? Ay, pero qué tonta soy, no tenemos jardín. Ni tampoco una carpa. Vamos, Emily, piensa un poco, ¿de dónde sacaríamos el dinero para...?

—De Max, por supuesto. Está como loco por invertir. Lo ha pensado muy bien.

—Me alegro de que alguien lo haya hecho —mascullé.

—De verdad quiere ayudarnos y no me parece que tengas una buena actitud. Estás siendo muy negativa y aguafiestas. Con la ilusión que yo tenía de contártelo.

—Lo siento —dije—. Pero ¿no crees que eso demuestra por qué los amigos no deben hacer negocios juntos? Ni siquiera hemos abierto y ya estamos discutiendo.

—Sí, pero tendremos todas las peleas ahora. Para cuando abramos ya no quedará nada de qué discutir. ¿Qué opinas?

—¿Quieres que te dé una respuesta ahora mismo? Vale, pues olvídalo. Es una locura. Ni tú ni yo tenemos ni idea de como se lleva un negocio. No funcionará. Jamás.

—Sabía que al final dirías que sí. Le diré a Max que empiece a buscar un local.

—No digas tonterías. Es nuestro emporio de belleza. Si alguien ha de buscar un local, lo haremos tú y yo.

—¡Bien! ¿Has visto lo que acabo de hacer?

Clarísimamente. Al parecer, me había apuntado.

—Estás superpreparado, Simon. Lo harás fenomenal, estoy segura.

Mientras pronunciaba esas palabras, tuve la sensación de oír un disco rayado. ¿No había pronunciado este discurso antes? Sí, eran las mismas palabras de ánimo que con su fallido intento de ingresar en los Marines. Y aquí estaba yo otra vez, animándole en la víspera de su examen para ser entrenador personal.

—Sí, me siento bien con todo esto —dijo, sin convencer a nadie—. Y es todo gracias a ti, ¿sabes?

—No digas tonterías. Tú eres el que te lo has currado.

—No, no lo habría podido hacer sin ti. Has estado genial.

Me alegró el corazón. No era frecuente que Simon repartiera cumplidos.

—Has tenido... eh... un montón de cosas en qué pensar además —farfulló—. Creo.

—¿De qué estás hablando, Simon?

Me miró y añadió:

—Bueno, tienes el pelo que está hecho una pena y todo eso y nada, pensé que sería porque tienes cosas en la cabeza.

«Vaya, muchas gracias», pensé. Mi pelo estaba hecho una pena porque había pasado tanto tiempo ayudándole que no había podido lavármelo en muchos días.

—¿Y qué cosas tengo yo en la cabeza? —pregunté, con voz fría.

Se encogió de hombros y se ruborizó.

—No lo sé... Nunca hablas de ello, pero no debe de ser fácil para ti... Ya sabes, tu madre ha muerto y todo eso.

No sabía si reír o llorar. Nunca se había preocupado por mi bienestar, y ahora estaba sacando a relucir lo de mi madre. Qué capullo/tío más sensible. No sabía decidir cuál de los dos.

Incómodo, se movió en el sofá y tartamudeó:

—Yo pensé que tal vez... eh... te gustaría... ya sabes... hablar de ello.

En ese momento me derretí un poco.

—... porque de verdad que tienes mala cara —añadió.

Fatídico error.

—Muchas gracias, Simon. Pero sinceramente, no, no hay nada de lo que yo quiera hablar. No contigo al menos.

—Vale, no te mosquees. Es que mi madre me dijo que te lo preguntase, nada más. Tampoco es para tanto.

—Bueno, pues tal y como te he dicho, no quiero hablar de nada —respondí con brusquedad.

—Joder, las tías, ¡cómo sois! Siempre os estáis quejando para que hablemos más y cuando lo hacemos, nos queréis matar por intentarlo. Nunca acertamos, ¿eh?

Los tíos no pillan la necesidad que tiene una chica de hablar de lo que siente, pero con sensibilidad y en el momento que ella elija y, cuando eso no ocurre, no entienden su derecho de mandar a la mierda a la persona que se lo ha preguntado.

