Un pequeño desliz

Telefoneé a Georgina, la amiga de Simon, el lunes después de que rompiéramos Chris y yo. Necesitaba algo para no pensar en toda aquella experiencia, pero sobre todo me di cuenta de que —a la mierda la dignidad— necesitaba un empleo. Mi relación con el mundo de la luz y del gas dependía de ello.

Cuando llegué para hacer la entrevista, Georgina me hizo pasar a su despacho. Lo primero que pensé nada más verla fue que lo mejor sería inventarme cualquier excusa y largarme. Estaba impresionante: alta y delgada con unos pómulos prominentes increíbles, en los que se podía doblar una hoja de papel. Tras examinar mi curriculum durante un minuto, me dirigió una sonrisa muy blanca y dijo:

—Dayna, me alegro de conocerte por fin. Cualquier persona que me recomiende Simon es merecedora de que le dedique algo de mi tiempo.

Le devolví la sonrisa, preguntándome por qué la recomendación de Simon tenía tanto peso en el mundo de la estética.

—¿Cómo es que le conoces? —preguntó.

—Uy, conozco a Simon desde hace años —contesté sin contestar. Si él no la había informado acerca de lo nuestro, ¿por qué había de hacerlo yo? No tenía la menor intención de contarle que yo era el felpudo en el que Simon se limpiaba los pies tras un durísimo día de juergas con mujeres. Estaba sentada ahí para responder a preguntas profesionales.

—Bien, hablemos de ti —dijo, dando una palmada con sus manos perfectamente arregladas.

Me estremecí ante el ataque, aterrorizada ante la idea de haber olvidado, de alguna manera, todo lo aprendido en la academia. Pero no tenía que haberme preocupado. El interrogatorio duró menos de cinco minutos y no fue muy a fondo.

—¿Tienes alguna pregunta? —dijo al terminar.

¿No odiáis que os hagan esa pregunta? Me estrujé las meninges y al final creo que le pregunté algo sobre las vacaciones o los turnos de trabajo o George Michael. No estoy muy segura de los detalles.

Entonces la mujer dijo:

—Creo que encajarás muy bien con nosotras, Dayna...

¿Me estaba dando el puesto?

—¿Puedes empezar el lunes?

Me lo estaba dando.

Pero ¿no iba a pedirme que hiciera una prueba con ella? Te piden que realices un tratamiento, sólo para demostrar que sabes lo que haces y no vas a arrancar la piel de la clienta junto con el vello de sus piernas. En la academia, nos habían insistido en que no trabajáramos nunca con un instituto que no pidiera una prueba. Así que, como es natural, contesté:

—Sí, claro, por supuesto. Estoy ansiosa por empezar. Gracias.

—No me des las gracias a mí, dáselas a Simon.

Hala, otra vez. Miró el reloj, farfulló que estaba muy ocupada y a continuación pasamos a cotillear durante aproximadamente una hora. O más bien, lo hizo ella. Georgina hablaba por los codos. Me habló de las clientas: ricachonas que dejaban propinas ridículas. Me habló de las compañeras de trabajo. Katja: «gilipollas», «caprichosa» y «croata». Liza: «escocesa», «muy cortada» y «una pavisosa de aquí te espero». Y Victoria: «técnicamente soy su jefa, pero en la práctica llevamos el negocio juntas».

En la academia nos habían recalcado que la discreción era una de las cualidades más importantes de una esteticista. Estaba segura de que Georgina tenía otras virtudes, pero de discreta, nada de nada.

—Victoria es divertidísima —comentó—. Fue ella quien me presentó a Simon. Habían estado un poco liados. Entre tú y yo, resultaba raro meterte en algo donde ya había estado tu amiga, pero, oye, no dejas que algo así te desanime cuando se trata de un tío como él, ¿a que no?

Me forcé a reír con ella, pero en mi interior sentí náuseas. Así que Simon se había tirado a las dos mujeres. ¿Habían coincidido las dos en el tiempo? ¿Habían coincidido conmigo? Puaj. Qué pensamientos tan horribles. No quería seguir con esa conversación.

Pero aun así, prosiguió:

—Tú y Simon... —preguntó—, ¿estuvisteis... ya sabes?

Grité para mis adentros, pero por fuera le dediqué mi mejor sonrisa.

—No, sólo somos amigos, nada más.

No era del todo mentira. En ese momento, sólo éramos amigos.

—Oh, me dio la impresión de que estaba un poco enamorado de ti. Tal vez sea ésa la manera de mantener vivo su interés. Tendré que seguir tu ejemplo y actuar con más frialdad —dijo, como si yo acabara de revelarle el secreto de la eterna juventud.

—¿Te sigues viendo con él? —pregunté, aunque no sé porque me sorprendía; al fin y al cabo se trataba de Simon, la máquina sexual.

—Si quieres llamarlo así. Pero estoy segura de que hay otra.

Pues, sí, pensé. Estaban Joanne y Hannah y ésas sólo eran las dos que yo conocía. Pero me encogí de hombros como si no tuviese la menor idea.

Volvió a mirar el reloj.

—¡Dios mío!, mi medias piernas y axilas lleva esperando media hora —farfulló y se levantó de un salto—. Un placer conocerte, Dayna. Hasta el lunes, a las diez. No llegues tarde.

Junto con la discreción, nos habían explicado que otra cualidad esencial para una buena esteticista era la puntualidad. Y como dije, estoy segura de que Georgina tenía otras virtudes.

—No puedo hacerlo, papá —grité por teléfono.

—Claro que puedes, cariño. Vas a dejarlas sin aliento.

—Exactamente. Las dejaré sin aliento y sin vida. ¿Qué pasa si les causo quemaduras de primer grado con la cera? ¿Y si les rompo la columna vertebral? Eso puede ocurrir con un masaje de espalda, ¿sabes? ¡No puedo hacerlo!

—Escucha, respira hondo y tranquilízate. Estás histér...

—¡no estoy histérica! ¡no puedo hacer el trabajo! ¡va a ser un absoluto desastre! ¡lo sé!

—De acuerdo, muy bien. Entonces ¿por qué no te pasas todo el día en la cama? ¿E incluso todo el resto de tu vida?

—Muy bien. Eso haré.

—Muy bien... Pero no me llames cuando te hayas quedado sin dinero.

—¡No lo haré! —grité al tono de comunicando.

Pobre papá. Sólo había llamado para desearme suerte en mi primer día de trabajo. No contaba con encontrar a una maniaca depresiva al borde del suicidio al otro lado de la línea. ¿Qué puedo decir? Era mi primer empleo serio en toda mi vida. ¿Quién no se pondría un pelín nerviosa?

