Capítulo 39
Un año más tarde
Espero que te gusten los pequeños obsequios que te envío. Ya sé que no son gran cosa: plumas, conchas y dibujos del trayecto, pero espero que cada uno de ellos sirva para que no te olvides de la hermana que siempre te ha querido. ¿Se ocupa la señora Barlow de esas uñas tan sucias? ¿Sigues cuidando de Cora? Por aquí no he visto gatos, aunque sí otros animales exóticos, como monos, tigres y pájaros de todos los colores. Tía Charlotte y yo nos hemos mudado a una colonia británica situada en las montañas intentando encontrar un respiro al calor del verano. Nunca has vivido un calor como este, Ollie. Lo siento hasta en los huesos, aunque para mi sorpresa he descubierto que no me importa, si bien a veces añoro la brisa fresca que traía el océano en Blackmoore.
¿Tienes noticias de Sylvia? O ¿de Henry? Pórtate bien con nuestros padres. Te escribiré pronto. Tal vez alguien pueda ayudarte a escribir una carta. Me encantaría recibir noticias de casa. Te echo de menos.
Con amor:
Kate
Era la quinta carta que le escribía a Oliver, aunque aún no había obtenido respuesta. Tampoco me sorprendía. Dado el tiempo que tardaba una carta en llegar a Inglaterra y lo que le llevaba después a la respuesta hacer el viaje inverso, no era de extrañar que aún no hubiese recibido carta de mi tierra natal. Aunque yo contemplo con impaciencia cómo descargaban el correo cada vez que un barco llegaba a puerto.
—¿Estás ya lista para salir, Katherine?
Mi tía se acercó a mí columpiando el sombrero, que tenía sujeto por las cintas, y con una enorme sonrisa en el semblante. La India le había hecho mucho bien. Siempre había sido un alma optimista, pero en este país era total y absolutamente feliz.
—Sí. Un momento.
Lacré la carta, escribí la dirección del destinatario y recuperé mi sombrero, que estaba colgado en un perchero, de camino a la puerta.
Mi tía se inclinó hacia mí para susurrarme algo al oído.
—Allí. En las ramas del tercer árbol a la derecha.
Escudriñé el árbol que me estaba señalando. Nos habíamos convertido en unas expertas en nuestro pequeño pasatiempo de observar pájaros. Mi tía tenía muy buena vista, si bien a mí se me daba mejor distinguir sus cantos.
—No lo veo —admití después de mirar durante un par de minutos en esa dirección—. ¿De qué color es?
—Negro. De un negro irisado y brillante, casi azulado. Tiene la cola hendida. ¡Oh, es tan bonito!
Atisbé un movimiento en el árbol y el corazón me dio un vuelco. El pulso se me fue acelerando conforme estudiaba el pájaro negro posado en aquella rama.
—Conozco ese pájaro —susurré—. Lo vi en…
De pronto, un canto interrumpió mis palabras. Grave, agudo, agudo, grave, grave. El pájaro sacudió la cola y cantó de nuevo. Grave y agudo y grave de nuevo. Era un canto dulce y claro. Cerré los ojos e intenté concentrarme en aquel sonido, pero lo único en lo que pude pensar fue en la pequeña sala de música de Blackmoore. Vi a Henry introduciendo sus manos en la jaula y al pájaro negro volando por toda la estancia tan alto como las alas se lo permitían. Aquel canto sonaba a libertad y a fuga, pero al mismo tiempo también sonaba a muerte. Me hacía pensar en alas rotas y en un cuerpo inerte en el suelo de una jaula. Me recordaba a Blackmoore: grave, agudo, agudo y grave de nuevo. Aquel pájaro cantó sin descanso, pero cada vez que su melodía se agudizaba, yo sabía que acabaría con una nota grave. Sabía que siempre acabaría en lamento, que siempre moriría. Siempre llegaría el declive por muy bellas que fueran las notas agudas de su canción.
