5 centímetros
Son las cuatro y media. Emily duerme profundamente en la silla que está a mi lado, de modo que la comadrona adolescente habla en voz muy baja. Me cuenta algo acerca de la nueva mamá que está en la habitación contigua.
—Va a llamarle Calum. ¿A que es un nombre precioso?
—Sí, precioso —asiento—. ¿Es su segundo o tercer hijo?
—El primero —susurra la comadrona adolescente.
—Eso no es justo. Yo creía que las primerizas tardaban un montón en dar a luz. ¿Qué pasó con su parto? ¿Sólo duró un par de horas?
—Hora y media, para ser exactos —puntualiza, mientras se endereza al acabar la exploración—. Bien, muy bien.
—¿En serio? —exclamo—. ¿Ya puedo empujar?
Me regala su leve y diabólica risita.
—No, ¡por Dios!, aún no. Pero ya llevas la mitad del camino. Estás de cinco centímetros.
Se me cae el alma a los pies. La chica de al lado ha parido en noventa minutos y yo sólo voy por la mitad del maldito camino. Estoy tan, tan cansada. Y con Emily dormida, ni siquiera he tenido con quién hablar.
La matrona adolescente me dirige una mirada llena de compasión.
—No te desanimes —dice—. Esto puede acelerarse en cualquier momento. Mi primer parto duró diez horas, pero en cuanto alcancé los cinco centímetros sólo duró media hora más.
¿Cómo? ¿La comadrona adolescente tenía un hijo?
¿Y había dicho su «primer parto»?
—¿Tienes un hijo? —pregunto, incapaz de disimular mi sorpresa.
—¡Ajá!, tengo cuatro —se ríe—. Y todos varones.
Pero si no aparenta más de quince años.
—¿Cuántos años tienes? —pregunto.
—Oye, que te haya palpado el útero no te da derecho a pensar que hemos intimado lo suficiente como para confesarnos nuestra edad.
Vuelve a reírse y esta vez yo también.
Al menos sigo sin sentir nada de cintura para abajo y el tremendo dolor que padecí al principio ha desaparecido. Pero eso implica que no puedo andar. No sé qué es peor. Estar paralizada de dolor o por la epidural.
La comadrona adolescente sienta su pequeño trasero en mi cama.
—¿Has pensado ya en un nombre? —pregunta mientras me da una palmadita en la mano.
—Pues, sí. ¿Cuál era el tuyo, por cierto?
He querido preguntárselo hace mucho. Ahora necesito saberlo, sobre todo cuando ya no puedo pensar en ella como en la comadrona adolescente.
—Louise. Ya me pareció que no te habías enterado muy bien cuando llegaste aquí.
—Lo siento.
—No pasa nada. Tenías muchas preocupaciones. Y bien, los nombres. ¿Cuáles estás barajando?
Emily se rebulle en la butaca y bajo la voz.
—Pues, es algo difícil porque quiero ser original pero sin pasarme de cursi.
—Te entiendo.
—Así que... —Hago una pausa para dar un poco de suspense. —He pensado en Diva si es niña y Rocky si es niño.
Se echa a reír.
—Muy original y para nada cursi.
—En serio, no tengo la menor idea. Aunque es posible que le ponga el nombre de mi madre.
—Ay, qué bonito. ¿Va a venir? ¿Vive cerca de aquí?
—No, murió cuando yo tenía cuatro años.
Odio contarlo. Odio cuando no saben dónde mirar ni qué decir.
—Pero vendrá mi madrastra —intento decir en el tono más desenfadado que puedo para disipar la incomodidad de la comadrona adoles... de Louise, quiero decir—. La llamaré más tarde, cuando esto haya llegado a buen término.
—Bueno, ésa es una forma de decirlo —dice—. ¿Trabajas en una inmobiliaria o algo parecido?
—Algo parecido —respondo.