Quince minutos más tarde, Mitzy y él estaban aporreando mi puerta. No sé qué había hecho para merecer la presencia de esa mujer. No hablo en broma. Siempre me había mostrado bordísima con ella. La última vez que la había visto, había comido su almuerzo de tres platos, acto seguido me había quejado de unas profundas náuseas y me había marchado sin ni siquiera darle las gracias. Y aun así, allí estaba ella, hablándome con dulzura a través del buzón como si tuviera mucha práctica en disuadir a victimistas suicidas de saltar desde la azotea.

—Todo irá bien —susurró con voz tranquilizadora—. Serás una esteticista fantástica. He tenido más tratamientos de belleza que cenas calientes así que sé de lo que estoy haablando.

Sólo conseguía distinguir su boca por la rendija. Llevaba un pintalabios magenta y brillante. Ya no debía de estar tan histérica porque tomé nota mentalmente para preguntarle de qué marca era.

—Déjanos pasar, Dayna. Preparamos un poco de té y lo hablamos con calma.

—No hay nada que hablar —respondí, haciendo pucheros—. No puedo hacer ese trabajo.

—Claro que puedes. Has sacado matrícula en los exámenes.

—Y ¿qué pasa si la cago y lesiono a alguien? —gemí—. ¿Qué pasa si todo sale fatal?

—Eso no va a pasar —continuó Mitzy—. Y si pasara, pues te marcharías y volverías a empezar. Es tan simple como eso.

Entonces oí a mi padre por primera vez. Parecía bastante cabreado, como si coger el coche y venir hasta mi casa no hubiera sido idea suya.

—¿Es eso? —dijo—. Al primer contratiempo, que tire la toalla. ¿Es eso lo que estás diciendo?

—No, Michael, no digas tonterías. Sólo digo que todos cometemos un error de vez en cuando, y si algo sale mal, tú estarás ahí a su lado. Creo que eso es lo que necesita oír de ti ahora mismo.

—No, lo que necesita oír es que alguien le diga que madure un poco. Ese es el problema con la gente hoy en día. Somos demasiado blandos. —gruñó.

En ese momento, por alguna extraña razón, me vino a la mente la señora Locket, una de mis profesoras. Me había visto mientras luchaba con la cera de un labio superior y me había llevado a un aparte. Era muy dulce y cariñosa. «Dominas perfectamente la técnica, Dayna», había sonreído, «sólo tienes que relajarte y dejar que tus conocimientos se pongan a trabajar. Créeme, vas a ser una esteticista fabulosa.» Su dulzura funcionó y nunca volví a tener el más mínimo problema. Me la imaginé tomando la estrategia de mano dura de mi padre: «¿Tú llamas a eso un labio superior depilado, so imbécil redomada? Hazlo otra vez y como no esté tan suave como la piel del culo de un bebé, ¡te vas a la puta calle!». Puede que también funcionase, pero no lo sabremos nunca, claro.

Mi padre y la señora Locket venían de dos planetas diferentes, tan alejados el uno del otro como el mío y el de Chris.

—Venga, vámonos —se despidió echando humo—. No vale la pena hablar con ella cuando está así.

—¡Y no vale la pena que yo hable contigo nunca más! —vociferé.

—¿Ves a lo que me refiero? Es una niñata malcriada. ¿Te vienes?

Podía oír cómo hacía ruido con las llaves del coche.

—Por favor, Michael, déjame intentarlo una última vez.

—Te espero en el coche. Tienes un minuto.

Observé los labios trémulos de Mitzy por la rendija mientas buscaba alguna palabra mágica que lo solucionara todo. Pobrecita. Estaba atrapada entre un novio malhumorado y su hija igual de borde. Nadie podría haberla culpado si nos hubiese abandonado a los dos en ese instante.

Pero no lo hizo. En cambio, dijo:

—Créeme, todo irá bien.

Se calló porque mi padre había empezado a tocar el claxon con impaciencia. «Qué cabrón». No había pasado ni medio minuto.

—Mira, tengo que irme —dijo—, pero te prometo que, para cuando acabe el día, recordarás todo esto y te hará gracia y te preguntarás a qué vino tanto numerito...

Sabias palabras... Pero yo no escuchaba. No es que me estuviese comportando como una niñata malcriada o nada por el estilo. Sólo quería que mi padre volviese y fuese bueno conmigo.

Tal vez fuera la zorra que me había arrebatado a mi padre y le había puesto en mi contra, pero tenía que darle la razón en una cosa. Estaba en lo cierto respecto al trabajo, aunque se equivocó con los tiempos. No fue al final de mi primer día de trabajo cuando me pregunté por qué había armado semejante follón. Fue al cabo más o menos de... media hora.

Georgina se había cogido el día libre así que Victoria se encargó de mí. Georgina tenía razón, era muy graciosa. Me presentó a Katja (muy maja y para nada borde) y luego me enseñó todo el instituto. Aunque pertenecía al hotel, era un negocio aparte, como una franquicia en un gran almacén, y si bien la gran mayoría de la clientela se alojaba en el hotel, el precio de los tratamientos no se cargaban a sus cuentas. Se pagaba directamente al instituto de belleza. Y como se trataba de un hotel de cinco estrellas, se cobraban precios de cinco estrellas.

Emily me telefoneó aquella noche. Siempre llamaba ella, lo cual me parecía lo justo. Sus recibos de teléfono corrían a cargo de la gigantesca compañía de seguros de Max mientras que las mías corrían de mi bolsillo.

Hablamos un poco de mi nuevo trabajo y luego me preguntó por Chris. La había mantenido al tanto con regularidad y entusiasmo sobre los últimos acontecimientos de mi relación con él y puede que me mostrara demasiado efusiva y optimista sobre lo bien que nos iba.

—Rompimos la semana pasada —le anuncié.

—Pero pensaba que os iba fenomenal. ¿Qué pasó?

—Uy, es muy complicado —respondí, un tanto a la ligera.

—Vale, cuéntame —apremió.

Me lo pensé un momento. Lo presentase como lo presentase, no iba a quedar muy bien parada. Pero tal vez había una manera.

—Pues, verás... era sólo que... en fin... todo era un poco...

—Déjame que lo adivine. Te dejó de gustar, ¿verdad?

—Pues sí, algo así.

—Por Dios, Dayna, tienes que madurar. Llevas haciendo lo mismo desde que tenías catorce años.

Entre lo de la niñata malcriada de papá y esto, os aseguro que no me sentí nada bien y me puse a pensar que no era posible que dos personas estuvieran equivocadas a la vez. Pero no quería discutir con Emily como lo había hecho con mi padre así que cambié de tercio.

—Mira, no funcionó y punto. Cambiemos de tema. Cuéntame algo bonito.

—Te echo de menos —me dijo despacio—. Echo de menos cuando nos quedábamos en casa en pijama comiendo helados y llorando al final de La boda de mi mejor amigo.

¿Qué? ¿De qué estaba hablando?

—Emily, nunca hemos hecho eso.

—Lo sé y por eso me da mucha pena.

—Pero ¿por qué? Pronto volverás a casa y podremos dedicarnos a llorar y comer helados en pijama —bromeé.

