Todavía el número 6

(Con una pizca del número 3)

Lunes: sólo faltaban cinco días. Sí, la boda seguía en pie. Cuando desperté, el ataque de pánico me pareció de pronto una tontería. Estaba bastante segura de que había que achacarlo a los nervios, algo que le pasaba a todo el mundo. Mi humor mejoró cuando hojeé el folleto de la agencia de viajes mientras desayunaba. ¿Quién no se animaría ante la perspectiva de una suite en el mejor hotel de Santa Lucía en pleno Caribe? Pasara lo que pasara con este matrimonio, al menos las tres primeras semanas transcurrirían en el paraíso. Las cosas mejoraron incluso cuando fui a casa de Cristian y me dio la buena nueva.

—Siéntate, Dayna —dijo, el semblante muy serio—. Tengo que decirte algo.

«Mierda», pensé. Seguro que me había mandado seguir en mi despedida de soltera. Ojalá no tuviera fotos. Pero no se trataba de eso.

—Mila se ha asociado con alguien en Australia para abrir un Espacio Spa en Melbourne y otro en Sídney —anunció.

—Eso es genial —comenté, sin entender por qué parecía tan preocupado.

—Sí... Sí, lo es. El problema es que me ha pedido que me implique. Quiere que vaya allí para que colabore con los australianos, para asegurarnos de que se hacen bien las cosas. Pretendemos que los salones de belleza sean lo más parecido al de Londres. Calculo que se tardará aproximadamente un año en ponerlos en marcha.

—Bien —dije, mientras me ponía lívida, porque intuía que la siguiente pregunta sería si me apetecía emigrar.

—No te preocupes, no tendría que quedarme a vivir allí ni nada parecido —prosiguió rápidamente, como si me hubiera leído el pensamiento por una vez—. Pero tendría que viajar mucho y me temo que tendría que quedarme allí a veces tres o cuatro semanas seguidas. Por supuesto me encantaría que vinieras conmigo. De hecho, me parece que sería una manera maravillosa de empezar nuestra vida juntos, visitando Australia, la Gran Barrera de Coral...

—Ay, no va a poder ser —expliqué.

Su rostro se ensombreció.

—Bueno, quiero volver al trabajo en cuanto volvamos de la luna de miel —expliqué.

—A Mila no le importará.

—Tú sabes lo importante que es mi trabajo para mí, Cristian. Y llevo demasiado tiempo sin trabajar.

—Claro —dijo, con su habitual gesto comprensivo.

—Y no sólo eso. A ver, si vamos a tener un hijo enseguida, no podré hacer esos vuelos tan largos. No estando embarazada.

—No había caído en eso —respondió con un sentimiento de culpa.

—Eres un hombre —sonreí—. ¿Por qué ibas a pensar en ello?

—Pero ¿cómo te vas a sentir si yo estoy fuera tanto tiempo? No me parece buena forma de empezar un matrimonio.

—Bueno, nos echaremos de menos, pero saldremos adelante —dije—. Sé que lo conseguiremos.

Y lo pensaba. Porque ahora vislumbraba un poco de aire. Estaba segura de que me acostumbraría a la vida de casada si podía hacer gran parte de la adaptación yo sola.

Todavía me sentía animada al volver a mi casa esa tarde y ni siquiera se me estropeó el día cuando Cristian me llamó para decirme que me quería muchísimo y me echaba muchísimo de menos y que llamara al florista para comprobar la hora de entrega de los centros florales para las mesas y a la empresa de catering para asegurarme de que había recibido el mensaje sobre los langostinos «tigres» y no «blancos». A veces podía ser así de tiquismiquis. Y por eso le quería, claro.

Cuando llamaron a la puerta pasadas las cinco, me quedé de piedra al descubrir a Archie en el rellano.

—¿Qué haces aquí? —pregunté.

—Estaba recogiendo un contenedor a un par de calles de aquí —explicó—. Es demasiado tarde para llevarlo al vertedero ahora, así que pensé llamar a ver si había suerte. La verdad es que me sorprende que todavía vivas aquí. Pensé que te habrías mudado con tu enamorado.