Me froté los ojos y me aclaré la garganta.
—El calor es sofocante, tía Charlotte. Creo que para mí es suficiente por hoy.
Se volvió hacia mí con su mirada suspicaz. A sus ojos no se les escapaba nada y temí que me formulara una pregunta a la que no quisiera dar respuesta, pero en esta ocasión no lo hizo. En esta ocasión, se limitó a sonreírme con benevolencia.
—Es insoportable. ¿Qué te parece si vamos a tomar una bebida bien fría?
Nos sirvieron una limonada fresquita a la sombra de una enorme sombrilla en la terraza, donde muchos de nuestros nuevos amigos también estaban disfrutando de una bebida refrescante a media tarde. Me bebí a sorbitos mi limonada mientras trataba de no pensar en el pájaro negro, en Blackmoore o en Henry, pero cuanto más me esforzaba por no pensar en ellos, más lo hacía. Aquella había sido mi odisea durante el último año. No me había resultado difícil sentirme aliviada y feliz de verme liberada de la influencia de mi madre; ni me había resultado difícil disfrutar de la compañía de mi tía, ni deleitarme con la tierra exótica que estábamos descubriendo juntas; sin embargo, silenciar el dolor incesante por lo que había perdido había resultado ser una tarea inmensamente costosa.
Tan presente estaba Blackmoore en mi mente ese día que al principio pensé que el hombre con bigote que se dirigía hacia mí no era más que un producto de mi imaginación.
—Señorita Worthington, me pareció que era usted. ¿Así que al final consiguió venir a la India?
Me quedé mirándole fijamente sin saber qué decir hasta que mi tía me dio un golpecito con el codo para que reaccionara.
—¡Señor Pritchard! Menuda sorpresa.
—Lo mismo digo. No creí que realmente llevara a cabo sus planes.
No parecía mucho más feliz que la primera vez que le había visto y desde luego no parecía contento de verme. Ante su mirada penetrante, recordé de pronto mis modales y le presenté a mi tía, aunque él se limitó a saludarla con una inclinación de cabeza.
—Tengo algo para usted, pero está en mis dependencias. Nunca pensé que la vería aquí, pero le prometí que si lo hacía, se la entregaría. Haré que uno de mis criados se la traiga. Buenos días —dijo bruscamente.
Y se marchó antes de que pudiera reaccionar.
—No parece muy dotado para las habilidades sociales —aseveró tía Charlotte mientras daba un trago a su limonada y le observaba alejarse.
No obstante, lo único en lo que yo podía pensar era en qué sería lo que tenía para mí y de quién procedería. Me puse en pie y me paseé por la terraza alternando el sol y la sombra. Temblaba de los pies a la cabeza a causa de la incertidumbre y, cuando por fin un sirviente se acercó a mí con una bandeja en las manos, casi tropiezo con mis propios pies en mis ansias de hacerme con la carta que me ofrecía.
Le di las gracias rápidamente. El corazón me dio un vuelco al ver la escritura familiar que indicaba que la destinataria de aquella carta lacrada era la señorita Kate Worthington.
—Supongo que querrás leer tu carta en privado. Vamos, te acompañaré de vuelta a nuestras habitaciones —sugirió poniéndose en pie con aire indulgente.
Me había ganado el pánico, la esperanza, el nerviosismo, el miedo y una dolorosa emoción, por lo que no pude hacer otra cosa más que asentir y encabezar nuestra marcha apresurada. Ya en mi habitación y con la puerta cerrada, me senté en el escritorio y examiné la carta. Recorrí con la mirada la inclinación elegante de cada una de las letras que componían mi nombre. Henry había sido el único en llamarme por el nombre que yo había escogido. En ese momento, con aquella carta cerrada en las manos, todo me parecía posible. Y nada en el mundo entero se me antojaba más bello que aquel elegante «K-a-t-e».