—No, no lo haremos —respondió de manera inquietante—. Han prorrogado el contrato de Max.

—¿Qué quieres decir? ¿Por cuánto tiempo? —pregunté, mientras me invadía el pánico.

—Dos años —susurró.

—Dos años... —repetí, también en un soplo.

Creo que es posible que estuviese llorando. Sé que yo lo estaba.

Al cabo de mi tercera semana en el instituto de belleza, ya me había adaptado completamente. Georgina y Victoria eran muy majas y Katja también me caía bien. Era tan simpática y servicial que me quedé de piedra cuando la despidieron al terminar la semana. «Se mostraba grosera con las clientas», fue la explicación seca que dio Georgina. Sospeché que Georgina llevaba tiempo queriendo deshacerse de ella y sólo quería asegurarse de que yo ya funcionaba antes de hacerlo.

El lunes siguiente, Liza, la chica escocesa, no se presentó. Victoria la llamó al móvil.

—¿Dónde estás, Liza? —preguntó con brusquedad. Después, tapó el aparato con la mano y nos dijo—: Está en Escocia, ¡no te jode! Dice que no va a volver.

Georgina estaba furiosa.

—Si se cree que le voy a mandar la liquidación a Escocia, está muy equivocada. Que venga aquí a por ella.

—No lo hará —sentenció Victoria—. Tenía el presentimiento de que nos iba a dejar tiradas. ¿Qué hacemos con sus clientas? Hoy tenía el día completo.

—Yo no tengo tanto trabajo, puedo coger a alguna —dije, actuando como la nueva con muchas ganas de trabajar.

Georgina ojeó la agenda y luego miró a Victoria.

—¿Le damos a Dayna la de las once?

Victoria miró por encima del hombro.

—¿Alexia? Sí, una muy facilita —dijo con una sonrisa—. Es una clienta habitual —me dijo—. Deja buenas propinas.

—Gracias —gorjeé.

¡Dios, qué dispuesta estaba!

Alexia era una mujer espectacular, de quitar el hipo y caerse de espaldas. Entró pavoneándose, luciendo un traje sastre de color marfil y dominándome desde unas piernas que bien podrían llamarse zancos. Ese era uno de los motivos de su visita: depilarse las piernas. La escruté y calculé que llevaría el suministro de un año de cera llegar de una punta a la otra.

Mientras le hacía la manicura, me pregunté si era como la mayoría de nuestras clientas, es decir la mujer rica de algún rico hombre de negocios.

—¿Se aloja a menudo aquí? —pregunté, tanteando el terreno con un acercamiento suave. No quería comportarme como alguna peluquera chismosa que pretende que le cuenten toda su vida entre el champú y la crema acondicionador. Peluqueras, ¡puaj! Nada que ver con una terapeuta de belleza.

—Más o menos una vez por semana —respondió—. Cuando me requieren los negocios.

Arqueé discretamente una ceja. Se me daba bien lo de la discreción.

—Me dedico al mundo de los espectáculos de entretenimiento.

—¿La televisión?

—La tele, eso es —sonrió.

Acabé sus uñas y levantó la mano a la luz.

—Una manicura francesa exquisita —ronroneó—.; Dónde te tenían escondida?

—Es que soy nueva —dije, parpadeando y feliz por el cumplido.

Me disponía a depilarla antes de terminar con una limpieza de cutis.

Nunca llegué a la limpieza de cutis.

La conduje hasta la cabina y la dejé para que se desnudara y se quedara en ropa interior.

—Recuéstese en la camilla y tápese con esto —le dije mientras le tendía una toalla muy mullida—. Vuelvo enseguida.

Georgina estaba en la caja, borrando citas de la agenda con una goma. «Cancelaciones», pensé.

—¿Todo bien? —preguntó.

—Sí, genial. Es muy maja —contesté.

—¿A que sí? —dijo con una sonrisa—. Muy bien, venga, venga, venga, a trabajar.

Y me echó con un movimiento de la mano.

En la cabina, Alexia se había tumbado boca arriba con los ojos cerrados. La toalla le cubría las piernas y le llegaba hasta las tetas, que parecían desafiar la ley de la gravedad. Me pregunté —discretamente, por supuesto— si eran postizas. Decidí que no era asunto mío mientras preparaba la cera para volver esas infinitas piernas suaves como la seda. Doblé la toalla hasta la mitad de sus muslos y tuve que respirar hondo. La mujer era muy peluda. No era el habitual vello femenino, sino gruesas matas negras que le cubrían las espinillas y las rodillas. Pero no se inmutó cuando me puse manos a la obra. Depilarla con cera era como utilizar diminutas pinzas para arrancar gruesos y oxidados clavos y debió de dolerle una barbaridad. Pero era evidente que estaba acostumbrada.

Al cabo de un rato —mucho más de lo que se suele tardar—, le devolví unas piernas preciosas e imberbes y doblé la toalla un poco más para atacar muslos e ingles...

¿Sabéis una cosa? Debí de haberlo visto venir.

Si había tenido que recobrar mi aliento al ver sus espinillas, me entraron ganas de gritar al descubrir lo que me esperaba. No un pequeño chillido sino ¡un grito sonoro y estremecedor!

Se había esmerado para tenerlo todo bien recogidito, pero era imposible ocultar lo que tenía entre las piernas debajo de su triángulo de lencería. Tragué saliva para ahogar el grito. Me obligué a apartar la vista del paquete sorpresa de Alexia, pero sólo llegué hasta su rostro. Ahora tenía los ojos abiertos.

—¿Ocurre algo? —preguntó, algo sorprendida.

Pero esta mujer tenía un brillo especial en los ojos. ¿Esta mujer? ¿Este hombre? Dios mío, no lo sabía. Fuese lo que fuese, sus ojos se estaban burlando de mí.

—No, nada —tartamudeé—. Es que me ha dado un dolor... aquí... —Me golpeé el estómago—. Creo que es el apéndice. —Rápidamente cambié mi mano a donde supuestamente está el apéndice.

—Pobrecita —dijo ella/él/lo que fuese—. ¿Quieres ir a echarte un momento?

Me pregunté, desesperada, qué debía hacer ahora. No podía depilar a esta persona. Holstein me había dado una buena base, pero, a no ser que me hubiese quedado dormida en la clase decisiva, nunca habíamos tratado de cómo depilar las partes sensibles de un hombre.

De acuerdo, una situación así ya no me desconcertaría ahora. He depilado, limpiado y sacado brillo a varios travestís desde entonces, pero con menos de un mes de experiencia y siendo todavía una novata, no estaba preparada.

—Eh... Claro... Sí... Volveré enseguida —le dije mientras huía de la cabina.

—No te lo vas a creer —susurré entre dientes a Georgina que seguía en la caja.

—¿Qué? —me respondió también entre dientes.

—¡Ahí dentro hay un hombre!

