4. La gran pelea

PRIMEROS PASOS EN LA SELECCIÓN

El palmares de Drazen Petrovic en las distintas selecciones y en las distintas categorías en las que jugó se puede catalogar como amplio, destacado y exitoso, pero lejos de alcanzar las cotas de otros prodigios del baloncesto continental en toda su historia. Motivos se pueden esgrimir muchos y muy variados: un cierto declive en la selección yugoslava cuando él empezaba a despuntar, la desmembración del país cuando éste estaba llamado a marcar época en Europa en cuanto al baloncesto se refiere y, por último, la encarnizada rivalidad con las dos potencias mundiales, Estados Unidos y la Unión Soviética.

Desde 1981 hasta 1993, exceptuando 1991, en el apogeo de la guerra en los Balcanes, Petrovic no faltó a ninguna cita importante en las dos selecciones cuyo uniforme defendió, al principio en las categorías inferiores de Yugoslavia, más tarde en las absolutas de Yugoslavia y Croacia.

En 1981 ya podemos encontrar al joven Drazen en el campeonato cadete de selecciones europeas de Salónica (Grecia), donde su equipo sólo pudo ser quinto al final, pero donde sus 225 puntos le encumbraron como máximo anotador y mejor jugador del torneo. En junio de 1982, con sólo diecisiete años y ocho meses, se produce el debut de Drazen Petrovic en la selección absoluta de Yugoslavia de la mano del viejo maestro Ranko Zeravica en un torneo amistoso preparatorio para los mundiales de Colombia; el lugar elegido es Forli (Italia). Drazen se ve con posibilidades de acudir al mundial de Cali; es sin duda la mayor promesa en Yugoslavia, pero se lleva su primera gran decepción, no es convocado para la absoluta y sí para la selección juvenil, que disputaría el europeo en la ciudad búlgara de Dimitrovgrad. Finalmente, Yugoslavia es segunda, sólo cediendo ante la Unión Soviética de José Biriukov, su futuro compañero en el Real Madrid, que además le supera en la anotación en la final, 34 contra 32. Otro viejo conocido de la quinta, Jordi Villacampa, es el máximo anotador del torneo, pero Petrovic es primero en asistencias y entra en el quinteto ideal de la competición.

En 1983, Drazen Petrovic juega en agosto el mundial júnior con su selección, torneo que se disputa en Palma de Mallorca y donde acuden algunas de las promesas más importantes (en Yugoslavia aparecen en el escaparate futuros internacionales absolutos como Franjo Arapovic, Velimir Perasovic, Danko Cvjeticanin, Zoran Jovanovic o Goran Sobin). Ciertos jugadores cuajarían años más tarde al mejor nivel; otros, sin embargo, no responderían a las expectativas que habían creado. Ejemplos del primer grupo podemos encontrar en el propio Petrovic, Arvydas Sabonis, el citado Cvjeticanin, Jordi Villacampa o el recordman de asistencias en un encuentro NBA, el estadounidense Scott Skiles. Como ejemplos del segundo grupo tenemos al por entonces casi encumbrado Predrag Bukimirovic o al saltarín Kenny «Sky» Walker. Sea como fuere, otro pequeño fracaso para Petrovic obteniendo un poco menos que deshonroso octavo puesto, con un buen partido ante los americanos con derrota final, 81-79, y poco más. Triunfo absoluto para los Estados Unidos ante la URSS, 82-78, pese a los 31 puntos de Sabonis. Los americanos contaban en sus filas, entre otros, con el citado Skiles, Walter Berry, Larry Krystkowiak, Kenny Walker o el mormón y futuro Celtic Michael Smith.

Pero algo más de dos meses antes Petrovic debuta en un torneo importante con su selección, en la última semana de mayo y la primera de junio de 1983. Se disputa el campeonato de Europa en Francia, en las sedes de Limoges, Caen y Nantes. Cuatro hechos importantes nos deja aquel torneo ya muy lejano en el tiempo: el gran nivel de España, la seriedad de Italia, el final de una generación prodigiosa y la vergüenza, el espectáculo deprimente, que ya pasados más de veinte años resulta hasta cómico, la gran tángana.

