8. Tyrone Bogues y el Mundial de España
DESARROLLO DE LA COMPETICIÓN
Los X Campeonatos del Mundo de Baloncesto volvían por segunda vez a Europa, tras el de Yugoslavia doce años antes; en esta ocasión sería España el país organizador del evento. Por vez primera el número de contendientes se elevaba hasta los veinticuatro, enfrentados en cuatro grupos de seis selecciones, un experimento al que pronto renunciaron los mandamases de la FIBA, ya que en los futuros campeonatos la cifra se reduciría a los más razonables dieciséis.
Y es que la carga de partidos resultaba excesiva para aquellas escuadras con posibilidades de alcanzar los puestos de honor, hasta diez partidos se debían disputar. La principal consecuencia de tener tamaña cantidad de selecciones era ver sobre la cancha a equipos sin el nivel mínimo exigido para disputar un torneo de esta envergadura. La actuación de selecciones como Malasia, Corea, Costa de Marfil, Angola o Nueva Zelanda deslucieron un espectáculo que por lo demás resultó reñido, interesante y con un final no del todo esperado.
Los grupos quedaron distribuidos de la siguiente manera. En el de Zaragoza, España, Brasil, Francia, Grecia, Panamá y Corea. En el gallego, la URSS, Israel, Cuba, Australia, Uruguay y Angola. En el andaluz, Estados Unidos, Italia, Puerto Rico, Alemania, China y Costa de Marfil. Por último, en Canarias concurrían Yugoslavia, Holanda, Canadá, Argentina, Nueva Zelanda y Malasia.
En Yugoslavia se divisaban algunos cambios en el doce definitivo; el núcleo más importante de Los Ángeles 84, no obstante, continuaba aquí siendo decisivo: los hermanos Petrovic, Ratko Radovanovic y Drazen Dalipagic eran los elegidos para llevar las riendas del siempre complicado carro yugoslavo. Pero en los hombres altos se llevó a cabo un significativo avance: los jóvenes Arapovic, Divac y los campeones de liga con el Zadar, Veljko Petranovic y Stojan Vrankovic, portaban prácticamente su carta de presentación bajo el brazo. También el escolta Danko Cvjeticanin, el cual acababa de cumplir su primer año en la Cibona, representaba una novedad. Los más expertos Cutura, Mutapcic y Radovic completaban el cartel elegido por el trío Kresimir Cosic (principal), Zoran Slavnic y Dusan Ivkovic.
Pero, sin duda, la gran favorita para acabar llevándose el gato al agua era la Unión Soviética. Y es que observando los nombres elegidos en aquella cita, uno no hace más que preguntarse cómo es posible que fueran vencidos en la final por los inexpertos americanos. Hombres aún jóvenes, pero con experiencia internacional más que demostrada: Valdis Valters, Valdemaras Homicius, Rimas Kurtinaitis, Heino Enden, muchos de ellos en el mejor momento de su carrera, Alexander Volkov, Valery Tikhonenko, Vladimir Tkachenko y Arvydas Sabonis, eran todo lo que un entrenador o seleccionador puede anhelar para fabricar un equipo campeón. La única explicación que puede encontrarse es la presunta escasa forma física de Sabonis, se especuló en su tiempo que ya estaba seriamente tocado en su tendón de Aquiles, o también la ineptitud del seleccionador Obukhov.
Los estadounidenses eran los segundos en el ranking de apuestas. Los universitarios comandados por el coach de Arizona, Lute Olson, presentaban como máxima figura al prometedor pívot de la Navy David Robinson, en su primera aparición internacional, y a un grupo de hombres pequeños de calidad, Tommy Amaker, Kenny Smith, Steve Kerr y un pigmeo de menos de 1,60 que durante el torneo resultó más decisivo de lo que se esperaba, sobre todo por una circunstancia puntual, Tyrone Bogues. El «4» Charles Smith también aportaba por primera vez su capacidad anotadora y reboteadora al conjunto americano.
El grupo de outsiders o de underdogs, como dicen los angloparlantes, lo componían Brasil, España, Italia y, a un nivel ligerísimamente inferior, Argentina, Grecia, Canadá e Israel. En Brasil no faltaban a la cita los habituales Oscar Schmidt, los hermanos De Souza, Gerson Victalino e Israel, todos ellos guiados por Ary Ventura Vidal. En España, Antonio Díaz Miguel llevaba a los de siempre, exceptuando una pequeña revolución en los bases, Joan «Chichi» Creus y «Quimet» Costa volvían al equipo nacional. Por Italia, un nombre por encima de todos, Antonello Riva. Argentina ha sido tradicionalmente una escuadra aguerrida y competitiva, pero en aquella época no disponían de la calidad de hoy en día de los Ginobili, Noccioni, Oberto o Scola. A pesar de ello, los nombres de Marcelo Milanesio, Héctor «el Pichi» Campana o Hernán «el loco» Montenegro aún suenan en los oídos de los buenos aficionados como históricos de la albiceleste.
