No del todo el número 4

Después de que Archie se marchara aquella noche, no pude pegar ojo. Di vueltas y vueltas en la cama, con visiones que oscilaban entre el pedazo de cabrón que me había atacado y el otro pedazo de cabrón que me había salvado.

Me sentía asustada, conmocionada y cabreada. Y también un poco estúpida. ¿Cómo pudieron pasarme por alto las señales? Sin duda tuvo que haberlas. Al fin y al cabo, cuando entró en el pub, Kirsty no había tardado ni tres segundos en verle el plumero, y eso que ni siquiera llegaron a hablarse. Evidentemente yo había estado tan cegada por el amor y/o tan tonta que fui incapaz de ver lo que saltaba a la vista.

Habia cosas que yo había preferido ignorar: su frialdad con la ligeramente jamaicana Emily y el totalmente judío Max; su rechazo frontal a toda comida que no fuera pescado frito con patatas fritas o un desayuno inglés completo; sus comentarios sarcásticos sobre los homosexuales que, clarísimamente, no tenían ni puñetera gracia, y otros chascarrillos que ahora sonaban de nuevo, una y otra vez, en mi mente.

¿Iba a ser esto la historia de mi vida? ¿Estaba yo destinada a enamorarme siempre de tíos que me engatusaran para luego dejarme tirada? ¿Cómo sería el siguiente?, me preguntaba. Decidí que no habría siguiente. Para mí, el amor se había acabado. De ahora en adelante yo sería un coto vedado a los hombres.

Sin embargo, en vez de hacerme sentir mejor, aquella decisión sólo me deprimió. Era una solterona amargada, sólo que con treinta años de antelación.

Tras dos horas de sueño intermitente, me levanté y me preparé para la entrevista. No tenía ninguna gana de ir, pero no podía faltar. No era tan poco profesional. Todavía no, al menos. Me enfundé algo de ropa, me maquillé a la carrera, comprobé mi aspecto de un vistazo en el espejo —¡qué pintas!— y salí.

Mientras bajaba las escaleras me topé con James, del piso de arriba, que se iba al trabajo. Vivía encima de mí desde hacía la tira de tiempo, pero apenas habíamos hablado. Cuando lo hacíamos, solía ser a instancia mía para pedirle educadamente que bajara su música de mierda. Tenía gracia, pero hasta que Archie no empleara la víspera, hablando de él, la palabra que empieza por «N», nunca me había llamado la atención que fuera negro. Claro que me había dado cuenta, pero jamás me había parado a pensar en ello. Sin embargo ahora sí lo hacía y me entró miedo. No quería que pensara que mis quejas por su música tuviesen algo que ver con el color de su piel.

—Hola, James, ¿te vas a currar? —pregunté, con ostentosa alegría.

—Eh... Sí —farfulló. Saltaba a la vista que no tenía buen despertar. O quizá le descolocara un poco mi tono desmesuradamente jovial. Fuera lo que fuera, continué.

—¡Vaya, eso es genial! —dije, incluso un tanto más jovial que antes—. Oye, ese cede que pusiste anoche...

—Espero que no estuviera demasiado alto. Perdona, lo siento.

—Qué va. No estaba lo bastante alto. ¡Molaba mazo, tío! —chillé de alegría— ¿Qué era?

—Pues... no lo sé... Podía ser Van Morrison. Últimamente he estado escuchando muchos de sus viejos temas.

—¡Me encanta Van Morrison! —exclamé con gran entusiasmo—. Es que te llega al corazón. Eso es lo increíble de la música negra, ¿verdad? Tiene tanto feeling. Sinceramente, por muy buenos que sean los cantantes blancos, les falta ese... eh... sentimiento... ¿verdad?

Empecé a dudar porque James me miró con una cara muy extraña.

—Sabes que Van Morrison es blanco, ¿no? —dijo tras una pausa.

