Aquel Drazen que fue madrileño
VICENTE SALANER
veces nos parece que fue ayer, y a veces esos 17 años que han transcurrido desde que Drazen dejó el Real Madrid nos parecen una eternidad… Fue un año espectacular, un año fulgurante, también un año de frustraciones por una liga perdida de forma polémica… y un año que, con la marcha a Portland mucho antes de lo que se había previsto del gran jugador croata, más la terrible muerte unos meses más tarde del carismático Fernando Martín, acabó siendo el último de la era dorada madridista, la que se había iniciado un cuarto de siglo antes con la conquista de la primera Copa de Europa. Sí, el gran coetáneo de Drazen, Arvydas Sabonis, vendría algo más tarde a crear la ilusión de un retorno a la cumbre con aquel postrero título europeo de 1995, Pero para entonces el espinazo del equipo y de la propia sección de baloncesto del Real Madrid estaba partido, roto por el tiempo y por el inusitado cúmulo de desgracias que se abatió sobre ellos…
Fue demasiado breve, pues, aquel paso por España del genio de Sibenik, cuyo espíritu ganador, sacrificado y orgulloso estaba hecho para el gran Real Madrid, mucho más que para los que serían sus bastante pedestres clubes de la NBA, Portland y New Jersey Pero él estaba en pleno e irresistible ascenso, y el Madrid en un declive entonces soterrado pero real, y así el uno se alejaba irresistiblemente del otro. Pero, mientras duró, fue magnífico.
Aquel año especial, el único año en que el trofeo McDonald’s pasó por la capital española y pudimos ver a un Larry Bird aún sano enfrentarse a un Drazen descarado y que dejaba boquiabiertos a los que pronto serían sus colegas en la NBA, nos ha dejado a los aficionados que íbamos a diario a seguir los entrenamientos en el Palacio de los Deportes algunas de las claves de la grandeza de Petrovic.
La principal: su genialidad era toda mental, no física. Atléticamente, y salvo su respetable estatura, Petrovic era de lo más normalito. Ni saltaba ni corría especialmente bien. Pero él sabía superar esas limitaciones con un amor propio y una capacidad de trabajo fantásticos. Era siempre el primero en llegar y el último en marcharse. Hacía sesiones en solitario de tiro: nada en su forma de tirar procedía de esa facilidad del famoso «tirador natural», que dicen los americanos, sino de la incansable repetición, cientos, miles de veces, del gesto técnico, que acabó siendo perfecto y haciendo de él el más temido lanzador de triples de la NBA.
Su coexistencia con Martín no fue siempre fácil. Dos superestrellas juntas es algo inhabitual en baloncesto, un deporte con sólo cinco personas en cancha en el que las individualidades se agigantan. Hicieron, eso sí, grandes partidos juntos, dominando al Barcelona salvo en aquella final de los play-offs marcada por la polémica arbitral. Petrovic no era egoísta, pero sí capaz de ponerse a tirar del carro como anotador cuando veía que era imprescindible para ganar, como sucedió en aquella final de la Recopa en Atenas en la que hasta el último de sus 62 puntos fue necesario para que el Madrid venciese al Caserta. Fernando reaccionó mal: «Así no, así no…». Pero en aquella ocasión estaba equivocado. Él era un formidable competidor, pero Drazen lo era aún más…