7 Centímetros
—Me parece que la epidural está dejando de hacer efecto otra vez, Emily. Puedo sentir... una cosa.
—¡Dios mío! ¿Llamo a Louise? —pregunta, mientras se despereza en la butaca y se frota los ojos adormilados.
—No digas tonterías. Louise acabó su turno hace rato. Justo después de que volvieras a dormirte, a decir verdad.
Me mira algo cortada.
—Lo siento, pero después de que Max llamara para decirme que había aterrizado, me entró un sueño tremendo. Madre mía, eso fue hace un montón. ¿Qué hora es?
—Las siete y media. La nueva matrona acaba de pasar a explorarme justo antes de que despertaras.
—¿Qué tal vas?
—Seis centímetros y medio. Una ridiculez. Me da a mí que este bebé no quiere salir.
—No le culpo —comenta Emily mientras coloca una mano en mi tripa y la acaricia suavemente. La retira rápidamente en cuanto suelto un fuerte alarido, cuando una devastadora punzada me atraviesa la barriga—. Perdona, Dayna, ¿te he hecho daño?
—No, no has sido tú. La epidural está dejando de hacer efecto, desde luego que sí. Eso fue superdoloroso. No he sentido nada parecido en... ¡Aaayyyy!
Me mira impotente mientras me golpea otro espasmo.
—Tengo miedo —le digo cuando ha pasado.
—Voy a buscar a alguien —dice y se dirige hacia la puerta. Pero ésta se abre antes de que Emily llegue ahí. Maureen, la nueva comadrona, entra en la habitación. Su sonrisa desaparece pronto, suplida por un gesto de preocupación, tras comprobar el monitor fetal, que parece haberse vuelto loco. Yo estoy demasiado absorta en mis gritos de dolor como para percatarme de ello.
—¿Qué ocurre? —pregunto, mientras el pánico se apodera de mi voz—. ¿Algo va mal?
—Vamos a tener que acelerar esto un poquito. Parece que hay un poco de sufrimiento fetal —me dice mientras su cara esboza esa sonrisa profesional que quiere decir «no te asustes, no hay nada de qué preocuparse». Es mentira, por supuesto.
Emily y yo chillamos a la vez:
—¡¿El bebé sufre?!
Pues ya somos tres.
—Tranquilízate, no tienes por qué preocuparte —miente la comadrona Maureen—. Es lo normal que se puede esperar en un parto. Ahora relájate. Voy a romper la bolsa. Eso debería acelerar las cosas.
Desaparece entre mis piernas y, unos segundos más tarde, un buen chorro inunda la cama coincidiendo a la perfección con el momento en que la epidural deja de hacer efecto por completo. ¿Qué coño me ha hecho esta estúpida matrona? Porque de repente siento más dolor que en toda mi puta vida.
Por fin lo peor va pasando y me vuelvo hacia ella para decirle:
—Por favor, por favor, diles que me lo he pensado mejor —farfullo porque Dios sabe cuándo me va a dar un nuevo espasmo—. Quiero la cesárea. Quiero que me duerman. Quiero despertar con el bebé y no recordar... ¡Aaaaaaaaaaaaayyyyyyyyyyyyyyyyyyyyy!
Este sufrimiento agónico no tiene nombre, es indescriptible. ¿Dónde me duele? En todas partes. La espalda, el bajo vientre, mis entrañas, todo abriéndose paso hasta lo más alto de mi cabeza y... ¡Dios mío! ¿No se supone que el canal del parto está conectado con el bajo vientre? Me parece que mi anatomía va por libre porque tengo la sensación de que mi bebé quiere salir por mi trasero.
—¡Dios mío, ay mi culo! —grito.
Maureen me sonríe.
—A veces puede dar esa sensación.
«¿Ah sí? Pues intenta tú subir a esta puta cama y sentirlo.»
La contracción remite y dejo de gemir. Me recuesto, jadeando como una corredora de maratón en la línea de meta. Maureen aprovecha la relativa calma para explorarme de nuevo.
—Siete centímetros —anuncia, muy orgullosa, como si fuera su cerviz la que se expandiera a la velocidad de un caracol artrítico—. Enhorabuena, Dayna. Parece que haberte roto la bolsa de aguas ha funcionado.
—¿Pronto habrá pasado todo? —gimoteo.
—Ya no falta mucho, creo yo. Pero no empujes todavía. ¿Me oyes? Hagas lo que hagas, no empujes.
—¡Aaaaayyy!... ¡Uuuuyyyy! —contesto con una voz que no parece la mía pero que intenta decir algo así como «vale».
Emily se ha quedado sin habla. Su rostro se ha vuelto lívido y está petrificada. Me da a mí que no va a quedarse embarazada en mucho tiempo.