—¿Le has echado de menos, Suzie? —pregunté, mientras ponía los pies en el nuevo y elegante reposapiés.

Madre mía, Suzie había hecho maravillas con la casa. Se me pasó por la cabeza mudarme ahí de nuevo en vez de malgastar todo mi dinero en un alquiler. Me trajo el almuerzo, un sándwich de beicon con lechuga y tomate y una taza de té, e incluso había puesto en la bandeja unos pequeños cuencos con patatas fritas y aceitunas.

Esto era felicidad. Sinceramente, ¿quién necesita libertad e independencia cuando el viejo cuchitril que tanto ansiabas abandonar se ha convertido en un palacio con servicio de camarera?

—Sí, le he echado de menos —dijo, mientras se quitaba el viejo esmalte de uñas con un algodón—. Creo que el cambio le habrá sentado bien, para serte sincera. La ausencia aquilata el amor y todo ese rollo. Hablamos casi a diario y parece que está mucho más feliz.

—¿Y tú? ¿Estás bien?

—¿Yo? ¡Claro que sí! —se rió y echó el pelo hacia atrás—. He vuelto a ser soltera. Me lo he pasado en grande. Salgo a comer con mis amigas, me paso el día en el spa, y todas esas cosas.

Su alegría me pareció un poco forzada, pero no quise presionarla. Además, yo había ido a ver a mi padre.

—¿Cuándo vuelve a casa? —pregunté.

—Estará al caer. Llamó hace un buen rato para decir que ya había aterrizado.

—Antes de que se marchara a Dubai, estaba muy preocupada por él... por vosotros —dije, al final decidida a presionar.

—Sí, bueno... yo también —respondió—. Tuvo una pequeña crisis. No habla de las cosas, se lo traga todo. En realidad va al casino sólo para olvidar. Y cuanto más tiempo está sin hablar, peor se pone. En el fondo, todo tiene que ver con tu madre. Fue el gran amor de su vida, ¿sabes?

Sí, claro que lo sabía. Pero hablar de mi madre con Suzie no me parecía correcto. No es que mi madrastra no tuviera derecho a sacarla a relucir, sino que no me parecía justo para ella. ¿Qué había hecho ella para merecer esa losa?

—No me malinterpretes, Dayna. Sé que me quiere —dijo, como si pudiera leer mis pensamientos—. No tengo la impresión de estar compitiendo con ella ni nada por el estilo. Yo perdí a mi madre cuando tenía veintiséis años, asi que sé lo que ambos habéis pasado. Crees que con el tiempo lo superarás, pero esos sentimientos nunca te abandonan, ¿verdad?

—Esos sentimientos no le impidieron ser un mujeriego todos esos años, ¿a que no? —dije, añadiendo enseguida—. Hasta que apareciste tú, claro.

Esbozó una sonrisa.

—Creo que fueron los sentimientos hacia tu madre los que le llevaron a ser tan mujeriego.

—¿Y eso?

—Todo es una huida, no poder asumir las cosas... Mira, yo no soy ninguna psicóloga. Dejaré ese tipo de cosas para mi hermana. Pero he intentado por todos los medios que se abriera, para que hablara de lo que esconde ahí dentro.

Pensé en todas aquellas veces en las que quería hablar con mi padre y no lo había hecho. Porque no quería hacerle daño o, para ser sincera, para no hacerme daño yo. Si no se habla del tema, pues todo está bien, ¿no?

—Sinceramente, creo que soy la primera persona con la que Michael ha hablado sobre sus sentimientos —continuó—. Todavía hay mucho dolor en carne viva. Y si yo se lo he sacado un poco a la fuerza, no me puedo quejar de que luego se muestre un poco brusco conmigo, ¿verdad?

—Sí que puedes —dije. Tal vez habláramos de mi padre, pero no tenía derecho a tratar a Suzie como su felpudo—. No dejes que te trate mal, Suzie.

—Oh, no te preocupes por mí. Soy más dura de lo que parezco.

No me cabía la menor duda. La observé mientras desenroscaba un nuevo bote de esmalte y aplicaba una capa en sus uñas limpias. Era un color rojo cereza escarlata, un color para dar la bienvenida a casa a Michael.