Grecia, a un año vista de su mayor hazaña deportiva, era básicamente el trío Yannakis, Fassoulas y Gallis. En cuanto a Canadá, hacer notar que Jack Donahue volvía a contar con los triunfadores de Los Angeles, destacando a Jay Triano y Greg Wiltjer. Lo más representativo de Israel era su letal dúo exterior, el mítico Micky Berkovitz y su sucesor Doron Jamchi.
En cuanto a los resultados deportivos, no hubo demasiadas sorpresas: paseo militar de la URSS en su grupo, pasando de los no puntos en todos sus encuentros excepto ante Angola, donde jugaron al 50%. Australia resultó la decepción, cuarto puesto y eliminada a las primeras de cambio.
También primera posición para Estados Unidos en su sede, ganando sus cinco partidos, pero sufriendo más de la cuenta ante sus vecinos portorriqueños, 73-72. Italia y China pasaron como segundos y terceros, respectivamente, dejando a Puerto Rico y Alemania con un palmo de narices.
En el grupo de España, tras un titubeante comienzo, Brasil se aupó a lo más alto, dejando a los anfitriones compuestos y sin el ansiado primer lugar. Bien es cierto que España agotó su dosis de buena suerte al ganar a Francia y Grecia por los pelos. En el partido decisivo el mejor Oscar resurgió para hundir a los nuestros en la miseria. Era importante pasar a la segunda fase sin derrotas para tener posibilidades de entrar en el cuarteto de honor; lamentablemente España se dejó una por el camino, lo que a la postre influyó, y de qué manera, en el relativo fracaso del equipo nacional.
En Canarias solamente Canadá (83-80) opuso resistencia a Drazen Petrovic y Yugoslavia en su sencillo caminar. Para ser sinceros no sólo Canadá, también el público. Era la época en que Drazen era odiado no sólo en Madrid, sino en el resto de España, y a fe que el propio interesado no ayudó a calmar los ánimos tras el partido ante los canadienses. En un gesto antideportivo, el carácter y el orgullo mal entendido de Drazen salió a pasear dirigiendo al respetable unos sonoros cortes de manga que encresparon al máximo el ambiente para futuros encuentros. En el plano deportivo, Drazen se salió literalmente en esta primera fase con actuaciones memorables ante los citados canadienses, argentinos y holandeses, y dejándose llevar ante las cenicientas Malasia y Nueva Zelanda. Por cierto, aparte de la figura indiscutible de Drazen Petrovic, para lo bueno y para lo malo, lo único que sacó a los aficionados del aburrimiento fue la canasta de Danko Cvjeticanin desde su campo en el partido ante Malasia. Tres puntos y un coche de regalo por parte de la organización.
Llega la segunda fase y quedan diseñados los nuevos grupos. Los tres clasificados del grupo de España (Brasil, Grecia y la propia España) se emparejan con los tres del grupo gallego (URSS, Israel y Cuba). Por otro lado, los tres del grupo canario (Yugoslavia, Canadá y Argentina) pasan con los tres de Andalucía (Estados Unidos, Italia y China).
Tanto Brasil como España vencen a israelíes y cubanos y sucumben ante los favoritos soviéticos (España realizando su mejor encuentro 88-83), por lo que será la URSS y los sudamericanos los que pasen a las semifinales.
Por la otra parte del cuadro Argentina da la campanada, nunca mejor dicho, y vence a los imbatidos americanos (74-70) en un partido memorable de «Pichi» Campana y de la defensa en conjunto. Yugoslavia va venciendo también sin problemas a Italia y China, pero les esperan los yanquis para dilucidar el primer puesto y evitar a los favoritos soviéticos en semifinales. Y ocurre lo que nadie espera…
MUGGSY
A decir verdad, que Estados Unidos derrote a Yugoslavia en un campeonato mundial o en unos Juegos Olímpicos no se puede catalogar como sorprendente, pero sí la manera en que se produjo. Los yugoslavos anotaron la ridícula cifra de 60 puntos y el principal culpable fue un jugador que apenas levantaba 157 centímetros del suelo, Tyrone Curtis Bogues, más adelante conocido en el mundo como Muggsy Bogues consiguió frenar a Petrovic de la manera que nadie lo había hecho nunca, a base de rapidez, piernas y molestando todo lo posible los de por sí imparables movimientos ofensivos de la estrella yugoslava. Drazen en esa época no desarrollaba su juego de la manera en que años más tarde lo haría en la NBA (sobre todo en los Nets), es decir, básicamente salir de bloqueos ciegos y armar el tiro rápidamente, sino que se constituía en el director de juego y ejecutor al mismo tiempo; él se trabajaba el tiro a base de movimientos de pies, fintas y amagos de todo tipo. Pero Bogues era tan veloz y sutil que contrarrestó de manera brillante sus armas y fue capaz de dejar a la máxima figura europea en su mejor momento en unos magros 12 puntos, con unos porcentajes discretísimos. Sin su referente ofensivo, Yugoslavia perdió el norte en la cancha y acabó con un 69-60 en contra, la segunda posición en el grupo y el billete rumbo a Madrid, donde les esperaba el coco, la Unión Soviética.
