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Apreciados señor Hughes y señor Milteer: En las fechas 11, 12 y 13 de noviembre de 1958, Glenda Bledsoe participó activamente en actos de promoción publicitaria de varios actores que se encuentran actualmente bajo contrato con Variety International Pictures, en una flagrante violación legal del contrato vigente entre la señorita Bledsoe y Hughes Aviación, Herramientas, Producciones, etc. En concreto, la señorita Bledsoe permitió que la entrevistaran y fotografiaran con los actores Rock Rockwell y Salvatore «Touch» Vecchio, e hizo declaraciones sobre temas relativos a sus carreras profesionales más allá de lo relacionado con la producción y promoción de El ataque del vampiro atómico, la película en la que trabajan los tres en estos momentos.
En una nota posterior me extenderé en detalles más concretos, pero les adelanto que pueden dar por legalmente anulable el contrato de la señorita Bledsoe, quien puede ser llevada ante los tribunales, demandada por perjuicios económicos y vetada de futuras apariciones en películas producidas en estudios, según lo estipulado en varias cláusulas de su contrato con ustedes. Mi vigilancia continuada de Glenda Bledsoe no ha encontrado indicios de robos en domicilios de actrices; si faltan objetos de dichas viviendas, lo más probable es que los hayan cogido jóvenes de la zona, colándose por alguna ventana mal cerrada. Tales jóvenes sabrían que los domicilios sólo están ocupados intermitentemente y eso les habría dado la idea.
Les ruego me informen si desean que continúe la vigilancia de la señorita Bledsoe; sepan, insisto, que ya tienen ustedes información suficiente para emprender todo el procedimiento legal.
Respetuosamente,
David D. Klein
Amanecer, el remolque. Glenda, durmiendo; Lester, hecho un ovillo fuera, junto a la nave espacial.
Salí al aire libre; Lester se revolvió y dio un trago a una botella. Confabulación: el cámara y el director.
—Vamos, Sid, esta vez el vampiro jefe le arranca los ojos al tipo.
—Pero Mickey teme que esté haciendo las cosas demasiado asquerosas. Yo… no sé.
—¡Cielo santo! Tú coge al extra y échale un poco de sangre de mentira en los ojos.
—¡Coño, Wylie, déjame tomar un café antes de ponerme a pensar en sangre y vísceras a las siete menos diez de la mañana!
Lester se incorporó y se acercó tambaleándose. Cortes, contusiones.
—Siempre he querido ser un astro del cine. Quizá podría quedarme un par de días por aquí y hacer de vampiro negro…
—No, Breuning y Carlisle vendrán a buscarte. No te han cargado lo de Wardell Knox, pero ya encontrarán algo.
—No me siento con muchas ganas de huir.
—Hazlo. Te lo dije anoche: llama a Meg y dile de mi parte que tiene que ayudarte. ¿Quieres terminar muerto por resistencia a la detención cualquier perra noche, cuando ya creas que se han olvidado del asunto?
—No, me parece que no quiero. Vaya, señor Klein, nunca pensé que vería el día en que el señor Smith me diera una oportunidad.
—Le gusta mi estilo, muchacho. —Le hice un guiño a la Dudley.
Lester se alejó de nuevo hacia la botella. El director me miró con suspicacia. Volví al remolque sin inmutarme.
Glenda estaba leyendo mi nota.
—Esto sería mi muerte…, quiero decir, mi ruina en el mundo del cine.
—Tenemos que darles algo. Si aceptan eso, no presentarán acusaciones por robo. Y el informe desvía la atención puesta en las casas de actrices.
—No ha salido nada por la tele ni en los papeles.
—Cuanto más tiempo pase, mejor. Hughes podría denunciar su desaparición y el cuerpo será encontrado tarde o temprano. En cualquier caso, es posible que nos interroguen. Yo tuve unas palabras con él, de modo que debo considerarme un posible sospechoso, formalmente. Para mí no será problema y sé que para ti, tampoco. Los dos somos… ¡oh, mierda!
—¿…Somos profesionales?
—No seas tan cruel. Es demasiado temprano.
—¿Cuándo podremos dejarnos ver en público? —Glenda me tomó las manos.
—Tal vez ya lo hemos hecho. No debería haberme quedado hasta tan tarde y, probablemente, deberíamos enfriar las cosas durante un tiempo.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que estemos libres de sospecha en lo de Miciak.