—Ni hablar —exclamé, en un tono falsamente ofendido—. Me reservo para nuestra noche de bodas.

—Bueno... ¿Tienes tiempo para tomarte algo? —sonrió.

¿Cómo negarme? Le invité a pasar y saqué dos latas de la nevera. Cuando volví al salón, se había sentado en el sofá, así que me senté en el sillón.

—Me alegré muchísimo de verte el sábado, ¿sabes? —comentó.

—Yo también, Archie. ¿Qué tal la partida?

—Me desplumó, a ver. Estoy seguro de que repartía las cartas desde abajo. Ya te lo dije, no hay que fiarse de los negros.

Me puse lívida.

—¡Es broma! —chilló—. Ben es un tío de puta madre. Aun así me desplumó.

Permaneció callado un rato, algo incómodo. Luego habló.

—¿Y bien? Háblame de ese tío con el que te casas.

Y se lo conté. Le hablé del precioso apartamento que tenía en Primrose Hill, de sus negocios y del salón de belleza que pronto se convertiría en una cadena internacional de institutos de belleza. Y dejé caer un par de veces la palabra «rumano», pero no entró al trapo y no soltó ningún improperio contra los gitanos.

—Joder, deben de estar forrados —comentó cuando acabé y no parecía en absoluto amargado. Archie no era envidioso.

Seguramente ayudaba que, en el mundillo de los contenedores, él también ganaba un pastón.

—Por lo visto te ha tocado la lotería —continuó.

—Sí, la verdad es que sí —asentí, porque tal y como iba el día, me sentía afortunada.

—Aunque a él también le ha tocado la lotería —dijo Archie—. Siempre pensaré en ti como la chica que se me escapó. Eres una buena chica, Dayna.

—Gracias —respondí y me sonrojé al recordarlo. Aunque ahora me parecía que nuestro breve compromiso había sido hacía la tira de tiempo.

Bebió un sorbo de cerveza y dijo:

—Mira, sé que no es el momento y además es un poco tarde, pero quería decirte que no me gustó cómo acabó... ya sabes, lo nuestro.

—No —respondí suavemente—. A mí tampoco.

—Aquella noche en la que te atacaron, dije cosas... Muchas cosas. Pero estaba como loco. Es decir, acababa de ver a ese hijo de puta amenazándote con una navaja. Y creo que perdí el control. Lo que intento decirte es que tal vez dijera cosas un poco fuera de lugar, pero tienes que entender que estaba desquiciado.

—Lo entiendo —contesté—. Pero a la hora de lo que pensamos sobre las cosas básicas de la vida, nos separa un mundo, ¿no?

—Sí, supongo que sí. Pero no soy el monstruo que tú te crees.

Levanté una ceja, escéptica.

—Para nada —protestó—. Mira a Ben.

—Es un solo tío, Archie. ¿Y qué pasa con esos tíos con los que fuiste al pub aquella noche? Ya sabes, los del rollo político.

—Ya no salgo con ellos —dijo—. Se estaban volviendo laboristas. ¡Es coña! No, en serio, ya no tengo nada que ver con ellos. Su respuesta a todo era sacar los bates de béisbol. Se estaban pasando de la raya.

—¿En serio?

—En serio. Mira, yo no odio a nadie. De verdad.

Le observé detenidamente. Tal vez Mark y Suzie tenían razón. Tal vez todo el mundo tenía algo bueno. Tal vez sólo era cuestión de rascar lo suficiente.

Fui a por más cervezas y, mientras charlábamos, le examiné un poco más. Estaba hecho un asco. Tenía las uñas sucias, el polvo de las obras se le había incrustado en la piel y estaba manchado con la grasa de su camión. Un contraste tan violento con el aspecto tan suave, fino y cuidado de Cristian... Un contraste tan excitante...

A medida que avanzaba la tarde y se vaciaba mi nevera, me resultaba cada vez más fácil pensar que todo el mundo podía cambiar y más difícil entender por qué habíamos roto.

Y un pequeño achuchón amistoso, por los viejos tiempos, no le haría daño a nadie, ¿verdad que no?