Tyrone Bogues volvió a su país siendo conocido como el hombre que había secado a Petrovic. Los americanos no perdieron ocasión de mofarse y menospreciar al baloncesto europeo con frases como «si un jugador como Bogues ha sido capaz de frenar a la máxima estrella europea…». El final de la frase imagínenlo ustedes.
Sin embargo, Muggsy llegó a ser en la NBA mucho más que el jugador marginal que la mayoría de expertos intuían, superando incluso las previsiones más optimistas. En la universidad de Wake Forest, este jugador nacido el 9 de enero de 1965 en Baltimore (Maryland) consiguió unas estadísticas más que notables, en su último año, por ejemplo se elevó a 14,8 puntos y 9,5 asistencias por encuentro desde su posición como base titular, pero nadie daba un duro por su adaptación a la terriblemente exigente NBA.
Los malos augurios no se cumplieron. Muggsy desarrolló una amplia y fructífera carrera entre las franquicias de Washington, Golden State, Toronto y, sobre todo, Charlotte Hornets (donde permaneció nueve temporadas completas). Junto a Larry Johnson y Alonzo Mourning consiguieron formar un equipo competitivo y respetado en la primera mitad de los 90. Robos de balón, intensidad, dirección de juego y una extremada velocidad, como es lógico, constituían las virtudes que el pequeño Bogues podía aportar a la química del conjunto, y en cantidades industriales. Muggsy acabó sus días como profesional en los Toronto Raptors en 2001 contabilizando 7,7 puntos y 7,6 asistencias de promedio en temporada regular en catorce años. No está mal para alguien al que se consideraba pequeño incluso para cualquier otro deporte en el nivel de alta competición, y que acabó subiéndose a las barbas de gigantes que le superaban en más de medio metro. Su antecesor como representante de los más pequeños de la clase en la NBA (Anthony «Spud» Webb) nunca llegó a las alturas (metafóricamente hablando) del diminuto Tyrone; deseemos que algún sucesor, como Earl Boykins actualmente, alcance sus logros.
Ni que decir tiene que Drazen Petrovic y Muggsy Bogues volvieron a enfrentarse más de una vez en acontecimientos futuros, ya en la NBA. Sin embargo la situación había cambiado sustancialmente: Drazen era ya una estrella mundial en los Nets; además no se vieron las caras directamente, sólo en ocasiones puntuales. El resultado no se pareció en nada al de unos años antes.
«RUSIA, RUSIA»
«Quisiera ver la reacción del público español con los tanques soviéticos entrando en Madrid. Deportivamente hablando deseo lo peor para España y el Real Madrid». Son las declaraciones propias de alguien que ha sufrido un calentón de proporciones bíblicas, los comentarios desafortunados de un jugador al que particularmente le dolía cualquier tipo de derrota, y más ésta, por cómo se fraguó y bajo qué condiciones. Yugoslavia era apeada por segunda ocasión consecutiva de la posibilidad de alcanzar la final de un campeonato mundial, y Drazen Petrovic era el vivo ejemplo de la desesperación y de la incredulidad.
Las premisas bajo las cuales se disputaba la semifinal entre estos dos encarnizados rivales desde luego no resultaban favorables a los intereses del país balcánico: los hermanos Petrovic (evidentemente sobre todo Drazen) eran en ese momento el blanco de los odios del 80% de la afición al deporte de la canasta en España (el 20% restante podríamos encontrarlo en la Demencia Estudiantil y en la hinchada azulgrana) debido a sus enfrentamientos deportivos y extradeportivos con el Real Madrid. Además Drazen había hurgado más profundamente en la herida aún sin cicatrizar con sus teatrales cortes de manga dedicados al público tinerfeño en su partido de primera fase ante Canadá. Los ánimos estaban calientes y Madrid no se lo perdonaría, aprovecharía la mínima oportunidad para la venganza.
