El número 1
Simon. El número uno, al menos cronológicamente. Mi primera relación seria y mi primer gran amor. Claro que había salido con chicos antes, pero nunca duraron mucho. Jamás había tenido una relación del tipo «¡Increíble, llevamos juntos ya un año/mes/ semana!».
Pero esta vez era amor con mayúsculas. Era el chico con quien sin duda celebraría un aniversario (de cualquier duración, no importa), el chico con quien me iría de vacaciones, el chico con quien decididamente lo haría. Era el destino. A ver, ¿cuál era la probabilidad exacta de que los dos únicos vírgenes de diecisiete años de todo Londres se gustaran y se lo montaran juntos? Estaba escrito, era evidente. Bueno, eso fue lo que me dije en aquel momento.
Me resistí un tiempo, pero no mucho. Consideraba que la virginidad, al contrario de mi cartel dedicado y de una edición limitada de los *NSYNC, no era algo digno de guardar para la posteridad.
Nuestra primera vez fue una experiencia hermosa y profundamente espiritual, envueltos en la fragancia de miles de velas sobre un lecho formado por un millón de pétalos de rosa...
No, no, no. Empezaré de nuevo. Nuestra primera vez fue una mierda, en dos palabras.
Era 1997. Él seguía viviendo con sus padres. Habían salido y nos pusimos a ello con cierta premura —o más bien pánico, a decir verdad—, porque no sabíamos cuánto tiempo teníamos antes de que volviesen a casa. Fue una tontería preocuparnos. Lo que había estado preservando durante diecisiete años y once meses desapareció en treinta segundos. En el segundo treinta y uno, Simon se giró y dio un puñetazo en el aire de una manera muy poco discreta.
¿Yo? Me quedé pasmada.
Pasmada como diciendo: «¿Eso fue todo?»
La mayoría de mis amigas, incluida Emily, llevaban haciéndolo varios años ya. «Es increíble», me había comentado al poco tiempo de haberlo hecho por primera vez. «Es como un martillazo en el estómago y de pronto sientes como un cosquilleo electrizante que te sube por la espalda hasta el cerebro». Pensé que la primera vez había de ser diferente para cada persona. Al menos, eso esperaba. Si había martillazos y sensaciones extrañas recorriéndote la espalda, yo también quería apuntarme.
Decidí callarme y fingí disfrutar de los placeres del sexo tanto como él para no parecer un bicho raro. Lo cual es, supongo, lo que haces cuando eres joven y bastante estúpida. Y si eres tan joven y tan estúpida como lo era yo en aquellos tiempos, pues se te escapan todas las señales de alarma, ¿no?
Emily y yo abandonamos el colegio al acabar la educación secundaria obligatoria y decidimos tomarnos lo que suele llamarse un año sabático. Ya sé que para la mayoría de los chavales eso significa embarcarse en un viaje por Sudamérica que les cambiará la vida, antes de ponerse a estudiar cosas sesudas en la universidad. Para Emily y para mí, se trataba de un verdadero año sabático, en el sentido bíblico, vamos un año para no dar un palo al agua.
En fin, no hice caso a las advertencias y me tiré de cabeza al mar de la ociosidad. Y allí conocí a Simon.
En aquellos tiempos, cuando conocía a un chico y me gustaba, tenía que ser mío. Entonces, después de perseguirle —a veces durante meses— y conseguir al final que me invitara a salir, se acababa todo. Ya no me atraía. Por lo visto, lo que me excitaba era el juego de la seducción.
Simon era diferente. Tenía el pelo negro y unos penetrantes ojos azules. Tenía esa pinta de semental italiano, pero sin el lado aceitoso. Era guapo, sí, pero era más que eso. Lo supe en cuanto logré que me invitara a tomar una copa mediante una brillante, sutil y psicológicamente ingeniosa técnica para ligar: le pedí que me invitara a una copa. Siguieron rápidamente otras citas y ya me había enganchado.
Debajo de toda esa virilidad, era muy dulce. De hecho, si yo no le hubiese pedido que me invitara a una copa, probablemente no habríamos salido juntos porque era muy cortado con las chicas. Y eso lo hacía todavía más entrañable. Era cariñoso y generoso, siempre me hacía pequeños regalos. Pequeñas cositas porque no era rico, que se diga, pero, oye, ¿puede una chica cansarse de tener peluches? Muchos peluches. Cuando rompimos, muchas fábricas de peluches acabaron quebrando en China.
Cuando llevábamos ya un mes saliendo, se superó a sí mismo. Para mis dieciocho años me regaló el equivalente en peluche al diamante de Liz Taylor: un enorme osito rosa. Solía descansar al final de mi cama, haciendo que toda la habitación brillara como una puesta de sol de tarjeta postal. Era muy grande, muy rosa y muy, muy...
Dios santo, ese osito me daba náuseas. Yo no era del tipo de chica a la que le fueran los peluches rosas, pero decirle la verdad habría hecho añicos la ilusión que tenía de creer que lo era, así que me callé. E intenté no mirar con demasiada melancolía el último modelo ultrafino de Nokia que codiciaba cada vez que pasábamos delante de una tienda Carphone Warehouse.
Peluches aparte, Simon cumplía todos los requisitos. Era guapísimo, cariñoso, divertido y —esto le daba doble puntuación y una estrella de oro— tenía coche. Para una adolescente acostumbrada a congelarse haciendo cola para coger el autobús nocturno o suplicar a su padre para que le pagara un taxi, un novio-con-coche suponía una enorme ventaja. El ruidoso tintineo del juego de llaves de un coche puede transformar al tío más tonto y bizco en Johnny Depp.
El coche de Simon era un montón de chatarra cuando se lo regaló su jefe. No fue un acto de generosidad. Un cliente lo había abandonado en el garaje donde trabajaba y su jefe era demasiado tacaño como para llevarlo al desguace. Simon se puso a trabajar en él como si fuera Dick Van Dyke. De acuerdo, no volaba como el coche de Chitty Chitty Bang Bang, pero la metamorfosis fue casi comparable.
Las primeras semanas de nuestra relación, casi viví en el coche de Simon. Al no tener trabajo —y por lo tanto no tener un duro—, me convertí en la única indigente de Londres con chófer. Me llevaba a todas partes: de compras, al dentista, a cafés y discotecas...
Pero ¿por cuánto tiempo se puede vivir de juerga sin pensar siquiera un poco en el futuro? A mí me parecía genial, pero mi padre dijo que se tenía que acabar. En nuestra casa sólo había lugar para una persona pobre, sin estudios y sin carrera profesional, y ésa era él.
Mientras me ponía nerviosa, preguntándome si mis tres asignaturas de secundaria serían suficientes para estudiar Medicina, Emily, mi amiga sin trabajo que no daba ni palo al agua, tomó una decisión. Decidió apuntarse a una escuela de estética. Aquello me dejó alucinada porque siempre había sido algo hippy —comía fruta de cultivo ecológico y llevaba esas pulseras de colorines hechas con hilos trenzados—. Por lo que a Emily respectaba, lo natural siempre era lo mejor, así que una escuela de estética parecía algo vanidoso viniendo de ella.
En retrospectiva, no debió de sorprenderme. No llevaba la dieta vegetariana a rajatabla, veinticuatro horas al día y siete días a la semana. Los domingos por la mañana se daba un respiro cuando su madre nos preparaba bocadillos de beicon para aliviar nuestra resaca. Y cuando decía que ojalá palestinos e israelíes dejaran de enfrentarse, sólo era porque deseaba ir a un campamento de verano judío con nuestra amiga Elise sin temer que las bombardearan. No es que no tuviese principios, sólo que tenía dieciocho años.