—¡No!

Asentí con frenesí.

—¡Es un hombre! ¡Vestido de mujer!

Apareció Victoria de otra cabina de belleza. Me miró, luego a Georgina y soltó una carcajada.

—¿Qué pasa? —dije, cayendo al fin en la cuenta—. ¿Lo sabíais?

—Lo siento, Dayna —dijo Georgina, riéndose también—. Sólo queríamos darte una pequeña sorpresa.

—Es nuestra manera de darte la bienvenida al maravilloso mundo de la belleza femenina —consiguió pronunciar Victoria entre risas.

—Eso fue una cabronada —dije tontamente, sintiendo como me ponía colorada—. Me lo teníais que haber dicho.

—Lo siento —dijo Victoria—. Mira, estaba a punto de empezar a darle el masaje de espalda a la señora Connolly. ¿Por qué no lo haces tú? Yo acabaré a Alexia.

—Como quieras —farfullé y me dirigí hacia la cabina número dos y la señora Connolly.

Achacadlo a la mezcla de conmoción y humillación que yo sentía en ese momento, pero no presté la más mínima atención a lo que Georgina estaba haciendo cuando salí huyendo de mi clienta. La caja estaba abierta, su bolso descansaba en el mostrador y lo que parecía un fajo de billetes enrollados estaba siendo traspasado de un sitio a otro.

Once meses más tarde seguía allí. Era una esteticista modélica. Era puntual, trabajaba duro y siempre me mostraba más que dispuesta. De hecho, era tan buena que, después de que se marcharan Liza y Katja, Georgina concluyó que no necesitaba contratar a nadie más. Donde antes había necesitado a cuatro esteticistas, ahora se las apañaba con tres.

Desde luego que yo era muy buena, pero también era una ingenua como una casa. Trabajaba tan duro que no me di cuenta de que se estaban aprovechando de mí. ¿Quién se encargaba de más de la mitad de la clientela? ¿A quién le tocaban las difíciles? ¿Quién hacía el turno de noche cuando el salón de belleza permanecía abierto hasta las diez? ¡Bingo! Yo, yo, yo y yo. Pero no dije nada. Era mi primer empleo y todavía tenía miedo de joderla. Además, me dije que por lo menos era una buena experiencia. Dios mío, qué pardilla era.

Las cosas empezaron a cambiar cuando, una mañana, Georgina me llamó a un aparte. Tenía un gesto que no le conocía.

—¿Por qué me mentiste? —me interpeló.

—¿Qué quieres decir? —pregunté. No tenía ni idea de lo que estaba hablando.

—En la entrevista. Me mentiste.

—No.

Hice memoria, intentando recordar desesperadamente alguna trola que hubiese deslizado en mi currículum.

Arqueó una ceja y sentenció:

—Simon y tú, así que sólo amigos, ¿eh?

Boqueé una y otra vez.

—Ya sé todo sobre lo vuestro. Un pajarito del servicio de habitaciones me lo ha contado todo. ¿Por qué no me lo dijiste?

—No lo sé... No pensé... No me pareció relevante —conseguí balbucear.

Tenía razón. ¿Qué tenía que ver mi relación con Simon con mis aptitudes como esteticista? Pero ella también tenía razón. Me había preguntado si habíamos estado liados y había dicho que no.

—De todos modos, no estábamos juntos cuando me entrevistaste —proseguí, ansiosa por justificarme—. Ya se había acabado hacía muchísimo tiempo.

—Lo sé —dijo y su voz se dulcificó—. Mi informador me ha dicho que Simon se tiraba a todo bicho viviente en aquella época. Pero tú eres muy joven. Ya aprenderás. Hace falta tener experiencia para conservar a un hombre como él.

Me puse colorada, sí, y también furiosa. ¿Quién se había creído que era? No era mucho mayor que yo. Y se le estaba dando muy pero que muy bien eso de conservar a Simon, ¿verdad? En los últimos meses había perdido la cuenta del número de tías que se estaba tirando a sus espaldas. Así que ¿quién era ella para tratarme como si yo fuese una tontita ingenua?

Lo que era, claro está.

Después de eso, me empezó a molestar la manera en que me trataban. Y por primera vez comencé a plantearme en serio si yo era la única de la que Georgina y Victoria se aprovechaban. Tenía la sensación de que también engañaban a los dueños del negocio.

El día que pillé a Georgina con la caja abierta y su bolso en el mostrador no había sido la única vez que había notado que pasaban cosas raras. Para un salón de belleza tan pequeño, gastábamos una cantidad alucinante de gomas de borrar.

Os lo explicaré. Cuando se hacía una cita, se anotaba a lápiz. Si se anulaba, se borraba. Pero algo me decía que esas dos mujeres borraban algo más que las citas canceladas.

Decidí llevar la cuenta de las mujeres que yo atendía. Al cabo de unos días, eché un vistazo a la agenda de citas. Habia calculado que podía haber atendido a unas treinta y dos clientas. Según el libro, sólo eran veintidós. Sólo cabían dos posibilidades para explicarlo:

Georgina y Victoria eran unas cabronas y unas ladronas.

Yo no sabía contar.

Yo era la que cargaba con el grueso del trabajo. Sólo me ayudaban cuando acompañaba a la clienta hasta la caja para pagar. Entonces siempre llegaba una de las dos para decirme: «No te preocupes, Dayna, yo me encargo». Supuse que todo pago en efectivo iba directamente a sus bolsillos. Y si timaban a los dueños del negocio con el dinero de mis clientas, ¿qué no harían con las suyas?

Yo trabajaba como una imbécil mientras ellas no movían el culo y se embolsaban los beneficios. Pero ¿qué podía hacer? Agachar la cabeza y cerrar el pico, eso era lo que podía hacer.

Pero Georgina no mantuvo el pico cerrado. Después de nuestra pequeña charla acerca de Simon, aquello se convirtió en una obsesión para ella. Por lo visto, esta mujer «experimentada» no confiaba plenamente en sus encantos para conservarlo después de todo. Cada vez que se le presentaba la oportunidad, me interrogaba. «¿Que si cuánto tiempo habíamos salido juntos?», «¿Que si me había dicho alguna vez que me quería?», «¿Que si habíamos hecho un trío en alguna ocasión?»

Con esto último perdí la compostura.

—¡Georgina, por favor! Entre Simon y yo todo se terminó hace tiempo. Se acabó. Además tú le conoces. ¿Por qué le aguantas?

—Porque le quie... —se detuvo—. ¿Por qué no me dices de una vez lo que pasa con él? ¿Os seguís acostando?

—Eso es ridículo. Se acabó.

—Entonces ¿por qué quedáis tan a menudo?

—No es nada ilegal. Somos amigos.

—No me vengas con ésas. No puedes ser amiga de tu ex, cariño. Esas cosas no pasan. ¿Por qué le sigues viendo?