Petrovic se distinguió a lo largo de su carrera por sus altisonantes declaraciones a la prensa, la mayoría de ellas fruto de una extraña combinación de espontaneidad, premeditación y un ánimo palpable de provocación y notoriedad. Su alusión a los tanques soviéticos, sin embargo, tuvo más de espontaneidad que de otra cosa. A pesar de todo, era un tipo demasiado listo como para, como vulgarmente se dice, caer en un renuncio, lo que se demostró pocos meses después cuando con el discurso preparado para arengar a las masas blaugranas tras su más que cantado fichaje por el Barcelona, supo cambiarlo rápida y radicalmente al saberse que la situación había sufrido un vuelco espectacular y el destino ahora era el eterno rival blanco. Por lo tanto, tras lo ocurrido en Madrid ese lejano día de agosto de 198o nadie podía prever que los destinos de Drazen Petrovic y el Real Madrid convergerían en un punto común muy poco tiempo más tarde.
El encuentro se presentaba como la lucha de los dos mejores jugadores de Europa del momento, de las dos mejores selecciones históricamente, de los dos mejores palmares y de dos estilos de juego totalmente distintos: la técnica, la inteligencia y la imaginación yugoslava contra el aplastante rodillo soviético y su poderío físico. La expectación era máxima, la tensión se palpaba en el ambiente.
El encuentro respondió a las expectativas. No es que fuera un dechado de técnica pleno de jugadas para la galería, pero ocurrió lo que a veces sucede en el cine, un final prodigioso puede convertir una película por lo demás normal en un clásico. Y este partido es un clásico del baloncesto con mayúsculas, con un desarrollo que no se sale demasiado del guión de igualdad y de incertidumbre, pero con un final extraordinario, sorprendente y hasta cierto punto cruel.
Drazen Petrovic jugó un buen partido en conjunto. En la primera parte anotó 17 puntos, y suyas fueron las acciones más espectaculares, culminándolas con una canasta en el último segundo, tras recorrer toda la pista, que puso en ventaja a los suyos. Su reacción consiguiente, levantando los puños y celebrándolo como si hubiera sido la decisiva del partido empezó a calentar a la gente. Por los soviéticos, Sabonis encontraba el aro rival, pero curiosamente más allá de los 6,25, dentro de la zona sólo anotó una canasta en 45 minutos de juego. Hasta cuatro triples llegó a convertir el gigante lituano, los cuales unidos a su trabajo de desgaste (cuatro pívots rivales eliminados) fueron minando la resistencia yugoslava. Belostenny y Tikhonenko también realizaron un buen trabajo para el equipo rojo.
En la segunda parte Drazen bajó ligeramente el rendimiento, pero aun así los yugoslavos dominaron el marcador aunque sin ventajas claras. Al final unos tiros de media distancia de Zoran Cutura y la ayuda de Aleksandar Petrovic ponían aparentemente la puntilla en la frágil moral soviética. Con apenas 50 segundos por jugar ocurrió lo que todos recordamos, tres triples consecutivos que igualaron el marcador combinados con inexplicables errores plavis, todo esto con el público madrileño absolutamente decantado no del lado soviético, sino del anti-yugoslavo, mostrando además un ligero desconocimiento del mapa político europeo y de geografía básica. ¿Qué pensaron los lituanos Sabonis o Kurtinaitis, el kazajo Tikhonenko, el ucraniano Volkov o el letón Valters al oír los gritos del público «Rusia, Rusia»? Es una pregunta que me hice en aquel momento y de la que no conozco la respuesta. Algo de incredulidad y bastante extrañeza, supongo.
Da igual quien hubiera estado frente a Drazen Petrovic aquella tarde en el Palacio de los Deportes de Madrid, los gritos de ánimo habrían sido para ellos, no hay duda.
Sea como fuere, la jugada salió redonda, humillante derrota yugoslava, Petrovic fallando tiros libres decisivos celebrados con algarabía por la entregada concurrencia y los favoritos soviéticos a la final. En la prórroga no fue necesario un gran juego, sólo una canasta de Tarakanov y cuatro tiros libres de Sabonis contrarrestaron el único triple de Petrovic en el partido y una canasta de Divac.
El equipo yugoslavo se rehízo lo suficiente como para no pasar apuros en el partido por la medalla de bronce, el 117-91 final refleja bien a las claras la superioridad balcánica sobre los conformistas brasileños. El encuentro supuso el brillante colofón a la carrera como internacional del gran mito Drazen Dalipagic, todavía en un excelente estado de forma, como demostraría aún con su estancia varias temporadas más en el Pallacanestro italiano. Drazen entregaría el simbólico testigo a su tocayo Petrovic, elegido mejor jugador del torneo y tercer máximo anotador del mismo.
En la final, los jóvenes talentos estadounidenses comandados por su entrenador (Lute Olson) derrotaron a los favoritos, los más experimentados soviéticos, dirigidos por un cero a la izquierda (Obukhov), con su juego antediluviano de cortes continuos y poderío físico, pero esta vez sin el público de su parte.