—No tiene nada de malo que una mujer vaya de vez en cuando a un salón de belleza para ponerse guapa, Dayna —me comentó cuando salió el tema por primera vez—. La belleza no es más que un aspecto de la liberación de la mujer.
¡Claro, qué tonta soy!
—Tomaremos el relevo de todas aquellas valientes mujeres que arriesgaron su vida en la lucha por la igualdad de sexos —explicó.
—¿Como quién? —pregunté.
—Eso no importa. El que no recordemos sus nombres no significa que no sean algunas de las personas más importantes de la Historia. Mira el tipo que inventó la rueda. ¿Quién recuerda su nombre?
Animada por sus palabras, reflexioné largo y tendido sobre todas las alternativas que se me ofrecían y llegué a la conclusión de que no tenía ninguna. Eso lo decidió todo: la acompañaría para aprender a depilar cejas y —al igual que el inventor de la rueda— contribuiría a hacer un mundo mejor.
El año sabático había concluido.
El día que empecé en la Escuela de Estética Holstein, en pleno corazón del emocionante y moderno barrio londinense de West End, fue el día más feliz de mi padre porque también ganó quinientas libras en una apuesta de veinte a uno en las carreras de Doncaster. Decidió que desde luego las cosas iban mejor. No sabía ni la mitad.
Mientras Emily y yo nos estábamos matriculando en la academia de estética, Simon también daba un giro a su vida. Abandonó su idea de convertirse en el mejor mecánico del mundo y se buscó un empleo en un hotel de cinco estrellas que, como no tengo la menor gana de que los matones de su servicio jurídico me demanden, llamaré «el Hotel». Ya sabéis a cuál me refiero. Tiene un enorme toldo encima de la entrada y una rotonda de gravilla. De acuerdo, sólo la gente superforrada puede alojarse allí, pero no somos ningunas resentidas. Nos consolamos sabiendo que al menos teníamos la posibilidad de conocer muy de cerca la rotonda de gravilla. Aquello en sí era impresionante. Muy pedregoso.
Simon era botones. Las propinas eran increíbles y compensaban con creces el hecho de que no estuviera aprendiendo ningún oficio y de que se hubiera ido al garete toda posibilidad de desarrollar una carrera profesional en algo que contuviese las palabras «Mundial» y «Mejor». Pero ¿qué más da si ganas más de sesenta libras al día sólo con las propinas? Ésa era su postura y yo le apoyaba plenamente.
Aprendió muy rápido. Y no sólo a llevar un desayuno inglés completo desde la cocina hasta la séptima planta antes de que se enfriara la tostada. Los árabes y los yanquis eran, por lo visto, los que dejaban las propinas más generosas y Simon tenía un olfato de sabueso para localizarlos. Hacía la pelota a quien tomaba los pedidos en su turno de trabajo y se aseguraba de que le daban las buenas habitaciones y evitaba a los ratas. Decía que los alemanes eran los más agarrados, lo cual es otra cosa más que podemos echarles en cara, supongo.
Entre tanto, Emily seguía en su proceso de liberación femenina. La academia de estética no era más que la primera fase. La segunda consistía en buscar un sitio donde vivir, lo cual, considerando que ni de broma podía pagarse algo para ella sola, significaba compartir. Apenas hubo pronunciado las palabras «Dayna, creo que deberíamos buscarnos un piso», un apartamento nos cayó del cielo. Nuestra amiga Elise vivía en él con su novio, pero decidieron irse a vivir al sur (del río, se entiende, aunque Tulse Hill bien podría haber sido Sudamérica considerando lo poco que la vimos después de que se marchara).
—¿Y cómo coño vamos a pagarlo?
—Te preocupas demasiado, Dayna. Ya nos las apañaremos de alguna manera.
Eso era típico de Emily. Funcionaba a base del principio «ya nos las apañaremos como sea» y, como fuera, las cosas siempre, salían. La mayoría de las veces, sospecho, porque se trataba del principio «ya nos las apañaremos» y no «me las apañaré». Nunca se metía en nada sola y siempre liaba a alguien —por ejemplo a mí— para que la acompañara en sus aventuras.
Mi padre, que todavía seguía con la euforia de sus ganancias, cedió ante mi chantaje emocional y contribuyó a la fianza. (Resultaba increíble que a los dieciocho años de edad yo siguiera empleando la frase «yo no pedí venir al mundo» y más increíble todavía que funcionara). El apartamento ya era nuestro. Era precioso. Dos dormitorios amplios y luminosos y un enorme jardín orientado al sur. De acuerdo, estábamos en la primera planta y no teníamos acceso al jardín, pero teníamos una vista magnífica desde la ventana de la cocina.
Como había vivido con mi padre cada minuto de mis dieciocho años, ocho meses y dos semanas de existencia en el planeta Tierra, el día que al final me fui de casa el hombre estaba realmente muy emocionado, aunque sobre todo era porque acababa de ganar veinte mil libras en una quiniela de fútbol.
Mi perfecto novio perfecto (seguía ignorando lo que eran martillazos en el estómago y electrizantes cosquilleos por la espalda) se ofreció a dedicar parte de sus propinas en el alquiler de una furgoneta para la mudanza, lo cual fue todo un detalle. Teníamos tan pocas cosas que no me parecía que necesitáramos realmente una furgoneta. Después me acordé del gigantesco osito de peluche rosa y acepté. Llenó casi la totalidad de la parte trasera; el resto de mis enseres y los de Emily cupieron en el hueco entre sus patas.
—Vaya mierda que escuchas —dijo Simon, riéndose, mientras soltaba en el suelo del salón de mi nuevo hogar la caja con mis cedes de Boyzone y los Backstreet Boys—. Bueno, ya está todo. Tengo que ir a dejar la furgoneta. Pero antes de marcharme, tengo una cosita para ti —me dijo, con un súbito ataque de timidez.
—¿Qué es? —pregunté, emocionada. Y nerviosa. (Vamos a ver, se trataba de Simon, no hay que olvidarlo. Podía tratarse de otro peluche).
Buscó en el bolsillo de sus vaqueros y sacó un enorme fajo de billetes —trescientas libras en billetes de veinte enrollados— y me los puso en la mano.
—¡Simon! —exclamé—. No puedo aceptarlo. No voy a vivir a tu costa.
Simon siempre había pagado casi todo, pero sólo porque yo no podía. Las cosas iban a cambiar. Ahora yo era una mujer independiente e iba a mantenerme yo sólita.
—Claro que no me vas a gorronear —respondió Simon—. Sólo es para alguna emergencia. Mira, ya sé que la vida no ha sido... eh... fácil para ti —empezó a farfullar—. Criándote sin una madre y todo eso... Pero yo... sólo quiero que tú, ya sabes... Yo, pues... Estoy aquí y todo eso.
Vale, en cuanto a discursos se refiere, no era exactamente Russell Crowe dirigiéndose a sus tropas al principio de Gladiator. Sin embargo, eran las palabras más dulces que había oído jamás. Sabía que era alto y fuerte, y ahora me estaba mostrando que se preocupaba por mí. Se preocupaba de verdad. Lo noté en sus dedos cuando cerró mi mano sobre el dinero. Suena cursi pero es cierto: en ese momento casi me desvanecí.
Y eso mismo hizo él: desvanecerse. Me dio un beso y se largó para devolver la furgoneta.
A los treinta segundos más o menos estaba de vuelta.
—Te has olvidado de algo —dijo.
—¿Qué? —pregunté.
—El señor Rosa.
Dio un paso de lado para descubrir el peluche a su lado en el rellano.
—Genial —sonreí. «Mierda», pensé.
Había tenido la esperanza silenciosa de que el señor Rosa —bautizado así por Simon en homenaje al sórdido personaje de Reservoir Dogs— de que se hubiese quedado olvidado en la parte trasera de la furgoneta. Pero después, por supuesto, me tiré de los pelos por ser tan mala gente. ¿Cómo podía pensar algo así después de que me hubiese demostrado ser el hombre más bueno y sensible quizás de toda la Historia?