FRANCIA 83

Doce escuadras comparecían a la cita divididas en dos grupos de seis. En la sede de Limoges, España, Suecia, Grecia, Yugoslavia, Italia y los anfitriones; en la sede de Caen, URSS, Holanda, Alemania, Israel, Polonia y Checoslovaquia. Los favoritos estaban claros en este segundo grupo, la intratable Unión Soviética, campeona mundial un año antes en Cali (Colombia), cuando derrotó 95-94 en la final al equipo americano de John Pinone, Glenn «Doc» Rivers y Antoine Carr. En el primer grupo la cosa no estaba tan clara, al menos tres equipos se disputaban las dos primeras plazas que daban paso a las semifinales directas (Italia, Yugoslavia y España), pero sin olvidar a los anfitriones, con un equipo joven y con proyección, aunque no del nivel de los anteriores, y la Grecia de los Gallis y Yannakis.

La URSS, como estaba previsto, barrió a sus cinco oponentes y fue primera de grupo. La suerte sonrió en esta ocasión a Holanda, que fue segunda por basket average, empatada con Alemania. Los soviéticos componían un bloque potentísimo a las órdenes del viejo zorro Alexander Gomelski. Sólo con la nómina de pívots ya podían asustar al más pintado: el jovencísimo Arvydas Sabonis, Alexander Belostenny y el inmenso Vladimir Tkachenko; pero ahí no acababa la cosa, el mítico Anatoli Myshkin encabezaba los aleros, con Sergei Tarakanov, Sergei Iovaisha y el resto de los lituanos a su vera y el veterano Stanislav Eremin como base y cerebro de la escuadra, con Valdis Valters de guardaespaldas de lujo.

En el primer grupo, España disponía de una generación joven que le daría bastantes alegrías a lo largo de la década y alguna que otra decepción también, dicho sea de paso; los Epi, Sibilio, Solozábal, Iturriaga, Romay, Corbalán, De la Cruz y el letal dúo interior Fernando Martín y Andrés Jiménez fueron el sustento de la selección hasta el mundial de 1986 y trajeron la medalla olímpica a nuestro país en 1984 (la única de nuestra historia).

Italia traía una escuadra potente y equilibrada, una seria aspirante a medalla, con jugadores expertos e inteligentes, el eterno capitano Dino Meneghin, los bases Pierio Marzoratti y Roberto Brunamonti, los jóvenes Antonello Riva, Enrico Gilardi y Ario Costa y los experimentados Romeo Sachetti, Marco Bonamico, Renato Villalta y Renzo Vechiatto. Garra, sabiduría y, si hacía falta, marrullería a raudales.

En la Yugoslavia del dúo responsable Pino Djerdja y Josip Drvaric (tercer cambio en tres años, y tampoco duraron demasiado), las aguas bajaban un poco revueltas, se olía que la generación de oro de 1980 en Moscú estaba dando sus últimos coletazos. A pesar de ello, la escuadra era respetable: como pívots el veteranísimo Kreso Cosic, en su última aparición internacional, Milenko Savovic, Ratko Zizic, Ratko Radovanovic y Zeljko Poljiak; como aleros Drazen Dalipagic, Ivan Sunara y Goran Grbovic; como escoltas puro el teenager Drazen Petrovic y Mr Europa, el inimitable Dragan Kikanovic, y como bases Petar Vilfan y Zoran Slavnic. Un equipo que lo había sido todo.

España comienza con dos encuentros de infarto, derrota por la mínima ante Italia, con canasta en el último segundo de Marzoratti, tras pasos clarísimos de Villalta, y victoria ante Yugoslavia también por la mínima, 91-90, la primera en lustros, con tres tiros en los tres últimos segundos que fueron escupidos literalmente por el aro, obra de Petrovic, Vilfan y Radovanovic, «el milagro de Limoges». España ganó más cómodamente sus tres últimos partidos y se quedaba en buena disposición para entrar en semifinales.