—Bueno, ya basta de hablar de mí y de tu padre —concluyó tras una pausa—. ¿Cómo te van a ti las cosas con...?

—¿Archie? Hace un par de semanas que no nos vemos —respondí—. Ha estado muy liado con el trabajo. Dice que el mundo entero quiere reformarlo todo en lofts y todos necesitan contenedores. —Me había acostumbrado tanto a contar esa versión últimamente que tuve la impresión de poner el piloto automático.

—Bueno, deberías traerlo a casa pronto ahora que tu padre ha vuelto. El otro día se lo comentaba a Wayne. ¿Recuerdas que fue él quien lo llevó a la boda? Pensé que tal vez sabría algo.

—¿Saber algo de qué? —farfullé, preguntándome a donde quería ir a parar.

—Oh, eso ha sonado muy mal, ¿verdad? Sólo quería decir que sentía curiosidad. Un poco cotilla, vamos. Lo siento, Dayna, no es asunto mío.

—No pasa nada —dije, serenándome—. Y bien, ¿qué tuvo Wayne que decir?

—Nada de interés. Parece un chico majo, pero no le conoce tanto. Es el amigo de un amigo de...

Oímos el sonido de la llave en la puerta y Suzie dio un salto de la butaca con una mano sin pintar y haciendo aspavientos con la otra para que se le secaran las uñas. Pero no le importó mucho, pues salió corriendo al vestíbulo para recibir a su marido.

Mi padre parecía un hombre nuevo. Literalmente. Estaba delgado, el pelo se le había puesto muy rubio por el sol y lucía una piel tan morena como la de un árabe. Había vuelto hacía una hora. Y habíamos dedicado ese tiempo a abrir regalos. Por lo visto había fundido todos sus dólares libres de impuestos en ostentosas joyas para las dos mujeres de su vida y ambas estábamos resplandecientes.

—Tienes un aspecto fantástico —le dije en cuanto Suzie desapareció en la cocina. No le había visto tan feliz ni tan sano en muchos años.

—Me lo pasé genial allí —dijo—. Nunca he visto tanto lujo como allí. Tengo que llevaros a las dos de vacaciones allí. Pero me alegro de volver a casa. No sabes lo que tienes hasta que se encuentra a cinco mil kilómetros, ¿verdad?

—Bueno, yo también te he echado de menos, papá.

Se calló un momento y luego dijo:

—Siento mucho mi comportamiento antes de marcharme —balbuceó—. Creo que eran los nervios. Ya sabes, ser un recién casado después de tantos años. Me desconcertó un poco. —Levantó la vista y me sonrió. Caray, estaba guapísimo. El bronceado le sentaba de maravilla—. Un día entenderás lo que quiero decir, Dayna, cuando recorras ese pasillo.

—Yo no confiaría mucho en ello —respondí con tono abatido—. El único pasillo que voy a recorrer yo es el que tenga escrito de la letra G a la M en la oficina de empleo.

—No digas bobadas. Con ese tío, Archie, todo saldrá bien. Y si no, ya encontrarás a otro y además también vas a conseguir un trabajo fantástico. Confía en mí, todo irá bien. Para todos nosotros.

Sus ojos centelleaban y podía sentir el calor de su sonrisa. Y le creí. Sobre todo cuando se arrastró por el sofá y me dio el mayor abrazo desde que era una niña.

—Papá, hay algo que quiero decirte.

—¿Qué cosa?

—Sólo que yo te...

—Toma, Michael. Un filete con patatas fritas como no habrás visto jamás —anunció Suzie mientras surgía de la cocina con una bandeja atestada—. Seguro que no te daban nada así en Dubai.

Y el momento para decirle a mi padre que le quería se había esfumado.

Otra vez.

Unos meses más tarde, el 21 de febrero para ser exactos, llegó el punto de inflexión que estaba esperando respecto a mi relación con Archie. Recuerdo la fecha exacta, porque es mi cumpleaños. Además cumplía veintiún años, nada menos.