—Somos amigos, por el amor de Dios. Y... Y...

—¿Y qué? —preguntó triunfal, convencida de que estaba a punto de sonsacarme una confesión.

Pero no era así.

—Nos vemos a menudo porque le estoy ayudando con el tema ése de los Marines.

Aunque había transcurrido un año desde que le había rellenado los impresos, Simon todavía estaba lejos de convertirse en un Royal Marine. Primero, porque había perdido los impresos. Por lo que tuve que rellenar una nueva tanda de documentos. Luego perdió esos papeles... Y los encontró. Después se desgarró un tendón y no pudo asistir al primer PCRM (Primer Curso de la Royal Marine —sí, ya me había aprendido toda la jerga para entonces). Luego aplazó el siguiente porque quería estar en inmejorables condiciones físicas... Un montón de excusas que, estoy segura, no tenían nada que ver con el hecho de que estaba totalmente cagado.

—¿Qué cosa de los Marines? —preguntó Georgina.

No me lo podía creer. Simon estaba obsesionado con los boinas verdes y no se lo había contado a ella.

—Está intentando alistarse en los Royal Marines —dije.

—Vaya, conseguiste mantener eso muy en secreto, ¿eh? —dijo con brusquedad.

Luego se alejó haciéndose la ofendida y dejándome con el presentimiento de que ya no seguiría trabajando allí por mucho tiempo.

Tenía razón, pero antes de irme me llevé una sorpresa: una inesperada oportunidad para prorrogar mi estancia en el instituto de belleza. Lo explicaré.

Un día entré en una cabina y descubrí a Georgina y Victoria repartiéndose un montón de billetes que reposaban en la camilla. Salí inmediatamente, pero en cuanto cerramos por la noche, me invitaron a tomar una copa. Estaba convencida de que iban a decirme, de la manera más amable posible, que las cosas no funcionaban y que tal vez era hora de que me buscara otro empleo. Pero me pillaron totalmente desprevenida cuando me contaron todo sobre el chanchullo que se traían entre manos. Casi me atraganté con mi coca-cola light.

—¿Qué opinas? —preguntó Georgina.

—Yo... es... eh... —balbuceé, aturdida.

—¿A que es brillante? —gorjeó Victoria, dejando entrever a dónde querían llegar.

—Mira, llevas con nosotras casi un año —dijo Georgina—. Confiamos en ti.

—En una buena semana duplicarías tus ingresos —vibró Victoria, la ladrona profesional—. Libres de impuestos.

—¿Quieres participar? —Georgina soltó al final la pregunta tras marear la perdiz durante diez minutos.

La elección era sumamente clara. Podía duplicar mis ingresos y tener una oportunidad de disfrutar de unas vacaciones de verdad ese verano...

O podía irme a casa y pasar algún tiempo en compañía de las ofertas de empleo.

De manera educada, Georgina dejó que pasaran dos semanas antes de despedirme. Por supuesto, no quería que pensara que mi despido tuviera algo que ver con mi rechazo de su ofrecimiento. No, era porque el número de citas había disminuido drásticamente y los dueños querían hacer recortes, patatín y patatán... Y yo le respondí que lo entendía, que había sido una experiencia maravillosa y bla bla bla... Y me marché con mi sueldo, la paga de vacaciones y una carta de recomendación.

En mi descargo diré que no me puse a llorar hasta que ya había recorrido la mitad del camino hasta el metro.

Para cuando llegué a casa me encontraba en un estado deplorable. El piso me parecía tan vacío. Echaba tanto de menos a Emily. Llevaba varios días sin llamarme. Max se la había llevado a Tailandia durante otro largo fin de semana. No contento con abducirla hasta el otro lado del mundo, el cabrón no paraba de arrastrarla en mini escapadas de cinco estrellas. Dicho sin pelos en la lengua: la sobornaba. Emily odiaba la vida de expatriada y en todas sus últimas llamadas hacía hincapié en lo triste que se sentía al tener que quedarse allí otros dos años más. Por supuesto yo intentaba animarla con el típico rollo de que era una oportunidad única en la vida, la ocasión para conocer otras culturas diferentes, ampliar horizontes y hacer unas compras impresionantes, pero lo que de verdad quería decirle era que volviese a Londres cagando leches y que dejara ganar a Max su primer millón él sólito.

Me quedé sentada en el salón de mi casa esa noche como un alma en pena: sin trabajo, sola y sintiendo un enorme rencor hacia Max. ¿Por qué tenía que ser tan fabuloso? ¿Por qué no podía ser tan inútil como el resto de los mortales?

Hacia las ocho de la tarde empezaba a perder las ganas de vivir. Tenía que hacer algo. Me obligué a levantarme del sofá y a ponerme los zapatos. Iba a salir. Al cine. No había ido nunca antes sola al cine, pero me pareció algo menos desesperado que salir a cenar sola. Y al menos estaría a oscuras.

Mientras bajaba las escaleras, me topé con Kirsty, que subía. Parecía tan hecha polvo como yo.

—¿Estás bien, Kirsty? —pregunté.

—Me han dado plantón —refunfuñó—. ¿Y tú?

—Me han despedido del trabajo.

—Mierda. Me ganas. ¿Te apetece ahogar tus penas conmigo?

—Voy a ser un rollo de compañía.

—Me encantan los rollos de compañía. Me hacen parecer más interesante. ¿Subes?

Sopesé rápidamente la perspectiva de ir al cine sola o de mantener una conversación aceptable con mi pizpireta vecina. Luego la seguí escaleras arriba hasta su apartamento.

Había estado en casa de Kirsty tomando una copa en varias ocasiones a lo largo del último año. Ambas nos sentíamos a gusto juntas y hablábamos de todo un poco. Por supuesto, charlábamos de las relaciones de pareja, pero nunca como esa vez. Tal vez se debiera al hecho de que ya íbamos por la tercera botella de vino.

—Mi vida sentimental es un auténtico desastre —lamenté—. Malditos hombres.

—Una vez lo intenté con un tío en la universidad —dijo Kirsty—. Sólo por seguir el único sabio consejo que mi madre me ha dado jamás.

—¿Cuál es?

—Que no se puede decir que no a algo sin probarlo antes. Aunque ella se refería a la berenjena.

—¿Y cómo fue?

—Un poco viscosa la manera en que la cocinó.

—No, me refiero al sexo.

—Los quince minutos más repugnantes de toda mi vida. Y viscoso también. Las partes del hombre. Una asquerosidad. ¡No sé para qué se montan tanta historia!

—¿Para hacer hijos? —sugerí.

—Hay que decirles a las mujeres que pueden conseguir todo el material para hacerse la inseminación artificial en casa en los almacenes Woolworths por un par de libras. Créeme, sé de lo que hablo. Vale, sé que soy minoría, pero es que no me atraen para nada.

—Pues a mí no me atraen nada las mujeres. Quiero decir que como amigas son fantásticas, y para ir de compras y cosas así... Pero por lo demás... Creo que no.