—Sí, por supuesto, claro. —me atraganté, a la vez que sentía cómo el rubor de mis mejillas amenazaba con derretir mi maquillaje.

Dios mío, creo que nunca había sentido tanta vergüenza. Además ahora tenía que aguantarle hasta la boca de metro. Por suerte, Kirsty se encontraba en el portal, rebuscando entre el correo, y vislumbré una vía de escape.

—Quiero ponerme al día con Kirsty —dije a James—. Hasta luego.

—Hola, Dayna. ¿Qué pasa? —preguntó Kirsty sin levantar la vista del montón de sobres que llevaba en la mano.

—No, nada en particular —respondí, mientras observaba como James salía por la puerta. Podía caminar muy rápido cuando se trataba de escapar de una vecina loca de atar.

—Bueno, ¿y sobre qué quieres ponerte al día? —prosiguió Kirsty.

—Pues... Ya sabes...

—¿Te sigues viendo con ese tío, el que se presentó en el Raglan?

¡Aaaayyyy! No sólo había conocido a Archie sino que además enseguida había visto claro que era homófobo. Tenía que desmarcarme de él y rápido.

—No, no, hemos roto. En realidad, le he dejado —dije atropelladamente—. Le he dejado de una vez por todas. No era un tío para mí. Ni en el fondo ni en la forma.

—Bueno, no te puedo negar que no me gustaba nada la pinta que tenía. Seguro que estarás mucho mejor sin él.

—Desde luego, totalmente de acuerdo contigo, mil veces mejor, Kirsty.

¿Había ido lo bastante lejos como para convencerla de que no tenía la menor célula homófoba en mi cuerpo? Tal vez. Pero eso no me impidió dar una vuelta de tuerca más.

—Oye, hay algo que te quiero decir —le anuncié mientras se daba la vuelta para subir a su casa.

—¿De qué se trata, cielo?

—Tú y Ruby... Sólo quería decirte que formáis una pareja fantástica, increíble, y que sois un modelo a seguir absolutamente genial para las demás lesbianas. Y si en algún momento os planteáis, ya sabes, adoptar o acoger a un niño o lo que sea, y necesitáis una madrina o un aval o simplemente una canguro, pues, yo soy vuestro hombre. Vuestra mujer. Ya me entiendes.

Me dirigió una mirada no muy diferente a la que me había dirigido James hacía un momento. Luego dijo:

—¿Te has metido algo esta mañana, Dayna? Porque si es así, quiero que me des el teléfono de tu camello.

Por supuesto, la entrevista fue un absoluto desastre. ¿Cómo podría haber sido de otro modo después de la genial manera en que empecé el día? Era en el Hampstead Garden Beauty Salon, un instituto de belleza pequeño, acogedor y muy, muy elegante. Me habría encantado trabajar allí, pero estaba escrito que no. La dueña era una señora muy agradable, que insistió en que la llamara Helen. Pero también era griega y creo que le asustó un poco la forma en que metí con calzador en la conversación mi pasión por los kebabs, las hojas de parra y Nana Mouskouri, cuando lo único que quería saber era si podía hacer un tratamiento facial de Guinot.

De alguna manera aquella mañana se estableció una pauta para las semanas venideras. Me desviví por completo para demostrarme a mí misma que era una persona no homófoba, no racista, no lo que fuera. Salí mucho más de lo que había salido en un montón de tiempo, me recorrí todos los bares de copas y discotecas de Londres y cuanto más salvajes y más frikis mejor. A la par que demostraba mi tolerancia suprema, mi razonamiento era que si me rodeaba de gente cubierta de piercings, tatuajes, con el pelo rosa, tipo estudiantes de arte, preferentemente gays o negros, idealmente gays y negros, entonces la probabilidad de que me topara con Archie era muy remota.