Había estado todo el día recibiendo regalos. Un enorme ramo de flores de Kirsty y Ruby. Mi padre y Suzie habían venido a casa con una botella de champán y una preciosa pulsera de plata, con cuya elección, estoy segura, no tuvo nada que ver mi padre. También hubo más flores de Hannah y Emily llegó con una cesta llena de bombones caros, velas perfumadas y preciosas perlas de baño. Tenía todo cuanto debía ofrecer el veintiún cumpleaños de una chica.

La noche estaba reservada a Archie. Me llevó a cenar a un pequeño restaurante italiano en Islington. No era nada del otro mundo —salvo el hecho de que nos cambiaba del restaurante de pescado frito con patatas fritas/salchicha con patatas fritas/empanada con patatas fritas al que acostumbraba a ir—. Al final de la cena, Archie carraspeó y se puso un poco tenso.

—Oye, Dayna, he estado pensando... —empezó.

Dios mío. Sentí cómo se me helaba la sangre. ¿No pensará en cortar conmigo? ¡No puede hacerme esto! No el día de mi cumpleaños. Me invadió un sentimiento de pánico.

—Quiero pedirte algo. Llevamos saliendo ya bastante tiempo, ¿verdad?

—Sí... —respondí despacio, preparándome para lo peor.

—Bien, pues, verás, ¿quieres comprometerte conmigo?

¿Que si quería comprometerme?

¿Lloraban los bebés? ¿Se cagan los osos en los bosques? ¿De verdad no costaba nada el amor de Jennifer López? Tuve ganas de saltar y dar golpes al aire. Todos mis temores y mi paranoia se esfumaron en cuestión de un segundo. ¡Me ama! ¡Le amo! ¡Voy a ser su prometida! Quería ponerme a gritar de alegría.

—Eh, ¿Dayna? ¿Dayna? ¿Qué piensas? Si te parece una mala idea...

En ese momento caí en la cuenta de que estaba esperando mi respuesta.

—Me encantaría ser tu prometida —balbuceé. Me apretó la mano y sonrió, el rostro más aliviado.

Esperé a que deslizara su mano en el bolsillo y sacara un pequeño estuche negro, uno que le habría llevado horas elegir. No el estuche, claro, sino el enorme diamante de tamaño Big Mac en su interior. No es que yo fuese una de esas chicas superficiales y obsesionadas por las joyas ostentosas que fantaseaban con presumir del pedazo de brillante en su dedo, sino que deseaba realmente un pedazo de brillante. Sólo para subrayar lo especial del momento.

Pero no movió un dedo.

—Genial —dijo en cambio—. Eres una joya, Dayna. ¿Tú y yo juntos? Vamos a conquistar el mundo.

Entonces nos besamos y yo aparté la diminuta pizca de desilusión por la ausencia de diamante en mi dedo. Había mucho tiempo para ir de compras, además. Y todas las chicas sabemos que, a no ser que queramos arrastrarnos hasta la tienda al día siguiente para cambiarlo, es mejor acompañar a nuestra pareja cuando nos quiere comprar un regalo.

Mientras me llevaba a casa en coche, sólo deseaba pasarme toda la noche con él. Pero no era posible. Él tenía que madrugar porque le entregaban con urgencia un nuevo camión y yo tenía que prepararme para una entrevista. Sí, sí, una entrevista. De trabajo.

—Siento mucho que no podamos pasar la noche juntos —me dijo—. Pero quiero quedar contigo mañana. Vamos a ir a comprarte un anillo. Para asegurarnos de que no nos equivocamos. No quería meter la pata comprándolo yo sólito.

¡Dios mío! ¿Acaso existían hombres más perfectos? Él era el hombre ideal, no cabía la menor duda.

Cuando llegamos al final de mi calle, dije:

—Puedes dejarme aquí si quieres.

—No digas tonterías. Te dejaré en la puerta.

—No hace falta, en serio —protesté—. Mi casa está tan solo cincuenta metros más arriba y nunca hay sitio para aparcar.

—Por culpa de los putos contenedores —dijo con una sonrisa y se detuvo en la esquina.