Rompí el sello de cera con manos temblorosas y desdoblé la hoja con cuidado. La decepción invadió mi corazón cuando mis ojos echaron un vistazo a la página: se trataba de una carta muy breve; pero al menos era algo. Cerré los ojos en un intento por apaciguar mi exaltado corazón. Finalmente, cuando ya no pude soportar más el suspense, abrí los ojos y comencé a leer.
Mi queridísima Kate:
¿Cuánto tiempo tardó Ícaro en llegar al suelo? Siento que sigo cayendo y me temo que nunca dejaré de hacerlo. Nunca conoceré el fin de esta tristeza, esta añoranza y este sufrimiento. Puede que otros cambien, pero yo nunca lo haré. Te he amado hasta donde alcanza mi memoria y seguiré amándote, deseándote y añorándote por siempre jamás.
Henry
El corazón me daba sacudidas como si se hubiese vuelto loco y apenas podía ver la letra a causa de las lágrimas que anegaban mis ojos. Pestañeé con fuerza y busqué desesperadamente la fecha de la carta: 12 de octubre de 1820. ¡Octubre! ¡Habían pasado nueve meses! Lo que significaba que Henry había escrito esa carta cuatro meses después de mi partida. Me había seguido amando durante cuatro meses, como mínimo; me había seguido amando incluso después de abandonarle.
Releí la carta una y otra vez y dejé que las lágrimas mancharan mi vestido sin preocuparme siquiera de intentar enjugármelas. Henry había escrito aquella carta hacía nueve meses. ¡Oh, lo que hubiese dado por saber lo que pensaba y lo que sentía en ese preciso instante!
—¿Son buenas o malas noticias? —me preguntó tía Charlotte desde la puerta.
Me sequé las mejillas.
—Aún no lo sé.
Pasé el resto del día y la noche distraída. No podía dejar de repasar las palabras que Henry me había escrito en su carta. Me resultaba imposible permanecer sentada durante más de unos minutos o mantener una conversación con mi tía. Cuando cayó la noche, encendí dos velas, las coloqué encima del pianoforte y desplegué la partitura que Herr Spohr me había regalado. Estuve tocando hasta que la oscuridad envolvió la sala, tía Charlotte me deseó buenas noches y la luz de la luna irrumpió por los altos ventanales. Entonces tomé asiento en una butaca y me dediqué a observar la luna y a reflexionar sobre las elecciones, la libertad y todo aquello a lo que había tenido que renunciar para estar allí.
Huir había sido la decisión acertada; estaba más convencida incluso de lo que lo había estado un año antes. Sin embargo, ¡oh, el sacrificio! Esa era una carga con la que tendría que lidiar toda mi vida. La India no me había decepcionado, al menos, no del modo que había temido. Me había brindado la libertad y la independencia que había anhelado con tanto fervor. Mi tía Charlotte me las había brindado. Aun así, vivir en aquel mundo me decepcionaba, pues aquella vida me había obligado a abandonar mi corazón en beneficio de mi alma.
El sueño se olvidó de mí esa noche. Durante el desayuno, tía Charlotte me escudriñó al amparo de su taza de té.
—Tienes un aspecto horrible, querida.
Hice una mueca.
—No he dormido en toda la noche.
—Mmm… —observó dejando con cuidado su taza de té. Apoyó la barbilla en la mano y me contempló desde el otro lado de la mesa con una mirada penetrante que me hizo sentir transparente—. Quizá te ayudaría centrar tu atención en otros hombres, llenar tu corazón con otra persona.
Negué con la cabeza. No se trataba de eso. Si no podía tener a Henry, no quería a nadie. Además, había dejado mi corazón con él. El problema no era que mi corazón estuviera vacío y necesitara alguien con quien llenarlo, sino que estaba ausente. Ya había sido absoluta e irreversiblemente conquistado.