Había otro motivo para mis constantes salidas nocturnas: el atraco. Estaba decidida a no dejarme intimidar. «Es como cuando te caes de una bicicleta», me había dicho mi padre. Tienes que levantarte y volver a montar enseguida». Un excelente consejo. No iba a convertirme en una ermitaña y quedarme en casa todas las noches... yo sola... en mi casa... donde cada pequeño ruido o crujido me hacía sobresaltarme de miedo. No, permanecer en casa sola resultaba demasiado aterrador. Decidí que era mucho más seguro salir por ahí. Siempre y cuando no lo hiciera yo sola.

Renuncié a caminar y al transporte público. En su lugar me gasté una fortuna en taxis negros (minitaxis, evidentemente, conducidos únicamente por violadores) y arrastré conmigo a mis amigas allá donde fuera. Emily, Hannah, Kirsty y algunas más; debieron de acabar hartitas de mí. Sobre todo la pobre Kirsty. En mi búsqueda por codearme con los más frikis y raritos para demostrar lo enrollada que era, Kirsty fue mi guía, al ser ella misma un poco friki y rarita. Gracias a ella probé unas cuantas cosas que no había experimentado antes. Cosas como el sushi, jazz en vivo, galerías de arte y un morboso polvo con un perfecto desconocido.

No, nunca me había enrollado con un tío de una sola noche. Se me había pasado por la cabeza de vez en cuando, pero jamás había imaginado que lo haría de verdad.

No habría ocurrido si Kirsty no me hubiese pedido que la acompañara a una fiesta. Era un auténtico sarao del mundo de la farándula del West End: el estreno de no sé qué. Pero me daba igual porque había champán y canapés gratis y la esperada presencia de famosos. Ruby estaba fuera unos días y a Kirsty no le gustaba nada ir a estas cosas sola, así que me pidió que la acompañara.

—Habrá un montón de diseñadoras famosas, muchos culos gordos que besar. Voy a necesitarte en un segundo plano. Lo único que te pido es que pongas pinta de bollera cuando me entre una de ellas. Siempre hay alguna que lo hace —me dijo.

¿De bollera? La nueva, supertolerante Dayna podía hacerlo.

Esa noche me arreglé a conciencia. A ver, ¿quién sabe al lado de qué famosillo iba a encontrarme cuando se dispararan los flashes de los paparazzi? Nuevo peinado, nuevo vestido y, como me había sentido un poco gordita, me había puesto a una dieta muy severa: no probé bocado en todo el día. Kirsty me examinó de los pies a la cabeza cuando me reuní con ella en la estación de metro de Leicester Square y sentenció:

—¡Estás guapísima!

El cumplido compensó un poco los espantosos retortijones de hambre que padecía.

—Tú también estás muy guapa —le dije, cogiéndola del brazo, demostrando de una vez por todas lo a gusto que estaba con ella, fuera lesbiana o no—. Gracias por invitarme esta noche. Me hace muchísima ilusión.

—A mí también. Va a ser la leche. Oye, sólo una cosa.

—¿Qué cosa?

—Por favor, no vayas por ahí soltando ese rollo tuyo sobre lo muy colega que eres de todas las lesbianas. No mola tanto, ¿sabes?

A los quince minutos de haber llegado, perdí de vista a Kirsty. La había abducido una mujer que llevaba un sombrero hecho con una malla metálica y decorado con flores de plástico: era ese tipo de sarao. No me importó quedarme sola. Me senté en un sofá mullido en un rincón del local y me dediqué a observar al personal. Sólo me levantaba para coger más champán (porque era gratis) y canapés (porque estaba hambrienta) que llevaban los camareros de un lado a otro. Un DJ encorvado sobre sus platos al otro extremo de la habitación ponía canciones que no había oído nunca; aun así meneaba la cabeza al compás como si las conociera de toda la vida. Mientras bebía y me atiborraba de canapés, examiné la habitación y me pregunté: uno, ¿cuántos de estos putos y diminutos canapés necesitaría para saciarme?; dos, ¿a qué se dedicaba toda esa gente? Parecían todos tan inútiles para el trabajo. Vamos a ver, si llevarais un sombrero de malla metálica o una chaqueta de PVC o un taparrabos de látex rosa, no conseguiríais un empleo detrás del mostrador de un banco NatWest, ¿a que no?

