37

Tiro de piedra: de Chavez Ravine a Silverlake. Una ronda hasta la casa de Jack Woods. Su coche ante la puerta.

Verdeazulado, reluciente: el amor de Jack.

La puerta delantera, entornada. Llamé con los nudillos.

—¡Está abierto! ¡Estoy en la ducha!

Entré. Descarado Jack: teléfonos y papeletas de apuestas a plena vista. Una foto en la pared: Jack, Meg y yo, el Mocambo, 1949.

—¿Recuerdas esa noche? A Meg le dio por los brandy alexander.

Meg sentada entre los dos; difícil de saber de quién era la chica.

—Estás recorriendo la calle de los recuerdos muy deprisa, colega.

Me volví:

—Un par de días antes, te habías cargado a un tipo para Mickey. Estabas muy satisfecho, así que te encargaste de la nota.

Jack se ajustó el albornoz:

—¡Mira quién habla!

—¿Te cargaste a Abe Voldrich?

—Sí, ¿por qué? ¿Te importa?

—No, exactamente.

—Entonces, has venido sólo para recordar viejos tiempos.

—Se trata de Meg, pero no me importaría una explicación.

Jack encendió un cigarrillo.

—Chick Vecchio me encargó el trabajo de parte de Mickey. Dijo que Narcóticos y Dan Wilhite lo querían. Voldrich era el maletero de la familia Kafesjian para el LAPD. Chick dijo que era idea de Mickey, que los federales habían convencido a Voldrich para que testificara y Mickey quería cortar sus relaciones con los Kafesjian. Diez de los grandes, muchacho. Mi premio de consolación por ese camello que se me escapó, ese Stemmons.

—Me temo que no me convence.

—¿Qué más da? Los negocios son los negocios, y Mickey y esos armenios tienen muchas cosas en marcha en el barrio negro.

—Hay algo que no concuerda. Mickey ya no se carga a nadie y tampoco tiene diez de los grandes ni para salvar su vida.

—Entonces, fueron directamente los Kafesjian, o Dan Wilhite a través de Chick. Oye, ¿qué te importa quién…?

—Apostaría a que Wilhite no conoce a Chick personalmente.

El amante de mi hermana, aburrido.

—Mira, Chick se aprovechó de que tú y yo somos amigos. Dijo que Voldrich podía soplar a los federales algo de ti, y que si no quería ganar diez de los grandes y ayudar a un compañero. Y ahora, ¿quieres decirme cómo has sabido que el trabajo era mío?

Piezas: ocultas/disimuladas/manipuladas…

—Dave…

—Los federales vieron un coche como el tuyo cerca de casa de Voldrich. No tienen la matrícula, o ya habrías tenido noticias de ellos.

—Entonces, sólo fue una conjetura informada.

—Eres el único matón que conozco con un coche verdeazulado.

—¿Y qué hay de Meg?

—Primero, dime qué hay entre vosotros dos.

—Parece que está pensando en dejar a su marido y buscar un sitio para los dos.

—¿Una pensión con teléfono? ¿Algún piso para partidas de dados?

—Hace muchos años que dejamos de parecerle tipos serios y formales, de modo que no hagas como si Meg no conociera el paño.

Aquella foto: una mujer, dos asesinos.

—Los federales me tienen cogido por las pelotas. Pasado mañana voy a entrar en custodia y, si intentan apretarme las clavijas en el trato de inmunidad que hemos pactado, Meg podría salir malparada. Quiero que le digas que saque nuestro dinero del banco y quiero que la ocultes en lugar seguro hasta que te llame.

—Muy bien.

—¿Sólo «muy bien»?

—Muy bien, envía postales desde el escondite que te busquen los federales; desde hace un par de semanas ya tenía la impresión de que te estaban presionando.

Aquella imagen…

Jack sonrió.

—Meg dijo que iba a hacer esa investigación del título de propiedad que le pediste, y que cada vez que hablas con ella por teléfono suenas menos como un tipo duro.

—¿Y más como un abogado?

—No, más como un tipo que trata de comprarse una salida.

—Cuida de ella.

—Escribe cuando puedas, consejero.

Una llamada a Homicidios desde una cabina. Noticias de mierda: ni rastro del expediente de Richie Herrick en Chino. Un mensaje: ver a Pete Bondurant; ocho de la mañana, el Smokehouse, Burbank.

El asunto Vecchio, cerniéndose amenazador.

Tiempo de sobras. Griffith Park, a tiro de piedra de Silverlake. Subí por la carretera este hasta el observatorio.

Un claro en la contaminación, una vista: Hollywood, los barrios al sur. Junto a la entrada, una batería de telescopios a monedas montados sobre plataformas giratorias.

Tiempo de sobras, algo de cambio en el bolsillo; enfoqué uno hacia el plato. Brillo de cristal, asfalto, colinas. Coches aparcados. Más arriba, ahí: la nave espacial.

Ajusto la lente, guiño el ojo. Gente.

Sid Frizell y Wylie Bullock charlando: quizá su habitual discusión sobre sangre y vísceras. Una imagen borrosa, corrijo la lente: vagabundos durmiendo entre los matorrales.

Más cosas:

Un abrazo a la puerta de un remolque: Touch y Rock Rockwell. A la derecha: más extras de Mickey C, discurseando. Un destello metálico: el remolque de Glenda. Glenda.

Sentada en la escalerilla con las piernas recogidas. El vestido de vampira, cada vez más ajado; descolorido, deshilachado.

El cabello un poco más oscuro debido al sudor.

Glenda, tocándose las cicatrices. Implícito en sus ojos: el horror me dio la voluntad… y no te contaré cómo.

Resol, fatiga visual. Enfoco en otra dirección: una pelea entre vagabundos; revolcándose por el suelo, agarrándose.

El visor se queda a oscuras con un chasquido; se había terminado el tiempo. Los ojos me escocían. Los cerré y me quedé quieto un momento.

Fuego graneado de imágenes:

Dave Klein, rompehuelgas: clavos en la punta del garrote.

Dave Klein, cobrador de apuestas: trabajo de bate de béisbol.

Dave Klein, asesino: resaca de cordita y hedor a sangre.

Meg Klein, sollozante: «No quiero que me quieras de esa manera.»

Joan Herrick: «Larga historia de locura en nuestras dos familias.» Por favor, que alguien me dé una última oportunidad de saber.