Bebimos en silencio durante un momento.

Después dijo:

—Claro que sabes lo que te diría mi madre.

—¿Qué?

—No lo sabrás si no lo pruebas.

—Joder, me vas a cocinar una berenjena ¿o qué?

Por alguna razón, esa chorrada le hizo muchísima gracia a Kirsty y le dio la risa floja. Tal vez fuese por el vino pero, al ver que le resultaba tan desternillante, me partí de risa yo también. Nos caímos en el sofá, una junto a la otra con la sensación de que las carcajadas no cesarían nunca.

Cuando acabaron, sentí su aliento en el cuello, pero algo, tal vez fuese el vino, me paralizó e impidió que me reincorporara.

—¿De verdad que conseguiste un equipo para hacer la inseminación artificial en el supermercado? —pregunté.

—Sí, señora. Y también tengo un tubo de esperma en el congelador. Un amigo gay me lo sugirió. Le gustaría ser padre algún día, así que ¿quién sabe?

—¿En serio? —No sé por qué me asombré. Kirsty era lo bastante alocada como para probar cualquier cosa—. ¿Te lo harías tú misma?

—¿Y por qué no? Lo considero un seguro de cara al futuro. En caso de que me entrara la vena maternal.

Y mientras yacía ahí, medio borracha, pensé que era una jodida y genial idea.

—Todavía llevas puesto el uniforme —me recordó Kirsty.

Bajé la mirada y comprobé que, en efecto, seguía con la bata blanca, incluida la insignia con mi nombre.

—Qué barbaridad —exclamé—. Iba a ir al cine ¿vestida así?

—¿Qué tiene eso de malo? Me encantan las chicas con uniforme. Me resulta muy, muy... sexy.

—Eso es porque yo soy muy, muy sexy —dije, arrastrando las palabras.

Retrospectivamente, aquella fue la segunda cosa más imprudente y precipitada que he dicho en toda mi vida.

—Tienes toda la razón —susurró—. ¿Me das un beso?

—Vale.

Y, por si os lo preguntabais, ésa fue la primera.

Cuando me desperté en el sofá, estaba congelada. No tardé mucho en averiguar por qué. No llevaba nada de ropa encima. Kirsty dormía a mi lado, medio desnuda también. Era casi la una de la madrugada.

¿Qué había pasado? ¿Habíamos echado un polvo? ¿Un polvo lésbico? Me estrujé el cerebro, intentando recordar, pero sólo conseguí que me estallara la cabeza en lo que era el principio de una resaca.

Podía recordar vividamente la primera parte. El beso. No podía creerme que estuviese ocurriendo. Me sentía la mujer más sexy del universo. Todo el mundo me deseaba, desde los hombres a las mujeres, pasando por los travestís, y aunque no tuviese novio ni mejor amiga ni trabajo, no importaba porque ¡era la mujer más sexy del universo!

Las cosas se volvían más confusas después. Tenía un vago recuerdo de Kirsty desabrochándome la bata mientras yo permanecía tumbada pensando... ¿Pensando qué? Bueno, estaba tan ocupada pensando «¡ahhh!, estoy a punto de echarme un polvo lésbico» que no me quedó mucho hueco en la cabeza para pensar en otra cosa.

Y después ¿qué? Me quedé en blanco.

¿Qué había pasado? Mi desnudez era una pista. Aunque tal vez me hubiese quitado la ropa para enseñar a Kirsty la marca de nacimiento que tenía encima del culo.

Decidí no despertarla para preguntarle. Recogí mis cosas y me marché de puntillas y aguantando la respiración hasta que estuve en mi apartamento ya con la puerta cerrada. Para entonces tenía la cabeza a punto de reventar. Tomé una aspirina con un vaso de agua y me fui a la cama. Y mientras me quedaba dormida, decidí que lo mejor sería no volver a pensar en lo que había pasado... nunca... nunca... más...

Me pasé toda la mañana del sábado con un único pensamiento rondando mi cabeza.

¿Qué coño había pasado la noche anterior? Estaba casi segura de que Kirsty se lo había hecho conmigo aunque yo no le hubiese devuelto el favor. Dios mío, ¿significaba eso que yo ahora era lesbiana? Quizá lo había sido siempre sin saberlo. Pero a mí no me gustaban las mujeres. ¿No?

Preparé un baño y permanecí en el agua durante una hora. Pero ni siquiera medio frasco de gel para baño logró borrar la confusión mental que sentía.

Cuando el agua se estaba tornando tibia, llamaron a la puerta. No hice caso, pero quien quiera que fuese, insistió una y otra vez. Al cabo de cinco o seis timbrazos, me envolví en una toalla y atravesé el apartamento mojándolo todo hasta el telefonillo.

—Sabía que estarías en casa —dijo Simon—. Ábreme.

—Me pillas saliendo de la bañera. Ni siquiera estoy vestida.

—Nada que no haya visto antes. Venga, ábreme la puerta.

Cuando llegó arriba, yo seguía con la toalla puesta, pero era tan enorme que tenía más probabilidades de avistar Plutón a través de un rollo de papel de periódico que vislumbrar fugazmente un trocito de mi cuerpo desnudo.

—¿Qué haces aquí? —refunfuñé.

—Esas no son formas de recibir a un amigo. Pon agua a calentar y te lo contaré.

—Pon tú agua a calentar. Yo voy a vestirme.

Cuando volví a aparecer al fin, me echó un vistazo.

—Todavía tienes mala cara. Toma, te he preparado un café. Creo que te vendrá bien.

Acepté la taza de café, agradecida y contenta de que supiera manejarse en mi cocina. Le miré y pensé que era una lástima que hubiéramos tenido un lío porque sería un compañero de piso muy aceptable. Si no conseguía un trabajo muy pronto, iba a necesitar a alguien para ayudarme a pagar el alquiler.

—Georgina me despidió ayer —le dije con cierta desolación.

—¿Qué me dices?... ¿Por qué?

Le conté lo de su chanchullo. Y también que seguía pensando que todavía había algo entre los dos. Me miró tímidamente.

—¿Qué? —pregunté—. ¿Qué le contaste sobre nosotros?

—Nada, te lo juro. Ni siquiera me preguntó sobre ti.

—Entonces ¿por qué te has puesto nervioso?

—Georgina me montó una anoche... Ella... eh... descubrió lo mío con... —Y se calló.

—¿Lo tuyo con quién?

—Con Victoria.

—Ya sabía lo vuestro. Me lo dijo cuando me entrevistó para el puesto.

—Ya, pero no sabía que ella y yo... pues...

—¡No me jodas!

Asintió y esbozó una pequeña sonrisa de niño travieso.

—Sólo un par de veces... Para recordar viejos tiempos, qué sé yo...

Ahora sonreí también. Se había hecho justicia.

—¿Se disgustó mucho? —pregunté, esperanzada.