Se llega a la última jornada con todo por decidir, España con un balance de 3-1, Italia 4-0 y Yugoslavia 3-1, pero todavía falta el encuentro definitivo entre los archirrivales Italia y Yugoslavia (a decir verdad, ¿quién de entre sus oponentes no ha definido a Yugoslavia como tal?). A España, que cuenta con ganar a Grecia posteriormente, sólo le condena un resultado, que Yugoslavia gane a Italia por un punto. Yugoslavia necesita ganar por dos o más para echar a los italianos y éstos mandan a los plavi a casa con cualquier resultado victorioso. Las espadas están en todo lo alto; comienza el partido.

PLAVI VS. AZZURRI

El primer período es igualado y tenso, muy tenso, viejos conocidos se encontraban por enésima vez en un campo de juego, y además en un envite decisivo. Mediado el período, en un bloqueo que le hacen al alero trasalpino Marco Bonamico, éste intenta salir a codazo limpio del mismo para no perder a su hombre y golpea en el hombro a Dragan Kikanovic, el cual tiene que ir al banquillo para el resto del primer tiempo y parte del segundo con un aparatoso hematoma. Kicia empieza a calentarse y en su cabeza se ve que se está fraguando algo poco bueno. Yugoslavia se va al descanso con un meritorio y esperanzador 42-36, después de una canasta en el último segundo de Slavnic. Pero comienza el definitivo período y la decoración cambia rápidamente: Villalta y Gilardi encadenan canastas consecutivas y enardecen a sus compañeros y a los tiffosi que habían acudido a la no muy lejana Limoges; del 36-42 para Yugoslavia se pasa casi en un abrir y cerrar de ojos al 50-48 para Italia y minutos más tarde al 60-54. Kikanovic vuelve al campo para arreglar el desaguisado, pero lo único que hace es jugar en individual, falla tres tiros consecutivos ante la gran defensa italiana y pone sus nervios a flor de piel, está más irascible que nunca. Se empieza a oler la tángana en cuanto alguien encienda la mecha. Llega el minuto 15 de la segunda parte y el marcador señala un 74-62 para los azzurri, y la mecha se enciende por fin. La gran pregunta es quién. La respuesta, aunque no se lo crean, es Drazen Petrovic. Todo el mundo recuerda a este particular Dr. Jeckyll en sus gestas deportivas, pero casi nadie el primer gran escándalo a nivel internacional de este Mr. Hyde del baloncesto. Para su disculpa, debemos decir que simplemente se trató de una acción antideportiva de las que pueden suceder a lo largo de un partido, pero ésta fue, por los hechos que sucedieron posteriormente, la más significativa.

LAS TIJERAS VOLANTES

Nuestro protagonista salta a la cancha con el marcador en contra para Yugoslavia, y se llega al citado 74-62 con posesión para los plavi y cinco minutos por jugar. Lo que sucede a continuación es propio de una mala película del oeste. Radovanovic fuerza el tiro, falla y el balón sale rebotado hacia la derecha, en donde Gilardi tiene ganada la posición y detrás está Drazen Petrovic. Éste, que a pesar de contar con sólo dieciocho años ya se sabe todas las triquiñuelas habidas y por haber aprendidas de unos buenos maestros, agarra al italiano y tira de él hacia atrás disimuladamente, cayendo los dos al suelo, para que parezca falta del defensor. Es uno de los trucos más viejos del baloncesto y Dino Meneghin siempre fue uno de los más aventajados practicantes del mismo; por cierto, que se lo pregunten a Rafa Rullán, sin ir más lejos. Gilardi, reacciona como buen italiano del sur y se encara con Drazen, el cual rehúye el contacto y se marcha algo asustado. Pero en esto que Petar Vilfan increpa al jugador del Banco di Roma y Romeo Sachetti le tira de los pelos hacia atrás en una maniobra un tanto cobarde. Y entonces se arma, empujones varios por doquier e intercambio de improperios como regalo para los oídos de filólogos de ambas lenguas, el italiano y el serbo-croata. Pero la cosa parece que no va a pasar a mayores, la sangre no llega al río de momento. Se forman corrillos para apaciguar los ánimos, pero el que forman Kikanovic y Villalta, entre otros, se deshace enseguida. Kicia le propina sin venir a cuento una patada en los testículos a Renato Villalta que le deja en el suelo por unos segundos, el yugoslavo enloquece definitivamente, sale corriendo y es placado al alimón por el seleccionador italiano Sandro Gamba y por el entrenador Salvatore Galleani hacia las vallas de la prensa. Allí ya se ven patadas, codazos y empujones por todos lados en un espectáculo dantesco, Renzo Vechiatto y Ratko Radovanovic se las tienen por un lado, «Moka» Slavnic le pega encima de la mesa de anotadores varios puntapiés en la cara al osado Galleani, y en otro punto de la cancha, y en la acción más recordada y comentada de todas las que salpicaron este singular enfrentamiento, el serbio Goran Grbovic le pega un croché directo al mentón al capo Meneghin, éste le persigue para devolvérsela, pero para protegerse Grbovic saca unas tijeras del botiquín y se encara con el italiano; lo nunca visto.

