24
—¡Loco hijo de puta!
La puerta de Junior, seis candados. Nuevas precauciones de chiflado. El muy idiota había utilizado cerrajería del LAPD: mis llaves maestras me franquearon el paso.
Encendí la luz:
Arroz inflado en el suelo.
Cuerda de piano extendida a la altura del tobillo. Puertas del armario cerradas con clavos; ratoneras sobre los muebles.
LOOOCO.
Esta vez, un registro a fondo; la anterior ocasión, el baúl me había distraído.
Abrí el armario con una palanca: dentro, sólo restos de comida.
Copos de maíz y chinchetas en el suelo de la cocina.
Grasa en el fregadero: aceite de motor con fragmentos de vidrio.
Cinta aislante sellando la nevera. La arranco:
Ampollas de nitrato de amilo en una cubitera.
Colillas de porro en un cuenco de loza.
Helado de chocolate; un plástico metido en un compartimento abierto. Lo saqué, lo rasgué:
Una cámara espía Minox; sin carrete.
El pasillo: cables a la altura del cuello; me agacho. El baño: ratoneras, un cajón de medicinas cerrado con pegamento. Lo abro a golpes: un tubo de gomina y dos billetes de cien en una repisa.
Una canasta, con la tapa claveteada también.
Apalanco, tiro:
Hipodérmicas ensangrentadas, con las agujas hacia arriba: una trampa. Las aplasto; debajo, una pequeña caja fuerte de acero.
Cerrada. La abrí a golpes contra una pared.
Botín:
Una libreta de depósitos del Banco de América, sucursal de Hollywood. Saldo: 9.318,40 dólares.
Dos llaves de cajas de seguridad, con una tarjeta de instrucciones: «El acceso a la caja requiere contraseña y/o autorización visual.» Mierda.
Pensamiento:
Faltan pruebas; la cautela de Junior, completamente LOOOCA.
Lógica:
Las relaciones Glenda/Klein guardadas ALLÍ, junto con el arma que Georgie Ainge le vendió a Glenda.
Descubrir la contraseña.
Registré el dormitorio: una alfombra gruesa sembrada de cristales. El baúl, desaparecido. Los cajones de la cómoda, pura basura: pedazos de papel con anotaciones sin sentido.
Volqué el colchón, el sofá, las sillas: ningún siete, ningún rastro de cuchilladas. Arranqué la tapa del televisor; saltaron varias ratoneras. El desconchado de la pared contra la que había disparado la otra vez había sido rellenado con yeso.
No encontré la contraseña, ni más fichas de identificación, ni notas sobre Glenda y yo, ni documentación de Exley o de Duhamel.
Chasquidos bajo mis zapatos: el arroz inflado.
El teléfono: brrring…
El supletorio del pasillo. Descuelgo.
—¿Eh, sí?
—Soy yo, Wenzel. Esto, Stemmons… mira, tío… no quiero tratos contigo.
Fingí la voz de Junior:
—Veámonos.
—No… Te devolveré el dinero.
—Vamos, hombre, hablemos…
—¡No! ¡Tú estás chalado!
Clic. Deducción: Junior le compra droga a Wenzel. Wenzel es puesto sobre aviso después.
La cuenta del banco, las llaves de la caja: ahora, en mi poder. Cerré los candados con mano torpe. Mátale, Jack.
Fui a casa de Tilly. Aparqué ante la casa. Cuarto piso. Llamada. Sin respuesta.
Me asomé a la mirilla, pegué el oído: luz, risas de televisión. Una carga con el hombro reventó la puerta.
Tilly cambiando de canales, tendida en el suelo, adormilada por la droga.
Varios paquetes de polvos sobre una silla; más o menos, medio kilo.
La tele: Perry Como, boxeo, Patty Page. Tilly cara de palo, en el séptimo cielo. Cerré la puerta como pude y pasé el cerrojo. Tilly continuó pasando canales con ojos embobados: Lawrence Wolk, Spade Cooley. La agarré, la arrastré…
Debatiéndose, dando patadas: bien. El cuarto de baño, la ducha, el agua a toda presión…
Fría: empapando sus ropas, devolviéndola a la sobriedad. Mojándome, ¡mierda!
Helada: grandes escalofríos, piel de gallina colosal. Castañeteo de dientes intentando suplicarme. A sudar:
Agua caliente. Ahora, Tilly se resiste con fuerza; intenta dar patadas, descargar los puños, escabullirse. De nuevo, el chorro helado:
—¡Está bien! ¡Está bien! —Sin la lengua de estropajo de la droga.