—Se volvió loca.

Bajó el cuello del jersey y me mostró dos profundos arañazos. Hice una mueca de dolor.

—Tranquila, me he librado de ella de una puta vez. Tenía ya una fijación casi enfermiza. Además hay demasiadas mujeres en mi vida ahora mismo.

—Ay, pobrecito, debes de andar tan agobiado.

No pilló el sarcasmo.

—No lo sabes tú bien. Joanne encontró una nota de Hannah el otro día. Ahora me mantiene a raya.

—Me sorprende que te dejara venir a verme.

—Le dije que me iba al gimnasio —respondió con una sonrisa de satisfacción—, lo que haré en cuanto termine el café. Hay una piba, Hazel, que acaba de apuntarse. Le he prometido que le daría un poco de... entrenamiento personalizado.

—Demasiada información para mí, gracias. De todos modos, me imagino que no has venido sólo para contarme tu desenfrenada vida sexual.

—No, ya tengo una cita para el PCRM. Dentro de dos semanas —explicó—. Estaré tres días en Lympstone. No quiero dejar mi coche en mi calle. Me preguntaba si podría dejarlo en tu plaza de aparcamiento.

No había remplazado mi coche después de que me dejara tirada en Heathrow, así que había una plaza de aparcamiento libre delante de mi casa.

—No veo por qué no. —respondí—. ¿Puedo conducirlo?

Me miró con los ojos fruncidos. Le importaba muchísimo más su BMW que cualquier mujer.

—Tengo que llamar a Joanne cuando te hayas ido al gimnasio —reflexioné como si tal cosa—. Hace años que no hablo con ella. Tengo tantas cosas que contarle.

—Vale —accedió—. Pero no vayas muy rápido. Y cuidado, no pases sobre las bandas sonoras. Destrozan los amortiguadores. Bueno, dejaré las llaves aquí antes de irme, ¿vale?

Justo cuando se disponía a levantarse y marchar, alguien llamó a la puerta. Me levanté y entreabrí la puerta. Era Kirsty. Mientras estaba sumergida en la bañera, había temido el momento en que tuviese que volver a verla cara a cara. Pero no me imaginé que sería en ese preciso momento. Con Simon a tres metros detrás de mí.

—Hola... ¿Quieres que hablemos? —preguntó.

—No, de verdad, no hay nada de qué hablar —solté, con fingida tranquilidad—. Además no es buen momento.

Meneé la cabeza en dirección a Simon.

Miró por encima de mi hombro.

—Ah, tienes compañía... —bajó la voz hasta susurrar—. Es sólo que... Bueno, te fuiste sin despertarme. No es una buena señal. En general.

—Es que se te veía tan plácida —mentí—. Mira, todo está bien, en serio.

—Vale. Es que... Pues, sería horrible que hubiese mal rollo entre nosotras. Entonces, no pasa nada, ¿seguro?

—No, no pasa nada —dije, un poco seca.

—¿Seguro? Entonces ¿seguimos siendo amigas?

Por supuesto asentí, cada vez más consciente de los ojos de Simon clavados en mi espalda, pero a la vez deseosa de que Kirsty supiera que quería seguir siendo su amiga. Fuera lo que fuera lo que había ocurrido, lo deseaba de corazón. Lo único que pasaba era que, después de lo de anoche, no quería volver a verla jamás. Eso era todo.

¿Estaba algo confundida? Podría decirse que sí.

—Después hablamos, Kirsty —dije, dejándolo en mi mente para dentro de varios años.

—De acuerdo, está bien. Después —asintió y cruzó el rellano hasta su casa.

Cuando volví a sentarme, estaba roja como un tomate. Simon empezó enseguida el interrogatorio. Espero que nunca me detenga la policía para interrogarme, porque está claro que me derrumbaría en cuestión de segundos.

—Muy bien, desembucha —dijo Simon—. ¿Qué has hecho?

—Nada.

—Mentirosa. ¿A qué vino eso de que «¿seguimos siendo amigas?»?

—Es una antigua estudiante de Bellas Artes. Hablan así de raro —farfullé. Por la cara que puso, me di cuenta de que no le engañaba—. Fíjate qué tarde es, Simon —continué, probando otra estrategia—. Pobre Hazel, estará pensando que le has dado plantón.

—Ella puede esperar. Ha pasado algo entre vosotras dos. ¿El qué? ¿Una pelea? No, no os habéis peleado. Mírate, no sabes dónde meterte de la vergüenza como una... ¡Oye! Conozco esa cara. Es la que pongo cuando me han pillado... Os habéis enrollado, ¿a que sí?

El que me ruborizara todavía más le confirmó la sospecha.

—¡Te la has tirado! ¡Dios mío! Todo ese tiempo tú sabías que quería montármelo contigo y con otra tía. Y nada más romper conmigo, hala, vas y lo haces. No me lo puedo creer.

—¡Quieres callarte! —grité—. Vale, nos hemos... besado y acariciado un poco. Pero fue algo que pasó una sola vez. Preferiría que quedara entre nosotros... ¿Sí?

—Mis labios están sellados. Y, ¿cómo fue? ¿Eso de besaros y acariciaros?

Buena pregunta. No tenía la más remota idea, ¿verdad?

—Mira, no es asunto tuyo —respondí.

—Está bien... ¿Qué te parece si una noche la invitas aquí y los tres nos...?

—¡Simon, hazme el favor de comportarte! Tú y yo jamás volveremos a acostarnos juntos. Jamás.

—Vale, vale. —Reflexionó un momento y luego añadió—: ¿Y si sólo os miro?

—Simon, al gimnasio, ahora mismo.

Se levantó.

—Vale, te llamaré cuando venga a dejar el coche.

—Claro —dije, con una sonrisa forzada—. ¿Puedo hacer otra cosa por ti?

—Supongo que una mamada rápida es algo que queda totalmente descartado, ¿verdad?

Le eché fuera con tanta fuerza que me rompí dos uñas.

Después, he de reconocer que me reí.

Me habían despedido y había tenido mi primera (sin confirmar) experiencia lésbica. ¿Cuántos terremotos más podían pasarme en el transcurso de unos pocos días?

¿Qué tal lo que me pasó a continuación?

Era domingo. Me había pasado el fin de semana en un estado de absoluto muermo y completa soledad. Supongo que en esos momentos es cuando se necesita más que nunca a la familia, ¿no? Como mi familia se reducía a un solo individuo, era inevitable que le llamase muy entrado el día.

—¿Qué haces, papá? —pregunté.

—Nada, estoy encendiendo una barbacoa.

—¿Una barbacoa?

—Sí, lo sé, tiene gracia, ¿eh? Estoy aprendiendo algunas cositas nuevas en mi vejez. ¿Te apetece venir a comer una salchicha quemada?

—Vale —dije.