Menos mal que la policía acudió presta a poner paz en medio de la trifulca. En otro orden de cosas, los árbitros se debieron dormir durante los largos e interminables segundos que duró la representación porque sólo eliminaron a Meneghin, ¡por cometer la quinta falta! La FIBA no se atrevió a sancionar a nadie debido seguramente a la gran influencia en el concierto europeo que tenían por aquel entonces ambos países. ¿Qué habría pasado si se forma una similar en la actualidad entre Dinamarca y Letonia, por poner un ejemplo? Allí no queda sin sanción ni el médico y las selecciones vetadas sin participar en competiciones internacionales por dos años, al menos. No hay nada como tener poder e influencia, indudablemente.

Al final, los italianos acabaron venciendo y casi humillando a los hundidos yugoslavos, 91-76, y echándolos de las semifinales. Al menos se produjo el protocolario saludo entre los contendientes, incluido uno entre Meneghin y el todavía pálido Grbovic. Como dicen los futboleros argentinos, lo que sucede en la cancha no debe salir de ahí.

Petrovic empezó, más bien continuó, aquí la larga lista de escándalos en los que estuvo de un modo u otro involucrado; no fue, sin embargo, más que un actor meramente secundario en esta ocasión. Por supuesto, los furibundos detractores del as balcánico casi exclusivamente se fijan en su vertiente maliciosa; otros prefieren mirar a otro lado y perdonar esos pecados de juventud.

EL FIN DE UNA ÉPOCA

El torneo sigue su curso e Italia domina plácidamente a Holanda en la primera semifinal, 88-69, sin emplearse a fondo. En la segunda salta la sorpresa agradable y España acaba con los campeones del mundo, 95-94, en una grandiosa actuación de Epi, con canasta decisiva a falta de pocos segundos. La final está servida, cien por cien latina. Pero Italia llega más fresca a las postrimerías del disputado partido y se hace con el título, 105-96. Pese a esta decepción, el estatus alcanzado por nuestro país ya es bastante elevado.

Mientras, Yugoslavia deambula por los partidos de consolación, cae ante Israel y gana a Alemania, para alcanzar el séptimo puesto, un sonado fracaso en toda regla. Sólo Petrovic mantiene el tipo en un soplo de juventud digno de destacar. El puesto de seleccionador cambia inmediatamente de dueño, o dueños, y vuelve a Mirko Novosel, que conducirá a los yugoslavos hasta los Juegos Olímpicos de Los Angeles, en los que están ya clasificados como vigentes portadores de la medalla de oro.

Sale a la luz la desolación, la gran generación de los setenta y primeros ochenta ha dicho su último adiós. Mirza Delibasic ya no acude a Francia, Slavnic, Kikanovic y Cosic, probablemente tres de los diez mejores exponentes del talento balcánico de todos los tiempos, no volverán, y sólo queda como islote Drazen Dalipagic, que permanecerá hasta 1986 en la selección. A partir de entonces se inicia un período de renovación marcado por Novosel y continuado por Kreso Cosic y Dusan Ivkovic, que desembocará en la generación de oro de los últimos ochenta. El conductor de la nave hasta ese momento será, como es bien sabido, el irrepetible Drazen Petrovic.