Tras un largo y profundo beso, bajé del coche y me dirigí hacia mi casa. No sin echar miradas atrás hacia Archie, que, como buen caballero, no pensaba marcharse hasta verme llegar a mi casa sana y salva. Estaba a punto de llegar cuando me sonó el móvil. Lo saqué del bolso, comprobé la pantalla y apreté la tecla verde.

—¿Ya me estás echando de menos, Archie? —pregunté.

—Ya ves —respondió—. Esta noche no debería acabar ahora, ¿sabes?

—Ya lo sé, pero mañana no queda lejos.

—No puedo esperar a que llegue, cielo.

Y en ese momento ocurrió. Un ruido a mis espaldas, un brazo agarrándome y sujetándome fuerte por el tronco y algo frío en el cuello. Me sentí aterrorizada e intenté soltarme, pero ese brazo me apretaba cada vez más fuerte.

—¡Dame el puto teléfono, hija de puta, o te rajo el cuello! —gritó una voz en mi oído. Sentía su aliento caliente y húmedo en la mejilla y su pecho contra mi espalda mientras me sujetaba con fuerza. Me había aplastado el brazo derecho contra el cuerpo, pero tenía el brazo izquierdo libre, sujetando todavía el teléfono móvil contra mi oído. Se lo tendí y dije:

—Toma, cógelo, por favor. Pero déjame en paz.

Siempre había sido un poco cobarde, pero, sinceramente, no había sabido lo que era el miedo hasta ese momento. Me dejó ciega, petrificada, sin poder respirar. ¿De dónde había salido? ¿Qué me iba a hacer?

Entonces oí otra vez. «¿Dayna?... ¿Dayna? ¿Qué coño está pasando?». Era Archie, al otro lado del teléfono. El atracador aflojó la presión, pero no me quitó la navaja del cuello. Me quedé petrificada mientras se giraba hasta mirarme a la cara. Un tío negro, no mucho más alto que yo. ¿Cuántos años tendría? No tuve la oportunidad de averiguarlo porque mientras alargaba su mano libre para cogerme el teléfono, se tambaleó hacia un lado, dando un traspié. Se tropezó con sus propios pies y no se detuvo hasta que chocó contra una farola.

Tardé un segundo en percatarme de que había llegado la caballería. Archie había salido corriendo del coche y se había echado encima de mi agresor. Me quedé ahí parada, observando la escena, todavía petrificada: los dos chicos estaban ahora frente a frente. Con su metro ochenta Archie era el más alto, pero el atracador era quien sujetaba la navaja y apuntaba ahora a Archie.

—Deja que se vaya, Archie —dije con voz temblorosa—. Tiene una navaja. —Algo que era una perogrullada, me doy cuenta ahora.

—Quédate ahí, Dayna —dijo Archie sin mirarme—. No te muevas.

—¡Lárgate, tío! —dijo el atracador con voz nerviosa—. ¡Apártate, hijoputa, o te rajo!

Amenazó con la navaja a Archie, pero mi novio no movió un músculo.

—Venga, machote —le provocó—. Inténtalo.

—Por favor, Archie, deja que se vaya —supliqué. Yo sólo quería que aquello acabara de una vez. Quería que el atracador diera media vuelta y desapareciera en la noche y me dejara a solas con mi salvador.

Pero claro, eso no ocurrió, ¿verdad? No, Archie dio un paso al frente hacia el chaval negro, quien automáticamente arremetió contra él con la navaja. Me tapé los ojos con las manos y chillé para ahogar el ruido de la reyerta.

Cuando por fin me atreví a mirar, no podía creerme lo que estaba viendo. Esperaba encontrarme a Archie tumbado en el suelo, desangrándose. En cambio era el atracador quien yacía en la acera. Archie lo dominaba y no dejaba de darle patadas. En el estómago, en las piernas, en la cabeza. Su pie volaba hacia delante y daba con la parte del atracador con la que se encontraba, fuese la que fuese. Seguí mirando, conmocionada, horrorizada y, me avergüenza reconocerlo ahora, también eufórica. Porque, si bien me daba asco cualquier forma de violencia salvo la de pega que se veía en el cine, en ese momento estaba encantada de que fuera Archie quien llevara la voz cantante.