Hablaba en serio cuando dije lo de mantenerme yo solita. De ninguna manera pensaba depender de Simon y de sus limosnas. Era una mujer independiente. Lo mismo que Emily. Estábamos juntas en esto. Juntas pero no revueltas.
Emily había empezado a salir con Max por aquel entonces. Trabajaba en la City. En algo de seguros. No tenía muy claro a qué se dedicaba exactamente, ni tampoco Emily, pero ganaba más dinero en un minuto que Simon en todo un día de propinas. Así que Emily bien podría haber vivido como una reina durante sus estudios, dejando que su novio pagara todas las facturas, pero se mantuvo en sus trece.
—Sí, tenemos que encontrar un curro —asintió, cuando se lo planteé.
Lo encontramos en Fasta Pasta, un restaurante italiano en High Street, donde nos contrataron como camareras a media jornada. El sueldo no era para tirar cohetes, pero estábamos decididas a salir adelante sin la ayuda de nadie, aunque teníamos la gran suerte de tener ambas unos novios que estaban forrados.
Pero lo importante es intentarlo, ¿no es cierto? Trabajamos muy duro en ese restaurante y no fue culpa nuestra que el dinero apenas alcanzara para pagar el alquiler. Al menos teníamos un gran corazón —y ¿no lo agradecerán los cirujanos si alguna vez tienen que abrirnos el pecho para operarnos?
Así que ahí me veis: trabajando como una bestia sirviendo pasta, yendo a la academia de estética que, contra todo pronóstico, era algo que empezaba a disfrutar y viendo a Simon en los escasos minutos libres que ambos teníamos. La vida era guay.
Pero no lo era.
Sólo que yo todavía no lo sabía.
Mi padre celebró como un poseso el día que saqué sobresaliente en mis exámenes del primer trimestre, sobre todo porque volvió a casa con cuatro mil quinientas libras tras haber apostado por cuatro caballos ganadores en las carreras de Kempton.
¿Os he contado ya que Simon es un tío muy alto? Un metro noventa, para ser exactos. No tiene mayor importancia, salvo que gracias a su enorme estatura consiguió un trabajo fijo como portero de discoteca. Los sábados por la noche que libraba en el Hotel, trabajaba de gorila en un garito en Stockwell llamado El Garaje. Al estar Simon en la puerta, Emily y yo solíamos entrar gratis. A pesar de la pésima fama del local debido a sus navajeos continuos, no estaba tan mal. La música sonaba muy alta y la gente era guay.
De hecho, dadas las fuertes medidas de seguridad en la puerta, no entendía cómo era posible que colgados con navajas siempre lograran colarse dentro. Simon me explicó una vez que los porteros hacían la vista gorda: «Deja pasar a los colgados con navajas y los verdaderos colgados con pistolas se mantendrán al margen». Yo no estaba tan segura. A mí me parecía que los porteros estaban tan pendientes de decidir qué chicas de la cola iban lo bastante desnudas como para dejarlas pasar que no se fijaban en los perturbados armados que se abrían paso a la fuerza. Aunque debo reconocer que en todo el tiempo que pasé allí, nunca vi una sola pistola, así que tal vez su ingenioso plan funcionaba.
Como yo tenía mi propia casa y él seguía viviendo con sus padres, Simon solía quedarse a dormir a menudo. Eso significaba que follábamos mucho. Y claro, la práctica hace al maestro, ¿verdad?
Pues en nuestro caso, no. Practicábamos mucho, desde luego, pero en el balance entre cantidad y calidad, ganó la cantidad con creces. Dos veces al día, seis días a la semana, para ser exactos. Pero mientras yo todavía me quedaba satisfecha a medias, Simon se lo pasaba bomba y empecé a preocuparme muy en serio. ¿Qué coño pasaba conmigo?
No tenía ninguna experiencia anterior en la que apoyarme, pero algo me decía que algo fallaba en nuestro modo de hacerlo. Un beso, manitas, ñaca ñaca, visto y no visto, muchas gracias y sonrisita de placer. Para Simon, claro, no para mí. ¿De verdad que eso era todo?
Intenté hablar de ello con Emily. Saqué el tema, no sin vacilar, una noche que estábamos viendo Ally McBeal.
—¿Crees que nos cansaremos algún día de follar? —pregunté, intentando poner el énfasis donde daba lugar.
—No, por Dios. ¿Por qué íbamos a cansarnos?
Me encogí de hombros de un modo que no pretendía expresar absolutamente nada.
—Bueno, tal vez —añadió tras pensárselo un poco más—. Ya sabes, cuando seamos viejas, con cuarenta años o así. Quizá para entonces se nos haga un poco, pues... aburrido.
Entonces cambié de tema. Emily acababa de reforzar lo que yo ya sabía: todo el mundo lo hacía continuamente y se lo pasaba de miedo. Yo era un bicho raro.
Incluso mi padre follaba a gusto... Puaj, ¡qué asco!
No es que yo quisiera fijarme en ello, pero resultaba imposible obviarlo. A lo largo de los años, mi padre había tenido un montón de novias. ¿Y por qué no? Me alegraba por él, de verdad.
Cuando mi madre murió, pasó mucho tiempo antes de que empezara a relacionarse con los demás. Su muerte nos destrozó a los dos, pero en momentos diferentes. Yo sólo tenía cuatro años cuando se convirtió en un ángel. (Eso fue lo me que contaron entonces y eso es lo que es, ¿vale?). El verdadero dolor —que me arrolló como un tren— llegó años más tarde. Recuerdo que estaba en casa de Emily observándola junto a su madre, comportándose sencillamente como madre e hija: hablaban, se reían y discutían. Al contemplarlas, sentí una enorme tristeza oprimiéndome el pecho. Sólo podía pensar en lo que yo jamás tendría.
Después de aquello, durante una época, lo único que veía, adonde quisiera que fuera, era a madres e hijas juntas —como si nunca fueran a ninguna parte la una sin la otra— y me sumí en una depresión, una mezcla de resentimiento hacia ellas y tristeza por mí misma. Y, dado que era la típica adolescente, egocéntrica y con las hormonas revueltas, no me paré a pensar ni por un segundo en lo difícil que había sido todo para mi padre desde la muerte de mi madre.
Y fue muy duro para él. Tuvo que obligarse a superar su dolor y volver al trabajo porque tenía que sacar adelante a una hija de cuatro años. No debió de ser nada fácil. Y cuando por fin empezaba a levantar cabeza, allá voy yo y me convierto en un monstruo adolescente.
Con el tiempo el acné se me quitó y lo que tenía en la cabeza también. Nunca se superan ese tipo de sentimientos, pero aprendes a vivir con ellos. Y, después de haberle hecho la vida imposible a mi padre, decidí no tenerle envidia por divertirse, tanto si era con chicas o con el juego.
—Un año entero, Dayna —arrulló Simon—. ¿Te lo puedes creer?
Negué con la cabeza y sonreí mientras me acariciaba la mano al otro lado de la mesa. No, no me lo podía creer. Nunca le había oído arrullar antes. Y tampoco podía creerme que lleváramos saliendo ya un año.
Celebramos nuestro aniversario como auténticos adolescentes: viendo una peli y luego yendo a cenar algo. Fuimos a ver Spiceworld; la elegí yo y Simon no se quejó ni una sola vez. ¿Qué tiene eso de especial? Mientras estaba sentada en aquel restaurante italiano más tarde, estaba totalmente embobada. Se trataba de uno de esos lugares donde te sirven todo con una espesa salsa y hay que tumbar el descomunal molinillo de pimiento. No me importó lo más mínimo que la salsa de mi ternera estuviera un poco pegajosa. Bien podría haber sido pegamento y me habría importado un bledo porque tenía a Simon a mi lado.