La saqué de la ducha, la senté en el retrete.
—Creo que Steve Wenzel te dejó esa droga para que la guardaras. Iba a dársela a ese policía, Junior Stemmons, del que hablamos la otra noche, y Junior ya se la había pagado. Ahora quiere devolverle el dinero porque Junior está loco y él, asustado. Ahora, dime lo que sepas del asunto.
Tilly temblorosa; escalofríos espasmódicos. Le arrojé las toallas y conecté el calefactor. Ella se arropó.
—¿Va a contárselo a los de Libertad Condicional?
—No, si colaboras conmigo.
—¿Y qué hay de…?
—¿De esa mierda de la otra habitación que te va a costar una buena temporada en algún corral de lesbianas si decido ser desagradable?
Bañada ahora en sudor frío:
—Sí.
—No la voy a tocar. Y sé que tienes ganas de colocarte, así que cuanto antes hables, antes podrás.
Resistencias al rojo, calor. Tilly:
—Steve oyó que Tommy Kafesjian se propone matarle. Verá, hay un camello, Pat Orchard, al que detuvieron esta tarde. Un policía le apretó las tuercas…
—Fui yo.
—No me sorprende, pero deje que le cuente. Según Steve, ese policía que supongo que era usted hizo a ese Pat Orchard un montón de preguntas sobre ese policía, Junior. Tan pronto le ha soltado, Orchard ha acudido a Tommy Kafesjian y le ha soplado lo de ese Junior y Steve. Le ha contado que Steve le había vendido a Junior esa buena cantidad y que el policía andaba proclamando esa chifladura de que será el próximo rey de la droga. Steve me dijo que se había largado de casa e iba a intentar devolverle el dinero a Junior porque había oído que Tommy se propone matarle.
—Y dejó aquí los polvos para mayor seguridad.
Tilly, ansiosa, arropándose más con las toallas:
—Eso es.
—Hace menos de tres horas que he soltado a Orchard. ¿Cómo has sabido todo esto tan pronto?
—Tommy estuvo aquí antes de que se presentara Steve. Me lo contó porque sabe que conozco a Steve y se le ocurrió que quizá sabía dónde se escondía. No le dije que había hablado con usted la otra noche y le aseguré que no sabía dónde estaba Steve, lo cual es cierto. Se marchó, y luego llegó Steve y dejó aquí el material. Yo le he aconsejado que escapara de ese chiflado de Tommy y de ese chiflado de Junior.
Steve llama a Junior… y yo respondo al teléfono.
—¿De qué más hablasteis Tommy y tú?
Calor agobiante del calefactor. Tilly goteaba sudor.
—Quería hacerlo conmigo, pero le dije que no porque usted me contó que él mató a Wardell Knox.
—¿Qué más? Cuanto antes me vaya, antes podrás…
—Tommy dijo que anda tras el tipo que espía a su hermana, Lucille. Dijo que se está volviendo loco buscando a ese espía.
—¿Qué más te dijo de él?
—Nada.
—¿Dijo si se llamaba Richie?
—No.
—¿Dijo si era músico?
—No.
—¿Dijo si tenía pistas sobre quién era el tipo?
—No. Dijo que el mirón era un jodido fantasma y que no sabía dónde estaba.
—¿Mencionó a alguien más, a otro hombre que espiara al espía?
—No.
—¿Seguro que dio algún nombre al tipo?
—Seguro.
—¿Champ Dineen, tal vez?
—¿Me toma por estúpida? Champ Dineen era ese compositor que murió hace años.
—¿Qué más dijo Tommy de Lucille?
—Nada.
—¿Mencionó el nombre de Joseph Arden?
—No. Por favor, necesito…
—¿Dijo Tommy si estaba follando con su hermana?
—Señor, usted tiene una curiosidad malsana por la chica.
Rápido: salgo a la otra sala y vuelvo con la droga.
—Señor, eso es de Steve.
Abrí la ventana y miré abajo: una partida de dados en el callejón, justo debajo.
—Señor…
Arrojé uno de los paquetes: diana en la manta de los dados.
—¿Qué más dijo Tommy de Lucille?
—¡Nada! ¡Por favor, señor!
Abajo, gritos: droga caída del cielo.
Dos paquetes más —«¡Señor, necesito eso!»—, cuatro, cinco: rugidos en el callejón.
—¡TOMMY Y LUCILLE! —Seis, siete, ocho.