Al final se detuvo. Después reparé en algo que brillaba en su mano: la navaja. Bajé la vista hasta el arma. Él hizo lo mismo y luego la guardo en el bolsillo de su cazadora. Detrás de él, el agresor se levantó, tambaleando, y se apoyó en la farola. Tenía la cara hinchada y ensangrentada. Permaneció ahí un instante hasta recobrar el aliento. Después dio media vuelta y se alejó tropezando. Archie no le siguió. Sólo lo hizo con la mirada hasta que desapareció a la vuelta de una esquina.

Entonces Archie se me acercó y me desmoroné en sus brazos, sollozando. Sentí mis piernas desfallecer y lo único que impidió que me cayera al suelo fue el abrazo de Archie.

—¿Estás bien, mi amor? —preguntó con cariño—. ¿Te ha hecho daño?

—Creo que no —dije con voz ronca, entre sollozos.

—Venga, te acompañaré a casa.

Me cogió por la cintura y me ayudó a caminar hasta la puerta. Mientras subíamos las escaleras despacio, me detuve.

—La policía —balbuceé—. Hay que avisar a la policía.

—No hace falta.

Mientras le miraba sin entender nada, metió la mano en el bolsillo y sacó una pequeña cartera negra. La abrió y la levantó. Observé el abono estudiantil para el autobús que descansaba detrás de una ventana de plástico y a la foto en la esquina: la cara de mi agresor.

—Aquí tienes, mi amor —dijo Archie a la vez que me tendía una taza humeante—. Le he puesto dos de azúcar. Lo necesitas, estás en estado de shock. -El valiente hombre de hierro que me había salvado la vida (y que ahora era mi prometido) me había preparado una taza de té. Se sentó en el sofá y me abrazó—. No pienso dejarte sola esta noche, no después de lo que acaba de pasar —continuó—. Llamaré a Greg. Puede ir a recoger el camión en mi lugar. Me quedaré aquí contigo.

Me derretí. No quería que se fuera nunca de mi lado. Mientras Archie estuviera conmigo, nada podría hacerme daño. En ese momento sentía tantas emociones juntas. Tenía náuseas, ganas de llorar y miedo cada vez que recordaba la agresión y la navaja en mi cuello. Pero también me sentía extrañamente feliz porque ahora ya estaba a salvo.

—Has estado alucinante, ¿sabes? —le dije—. Deberías llamar a la policía ahora. Un bestia como ése no debería andar suelto por la calle.

—Sí, ¿y qué coño van a hacer los polis? —espetó con desprecio.

—Bueno, lo detendrán y...

—Y se presentará ante uno de esos jueces liberales y blandengues que le condenará a un par de horas de trabajos comunitarios o le enviará a seguir una terapia porque tiene «problemas emocionales». Mira, el sistema está podrido. ¿Dónde está la justicia para las víctimas? Ese degenerado hijoputa podría haberte matado, Dayna.

«Sí, ese degenerado hijoputa podría haberme matado». Sólo con pensarlo rompí de nuevo a llorar.

—Dios mío, me habría matado si tú no hubieras estado ahí. ¡Qué cabrón hijo de puta! —grité, ahora furiosa—. ¿Qué coño le pasa a este puto país, Archie? ¿Por qué no somos capaces de solucionar lo de las personas como él?

—Podríamos hacerlo si el Gobierno tuviera huevos para eso. Mira, no te preocupes. Ese mierda no se va a salir con la suya.

—¿Cómo? ¿Vas a llamar a la policía? —¿Había cambiado «le parecer?

—Es una pérdida de tiempo. No, yo me encargaré de él. Se dónde vive, ¿verdad?

—¿Qué piensas hacer? —pregunté y sentí cómo el miedo iba sustituyendo a la ira mientras recordaba cómo ya le había dado una paliza de muerte al chaval.

—Ojo por ojo, dice la Biblia. No es ninguna tontería. Yo y algunos colegas que piensan como yo nos encargaremos de ello. Será mejor que llame a Greg antes de que se vaya a la cama, para que organice la recogida del camión.