—Es la primera vez que pronunciamos su nombre.
—En realidad, no hemos hablado una palabra del asunto.
—No, hemos estado demasiado ocupados compartiendo secretos. ¿Qué me dices de las coartadas?
—Hasta dentro de dos semanas, estabas sola en casa. Pasadas las dos semanas, no te acuerdas. Nadie se acuerda, pasado ese tiempo.
—Hay algo más que te preocupa. Anoche lo noté.
Una comezón en la garganta. Finalmente, lo solté:
—Es el asunto Kafesjian. Estaba interrogando a una chica que conoce a Tommy K. y me dijo que Lucille trabajó para Doug Ancelet.
—No creo que yo llegara a conocerla. Las chicas no utilizaban nunca sus nombres auténticos y, si hubiera conocido alguna que se pareciera a tu descripción, te lo habría dicho. ¿Vas a interrogarle?
—Sí, hoy.
—¿Cuándo trabajó para Doug, esa chica?
—¿Doug?
Glenda soltó una carcajada.
—Yo también trabajé para él un tiempo, después del asunto de Gilette, y te inquieta que hiciera lo que hice.
—No. Es sólo que no quiero verte relacionada con nada de esto.
Entrelazamos nuestros dedos.
—No lo estoy, excepto contigo… —apretando con más fuerza—. Ve, pues. Se llama Azafatas Premier, en South Rodeo, 481, junto al hotel Beverly Wilshire.
La besé.
—Tú empeoras las cosas, y luego las mejoras.
—No, es sólo que a ti te gustan los problemas a dosis más pequeñas.
—Me has descubierto.
—No estoy tan segura. Y ten cuidado con Doug. En esa época pagaba sobornos a la policía de Beverly Hills.
Salí del remolque, aturdido. Lester daba una serenata a los vagabundos junto a la nave espacial. Harbor Lights, en versión desdentada.
Noticias por teléfono:
Woods había visto a Junior en el barrio negro; luego, le había perdido en un semáforo. Jack, irritado, insistiendo:
—Parece que vive en el coche. Lleva la placa prendida en el abrigo, como si fuera un maldito sheriff del Far West, y le vi poniendo gasolina con dos grandes automáticas en la cintura de los pantalones.
Malo, pero:
Woods había reventado la caja 5841. Me dijo que buscara bajo el rodapiés de su casa, cogiera la llave y mirara en el buzón.
—Cuatro sobres, Dave. ¡Vaya!, pensé que me mandabas a por unas joyas o algo así. Y me debes un…
Colgué y cogí el coche. Allí: la llave, la cerradura, cuatro cartas. Vuelta al coche. El correo de Champ.
Dos cartas selladas, dos abiertas. Abrí las selladas; las dos de Transom a Champ, con matasellos recientes. Dentro: billetes de cincuenta dólares, notas: «Champ: mucho gracias, Harris», «Champ: ¡gracias, hombre!»
Dos sobres abiertos —¿dejados en el apartado para más seguridad?—, sin remitente, matasellos de Navidad del 57. Once meses guardados en el cajetín de Correos: ¿Por qué?
17 de diciembre de 1957
Mi querido hijo:
Me apena mucho estar lejos de ti en estas fiestas. Hace años que las circunstancias no nos favorecen en cuanto a estar juntos. Los demás, por supuesto, no te echan de menos como yo y eso hace que aún te añore más y me hace echar de menos la fingida familia feliz que teníamos hace años.
Sin embargo, la vida extraña que has escogido llevar es un extraño consuelo para mí. No echo en falta el dinero de la casa que te mando y me río en secreto cuando tu padre repasa mis listas de gastos detalladas y encuentra esas grandes cifras de «gastos diversos» de los que no doy explicaciones. Él, por supuesto, sólo te cree una persona que rehúye las responsabilidades reales de la vida. Sé que las circunstancias de nuestra familia, y también de la suya, te han hecho algo. No puedes vivir como los demás y yo te quiero por no intentar fingirlo. Tus intereses musicales deben de darte consuelo y siempre compro los discos que tú me dices, aunque la música no es del estilo que yo prefiero normalmente. Tu padre y tus hermanas no prestan atención a los discos y sospechan que los compro sólo por estar en contacto contigo en esta difícil ausencia tuya, pero no saben que son recomendaciones directas. Sólo los escucho cuando los demás están fuera, con todas las luces de la casa apagadas. Cada día salgo al encuentro del cartero antes de que llegue a casa, para que los demás no sepan que estamos en contacto. Es nuestro secreto. Esta manera de vivir nos viene de nuevas, a ti y a mí, pero aunque tengamos que seguir así para siempre, como viejos amigos por correspondencia viviendo en la misma ciudad, lo acepto porque comprendo las cosas terribles que te ha hecho esa larga historia de locuras que nuestras dos familias han soportado. Te comprendo y no te juzgo. Éste es mi regalo de Navidad para ti.