—Bueno, pues busquemos algo con lo que entretenernos —propuso—. He oído que hace poco atracó un barco. Me pregunto si traerá cartas de casa. Quizá te haya escrito Oliver o puede que hagamos nuevos amigos entre los pasajeros. ¡Tal vez incluso llegue alguien conocido hoy!
Le dediqué una breve sonrisa.
—No estoy deprimida, tía Charlotte. Solo… pensativa.
Su sonrisa compasiva me dejó claro que no me creía, aunque era lo bastante considerada como para no insistir más. Tras el desayuno, regresé frente al pianoforte y continué tocando la pieza de Herr Spohr. Cada vez que lo hacía tenía algún efecto sobre mi demonio interior. En esta ocasión, mi demonio me dijo que debía escribir, así que abandoné la música y fui en busca de papel y tinta. Me senté delante del escritorio en el salón y escribí una carta muy sentida.
Querido Henry:
Me he pasado toda la noche tocando la partitura de Herr Spohr. Mi corazón es más débil ahora de lo que lo había sido nunca, o quizá sea más fuerte que nunca. No lo sé. Lo único que sé es que mi voluntad se ha debilitado porque quiero tenerte cerca, mi corazón te añora y si tuviera alas de verdad ahora mismo, las usaría para ir volando a donde quiera que estés. Sé que dudé de la perseverancia del amor, pero estoy empezando a dudar de mis propias convicciones. Mi amor por ti no morirá, ni flaqueará, ni me dejará sola. En todo caso, mi añoranza crece con cada día que pasa, al igual que el vacío que siento sin ti. Dudo de mi experiencia con el amor. Me pregunto si mis padres supieron alguna vez lo que era amar a alguien. Me pregunto si no me equivoqué al creer que podíamos convertirnos en ellos y, por primera vez en la vida, me…
El canto de un mirlo interrumpió mis pensamientos. Me quedé quieta, esperando volver a oír ese silbido de bienvenida al hogar. ¿Lo habría imaginado? Un leve maullido desvió mi atención de la carta. Dejé la pluma sobre la mesa, que fue rodando por el escritorio y cayó al suelo mientras un gato gris entraba corriendo en la sala, resbalaba con los azulejos del suelo y aterrizaba de cabeza entre mis piernas.
Me agaché para acariciarlo y descubrí que tenía una mancha blanca en el pecho.
—¿Cora? —pregunté, sin poder creerlo.
En ese momento, alguien llamó a la puerta con suavidad y alcé la cabeza. No podía creer lo que veían mis ojos. Era Henry, más apuesto que nunca y mucho más bronceado de lo que le había visto jamás, incluso parecía que se le habían ensanchado los hombros. No se movió ni un ápice, se limitó a quedarse allí de pie, mirándome como si yo fuera un oasis en mitad del desierto. Le observé sin pestañear, pues no podía creer que estuviera allí de verdad. Debía de tratarse de un delirio de mi imaginación producido por un exceso de música romántica y la falta de sueño.
—No creía que fuera posible —comenzó en voz baja, como si hablara para sí.
Su voz… ¡Por el amor de Dios! ¿Cómo había podido sobrevivir un año entero sin escuchar su voz?
—Pero eres más hermosa de lo que recordaba.
Se me paró el corazón un instante antes de empezar su carrera frenética. Me llevé una mano al cuello. Esto no estaba pasando de verdad. Era imposible que Henry estuviera allí, tan lejos de Inglaterra.
Entonces entró en el salón. Caminaba despacio, con cuidado, como si yo fuera un ave salvaje que fuera a echar a volar si me asustaba.
—En Blackmoore dijiste… Dijiste que tomarías la misma decisión una y otra vez a menos que algo cambiara. Pues bien, Kate, he recorrido medio mundo para decirte que efectivamente algo ha cambiado. Me he negado a llevar la vida que mi madre había planeado para mí.