Vale, el sexo no incendiaba el mundo, ni siquiera lo hacía arder sin llamas, pero el sexo no lo era todo. Tal vez me estaba haciendo mayor y sentaba por fin la cabeza. O tal vez Simon era sencillamente muy, muy especial. Sentada frente a él, con una copa y media de vino Frascati barato encima, decidí que Simon era sin duda increíblemente especial.
—Creo que soy superafortunado —dijo.
«Yo también», pensé.
—¿Por qué? —pregunté.
—Por ti —farfulló.
Simon no solía ponerse sentimental y en las contadas ocasiones que lo hacía, farfullaba.
—¿Y por qué por mí? —insistí, deseando desesperadamente que me dijera algo muy bonito sobre mí.
—Ya sabes —continuó, farfullando cada vez más.
—No, no lo sé —respondí.
—Ya sabes... Es como... Ya lo sabes...
Negué con la cabeza.
—Es como... Te qui...
—¿Parmigiano, signorina?
Levanté los ojos hacia el camarero que sujetaba el rallador de queso sobre mi plato. El momento mágico se había ido al garete. Pero no importaba. Todo estaba bien. Porque Simon había mascullado «te quiero» clarísimamente y era evidente que habría completado la frase con la palabra «quiero».
A mí, Dayna Harris.
Y mientras el camarero esparcía queso apestoso sobre mi pegamento —mi comida, quiero decir—, dirigí a Simon la sonrisa más dulce de la que era capaz, porque yo también le quería.
Una hora más tarde, me hallaba en su coche, borracha de amor y de vino Frascati barato. Simon se volvió hacia los asientos de atrás y yo también. Lo que vi hizo que me sobresaltara: algo enorme con forma de cuerpo, cubierto por una manta.
—¿Qué coño es eso? —pregunté, asustada.
—Es para ti —respondió, con una sonrisa tímida—. Tu regalo de aniversario.
Alargó la mano y arrancó la manta que cubría posiblemente el mayor y más azul osito de peluche del mundo.
Dios mío. Otro no.
—Ah... —fue todo lo que pude decir.
—La señorita Azul —anunció—. Al señor Rosa se le veía muy solo, así que pensé que tal vez aceptara convertirse en la señora Rosa o algo parecido.
Y por un momento fugaz y demencial, pensé que se trataba de una propuesta de matrimonio.
—La compré en Argos, así que supongo que eso hace de ella una novia de catálogo —bromeó, riéndose a carcajada limpia.
Fue inteligente por su parte porque, además de tener su gracia, se aseguraba de que no le malinterpretara y pensara que me estaba proponiendo matrimonio o alguna tontería de ésas.
El día que me llegó la información que me hundiría en la miseria con ganas de suicidarme, a mi padre le importó un pimiento porque acababa de ganar doscientas siete mil seiscientos treinta y una libras en una apuesta múltiple de siete carreras.
Ocurrió el sábado por la mañana después de nuestra cena de aniversario. Simon se había quedado a dormir, pero se había levantado a las seis para ir a trabajar al Hotel y me dejó sola con el señor Rosa y su novia. Tras marcharse, me di media vuelta y me quedé dormida. Pero a la media hora, me despertó una llamada de teléfono. Era mi padre para contarme lo que había ganado. Sabía que era temprano, pero no podía aguantar más. Por supuesto me alegré muchísimo por él. Había llegado con una libra y se había marchado al cabo de siete carreras con doscientas siete mil seiscientas treinta y una.
¡Doscientas siete mil seiscientas treinta y una libras!
¡Libres de impuestos!
La leche.
Mi padre era electricista, pero su segundo trabajo era el juego. Jugar nunca representaba ningún problema. Ganaba un poco y perdía un poco, siempre conseguía mantenerse a flote. Pero luego se puso a ganar un poco más, y un poco más. Empezó con las quinientas libras que ganó el día que empecé en la academia de estética y acabó con más de doscientas mil libras. Era el mayor golpe de suerte de toda su vida.
—¡Vamos a festejarlo! —dijo, emocionado—. Voy a dar una fiesta esta noche en el Lancaster. A las ocho.
—Vaya, en principio me toca trabajar... —contesté. Pero a la mierda. ¿Cuántas veces gana tu padre doscientas mil libras?—. A las ocho, cuenta conmigo —asentí.
En cuanto colgué el teléfono, desperté a Emily. No se puso muy contenta. Había estado en el Garaje la noche anterior y no había vuelto hasta las cuatro de la madrugada. Pero era tan maja que se esforzó por mostrarse tan entusiasmada como yo mientras la obligaba a vestirse y la llevaba a rastras al bar de enfrente.
Era nuestra costumbre de los sábados por la mañana: desayunar en el bar. Por regla general, debido a nuestra habitual falta de dinero, nos limitábamos a las alubias con salsa de tomate y una tostada. Sin embargo, aquel sábado, invitaba yo. ¡Ahora tenía un padre rico! Y pedí el desayuno completo: dos enormes platos llenos de beicon, salchichas, tomate, champiñón, huevo frito, patatas paja y pan frito. Una nutritiva y equilibrada mezcla de grasas normales, saturadas y sanísimos pegotes de los restos de grasa de la sartén de la víspera.
¿Cómo se me ocurría comprarle a una vegetariana un enorme plato de grasa de cerdo? Bueno, pues para aquel entonces hacía meses que había salido del armario de los carnívoros. Al mes de mudarse a nuestro apartamento, hicimos nuestra primera gran compra en serio en el supermercado Asda y me fue imposible arrancarla de la carnicería. Las salsas a base de tomate y las berenjenas están muy bien pero ya no tenía a mano una madre que se las preparara; por lo tanto, optó por las salchichas listas para asar o las hamburguesas. Una chica tiene que comer, ¿no?
Pero ese sábado, permaneció sentada en el bar jugueteando con la comida con desgana. Lo achaqué al cansancio y seguí parloteando, dale que te pego, haciendo alarde de mis conocimientos acerca de las probabilidades de ganar en las apuestas, antes de llevar la conversación con toda naturalidad hacia la cuestión del amor verdadero.
—Nunca me imaginé que conocería a un tío con el que me sentiría tan feliz —dije, con voz soñadora—. Pero feliz de verdad, ¿sabes?. Es maravilloso, ¿no te parece?
—Por favor —refunfuñó Emily.
—¿Qué pasa? ¿Qué he dicho? —pregunté, extrañada y también, es cierto, un poco dolida.
—Nada... Anoche fue una noche muy movida. Tengo la cabeza como un bombo. No estoy de humor.
—¿Te pasa algo? —pregunté, sintiéndome muy incómoda. Emily no solía ser irascible—. ¿Tiene que ver con la academia?
Sé que lo de la escuela de estética había sido idea suya y que casi tuvo que llevarme allí a rastras el primer día de clase, pero últimamente iba perdiendo el interés. Creo que iba cayendo en la cuenta de que una vida entera dedicada a exfoliar y depilar a la gente no iba a contribuir a convertir el planeta en un mundo mejor, aunque lo dejara muy suavecito y con menos vello, eso sí.
Pero contestó:
—No, no tiene que ver con la academia.
—¿Con el dinero? —pregunté—. Seguro que mi padre me da algo ahora. No me importa compartirlo. Puedes devolvérmelo cuando seas rica. Ya sabes, después de que te hayas ido a África para hacer a esas pobres mujeres somalíes la liberadora cera de cuerpo entero, que les cambiará la vida y que todas han estado esperando.
Normalmente tomarle un poco el pelo solía cambiarle el humor a Emily. Sin embargo, esa mañana, no.