Te quiere,
Madre
Caligrafía pulcra, papel rugoso; inútil buscar huellas. Nada que confirmase un Richie; «larga historia de locuras/nuestras dos familias». Mi mirón: madre/padre/hermanas. «Circunstancias de nuestra familia, y también de la suya, te han hecho algo.»
24 de diciembre de 1957
Querido hijo:
Felices Navidades, aunque no siento el espíritu de las fiestas y aunque los discos de jazz navideños que me dijiste que comprara no me han alegrado demasiado, porque las melodías son muy desordenadas para mi oído, más tradicional. Quizá tengo la sangre pobre en hierro, como dice el anuncio de Geritol en televisión, pero creo que ha sido más bien la acumulación de cosas lo que me ha dejado agotada físicamente. Siento que quiero que esto termine. Más que cualquier otra cosa, siento que ya no quiero saber más. Hace tres meses, dije que estaba a punto de hacerlo y eso te impulsó a cometer una imprudencia. No quiero volver a hacerlo. A veces, cuando pongo alguna de las canciones más bonitas de esos discos que me recomiendas, pienso que el paraíso debe parecerse a ello y me siento cerca. Tus hermanas no son ningún consuelo. Desde que tu padre me pasó lo que esa prostituta le pasó a él, sólo le soporto por el dinero y, si por mí fuese, te daría todo el dinero de todos modos. Escríbeme. Por Navidad, el correo es un lío, pero estaré pendiente del cartero a todas horas.
Te quiere,
Madre
Hermanas/música/padre adinerado.
Madre suicida, unos tres meses antes de la fecha: «…te impulsó a cometer una imprudencia.»
«Tu padre me pasó lo que esa prostituta le pasó a él.»
Doug Ancelet despide a Lucille: «Les contagiaba a sus clientes la gonorrea.»
Una idea repentina:
El mirón había grabado a su propio padre con Lucille.
«Locuras.»
«Nuestras dos familias.»
«Circunstancias de nuestra familia, y también de la suya, te han hecho algo.»
Volví a casa, me cambié, cogí la grabadora, más copias del retrato robot y la lista de clientes. Una parada en un teléfono público, una llamada a Exley; le abordé enérgicamente, sin explicaciones:
Leroy Carpenter/Steve Wenzel/Patrick Orchard: los quiero. Mande patrulleros a buscarlos. Quiero detenidos a esos traficantes.
Exley asintió, a regañadientes. Encargaría la detención a la comisaría de Wilshire. Suspicaz: ¿por qué no la calle Setenta y siete?
Para mis adentros:
He dado orden de matar a un policía/no quiero a Dudley Smith rondando cerca de mí; se lleva demasiado bien con ese policía ladrón de pieles.
—Me ocuparé de ello, teniente. Pero quiero un informe completo de sus interrogatorios.
—Sí, señor.
10.30 de la mañana. Azafatas Premier debería estar abierto.
Salí hacia Beverly Hills. El Rodeo, junto al Beverly Wilshire. Abierto: una suite en la planta baja, una recepcionista.
—Doug Ancelet, por favor.
—¿Es usted cliente?
—Potencial.
—¿Puedo preguntarle quién le ha recomendado nuestra agencia?
—Pete Bondurant. —Pura farsa: Pete, un putero redomado.
A nuestra espalda:
—Karen, si conoce a Pete, déjale pasar.
Entré. Un buen despacho: madera oscura, fotos de golf. Un viejo vestido para jugar a golf, con una sonrisa de relaciones públicas.
—Soy Doug Ancelet.
—Dave Klein.
—¿Qué tal está Pete, señor Klein? Hace siglos que no le veo.
—Está ocupado. Entre su trabajo para Howard Hughes y Hush-Hush, siembre anda de cabeza.