Al observarlos empecé a sentirme un poco hortera. El vestido que me había comprado me había parecido muy atinado, pero ahora tenía la sensación de haberme equivocado de fiesta. Decidí que tenía que hacer algo para ponerme a la última. Hacerme un piercing en la nariz o un tatuaje o tal vez añadirme unas extensiones de pelo verde. Lo decidí mientras apuraba mi enésima copa de champán y daba gracias a Dios por estar sentada, porque el alcohol viajaba directamente a mis piernas.

—Ya no tengo el aguante de antes —anunció una voz—. Tengo que sentarme.

Eché un vistazo al hombre que se había desplomado a mi lado.

Después, le miré otra vez.

Después, le observé fijamente.

Era guapísimo. El tío más bueno que nadie se podía imaginar. Unos ojos negrísimos, enmarcados por unas largas y negrísimas pestañas, unos pómulos que parecían alas de pollo —no sé por qué se me ocurrió eso, sólo que eran puro ángulo—, una espalda cuadrada y fuerte y unas piernas interminables que sobresalían del sofá y parecían extenderse hasta el centro de la habitación. Llevaba un precioso traje negro sobre una ajustada camiseta negra. Tenía un aspecto impresionante.

Abrí la boca para decir algo, pero no me salieron las palabras. Lo intenté con todas mis fuerzas, y otra vez, pero nada, no querían salir. Mientras mi boca permanecía abierta de todos modos, alcé mi copa y bebí otro sorbo de champán Parecía una tontería no hacerlo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, mientras se arrastraba hacia mí en el sofá.

No podía recordarlo.

—¿Y tú? —pregunté en lugar de responder.

—Gabriel. Y no me vengas con una bromita sobre ángeles, ¿vale? —Sus ojos se clavaron en los míos, antes de bajar para escrutarme de arriba abajo—. Muy bonito —comentó después de un momento—. Has optado por un look pos-posmoderno.

¿Ah sí?

—Toda esta gente —explicó, señalando la habitación—, sólo son posmodernos. Tú vas un paso por delante de ellos. Te apuesto a que el año que viene irán todos vestidos como tú.

Sonreí porque estaba bastante segura de que se trataba de un piropo.

—El mundo de la moda, ¿eh? Una panda de gilipollas —dijo con una gran sonrisa.

¡Bingo! Ahora ya sabía qué tipo de compañía tenía.

—No eres muy habladora, ¿eh? —observó, con un brillo en los ojos.

Volví a sonreír. No tenía por qué saber que me sentía demasiado mareada como para poder pronunciar palabra alguna. Era mejor que pensara que mi silencio formaba parte de mi mística personal.

—Creo que es hora de relajarse un poco —dijo, poniéndose de pie.

—¿Adónde vas? —pregunté, hablando por fin y disimulando a duras penas mi desilusión.

—A por una rayita —dijo—. ¿Te vienes?

Se levantó y me ofreció su mano. Y por supuesto la tomé y le dejé que me condujera al otro lado de la habitación. A ver, si un ángel llamado Gabriel se os apareciera de repente, también le seguiríais, ¿no? ¿Adonde coño me llevaba? ¡A por una rayita! Nunca había hecho eso antes. Pero lo único que sabía es que quería estar allí donde él estuviera. La coca era peligrosa y me acojonaba y estaba totalmente segura de que no quería tener nada que ver con ello, pero estaba todavía más segura de que no quería que ese tío desapareciera de mi vida. Eso habría sido una tragedia.

Cruzamos la pista de baile, pasamos delante de los aseos y nos metimos por un estrecho pasillo que conducía a una puerta donde ponía «privado».