En cambio, me dirigió una mirada que no auguraba nada bueno.
—Mira, Dayna, no sé cómo decirte esto pero... Tienes que hablar con Simon.
—¿De qué?
No contestó. Sólo apartó el plato, me cogió la mano y me la apretó con fuerza. (Eso siempre se le ha dado muy bien).
—¿Qué pasa? —susurré, ahora realmente asustada.
—Me siento muy mal con todo esto, Dayna... Pero si tu descubrieras que Max había estado... no sé... metido en algo, me lo dirías, ¿verdad?
Asentí, con mal cuerpo, ahora temiéndome lo peor.
Escuché a Emily mientras me soltaba la verdad. Tardó un rato porque Simon no sólo había estado metido en algo. Había estado metido en muchas cosas —y esencialmente en todo lo que llevara falda—. Y lo peor es que todo el mundo lo sabía. Todo el mundo menos yo, claro, y hasta anoche menos Emily. Lo descubrió por casualidad en —¿dónde iba a ser?— el baño de las chicas.
Había ido al servicio y había terminado de mear cuando —¡mierda!— se dio cuenta de que no había papel higiénico. ¿A que es cabreante cuando eso ocurre? En fin, se lo estuvo pensando un buen rato: ¿esperaba a secarse al aire o utilizaba el interior de la manga de su camisa? Las situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas, ¿no? Las cosas se complicaron aún más cuando apareció una tercera opción: en el suelo yacía un pequeño trozo de papel higiénico pisoteado. Aunque posiblemente estuviera hasta arriba de gérmenes, no dejaba de ser papel higiénico.
Mientras se lo pensaba, dos chicas entraron en el aseo y Emily escuchó como quien no quiere la cosa el cotilleo de las chicas delante del espejo. Una le contaba a la otra sobre un tío que se había tirado en el despacho del piso de arriba del local hacía una semana. «Se podía haber metido en un buen lío por abandonar la puerta, pero ¡no pudo resistir a mis encantos!», había presumido la chica. Le contó a su amiga que estaba hecha polvo porque el tío no estaba ahí esa noche y eso que le había prometido repetir la jugada. Comprendí que la razón por la que no estaba trabajando era porque había estado celebrando su aniversario conmigo y la jodida señorita Azul.
«Simon y Simona, ¿eh?», había concluido la chica antes de salir del aseo. «¡Debe de ser el destino!»
Sólo había un Simon en la puerta.
Emily se quedó de piedra. Sin pensarlo, se subió las bragas —triunfando la opción de secarse solo y al aire— y se puso a trabajar como la encantadora viejecita de Se ha escrito un crimen. Sabía que los porteros harían piña y no le dirían nada, así que los dejó de lado y se dirigió a otra fuente. Conocía al chivato ideal: Spinner
Estoy segura de que no es el nombre que le pusieron sus padres. Era el DJ residente del Garaje y estaba al tanto de todo lo que ocurría allí. Y sería incapaz de resistirse a Emily porque a) estaba loco por tirársela, y b) cuando estaba en su mesa de mezclas, se ponía hasta arriba y no podía dejar de hablar. Lo pilló en un descanso, le invitó a una cerveza y le dejó soltar el rollo.
Le contó que los porteros habían empezado un concurso genial: a ver quién se tiraba al mayor número de tías. Lo anularon al cabo de dos semanas porque Simon llevaba ya demasiada ventaja. Después, cuando Spinner acabó de exponerle un resumen con pelos y señales de las hazañas en el Garaje de mi bien amado, le dijo que Simon le había prometido que le conseguiría un turno en el Hotel. «Dice que ese sitio es como un paraíso para follar, tía», dijo con una mirada lasciva. «Para mí que es todo mentira, pero... Oye, espera un momento, ¿tú no eres superamiga de su novia?».
«Pues sí», admitió Emily.
«¡Joder, tía!». Cayó en la cuenta demasiado tarde. El código de silencio se había roto.
—Lo siento muchísimo —dijo Emily cuando terminó de contármelo.
No podía hablar. Me quedé mirando la comida, que ya se había quedado completamente helada.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Emily.
Simon lo negó todo al principio. Vino a casa esa tarde después del trabajo. Me puse a interrogarle como un agente de los servicios secretos de uno de esos países, de los que Emily siempre me decía que no comprara naranjas o lo que fuera, y al final, se derrumbó.
Fue una desilusión comprobar con qué facilidad se había venido abajo, a decir verdad. Un metro noventa con la constitución de un jugador de rugby y todo un calzonazos, encogiéndose en el sofá y buscando un cojín donde esconderse. No podía creer el poder que tenía sobre él... Aunque ahora que lo pienso, gritaba muy fuerte. Y también le golpeaba —repetidas veces y con bastante fuerza en el mismo punto de su brazo—. No me sorprendería que todavía a día de hoy tuviese un moratón allí mismo.
Cuando me tranquilicé lo suficiente como para dejarle meter baza, confesó de un tirón. Como si fuera un alivio quitarse ese peso de encima.
Había perdido la cuenta de las tías que se había tirado en el Hotel. La primera vez que ocurrió, fue con una francesa. Habitación 214. Simon se la había pillado porque sabía que un cliente habitual de Tejas, que daba grandes propinas, se había registrado en el hotel la víspera. Simon dijo que se había quedado pasmado cuando entró en la habitación y no encontró a ningún tejano sino a una mujer en la cama. Pero era un profesional y disimuló su decepción. Levantó la tapa de plata para descubrir el completo desayuno inglés y alegó que en ese preciso instante ella levantó la sábana para descubrir sus completos encantos franceses.
—No miento, te lo juro por lo que más quieras, ocurrió así —me suplicó que le creyera.
También pretendía que me creyera que la mujer entonces se levantó de la cama, atravesó la habitación y prácticamente le violó.
¿Por qué tipo de idiota me tomaba? Me puse como una fiera —evidentemente—, pero mientras le golpeaba en el brazo, me pregunté por qué estaba tan furiosa. ¿Porque tal vez no me estaba diciendo la verdad sobre cómo había pasado o porque había ocurrido en primer lugar? Y si de verdad había ocurrido de esa manera, ¿por qué sencillamente no se había negado?
Simon me explicó que ninguno de los demás mozos de habitaciones se había creído que aquello hubiera pasado pero, que aun así, a la mañana siguiente hubo una verdadera pelea por saber quién se llevaba la 214. Antoine, su mejor amigo, ganó la partida y consiguió una mamada por propina. La reputación de Simon estaba a salvo.
—A ver, corría el gran peligro de pasar por un capullo mentiroso.
Así fue como lo planteó.
Después de la francesita, parece ser que se abrió la veda. Hubo libanesas, brasileñas, italianas, alemanas...
Para terminar, me confesó que incluso le había tirado los tejos Kirsty, la norteamericana que vivía en el apartamento frente al mío. Me juró que se había negado porque no le parecía ético «cagarse en el rellano de su chica».
Alucinante, ¿verdad?
¡Y yo que pensaba que Kirsty era lesbiana! Es impresionante cómo pueden trastornar a una chica los tíos con pinta de niñatos guapos, pensé.
Pero enseguida me puse a reflexionar que tal vez fuera todo culpa mía. Quizá se vio obligado a salir a tirarse a cuantas más mujeres mejor y en todos los lugares posibles porque yo resultaba muy aburrida en la cama.
Mira tú. Me estaba culpando a mí misma.
Al final me hundí en el sofá y me quedé totalmente abotargada por la conmoción.
Había estado manteniendo innumerables relaciones sexuales que no significaban nada con cantidad de mujeres diferentes en un montón de lugares imprevisibles y eso, curiosamente, era su justificación: que habría sido muchísimo peor si me hubiese estado engañando con una sola chica porque habría significado que la chica le gustaba. Pero no, eran tantísimas que había perdido la cuenta. Y eso hacía que no importara nada.