El tipo, con falso calor:
—¡Dios, las historias que cuenta ese hombre! ¿Sabe?, Pete ha sido durante varios años cliente y, a la vez, buscatalentos para el señor Hughes. De hecho, hemos presentado al señor Hughes varias chicas que han terminado contratadas como actrices para él.
—Pete sabe vivir.
—Sí, señor. Dios mío, él es también quien verifica la veracidad de esas historias procaces que aparecen en esa procaz revista de escándalos. ¿Le ha explicado cómo funciona Azafatas Premier?
—Con detalle, no.
Ancelet, práctico:
—Exclusivamente de boca a oreja. Alguien conoce a otro y nos recomienda. Funcionamos según un principio de relativo anonimato y todos nuestros clientes usan seudónimos y nos llaman cuando desean que les preparemos una cita. Así no tienen que darnos su verdadero nombre ni un número de teléfono. Tenemos fotos y fichas de las muchachas que enviamos a los encuentros y ellas también usan seudónimos adecuadamente seductores. Las fichas de las chicas también llevan anotados los seudónimos de los hombres con los que se citan, para ayudarnos a hacer recomendaciones. Anonimato. Sólo aceptamos pago en metálico y le aseguro, señor Klein, que ya he olvidado su verdadero nombre.
Yo, incisivo:
—Lucille Kafesjian.
—¿Cómo dice?
—Otro cliente suyo me habló de ella. Una morenita sexi, un poco rellenita. Francamente, me contó que era estupenda. Por desgracia, también me dijo que usted la despidió por trasmitir enfermedades venéreas a sus clientes.
—Por desgracia, he despedido a algunas chicas por esa falta, y una de ellas utilizaba un apellido armenio, en efecto. ¿Quién era el cliente que la mencionó?
—Un hombre de la orquesta de Stan Kenton.
Ancelet: su mirada, suspicaz ahora; oliendo a policía.
—Señor Klein, ¿cómo se gana la vida?
—Soy abogado.
—¿Y eso que lleva ahí es una grabadora?
—Sí.
—¿Y por qué lleva un revólver en una sobaquera?
—Porque también estoy al mando de la Subdirección Administrativa del departamento de Policía de Los Angeles.
El hombre, poniéndose rojo:
—¿Es verdad que Pete Bondurant le dio mi nombre?
Le enseño el retrato robot del mirón, observo su reacción:
—¿Ha sido ése quien se lo ha dado? No le he visto en mi vida, y esa cara parece mucho más joven que la inmensa mayoría de mis clientes. Señor…
—Teniente.
—¡Señor Teniente de Policía Fuera de su Jurisdicción, salga del despacho inmediatamente!
Cerré la puerta; de puro encarnado, Ancelet parecía al borde de un ataque cardíaco. Le tranquilicé:
—¿Conoce a Mort Riddick, de la comisaría de Beverly Hills? Hable con él y le dirá quién soy. Lo de Pete B. ha sido un invento mío, así que llámele y pregúntele por mí.
Rojo remolacha/púrpura. Una botella y un vaso sobre el escritorio. Le serví un trago.
Lo apuró e hizo gestos con la cabeza para que lo rellenara. Le serví otro, corto. Ancelet lo acompañó de unas píldoras.
—¡Hijo de puta! Usar a un cliente mío de confianza como truco… ¡Hijo de puta!
Tercera dosis de licor. Esta vez, lo sirve él.
—Unos minutos de su tiempo, señor Ancelet. Hará usted un valioso contacto con el LAPD.
—¡Hijo de puta desgraciado! —Más calmado.
Le enseñé la lista de clientes.
—Aquí hay nombres de fulanos sacados de un archivo policial.
—No voy a identificar ninguno de los nombres o seudónimos de mis clientes.
—Ex clientes, entonces; son lo único que me interesa.
Una mirada furtiva. Unos dedos escudriñadores:
—Aquí está: «Joseph Arden.» Fue cliente hace varios años.
Le recuerdo porque mi hija vive cerca de la granja Arden, en Culver City. ¿Ese hombre trata con vulgares chicas de la calle?
—Exacto. Y los fulanos siempre conservan el mismo alias. Bien, ¿trató ese hombre con la chica de nombre armenio?
—No recuerdo. Pero recuerde lo que le he dicho: no tengo fichas de clientes y mi foto de archivo de esa guarra trasmisora de purgaciones es historia pasada, se lo aseguro.
