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—Hacíamos una pareja estupenda.

—Ahora, la única que está de buen ver eres tú.

Dientes flojos, dolorido.

—Estás cambiado, David.

—Claro, mírame.

—No es eso. Es que llevamos cinco minutos juntos y todavía no me has pedido que te diga cosas.

Glenda: bronceado de camarera de autorrestaurante, casi flaca.

—Sólo quiero mirarte.

—He tenido mejor aspecto.

—Seguro que no.

Ella me tocó el rostro:

—¿Yo lo merecía?

—Costara lo que costase.

—¿Tal cual?

—Sí, tal cual.

—Deberías haber cogido ese contrato para el cine, cuando tuviste la oportunidad.

Bolsas de dinero junto a la puerta. El tiempo, acabándose. Glenda dijo:

—DIME cosas.

Vuelta a entonces, remontándome a siempre: se lo conté TODO.

A veces, dudé: el puro espanto me dejo mudo. Y ese silencio, elocuente: tú, dime a mí.

Unos leves besos dijeron NO.

Se lo conté todo. Glenda escuchó, casi hechizada. Como si supiera. La historia flotó entre nosotros. Besarla era doloroso; sus manos dijeron, «déjame».

Me desnudó.

Se desvistió justo fuera de mi alcance.

Me excité poco a poco: sólo déjame mirar. Glenda, manos suaves, persistentes, dentro de ella. Medio loco de sólo mirarla.

Ella se colocó encima de mí, sin tocarme el cuerpo magullado. Sólo mirarla no era suficiente; tiré de ella.

Su peso sobre mí fue una tortura. La besé con fuerza para abrirme paso entre el dolor. Ella empezó a correrse, el dolor cedió, me corrí entre sus espasmos.

Abrí los ojos. Glenda enmarcó mi rostro con sus manos. Sólo mirándome.

Dormido: el día da paso a la noche. Despierto sobresaltado. Un reloj junto a la cama: 1.14.

26 de enero.

Una cámara en la cómoda de la ex esposa de Pete. Comprobé el carrete: quedaban seis fotos.

Glenda se desperezó.

Fui al baño. Un plato con las ampollas de morfina; abrí una y la mezclé con agua.

Me vestí.

Metí doscientos de los grandes en el bolso de Glenda.

El dormitorio…

Glenda, bostezando con los brazos estirados. Sedienta. Le ofrecí el vaso de agua.

Lo apuró. Un par de vueltas en la cama, arrebujada bajo la sábana, y dormida otra vez.

La contemplo.

Una media sonrisa roza su almohada. Un hombro al descubierto: las viejas cicatrices, de un tono bronceado.

Saqué fotos:

Su cara. Ojos cerrados, sueños que nunca me contaría. Luz de lámpara, luz de flash: cabellos rubios sobre las sábanas blancas. Rebobiné el carrete.

Cogí las bolsas del dinero. Pesadas, obscenas. Crucé la puerta reprimiendo unos sollozos.