—Pasa —dijo mientras abría la puerta.

Me condujo al interior y encendió la luz que iluminó un pequeño despacho. Solamente había un archivo y una pequeña mesa con un ordenador portátil cerrado encima y un teléfono.

—¿Está permitido entrar aquí? —pregunté, cayendo de pronto en la cuenta de que ése era el menor de mis problemas. No conocía a ese tío de nada. Tal vez estaba a punto de matarme. Había cerrado la puerta, pero la música de la sala seguía siendo atronadora. Nadie podría oír mis gritos. ¿En qué coño estaba pensando? Porque aunque no planeara asesinarme, sí que me había arrastrado hasta las drogas.

De un bolsillo de su chaqueta sacó un pequeño cuadrado de papel doblado y vertió el contenido sobre la superficie acristalada de la mesa. Ahí estaba. ¡Coca! Una cosa espeluznante y peligrosa que conducía a la adicción, a la indigencia, a los ajustes de cuentas entre bandas del hampa...

Pero no tenía aspecto de ser algo tan peligroso. Cuando sacó una tarjeta de crédito y formó dos pequeñas y nítidas líneas, parecían un caramelo en polvo. O harina. O detergente. O azúcar. O... Ya os hacéis una idea.

Me tambaleé un poco en ese momento. Estaba bastante pedo, no hay que olvidarlo, y tuve que apoyarme en la pared para no caerme, pero Gabriel no se dio cuenta de nada. Sólo tenía ojos para el dichoso polvito blanco. Enrolló un flamante billete de diez libras y se agachó encima de la mesa. Tras un sonoro esnifado, desapareció una de las rayitas de polvo. Se enderezó, se limpió la nariz con el dorso de la mano y me regaló otra de sus deslumbrantes sonrisas. Parecía estar bien. En absoluto daba la impresión de estar a punto de vomitar o asfixiarse o sufrir un ataque, o de que fuera a darle cualquier yuyu como me había imaginado.

—Te toca —dijo, tendiéndome el billete enrollado.

Le miré. Luego, observé la delgada raya de polvo que quedaba sobre la mesa. Volví a mirarle. Luego al billete.

Y entonces... lo hice.

Lo siento, pero tenía que hacerlo. No parecía que fuera a caerse redondo y palmarla y muchísima gente lo hacia. Además, ¿no llevaba yo machacándome las últimas semanas con que tenía que vivir nuevas experiencias, ampliar mis horizontes, salir de la burbuja en que vivía?

Cogí el billete, me incliné sobre la mesa, me tapé la ventana izquierda de la nariz con un dedo y esnifé con fuerza por la ventana derecha.

¡Zas!

Desapareció.

Me enderecé y sentí...

Nada.

Ninguna descarga de euforia, ninguna palpitación, ni siquiera un ataque de estornudos. Qué decepción. Vaya pérdida de tiempo. En fin, pensé, al menos no lo había pagado yo...

Dejé de decirme nada más porque de pronto noté el subidón. Y fuerte. Sentí una oleada de seguridad, que además era física. Cada nervio de mi cuerpo se había despertado, con un cosquilleo de excitación y energía sexual. Me entraron ganas de saltar por el diminuto despacho y arrancarme la mini falda pos-posmoderna y abrazar con fuerza a Gabriel y...

¡Joder! No sólo estaba pensando en quitarme la ropa y besar al ser humano más guapo que jamás había conocido el planeta. Lo estaba haciendo. Y lo que es más, él hacía lo mismo.

Esto era lo mejor que me había pasado nunca. Tal vez fuera la droga o el alcohol, pero desde luego ¡nadie me había besado así antes! Era fabuloso, asombroso, increíble y de pronto estaba prácticamente desnudo. ¿Cómo coño había ocurrido eso? ¿Qué más daba? Los pantalones estaban fuera. Todo iba a las mil maravillas según lo planeado.