A esa distancia ya podía ver su rostro en detalle: sus ojos de color gris marengo, el tenue reguero de pecas en sus mejillas bronceadas. Parecía como si se hubiera pasado unos cuantos meses al sol a bordo de un barco. Me fijé en cómo su pecho subía y bajaba, en cómo su camisa blanca contrastaba con el tono dorado de su cuello y sus manos, en cómo apretaba los puños. Por fin, me convencí de que era real y me faltó la respiración.
—Le dije a Juliet que no me casaría con ella, que no podía hacerlo. En cuanto supe que me amabas, en cuanto supe que tenía una posibilidad contigo, no pude casarme con ella. No podría haber sido feliz a su lado. —Se pasó una mano por el pelo, despeinándoselo. ¿Cuántas veces le habría visto hacer ese gesto?—. Lo entendió. De hecho, fue muy comprensiva. Me confesó que siempre había sospechado que yo te amaba, lo que era del todo cierto.
Su boca se curvó en una media sonrisa. Observé fijamente aquellos labios rememorando lo que había sentido al besarlos, al sostener su rostro entre mis manos, al hundir mis dedos en su pelo. Me percaté de que parecía mucho más claro, casi de aquel tono dorado que solía adquirir durante su infancia.
Henry se arrodilló delante de mí y me ruboricé. Las manos me temblaban, pero la esperanza crecía y crecía en mi corazón como un millón de alas agitándose a la vez dentro de mí.
—He dejado Blackmoore al cuidado de mi hermano George y he aceptado un empleo en la Compañía de las Indias Orientales. He recorrido medio mundo para encontrarte…, para demostrarte que nunca te guardaré rencor por privarme de mi hogar, ya que he renunciado a él libremente. Ahora ya no hay nada que puedas arrebatarme, excepto mi corazón, pero de ese pecado hace mucho tiempo que eres culpable.
Percibí en sus ojos grises esperanza, pánico, miedo y amor, todo a la vez, junto con un brillo tan intenso que el corazón se me partió en dos y me cubrí el rostro con las manos, totalmente abrumada.
—Kate, he venido para preguntarte una vez más si quieres pasar tu vida conmigo. Podemos ser aventureros juntos. Te he seguido hasta aquí, mi amor, y te seguiré adonde quiera que elijas ir a continuación. Te amaré pase lo que pase en el futuro. Me conoces, sabes que soy capaz de ser tan testarudo como tú. He abandonado mi hogar para estar contigo, por eso te pido que abandones tus miedos para estar conmigo, que me creas, que confíes en mí, que… —La voz se le quebró—. Que me quieras como yo te quiero.
Mis hombros se convulsionaron.
—Kate…, ¿te estás riendo? Kate, si estás riéndote de nuevo, te juro…
Bajé las manos y le mostré mi rostro surcado de lágrimas, luego extendí los brazos y me abandoné en los suyos. Era como llegar a casa, a la casa más segura que jamás hubiera conocido y que jamás conocería. Nos aferramos el uno al otro como si nos estuviéramos ahogando y el otro fuera la única persona en el mundo capaz de salvarnos. Y luego me besó por todo el rostro surcado de lágrimas, en los labios, en el pelo… Deseé que no se detuviera nunca.
—Tengo que decirte algo —admití cuando al fin me separé de él para tomar aire—. Tú… —Hice una pausa para secarme la nariz con la manga—. Tú no eres «el realizador de mis deseos», Henry Delafield.
Henry echó atrás la cabeza y se echó a reír.
—No, escúchame.
Tomé su rostro entre mis manos. Su mirada era dulce y resplandeciente y se paseó por mi rostro con tanta veneración que me pareció una caricia. Luego se inclinó hacia delante y me rozó la mejilla con los labios.
—Te escucho —murmuró.
Seguía abrazándome y nos separaba una distancia que era imposible estrechar más.
—No eres «el realizador de mis deseos». —Inspiré profundamente y esbocé una sonrisa—. Sino todo cuanto deseo.
—Oh, Kate —murmuró apoyando su frente en la mía—. Después de todo, eres una romántica.