19
Hollywood Hills, un caserón de estilo español junto a Mulholland. Luces encendidas, el coche de Glenda frente a la puerta. Veintitantas habitaciones: el picadero supremo.
Aparqué; los faros en un Chevrolet del 55. Familiar, malo: el coche de John Miciak.
Me aseguro, pongo las luces largas: calcomanías de Hughes Aviación en el parachoques trasero.
Silencio de madrugada: grandes ventanales a oscuras, sólo una iluminada.
Me apeo y escucho. Voces —él, ella— amortiguadas.
Me acerco, pruebo la puerta principal. Cerrada. Voces: la de él, irritada; la de ella, tranquila. Rodeo la casa y escucho. Miciak:
—…podrías tenerlo peor. Escucha, tú cumple conmigo y sigue fingiendo con Klein. Le he visto acudir a verte a Griffith Park y, por lo que a mí respecta, puedes seguir liada con él. El señor Hughes no tiene por qué enterarse; tú pórtate bien conmigo y consigue de Klein ese dinero que quiero. Sé que lo tiene porque está relacionado con algunos hampones. Me lo ha dicho el propio señor Hughes.
Glenda:
—¿Cómo sé que sólo es cosa tuya?
—Porque Harold John Miciak es el único tipo de Los Ángeles lo bastante hombre como para meterse en los asuntos del señor Hughes y de ese policía que se cree tan duro.
Un rodeo hasta la ventana del comedor. Rendijas en las cortinas. Observo:
Glenda retrocediendo poco a poco; Miciak avanzando hacia ella, contoneando las caderas.
Movimientos lentos, los dos. Detrás de Glenda, un juego de cuchillos.
Probé a abrir la ventana. No cedió. Glenda:
—¿Cómo sé que sólo es cosa tuya?
Una mano tantea a su espalda, la otra extendida delante: «Acércate más.» Su voz:
—Creo que nos vamos a entender.
La parte trasera de la casa, una puerta lateral; cargué con el hombro, cedió, entré a la carrera.
El pasillo, la cocina, allí…
Un cuerpo a cuerpo: él, alargando las manos; ella, asiendo cuchillos con las suyas.
Entumecido, a cámara lenta. Incapaz de moverme. Paralizado, conmocionado, contemplo:
Cuchillos que descienden —sobre la espalda de Miciak, sobre su cuello— y se hunden hasta la empuñadura. Crujidos de huesos. Glenda hurgó en las heridas: ambas manos bañadas en sangre. Miciak revolviéndose CONTRA ELLA…
Otras dos hojas afiladas rasgan su carne. Glenda lanza estocadas a ciegas.
Miciak alcanza el juego de cuchillos, empuña una cuchilla de carnicero.
Me acerco trastabillando —las piernas, entumecidas—, huelo la sangre…
Miciak descargó un golpe, falló, se lanzó de nuevo a por el juego de cuchillos. Glenda la emprendió de nuevo: le hundió el metal en la espalda, en el rostro. La hoja afilada le arrancó las mejillas.
Barboteos/chillidos/gemidos: Miciak muriendo a gritos. Mangos de cuchillo sobresaliendo de su cuerpo en ángulos extraños.
Le arrojé al suelo, hurgué con los cuchillos, le rematé.
Glenda: ni un solo grito. Y esa mirada: CALMA, ya he estado aquí otra vez.
CALMA:
Apagamos las luces y esperamos diez minutos. Fuera, ninguna reacción. A continuación, planes: cuchicheos en voz baja, abrazados. Ensangrentados.
Por suerte, no había alfombra en el comedor. Nos duchamos y nos cambiamos de ropa (Hughes tenía un guardarropía masculino/femenino). Recogimos la ropa sucia y limpiamos el suelo, los cuchillos y la caja.
En un armario había mantas: envolvimos a Miciak en una de ellas y le encerramos en el portaequipajes de su coche. Las dos menos diez. Salí; volví a entrar. Ningún testigo. Salí de nuevo y regresé otra vez. Nuestros coches, aparcados en lugar seguro debajo de Mulholland.
Un plan. Una cabeza de turco: el Diablo de la Botella, el asesino en libertad favorito de Los Angeles.
Al volante del coche de Miciak, yo solo, hasta Topanga Canyon. Campo Infantil Hillhaven: difunto, territorio de vagabundos. Con la linterna, eché un vistazo a las seis cabañas: ningún indigente instalado allí.
Aparqué el coche fuera de la vista.
Lo limpié.
Arrojé el cuerpo dentro de una de las cabañas: la del Cachorro de Jaguar.
Estrangulé el cadáver para ajustarme al modus operandi del asesino. Lo arrastré sobre el serrín del suelo para obstruir las heridas. Lógica forense: los cuerpos extraños de las heridas impedían determinar el tipo concreto de arma blanca utilizado.
Lógica de la esperanza:
Howard Hughes, reacio a la publicidad, tal vez no pusiera mucho interés en encontrar al asesino de aquel hombre.
Regresé a la autopista de la costa caminando. Rezumando un miedo CALMADO…
Acosado esporádicamente por presuntos perseguidores.
Ser seguido aquella noche significaría lamentarlo el resto de la vida.
Glenda me recogió en la autopista. De vuelta en Mulholland, cada uno en su coche hasta mi casa.
Acostados, sólo para hablar. Conversación trivial, por voluntad de ella. La escena de los cuchillos en Cinemascope y Technicolor. Me esforcé en convencerme que no le había gustado hacerlo.
Descargué un puñetazo en la almohada junto a su rostro. Enfoqué la lámpara de la mesilla de noche a sus ojos. Le dije: Mi padre mató un perro a tiros/yo incendié su cobertizo de herramientas/él pegó a mi hermana/yo le disparé, la pistola se encasquilló/esos jodidos Dos Tonys maltrataron a mi hermana/me los cargué/maté a otros cinco hombres/cogí dinero… ¿Qué te da derecho a jugar tan fuerte?
Golpeo la almohada, obligo a Glenda a hablar. Sin elegancia, sin lágrimas:
Glenda iba de un sitio a otro, sirviendo bandejas en autorrestaurantes, aspirante a actriz. Se acostaba por dinero para pagar el alquiler; un tipo se lo contó a Dwight Gilette. Él le hizo una propuesta: enviarle clientes, al cincuenta por ciento. Ella accedió y cumplió: la mayoría, pelagatos. Una vez, Georgie Ainge; sin malos tratos por parte de éste, pero palizas habituales de Gilette.
Se volvió loca. Le entró esa idea de aspirante a actriz: comprarle un arma a Georgie y asustar a Dwight. La aspirante a actriz, ahora con utilería: una pistola de verdad.
Dwight le hizo llevar a las «sobrinas» de él a casa de su «hermano» en Oxnard. Fue divertido: dos negritas espabiladas. Una semana después, sus fotos en la tele:
Dos niñas de cuatro años encontradas muertas en una alcantarilla de Oxnard. Torturadas, violadas y muertas de hambre.
La aspirante a actriz, chica de los recados. Ahora, actriz de verdad. Un pensamiento:
Matar a Gilette. Antes de que envíe más niñas al matadero.
Lo hizo.
No le gustó hacerlo.
De cosas así, uno no sale tan fresco; sale arrastrándose como puede.
La abracé.
Hablé por los codos de los Kafesjian.
Champ Dineen nos arrulló el sueño.
Desperté temprano. Oí a Glenda en el baño, sollozando.