8 centímetros

—¡Nnnnnyaaaayyyyyy!

Ése es mi nuevo mantra. Lo grito cada dos minutos, más o menos el tiempo que transcurre entre cada contracción. Apenas puedo recobrar el aliento antes de recaer en otro espasmo de dolor que me revienta por dentro (literalmente) y que me viene machacando desde que Maureen, la comadrona, me ha roto la bolsa de aguas.

—Vamos, Dayna, sigue respirando, respira —dice Emily, mientras hace esa ridícula y exagerada respiración que debió de aprender en una escuela de teatro.

Dios mío, qué ganas tengo de darle un buen cabezazo.

Me resulta imposible quedarme tumbada, así que me dedico a dar tumbos por la habitación y sólo me detengo para aferrarme a la cama cuando una nueva contracción se apodera de mí. Maureen me pidió que volviese a la cama para seguir monitorizándome, pero desistió cuando le regalé mi mejor mirada asesina. En cambio, cada dos por tres, coloca los sensores en mi barriga para comprobar los latidos del corazón del feto.

El bebé va fenomenal.

Yo, en cambio, estoy al borde de un ataque de nervios. ¿Qué coño está pasando? Un dolor de este calibre no puede ser natural. No puede ser que las cosas hayan de ser así.

—Ya no falta mucho, Dayna —me dice Maureen—. Aguanta ahí.

—Aayyy... Uuuuyyyy... No, tengo que... sacarlo.

—Por favor, no empujes. El niño ya está casi al final del canal de parto. Entonces podrás empujar. Te lo prometo. Sé de lo que hablo. Ya no falta mucho.

—¿Quieres que llame a Suzie ahora? —pregunta Emily.

—Nooooaaayyyyy —respondo.