Sacó su teléfono móvil de la cazadora y mientras le observaba hacer esa llamada, reflexioné sobre lo que acababa de decir. Tal vez tuviera razón. Tal vez la policía y el Gobierno no fueran a hacer nada para que hubiera más seguridad en las calles. Nunca me había parado a pensar en ello. Al fin y al cabo, la delincuencia era algo que les pasaba a los demás, a mí no. Y eso era política y yo no hacía política. Pero evidentemente las calles no eran nada seguras: acababa de comprobarlo en primera persona. Y si los políticos no iban a hacer nada, quizá teníamos todo el derecho del mundo a tomarnos la justicia por nuestra propia mano.

Guardó el teléfono en la cazadora y me miró:

—Se me ha ocurrido una idea —dijo—. Quiero que te vengas a mi casa.

—¿Esta noche? ¿Y qué pasa con mi entrevista?

—No, cariño. A vivir. Quiero que te mudes en serio. ¿Para qué vamos a esperar? Después de todo, estamos prometidos. —Me sonrió y no me cabía el corazón en el pecho. Por muy frágil y conmocionada que todavía me sintiera, estuve a punto de sacar corriendo mi maleta del armario y ponerme a empaquetar mis cosas ahí mismo.

—¿Estás seguro? —pregunté despacio para asegurarme de que lo había oído bien.

—Segurísimo. Nunca me ha gustado mucho que vivieras aquí.

—Hay atracadores por todas partes, Archie. Incluso por donde tú vives.

—Pero este apartamento... —Y se calló, sin saber muy bien cómo expresarlo.

—¿Qué le pasa?

—Bueno, tienes a otro como él en el piso de arriba, ¿no?

—¿A un atracador? —exclamé. ¿Qué sabía él sobre James, mi vecino de arriba? Todo lo que yo sabía es que su único delito era que ponía su maldita música a tope.

—No, es uno de ellos —dijo.

Le miré sin entender nada.

—Un negrata.

Me dejó muda. ¿De verdad había dicho eso?

No había terminado tampoco.

—Tienes a esos turcos en la planta de abajo y no me gusta la pinta de esa chica que vive enfrente.

—¿Kirsty? —pronuncié, tras recobrar la voz—. ¿Qué tienes en contra de los americanos?

—Nada, pero sí en contra de las bolleras. La vi con su piba cuando entré en el pub. Asqueroso. A ti también se te veía bastante incómoda, si mal no recuerdo.

—Lo estaba —dije—, pero porque...

—Me sorprende que salgas con ella. —Ahora se había soltado la melena y no parecía importarle lo que yo pensara—. Es una puta vergüenza porque hasta hace poco éste era un barrio de blancos. Y míralo ahora. Está lleno de negros, pakistaníes, supuestamente buscando asilo, la mayoría de ellos gitanos. Y como si eso no fuera suficiente, hay que aguantar además a bolleras y maricas de vecinos. Ése es el drama de este país. Están echando de sus propias casas a la gente inglesa, honrada y decente. Y como se te ocurra decir nada, te tachan de racista. Me pone enfermo.

Se calló. ¿Había acabado o sólo se trataba de una pausa para recobrar aliento?

—Pero eso es racismo, ¿no? —susurré con voz débil—. Las personas sólo somos personas y...

—Ahí es donde te equivocas. Esa gente no es como nosotros. Tú misma lo dijiste: llamaste a ese engendro de atracador un bestia y eso es lo que es.

—Sí, pero no porque sea negro —chillé, escandalizada.

—Mira, corazón, los negros suman el cuatro, el cinco por ciento de la población, pero ¿qué porcentaje de atracadores son negros? Yo te lo diré: el noventa y cinco por ciento, Dayna. ¡El noventa y cinco por ciento! Yo diría que eso ya lo dice todo sobre los negros.

No podía discutir con él, pero sólo porque no tenía ni idea de las cifras reales. Como dije antes, no me interesaba la política. En cambio, rompí a llorar.

Extendió los brazos y me atrajo hacia él.

—Escucha, ese cabrón va a pagar por lo que ha hecho, y una vez que te hayas venido a vivir conmigo, te juro que no te volverá a pasar nada así nunca más.