Porque yo seguía siendo la Única.
¿Sabéis una cosa? Casi me convenció con eso.
—No significaron nada, Dayna —dijo, al notar cómo iba flaqueando—. Por favor, tienes que creer lo que te dije en el restaurante anoche, cuando te dije que... te quiero.
—Pero no me dijiste eso. Sólo dijiste: «Te qui...». ¿Qué es lo que «qui», Simon? Porque a mí no me quieres.
—Sí que te quiero. Te quiero de verdad, Dayna. —Me dirigió una mirada desesperada, ansioso por que le creyera—. Ninguna de ellas ha significado nada para mí —suplicó—. Sólo era sexo... Fue sólo algo que pasó.
Yo le amaba. Quería perdonarle. Pero cuando dijo lo de «sólo algo que pasó», me sacó de quicio. Lo siento mucho, pero nada ocurre así sin más. Las cosas pasan porque o hacemos que ocurran o dejamos que ocurran. Siempre, siempre podemos negarnos.
En ese instante, supe que ya no sería más mi novio. El amor era para los pringaos.
Entonces ¿por qué se me vino el mundo encima?
Por cierto, decidí no acudir a la fiesta de mi padre en el Lancaster aquella noche. Con el día que llevaba, creo que tenía una justificación bastante aceptable. Sin embargo, os aseguro que esa decisión me atormentó horrores después.
Si bien Simon y yo, al igual que los menos conocidos Boyzone, nos habíamos separado, la vida tenía que seguir. Y al menos, estaba la academia de estética.
Me encantaba ir a la escuela de belleza; fue algo que me produjo una enorme sorpresa cuando me di cuenta. En el colegio, sólo quería divertirme lo más que podía antes de dejarlo. Y sinceramente pensaba que eso mismo era lo que todos los demás hacían, hasta que todos los demás se fueron a estudiar Derecho o Física Nuclear o a comerse el mundo o lo que fuera.
Yo sólo me había apuntado a la academia de estética para hacerle compañía a Emily y para matar el tiempo, así que nadie se quedó más sorprendida que yo cuando descubrí que me gustaba de verdad.
La Escuela de Estética Holstein se encontraba en Wigmore Street, a unos minutos del Paraíso en la Tierra (también conocido como Selfridges
Emily y yo estábamos convencidas de que éramos las únicas chicas «normales» en el curso. Todas las demás —no había un solo tío— entraban en una de las dos categorías siguientes: los putones verbeneros y las princesitas del barrio judío. Las chicas judías iban porque a sus mamas les parecía muy divertido que sus princesitas tuviesen su propio salón de belleza. Los putones verbeneros iban simplemente porque les encantaba que les pintaran las uñas y con todos los adelantos en la tecnología de las extensiones, habría sido una locura perdérselo.
Algunas habían nacido para ser terapeutas de belleza. Pero había una que destacaba por encima de todas... ¡Yo! Sin coña, se me daba muy bien. Pensé que tenía que haber una primera vez para todo. Y me encantaba.
Ya sé lo que estáis pensando: «¡Ja!, sólo era un diploma de esteticista; no una licenciatura en Filología o un doctorado en Asignaturas Sumamente Complicadas en Cambridge». Pues dejadme que os haga una pregunta:
¿Qué utiliza el sistema de ácido láctico del cuerpo en ausencia de oxigeno?
¿Qué tipo de tejidos componen la epífisis?
¿Cuál es la función de la aorta?
Si habéis contestado «glicógeno», «médula ósea roja» y «para transportar la sangre oxigenada desde el corazón», podéis daros una estrella de oro. Debéis de ser médico. O terapeuta de belleza tal vez.
A mí, el cuerpo humano siempre me había dado un poco de repelús y no comprendía a los que no sentían lo mismo. Hasta el día de hoy, a decir verdad, sigo sin entender cómo un cirujano es capaz de abrir a alguien en canal sin echar la papilla («bisturí»... «fórceps»... «cubo de vomitar»). Sin embargo, una vez que empecé a estudiarlo, me fascinó.
Al tiempo que yo me iba convirtiendo en una empollona, Emily abandonaba los estudios. Mi creciente fascinación por el cuerpo avanzaba a la par con su creciente pérdida de interés. Se desentendió de las clases y descubrió una nueva afición en el trabajo de investigación. Al haber desenmascarado a Simon el sexoadicto, decidió investigar a algunas de las rubias con pinta de putón verbenero que ella consideraba «que tenían un poco pinta de marrulleras» (palabras textuales).
—¿Ves a aquella chica? —me susurró un día mientras comíamos unos bocadillos en la cafetería de la academia—. Lleva uñas postizas y se ha operado las tetas y los pómulos.
—¿Cuál de ellas? —pregunté, forzando la vista.
—La que se está comiendo la ensalada Waldorf, con el pelo rosa. Eso tampoco es suyo.
—¡Excelente trabajo, inspector! ¿Cómo has conseguido averiguar todo eso?
—¡Vete a la mierda! Sólo era un comentario. —Se tomó un sorbo de su coca-cola light con arrogancia y luego añadió—: Además creo que me voy a ir a Japón.
—¿Por qué? ¿Es que allí se encuentran todas las operadas realmente cutres? —pregunté, todavía metiéndome con ella.
—Ja ja, muy graciosa. No, me voy porque me lo ha pedido Max.
—¡A Japón! —me atraganté, tomándola en serio de golpe—. Pero eso está... A tomar por culo —le dije, haciendo alarde de mis grandes conocimientos en geografía—. ¿Cuánto tiempo?
—Sólo seis meses.
—¡Seis meses! —exclamé.
Emily intentaba que no pareciera gran cosa, pero yo sabía que era para siempre.
Mientras caía en un estado catatónico, me contó cómo Max había impresionado a sus jefes haciendo lo que fuera que hacía de tal manera que querían que fuera a sus oficinas de Tokio para enseñar a los japoneses cómo coño hacer lo que fuese que hacía —porque evidentemente tenían tan poca idea al respecto como Emily y yo—.
Y quería llevarse a Emily con él.
—¿Y qué pasa con la escuela de estética? —pregunté, a sabiendas de que era una pregunta estúpida—. No puedes abandonar ahora.
—Venga ya, Dayna, odio todo ese rollo de si entra por el ventrículo izquierdo y sale por el ventrículo derecho.
—¡Eso es, Emily! —chillé—. Entra por el ventrículo derecho y sale por el ventrículo izquierdo. Sabía que podrías recordarlo.
—Esa no es la cuestión. Sabes que odio esa escuela.
—Dijiste que te gustaban los tratamientos faciales.
—Ya, pero en aquella época hacía cosas asquerosas.
No entendí de qué me estaba hablando. No fue hasta mucho más tarde cuando caí en la cuenta y no he podido borrar esa imagen de mi mente desde entonces. No es de extrañar que tenga una piel tan perfecta. Y yo que pensaba que se debía a Clarins.
Estaba hundida. Ya me había sentido abandonada cuando Geri abandonó a sus colegas de las Spice Girls, pero esto era un millón de veces peor.
—No te vayas, por favor —supliqué—. ¿Quién me va a ayudar a pagar el alquiler?
Ésa era una táctica que no servía para nada. Encontrar a una nueva compañera de piso no sería tan difícil y además podía permitirme el lujo de mostrarme melindrosa porque mi padre me había dado cinco mil libras de sus ganancias.
—Te las arreglarás muy bien —respondió—. Además pronto acabarás el curso y entonces empezarás a forrarte.
—Exactamente. Pronto las dos acabaremos el curso. Abandonar a medio camino es como si no hubiese valido para nada.