Nueve, diez:
—Pensar lo que está pensando está mal. ¿Usted lo haría con su propia hermana?
Sueños de juegos insensatos, ¡Dios sea loado! Once, doce: los arrojé a Tilly.
Al centro. Archivo de Información. Un vistazo a la ficha de antecedentes y las fotos de identificación de Steve Wenzel. Dos detenciones por droga, condenas cortas: basura blanca de quijadas largas y delgadas.
Ninguna lista de socios conocidos de los Kafesjian. Dediqué mi atención a los K.
Una ronda por su casa: luces encendidas, coches frente a la entrada. Aparqué, reconocí el terreno por la ventanilla.
Llegué a la altura del camino particular, a oscuras, atento a si había perros sustitutos. Salté la valla y eché un vistazo: Madge cocinando. No vi a Lucille. Estancias a oscuras, el despacho: J.C., Tommy y Abe Voldrich.
Me agaché. Las ventanas, cerradas: ningún sonido. Eché una mirada:
J.C., agitando papeles; Tommy, con una risilla. Voldrich, el gesto de sus manos: calma.
Gritos apagados. El cristal de la ventana trasmitió un zumbido. Miré de nuevo: J.C. seguía agitando los papeles. Se acercó a la ventana: ¡mierda, impresos de Subdirección Administrativa!
Imposible leer el contenido.
Probablemente, comunicaciones de Klein a Exley: pistas sobre el mirón. Robadas, filtradas. Quizá Junior, quizá Wilhite.
«Tommy se está volviendo loco buscando a ese espía.»
Volví al coche dando un rodeo. Vigilancia de mirón: mis ojos en la ventana de Lucille. Cuarenta minutos después, ahí está: la chica despreocupadamente desnuda. Apagó las luces demasiado pronto, mierda, y clavé la vista en la puerta delantera, deseoso de seguir mirando.
Diez minutos, quince.
Portazo. Los tres hombres salieron precipitadamente, cada cual a su coche. El Mercedes de Tommy rascó el bordillo al ponerse en marcha, levantando chispas.
J.C. y Voldrich se dirigieron al norte.
Tommy, directo al sur.
Le seguí.
Al sur por La Brea, al este por Slauson. Aquel chulo negro vestido de color púrpura. Más al este, y al sur por Central Avenue.
Territorio del mirón.
Semáforo: disimular, sin perder al tipejo. Más al sur. Watts. Al este.
Luces de freno —Avalon y 103—, encrucijada de clubes nocturnos sin hora de cierre.
Nigger Heaven:
Dos edificios conectados por pasarelas de madera, tres pisos de altura, ventanas abiertas, acceso a la salida de incendios.
Tommy aparcó. Yo pasé sin detenerme; luego, retrocedí y le observé dirigirse hacia el edificio de la izquierda.
Se encaramó por la escalera de incendios y pisó la pasarela.
Tommy, a rastras: tablones oscilantes, pasamanos de cuerda.
Tommy, en cuclillas.
Tommy, fisgando por la ventana de la izquierda.
Mi expectativa de grandes sucesos, frustrada: Tommy se limitaba a mirar.
Salté del coche y subí a saltos la escalera de acceso al edificio de la izquierda. Nadie en el vestíbulo; lo crucé corriendo.
Tercer piso. Matones apostados. Miradas: ¿quién es este policía? Dejé atrás a los gorilas conserjes y entré.
Paredes de imitación de piel de cebra, una fiesta de degenerados: blancos, de color. Música, ruido de juerga.
Eché una ojeada a la habitación. Nadie parecido al retrato robot del mirón. Tampoco Tommy.
Un vistazo a la ventana: Tommy ya no estaba en la pasarela.
Los juerguistas, muy apiñados —blancos amantes del jazz/negros llamativos—; costaba moverse.
Humo de marihuana en las inmediaciones: Steve Wenzel, el carilargo, pasando un porro.
Un grupo de juerguistas entre los dos.
Tommy detrás de mí, las manos en el abrigo.
Saca las manos: unos cañones recortados a la vista.
Solté un grito…
Un negro tocó un interruptor. La habitación quedó a oscuras.
El rugido de un disparo, rotundo; un largo estampido. Rociada/disparos de pistola al azar/gritos. El resplandor de los disparos iluminó a Steve Wenzel, sin cara.
Gritos.
Me abrí paso entre ellos hasta la ventana.
Crucé la pasarela a gatas, con restos de cristales y de sesos entre el cabello.