Una jodida mentira: archivos apilados de pared a pared.
—Escuche una cinta. Serán dos minutos.
Ancelet dio unos golpecitos con la yema del dedo índice sobre la esfera de su reloj de pulsera.
—Un minuto. Tengo que presentarme en el tee de Hillcrest.
Rápido, colocar las bobinas, pulsar Play. Chirridos. Stop, Play. Ahora. Lucille: «Estos lugares están llenos de perdedores y de quejicas solitarios.»
Stop, Play, «Chanson d'amour», el fulano: «…por supuesto, siempre está esa infección que me pasaste.»
Pulsé Stop. Ancelet, impresionado:
—Ése es Joseph Arden. La chica también me resulta algo familiar. ¿Satisfecho?
—¿Cómo puede estar seguro? Sólo ha escuchado diez segundos.
Más golpecitos en el reloj.
—Mire, llevo la mayor parte de este negocio por teléfono y reconozco las voces. Le explicaré mi línea de pensamientos: Yo padezco de asma y ese hombre de la grabación tenía un ligero resuello asmático. Enseguida me ha venido a la memoria que hace algunos años tuve una llamada suya, sin referencias previas. El hombre jadeaba y hablamos del asma. Me dijo que había oído a dos hombres hablando de nuestros servicios en un ascensor y que había encontrado el teléfono de la agencia en las páginas amarillas de Beverly Hills, donde anuncio abiertamente mi tapadera legal de servicio de azafatas. Le concerté unas cuantas citas, y eso fue todo. ¿Satisfecho?
—Y no recuerda a qué chicas seleccionó, ¿verdad?
—Verdad.
—Y el hombre nunca acudió a echar un vistazo a su álbum de fotos, ¿verdad?
—Verdad.
—Y, por supuesto, no guarda ningún archivo de seudónimos de sus clientes…
Golpecitos.
—No. ¡Dios, voy a llegar tarde al golf! Bien, señor Policía Amigo de Pete, ya le he complacido más allá de lo obligado por cortesía; ahora, me hará el favor…
Yo, a la cara:
—Siéntese. No se mueva. No descuelgue el teléfono.
Ancelet obedeció asustado, crispado, casi amoratado de cólera. Los archivos: nueve cajones. Adelante.
Abiertos: carpetas con papeles, etiquetas de identificación. Nombres masculinos, desmintiendo las afirmaciones del viejo alcahuete. Orden alfabético: «Amour, Phil», «Anon, Dick», «Arden, Joseph»…
La abrí.
Sin nombre verdadero/sin dirección/sin número de teléfono. Ancelet:
—¡Esto es una grosera invasión de la intimidad!
Citas:
14/7/56, 1/8/56, 3/8/56: Lacey Kartoonian (Lucille, probablemente). 4/9/56, 11/9/56: Susan Ann Glynn. Una nota al pie: «Obligar a la chica a usar seudónimo. Me parece que intenta que los clientes puedan localizarla a través de canales normales para evitar pagar comisión.»
—¡Ya estarán en el hoyo dos!
Abrí los demás cajones. Uno, dos, tres, cuatro: sólo nombres masculinos. Cinco, seis, siete: carpetas con iniciales/fotos de prostitutas desnudas.
—¡Lárguese ahora mismo, maldito mirón salido, antes de que llame a Mort Riddick!
Saqué las carpetas de un tirón: ninguna L.K., ninguna foto de Lucille…
—¡Karen, llama a Mort Riddick, en la comisaría!
De otro tirón, arranqué el cable del teléfono del despacho del tipo. A Ancelet le tembló el rostro de ira. Mi pensamiento, también tembloroso: olvidar L.K., buscar G.B.
—¡Señor Ancelet, Mort está en camino!
La pila de carpetas, menguando, y ninguna L.K. Por fin, éxito con G.B.; entre comillas, «Gloria Benson». El nombre artístico de Glenda; elegido por ella misma, me había dicho.
Cogí la carpeta, cogí la grabadora y cogí la puerta. Fuera, el coche; quemando llanta camino de mi jurisdicción.
Un vistazo: dos fotos desnuda, con fecha 3/56. Glenda parecía incómoda. Cuatro «citas» apuntadas y una nota: «Una chica testaruda que volvió a servir mesas.»
Hice pedazos todo aquello.
De pura jodida alegría, hice sonar la sirena.