4 Centímetros

—Vas fenomenal, Dayna —me dice la comadrona adolescente, con la voz amortiguada por mis muslos.

No me puedo creer que esté pensando esto pero ojalá me hubiese depilado las ingles. Soy una esteticista profesional, por el amor de Dios. ¿Qué tipo de ejemplo estoy dando?

—¿Te ayuda algo el analgésico? —pregunta.

—Algo —respondo, cortándome para no añadir: «lo mismo que una tirita en una enorme herida abierta de hacha». Al fin y al cabo sólo está haciendo su trabajo.

De pronto la cabeza de la matrona adolescente emerge —ahora puedo verla por encima de mi barrigón—, porque la puerta acaba de abrirse de par en par bruscamente. Emily se precipita en la habitación sin resuello.

—Oye, te he estado buscando —exclama con alegría a la comadrona adolescente—. ¿Qué tal va?

—Emily, ¡la puerta! —grito, intentando bajar mi camisón como puedo para tapar mi... pudor. Es una lucha porque todo movimiento resulta muy dificultoso cuando se tiene una barriga del tamaño del Millennium Dome

[3].

—Pensaba que a las parturientas les importaba un bledo ese tipo de cosas —comenta Emily, cerrando la puerta de un golpe.

Nos dedica una gran sonrisa. De alguna manera se la ve más... relajada. Mientras se acerca comprendo por qué. Puedo olerlo. Ha salido a fumar. Lo había dejado cuando empezó a salir con Max —a él no le parece bien—, pero tres horas conmigo aquí han bastado evidentemente para engancharla de nuevo a la nicotina. Eso explica por qué prácticamente salió escopetada de la habitación cuando le sugerí que fuese a tomar el aire.

La comadrona adolescente garabatea algo en mi gráfica y levanta los ojos hacia Emily.

—Dayna va fenomenal. Parece que sobrelleva el dolor mucho mejor ahora.

Ahora toca el tono paternalista. Para asestarle una buena lección, considero la posibilidad de soltar un largo gemido, por gusto. Pero no lo hago. Necesito preservar toda mi energía, al fin y al cabo. Esto, desde luego, se está convirtiendo en una noche muy larga.

—Casi estás ya de cuatro centímetros, por cierto —me informa la comadrona adolescente con una sonrisa—. Eso es un progreso enorme.

¿Eso es un progreso? ¿Casi un centímetro en una hora? Ahora sí que me entran ganas de llorar de verdad.

La comadrona adolescente se dispone a marcharse.

—Volveré en un ratito a ver cómo vas.

—Espera —balbuceo—. ¿Tienes alguna idea de cuánto va a durar esto todavía?

A lo mejor sueno como una mujer desesperada, pero es que lo estoy. El dolor ha sido insoportable y el hecho de que apenas esté más cerca del desenlace que hace una hora me mata.

—Tal y como te comenté antes, no hay forma de saberlo —me responde la comadrona adolescente, consiguiendo aparentar de alguna manera que sabe de lo que habla y a la vez que no tiene la más remota idea.

A continuación me dirige una mirada compasiva.

—Tal vez tengamos que considerar romper la bolsa de aguas en un momento dado. Puede que acelere un poco las cosas. Pero de momento dejaremos que la Naturaleza siga su curso. Procura relajarte.

Y acto seguido sale de la habitación tan campante.

¡Que la estúpida Naturaleza siga su propio y estúpido curso! A ver, después de cientos de años de avances médicos, ¿por qué demonios vamos a confiar en la Naturaleza? A nadie se le ocurre decir «vaya este hombre está sufriendo un paro cardiaco, pero dejemos que la Naturaleza siga su curso», ¿a que no?

—¿Le has llamado? —le pregunto a Emily, ansiosa.

—Sí, y nada. O lo tiene apagado. Siempre salta el buzón.

—¿Cuántos mensajes le has dejado?

—Pues, creo que éste fue el nove...

Se calla en la mitad de la palabra porque una nueva contracción me machaca. Ahora son cada cinco minutos. Me levanto de la cama y me pongo a caminar. He llegado a la conclusión de que estoy algo mejor de pie que tumbada. Me agarro al final de la cama, intentando transferir el dolor a la estructura metálica. Pero ni os molestéis en intentarlo en casa, amigas. No funciona.

Mi cuerpo se desploma a medida que el dolor lacerante disminuye. Vuelvo a sentarme en el borde de la cama junto a Emily. Se sobrecoge sin querer y se abraza con fuerza.

—Acabo de caer en la cuenta —proclama—. ¡Vas a tener un bebé!

—Enhorabuena, Emily —respondo—. Ya puedes participar en Mastermind

[4]. Tema predilecto: los pájaros y las abejas.

—No hace falta que te pongas sarcástica conmigo. Tú ya me entiendes. Un bebé, Dayna.

Cierra los ojos y se abraza todavía más fuerte. Su suspiro y su sonrisa me inundan.

Y sé de dónde vienen.

Ya está.

Probablemente sea el momento que llevo esperando toda la vida.

—Ojalá mi madre... Ya sabes, ojalá...

No puedo acabar la frase, pero no necesito hacerlo. Emily me abraza con fuerza.

—Para —dice, saltándosele las lágrimas—. No pienses que no está aquí contigo porque lo está. Siempre ha estado ahí y está aquí ahora. Incluso yo puedo sentirla. ¿Tú no?

Emily dice una cantidad enorme de sandeces, porque lo único que siento es el inicio de una nueva contracción. Me deslizo de la cama, agarro la gélida estructura metálica y aprieto con fuerza. Dios, no han pasado cinco minutos, ¿no?

Por la cara que pone Emily, por fin siente mi dolor.

—Pobrecita —dice—. ¿Puedo hacer algo?

—¡Sí! —grito con los dientes apretados—. Apaga la puta música de ballenas y abre las ventanas. Ese incienso me da ganas de vomitar.