Pero yo no lloraba por eso. Estaba hecha polvo porque apenas unos segundos antes había estado contando mentalmente los pisos que tendría mi tarta de bodas. Pero ahora quedaba bien a las claras que si alguna vez me casaba de blanco con él, se referiría al color de los invitados. Mi héroe se estaba convirtiendo en un violento y vengativo racista ante mis ojos y me entraron ganas de vomitar.

Me aparté de él. Ya no quería que me tocase.

—Entonces, ¿vas a recoger tus cosas? —preguntó.

No respondí. Me levanté y me dirigí a mi dormitorio. Pero no para hacer la maleta. Sólo necesitaba alejarme de él. Pero él no se dio cuenta. Estaba demasiado envalentonado como para fijarse en cómo podía tomármelo yo. Mientras me sentaba en la cama pensando en qué coño iba a hacer ahora, él siguió hablando.

—Después de una experiencia como la que acabas de vivir, tienes que volver a levantarte enseguida. Necesitas pensar que estás haciendo algo para devolverle el golpe. Deberías venir a una de mis reuniones.

¿Qué? ¿Con el Ayuntamiento? ¿Cómo iba a ayudarnos eso?

—No he sido del todo sincero contigo, Dayna —dijo y apareció en el marco de la puerta—. Esos tíos con los que fui al pub hace un par de semanas, no son consejeros. Lo se, no debería haberte mentido y lo siento. Pero tenía que estar seguro de ti antes de contártelo.

—¿Qué está pasando, Archie? —pregunté, con la cabeza que me daba mil vueltas.

—Somos activistas políticos. Éste fue una vez un país hermoso y orgulloso, antes de que dejaran que entrara la escoria, antes de que intentaran convertirnos a todos en buenos «europeos». Gran Bretaña, ¡un huevo! Nos apartamos y dejamos que nos pisoteen los judíos, los negros y los refugiados gitanos. Se están riendo de nosotros, Dayna. Pero se acabó. Tenemos planes. Te digo una cosa, deberías venir a una reunión. Recuperarás tu confianza.

Fue todo un discursito y sonaba como Tony Blair. Bueno como Tony Blair con un pequeño bigote y un brazalete con una esvástica.

—¿Sois como el BNP

[27] o algo así? —pregunté.

—¿El BNP? —se rió—. Son Conservadores que no tienen huevos. Se vendieron hace mucho. No, nosotros somos diferentes. No haremos compromisos sólo para ganar un puto escaño en alguna consejería de chichinabo.

Vale, no era del BNP. Era mucho peor.

No había vuelta atrás.

—Será mejor que te vayas —dije.

—No pienso dejarte, no esta noche. Ven conmigo a mi casa y...

—No, vete, por favor —insistí con voz más firme.

—¿Qué pasa? —Estaba alucinado. Creo que era la primera vez que le pasaba por la cabeza que tal vez él y yo no vivíamos en el mismo planeta.

—No lo sé... Necesito tiempo para pensar. Necesito estar sola.

Tenía que haberle dicho cómo me sentía y hablar claro con él, pero no podía.

—¿Me vas a echar a la calle después de que te haya salvado la vida? —De pronto estaba enfadado, no contra los negros o los gays, sino contra mí—. ¿Qué coño te pasa?

Vacilé un momento y luego se lo dije.

—Te estoy muy agradecida por lo que has hecho, de verdad. Pero... Mira, se han dicho muchas cosas... Y yo no estoy segura... de... estar de acuerdo contigo.

Dios mío, ¡qué patético había sonado eso!

—¡Joder, no me lo puedo creer! —espetó—. ¿No estás segura de estar de acuerdo?... ¿Qué coño crees tú que acaba de pasar ahí fuera?

—Ya lo sé, pero eso no significa...

—Olvídalo, Dayna, olvídalo. —Se dio media vuelta para marcharse—. Y la próxima vez que un negro hijoputa te ponga una navaja en el cuello, ¡no cuentes conmigo! —gritó y se fue dando un portazo.

Mi efímero compromiso se había terminado.