Sólo que bruscamente dejó de ser así.

Tiré de la goma de sus Calvin Klein. Los llevaba muy apretados, pero con un arranque de pura energía de coca se los bajé hasta los tobillos en una fracción de segundo. Y entonces la vi: su cosita.

Sólo pude quedarme mirándola. No porque estuviera impresionada, sino porque era minúscula. Sinceramente, no podía creerme que eso pudiera ser tan diminuto. Quiero decir que no había nada para ver. ¿Qué coño se suponía que tenía que hacer ahora? Porque echarse un polvo resultaba mecánicamente imposible.

Lo que hice fue, a decir verdad, para avergonzarme. Me eché a reír. Podéis echarle la culpa a las drogas o al alcohol, o sencillamente al hecho de que la situación era realmente cómica.

—Lo siento —me disculpé entre dos carcajadas—. Lo siento.

Levanté la vista hacia el pobre tío, tapándome la boca con la mano para intentar sofocar la risa. Se puso pálido y también se llevó la mano a la boca. «Ah», pensé por un momento, «a él también le parece divertido». Comprendí que estaba equivocada cuando se encorvó y echó la papilla encima de la mesa.

Eso casi me cortó la risa, pero no del todo. No, sólo me callé cuando la puerta se abrió de golpe. Di un paso atrás tambaleándome, me sobresalté e, instintivamente, me tape las tetas con las manos aunque todavía llevaba puesto el sujetador. Un gigante negro llenó el marco de la puerta. No parecía muy contento. A decir verdad, estaba furioso. Observó la escena un momento: yo casi desnuda, Gabriel sin pantalones haciendo ostentación de su cosilla —que ahora que lo pienso, parecía un gusanito de maíz— y, sobre la mesa, un charco de vómito fresco. Supongo que no daba muy buena impresión.

—¿Qué coño está pasando aquí, Brian? —bramó el recién llegado.

¿Brian? ¿Quién coño era Brian?

—Lo siento, Paul —balbuceó Gabriel, mientras se limpiaba la boca con el dorso de la mano—. Me habrá sentado mal algo que he comido. Ella sólo... —Hizo una pausa para mirarme—. Me estaba ayudando a limpiarme.

—Ya lo veo —replicó con desdén. Ensanchó sus fosas nasales hacia mí con desprecio y me espetó—: Vístete, Madre Teresa de los cojones.

¿Madre Teresa de los cojones? Claro, aquello me pareció la cosa más graciosa del mundo y empecé a soltar una nueva carcajada.

El tío recién llegado me ignoró y se volvió hacia Gabriel.

—Recoge tus cosas, Brian, y sal de aquí. Tienes dos minutos. Le diré a una de las chicas que venga a limpiar esta mierda.

Y desapareció dando un portazo.

Hice un último y enorme esfuerzo para sofocar la risa y casi lo conseguí. Me levanté e intenté enfundarme de nuevo el vestido, pero sólo logré caerme de culo en el suelo. Gabriel me ignoró mientras volvía a ponerse los pantalones. No intercambiamos palabra alguna hasta que le pregunté:

—¿Quién es Brian?

—Gabriel es mi nombre artístico —masculló, apartando la vista.

Curiosamente no intercambiamos números de teléfono.

Kirsty me llamó a la mañana siguiente para comprobar que habia llegado a casa sana y salva.

—Siento haberte dejado plantada —dijo—. ¿Conseguiste divertirte un poco con todos esos chulos de pega?

—Joder, fue algo... increíble —respondí mientras me volvía la memoria a través de la espesa bruma de mi resaca—. ¿Por qué no te pasas a tomar un café y te lo cuento?

—Me encantaría —dijo—, pero... no estoy en casa.

Así que Kirsty también había ligado anoche.

Pobre Ruby.

Joder, ¿es que ya nadie tenía principios?