Recibí mi primer choque al entrar en la casa. Tuve la sensación de hallarme en un plato de Changing Rooms

[22]. El florido papel pintado que se había aferrado a las paredes había desaparecido. Al igual que el tresillo raído, el diminuto televisor y el mueble para televisión chapado en pino.

Ahora las paredes presentaban un apenas perceptible tono beis. Dos enormes y mullidos sofás en otro tono de beis, pero complementario, descansaban sobre la nueva alfombra. Que también era beis. En la esquina había un televisor con una enorme pantalla del tamaño de un campo de fútbol. Casi esperaba a que el imbécil de Llewelyn-Bowen

[23] surgiera de un salto de detrás del sofá, me diera una palmadita en el hombro y me preguntara lo que me parecía.

«Caray» fue todo lo que pude decir cuando Mitzy me hizo pasar a la habitación.

—Oh, no te gusta, ¿verdad? —dijo, con gesto abatido.

La verdad es que no quería que me gustase. Había cogido el salón familiar de mi padre —mi salón familiar— y lo había transformado en... algo realmente espectacular.

—No, me parece fantástico —respondí—. Lo que pasa es que me ha pillado por sorpresa.

—Me alegro mucho. Me preocupaba tanto lo que ibas a pensar. Tu padre no quería cambiar nada, pero todo tenía un aspecto tan...

¿Cochambroso? ¿Cutre? ¿Como un miserable piso de soltero?

Era demasiado diplomática para decir algo así. En su lugar optó por:

—Pensé que le vendría bien un lavado de cara.

Como con todas las cosas relacionadas con Mitzy, tenía sentimientos encontrados. Odiaba la manera en que se había metido en nuestras vidas y puesto todo patas arriba con sus grandes dotes culinarias y su gusto impecable por el beis. Pero no quería ser negativa. A lo largo del pasado año me había esforzado para llevarme bien con ella. No había hecho las paces exactamente. Se trataba más bien de una tregua provisional. Mi padre y ella habían ayudado al no volver a mencionar la palabra que empieza por «M». Tal vez vivieran como un matrimonio, pero no habían mostrado la menor intención de hacerlo oficial.

Mitzy me condujo hasta la cocina para ofrecerme algo de beber. Abrió la nevera, que durante años no había contenido más que una botella de leche y un trozo de queso y que ahora rebosaba de suculentos productos frescos. Me dio una lata de coca-cola light y observamos a papá por la ventana. En realidad no podíamos ver a mi padre: sólo su mano mientras apartaba espesas nubes de humo negro.

—No me puedo creer que hayas conseguido que haga una barbacoa —dije.

—Uy, le encanta. Creo que se ha despertado en él el instinto de hombre de las cavernas.

—No parece que le esté encantando. Parece más bien que se está asfixiando.

Procuré decirlo como una chanza y para que no pareciera lo que pensaba en realidad, es decir: «Mira lo que tiene que aguantar este pobre hombre sólo para que tú puedas vivir el sueño suburbano». ¿Lo veis? Estaba madurando. No habría sido ni la mitad de diplomática un año atrás.

Mitzy empezó a trocear verduras para la ensalada.

—Bueno... ¿Has conocido a alguien interesante últimamente? —preguntó. Siempre preguntaba lo mismo.

—No, he estado demasiado ocupada para esas cosas.

Le solté mi respuesta estándar lo más desenfadada que pude. En los últimos meses había salido a tomar unas copas de mierda con unos tíos de mierda. No es la típica conversación más oportuna para una charla intrascendente, ¿a que no?

—Bueno, eres joven. Tienes toda la vida por delante —dijo, poniendo fin a esta conversación como siempre hacía.

Cortó el pepino en perfectos dados y preguntó:

—¿Qué tal el trabajo? ¿Has depilado a alguna famosa últimamente?

—El trabajo va bien, gracias. —Con todas las molestias que se había tomado Mitzy para que yo acudiera al trabajo ese primer día, decidí que no podía decirle que mi trabajo ya era agua pasada—. Aunque creo que no me queda mucho tiempo allí —añadí, abonando el terreno para cuando les contara la verdad—. El negocio va de capa caída.

—Vaya... Es una lástima.

Volvió a trocear las verduras. Fin de la charla intrascendente.

—Esas salchichas huelen a quemado que alimentan —dijo al fin—. ¿Comemos fuera?

La comida resultó deliciosa. Las salchichas tenían un crujiente color negro, pero la selección de Mitzy de cuatro exquisitas ensaladas y dos botellas de vino blanco muy frío lo compensaron con creces. Y por primera vez, mi padre estaba relajado —para ser honesta, quizá porque yo también lo estaba—. Al final del almuerzo, Mitzy entró en casa para preparar café. Me quedé con mi padre y juntos contemplamos la puesta de sol.

—Me gusta lo que ha hecho con el salón —dije.

Me miró con recelo. A pesar de que me estaba portando fenomenal, debía de estar esperando a que le segara la hierba bajo los pies.

—Es realmente... —busqué una palabra adecuada, digna de Llewelyn-Bowen, y se me ocurrió-... relajante.

—Se le da bien, ¿verdad? —dijo mi padre.

Observamos cómo el sol se ponía otro centímetro más.

—Hoy pareces feliz, Dayna.

—Sí... Lo estoy. Ha sido un fin de semana un poco raro... Pero termina bien.

Extendió la mano sobre la mesa y apretó la mía.

Mitzy apareció de nuevo con una bandeja llena de tazas de café.

—Porras, me he dejado los bombones de menta.

—Voy yo —me ofrecí, con ánimos de ser amable de repente.

—Gracias. He comprado Bendicks. Están en el armario junto a la nevera.

Me levanté de un salto y entré en casa corriendo como la perfecta hijastra.

Encontré los bombones sin mayor dificultad. Pero también encontré otra cosa. La caja se cayó del armario sobre la encimera de la cocina cuando saqué los bombones de la estantería. Era una caja de cartón sencilla y pequeña, sin ninguna etiqueta: no era el tipo de envase para guardar comida. Sintiendo curiosidad, levanté la tapa. Estaba llena de un montón de tarjetas blancas y duras. Y una letra impresa y florida anunciaba: «michael harris y suzy mitten tienen el placer de invitarle...» No leí el resto. Salté directamente a la fecha... Faltaban menos de seis meses. Saqué la invitación de arriba y observé la delicada hoja dorada en el ribete de la tarjeta: una patada con ribete dorado en el estómago.

Oí a mi padre a mis espaldas.

—¿Los has encontrado?

Me di media vuelta y le miré; mi padre reparó en lo que tenía en la mano.

—Verás, íbamos a contártelo, cariño.

—¿De veras? —escupí—. ¿Cuándo exactamente?

—Ahora mismo. Mientras tomábamos el café. Dayna, ¿a dónde vas? ¡Dayna...!

Fuese lo que fuese lo que dijo a continuación, se ahogó con el ruido del portazo de la puerta de entrada.