—Mira, Dayna, en la vida no se puede perder el tiempo sin hacer nada. Hay que pillar los trenes cuando pasan.
Eso sonaba igual que las palabras de Max dirigidas a mí, pero ¿yo qué iba a saber?
—¿Cómo vas a predicar contra el capitalismo global en japonés? —arremetí—. ¿Qué pasó con esa lucha contra los opresores?
—La única persona que le dice a todo el mundo lo que tiene que hacer aquí eres tú. Ahora cállate y déjame hacer las cuentas. Max está ganando ahora mogollón de pasta y quiere saber cuánto necesito para comprarme unas nuevas maletas. Dice que en primera clase no puedes llevar equipaje desgastado. Creo que me compraré un juego de maletas de LV.
Louis Vuitton, ¡vaya! Al final entendí su argumento y era indiscutible. Tuve que reconocer mi derrota.
Me quedé hecha unos zorros. Allí estaba ella, a punto de embarcar en una peligrosa aventura en tierra extraña (vale, un par de meses en una ciudad ostentosa llevando la vida de una expatriada forrada, pero sabéis a lo que me refiero) mientras yo lloraba la pérdida de una compañera de piso. Era patético, pero sentía lástima por mí misma...
Sin mejor amiga, sin novio...
De repente eché de menos a Simon.
¿Cómo podía hacerme esto Emily? Hacer que echara de menos a un cabrón como Simon.
—Te marchas en serio, ¿verdad?
Asintió.
—Es la oportunidad de su vida para Max... Y para mí también.
—Pero jamás aprobaré los exámenes sin una compinche con quien repasar.
—Claro que sí. Eres la chica más lista que hay y con diferencia.
Lo cual es exactamente lo que se espera que digan las mejores amigas.
Simon no había desaparecido por completo de mi vida. No le había vuelto a ver desde el día que rompí con él, pero me llamaba de vez en cuando para ver cómo estaba. No le conté que me pasaba el día en casa llorando y regodeándome en la autocompasión con la canción de Titanic de Celine Dion, porque no era verdad. Bueno, quizás alguna que otra vez, pero luego me puse la pilas y empecé a sentir un cierto rencor sano y natural —como corresponde— y eso me ayudó muchísimo.
Pues sí, odiaba a Simon. Pero el odio pasa, ¿no es cierto? No es que yo fuese una chica superficial o nada parecido, pero estaba perdiendo a mi mejor amiga y pensé que necesitaría a todos los colegas que pudiera encontrar.
Así que, al poco tiempo de que Emily me anunciara su viaje a Japón, le dejé patidifuso al mostrarme amable con él cuando me llamó. Una vez que comprendió que mi simpatía era de verdad y no una muestra de mi habitual sarcasmo, me preguntó:
—Bueno, ¿te apetece tomar algo un día?
—Sí, desde luego —chillé, toda contenta.
—Estupendo —dijo, incapaz de ocultar su sorpresa—. ¿La semana que viene?
—¿Qué te parece mañana? —respondí, tal vez demasiado precipitadamente.
Emily apareció cuando estaba colgando. Alzó una ceja.
—Por favor, no me digas que has quedado con él.
—¿Y a ti qué? —respondí con brusquedad—. ¿No tienes que hacer el equipaje, Madama Butterfly?
La última vez que había visto a Simon, le había sonsacado una confesión a puñetazos, y ahí estábamos los dos, tomándonos una copa como si tal cosa. Emily estaba totalmente en contra de que quedáramos. Me dijo que sentarme en un pub con Simon y hablar de todo menos de lo cabronazo que había sido «fortalecía nuestros papeles de víctima y verdugo» y «le otorgaba el visto bueno tácito a su comportamiento» y «patatín y patatán...».
«¿Qué coño sabía ella?», pensé mientras me pimplaba mi tercer cubata de vodka y Red Bull y sentía que me ponía algo más que achispada. ¿Por qué no podíamos ser amigos Simon y yo? Seguía siendo un tío majo. ¿Qué más daba que se hubiese tirado a un montón de mujeres que no eran yo?
Ya le había castigado al dejarle. Además, no era él quien me traicionaba al largarse al otro lado del mundo, ¿a que no?
Durante esas copas, todo nuestro mal rollo acabó porque me lo estaba pasando bien. Y porque me estaba poniendo pedo.
—Ya no trabajo más en el Hotel —anunció de repente.
Ya, demasiado remordiendo por haberse tirado a tantas mujeres a mis espaldas, me figuré.
—Los cabrones cambiaron el sistema de propinas. Nos obligaron a echarlas en un bote y estaban sujetas a impuestos. Así que dije «¡a la mierda!».
Vaya.
—Ahora me he centrado en las artes marciales —prosiguió—. Tengo que hacerlo. El Garaje ha cambiado una barbaridad. Ahora se llena de bandas. Y casi todos los fines de semana tenemos peleas entre bandas rivales. Tenemos que seguir la corriente y esperar a que no pase nada chungo.
—Dios mío, Simon, eso es tremendo.
—Ya.
Pero su sonrisa decía que disfrutaba con cada minuto.
—¿No te da miedo que te maten o te hagan algo?
Sentí verdadero temor por él. Me imaginé el teléfono sonando en plena noche. Con una llamada del tipo: «Ven rápido, a tu ex le han apuñalado y emplea su último aliento en preguntar por ti». Me imaginé arrodillada a su lado en la acera...
Su cuerpo tumbado en un gran charco de sangre; sin la menor ambulancia a la vista porque las bandas han transformado el barrio en una zona prohibida.
«¿Es que no hay nadie con unos conocimientos médicos mínimos?», grita desesperado algún mirón.
Bueno, yo sé que siempre hay que tirar de la cera en dirección contraria al crecimiento del vello. Pero mientras observo la sangre brotar a borbotones por la herida en su pecho, soy presa del pánico porque sé que esa información no le salvará. ¡Entonces todo vuelve a mi mente! Entra por el ventrículo izquierdo y sale por el derecho. Hundo la mano en la brecha de su pecho y con mis dedos con manicura francesa sujeto la maltrecha aorta mientras bombea sangre oxigenada desde el corazón...
—No, no me preocupa —dijo, interrumpiendo mi fantasía—. Tengo el tae kwon do, el wing chun y el jiu jitsu brasileño para salir adelante. Además soy cinturón negro en miradas asesinas. Mira, fíjate en ésta.
Puso una cara de «no me toques los cojones» y solté una carcajada. No porque diera miedo —era imposible ser tan armario como él y no dar miedo con esa cara—, sino porque me acordé de con qué facilidad se había arrugado en mi sofá después de que le propinase un par de golpes en el brazo.
—No es lo bastante aterradora para ti, ¿eh? —dijo—. Vale, prueba ésta.
Me agarró y me hizo una llave de brazo que me tiró al suelo en un solo movimiento. Pero se detuvo, menos mal, porque la gente empezaba a mirarnos con caras raras. Era uno de esos «pubs gastronómicos» de diseño que se habían puesto de moda y que parecían brotar por todas partes en aquella época. No era un lugar como los que solíamos frecuentar en absoluto.
—¿Ves esto? —preguntó moviendo el dedo índice de la mano que tenía libre delante de mis narices a la vez que ponía voz amenazante, tipo Bruce Lee—. Con este dedo puedo matar a un hombre.
Volví a reírme, pero esta vez fue una risa nerviosa. Mi cuerpo se hallaba muy cerca del suyo y por una fracción de segundo hubo «Un Momento». Uno de esos momentos cuando nuestras miradas se cruzaron y nos quedamos mirándonos fijamente y me sentí gratamente vulnerable y...
Por suerte reaccioné antes de que hiciéramos alguna tontería. Un disparate romántico y ridículo.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Simon, mientras regresaba a nuestra mesa con más copas.
Le conté lo de las ganancias de mi padre y el dinero que me había dado.
—Estoy ahorrando para una señal. Bueno para un piso cuando me ponga a trabajar —expliqué.
—Muy sensato por tu parte.
¿Me estaba llamando sosa?
—Aunque tal vez gaste un poco y me compre un coche —me apresuré a añadir.
Hasta ese momento no se me había pasado por la cabeza comprarme un coche, pero ahora me parecía una gran idea.
—Te puedo echar una mano, si quieres. Te puedo acompañar a los concesionarios, para que no te timen.
—¿Qué te hace pensar que me van a timar? —repliqué, indignada—. Ya, se me olvidaba, las mujeres no sabemos comprar coches, ¿verdad? Estamos demasiado preocupadas en comprobar que el color quede bien con nuestros zapatos como para mirar el motor.
—No quise decir eso. Sólo que yo antes era mecánico, ¿no?
—No hace falta, gracias, Simon. Me las arreglaré.
Ahora yo era una mujer soltera. Sin Simon ni Emily para llevarme de la mano. Tendría que aprender a valerme por mí misma.
—Bueno... ¿Sales con alguien? —preguntó como si tal cosa.
—Pues sí, a decir verdad —respondí.
—Ah, ¿y quién es?
Sí, Dayna, ¿quién es?
—...Se llama... eh... Chris.
Lo cierto es que había un tal Chris. Lo había conocido en la biblioteca cerca de casa. Sí, sí, en la biblioteca. Un lugar tenebroso del que había oído hablar pero que nunca me había atrevido a pisar. Me lo había imaginado atestado de hombres barbudos y empollones, encorvados sobre auténticos tochos de consulta mientras luchaban por descubrir el sentido de la vida. Pero uno de nuestros profesores nos había encargado completar un trabajo de revisión y el último disco de Oasis de mi vecino de arriba me estaba llevando al borde de la locura (ponía la música como si su apartamento fuese el estadio de Wembley). Así fue como acabé en la biblioteca.
Chris tenía cierto aspecto de empollón, pero no llevaba barba y no estaba sudando la gota gorda sobre un enorme manual con palabras en latín en la cubierta. A decir verdad, estaba hojeando un periódico. Había una silla libre a su lado y, como no intimidaba demasiado, me senté allí. Al cabo de un rato, me preguntó la hora y terminamos charlando. Después, cuando se disponía a marcharse, me pidió mi número de teléfono. Eso había sido hacía una semana y todavía no me había llamado. No es que me importase mucho. Parecía bastante majo, pero, creedme, no estaba desesperada por tener otro novio. Aunque me estaba viniendo de perlas esa noche.
—¿Vais en serio? —preguntó Simon.
—Todo va fenomenal hasta el momento. ¿Y tú? —pregunté, cambiando de tercio rápidamente—. ¿Sales con alguien?
—¿Conoces a Melanie Robinson?
Asentí. Todo el mundo conocía a Melanie Robinson. Era más o menos la segunda mayor zorra de todo el norte de Londres.
—Pues ella no —continuó—. Su hermana.
Su hermana era la mayor.
—¿Joanne Robinson?... —exclamé—. Qué bien.
—¿A qué viene ese «qué bien»?
—Sólo... qué bien. Bueno, sales con una chica que te va a poner los cuernos casi tanto como tú a ella. Dios los cría y el diablo los junta.
—¿A ti qué te pasa? —preguntó, sinceramente perplejo—. Ya no somos novios. Los dos seguimos a nuestra bola. Siento mucho... todo lo que pasó, pero ¿no podemos olvidarlo? Ya sabes, ser amigos.
Entonces supe exactamente cuál era el problema. Había dado en el clavo: ya no éramos novios. Sólo me había llevado tres copas y media recordar toda la rabia y dolor que había sentido el día que rompimos. Emily tenía razón: había sido un disparate quedar con él.
—Lo siento, Simon —dije—, pero creo que no va a ser fácil que seamos amigos. No se puede decir que acabaramos de buen rollo, ¿no?
—Supongo que no —dijo, bajando la vista al suelo. Parecía hecho polvo. Yo lo estaba.
Permanecimos callados un buen rato, mientras nos tomábamos las copas. Luego, miré el reloj.
—Creo que será mejor que me vaya —dije.
—Te llevaré a casa.
—No hace falta. Me vendrá bien tomar el aire.
En ese momento habría preferido montarme en un autobús nocturno lleno de locos borrachos antes que subirme al coche con ese tío bueno —cabrón, quiero decir.
- ¿Sasuga ibuningu mote Simon? —preguntó Emily cuando regresé a casa.
—¿Mande?
—He dicho: ¿sasuga ibuningu mote Simon?
No me molesté en preguntar «¿qué?» otra vez. Sencillamente me la quedé mirando.
—Es japonés. Significa: «¿has pasado una agradable velada con Simon?»... Creo. Mi guía de conversación es un poco liosa.
—Estuvo muy bien, gracias —respondí, intentando parecer un poco borde—. Y tú, ¿qué has hecho? —pregunté, aunque la respuesta saltaba a la vista.
Sus cosas estaban desparramadas por todas partes. Todavía faltaban diez días para que se fuera, pero al día siguiente de anunciarme que se marchaba, abandonó la academia y dedicaba el tiempo desde entonces a ir de compras, hacer el equipaje y reenviar todo lo que llevase su nombre a Tokio. El pasillo estaba lleno de cajas y el apartamento empezaba a verse vacío. Considerando que se había mudado con casi nada, parecía haber acumulado una barbaridad de cosas en el tiempo que llevábamos allí.
—¿Ketsubou kouhii? -preguntó, mientras precintaba otra caja más con destino a casa de sus padres.
—En cristiano, por favor, Yoko.
—Significa: «¿te apetece un café?»
—Venga.
La seguí hasta la cocina y la observé mientras ponía agua a calentar. Luego decidí hacer un nuevo intento de chantaje emocional.
—Todavía no me puedo creer que te marches —dije—. Si allí no conoces a nadie. ¿No te sentirás un poco sola?
—Qué va. Te tendré a ti al otro lado del teléfono, ¿no? Además todo el mundo va a Japón hoy en día. Brad y Angelina, Michael y Catherine... Es la nueva América. Todo el mundo quiere probar suerte.
—Yo me conformo con la vieja América, gracias. Al menos allí hablan nuestro idioma. Más o menos.
—Escúchame. Japón no es el tercer mundo. Tokio es una de las ciudades más dinámicas del mundo.
—Ya lo sé, Emily, claro que estarías loca si no fueras. Es sólo que... te voy a echar mucho de menos.
—Por Dios, ¿y crees que yo no voy a echarte de menos también?
Se echó a mis brazos y nos abrazamos con fuerza.
—¿Qué voy a hacer sin ti?... ¿En este apartamento?... En el que me obligaste a mudarme, por cierto —dije, al cabo de un momento.
—Sí, ya lo sé, pero es un apartamento precioso. ¿Y qué otra opción tienes? ¿Volver a casa y estar discutiendo continuamente con tu padre?
Me estremecí.
—Por cierto, llamó esta noche —añadió—. Le dije que me marcho a Japón y que estuviera pendiente de ti cuando me haya ido. Sólo resopló y dijo: «Conoce mi número de teléfono». Será mejor que le llames. Creo que se siente un poco descuidado.
Volví a estremecerme, esta vez por un sentimiento de culpa. Estas últimas semanas había estado absorta en mis asuntos. Debería ir a verle, pensé, mostrarme cariñosa con él y decirle que le quiero. Aunque me reventaba tener que admitirlo, sin Simon ni Emily en mi vida, iba a necesitarle más que nunca.