Capítulo 8

El personal de Blackmoore me pareció muy eficiente. No habían transcurrido ni diez minutos desde la marcha de Sylvia cuando una doncella se presentó en mi habitación para encender el fuego. Con el incremento de luz, descubrí que todas las paredes estaban recubiertas de paneles de madera oscura, que la tonalidad de las cortinas recordaba sobremanera a la que tenían la hierba y los árboles enanos de los páramos y que el color ciruela de la ropa de cama emulaba a la perfección al del brezo. Me paseé por la habitación, acaricié el terciopelo aquí, recorrí con la mano la lisura de los paneles de madera allá, hasta que al fin me decidí a abrir las cortinas para echar un vistazo por la ventana.

Los batientes estaban surcados por cintas de metal que dividían el cristal en múltiples rombos. Forcejeé con el pestillo hasta que conseguí abrirla, lo que hizo bastante a regañadientes y ofreciendo un chirrido lastimero cuando los marcos de metal se rozaron. Asomé la cabeza y miré a derecha e izquierda. A mi derecha, a la vuelta de la esquina, emergía el océano resplandeciente con su propia luz oscura y cambiante bajo la luminiscencia de la luna. A mi izquierda, algo más lejos, se extendía la oscuridad salvaje: los páramos. Y bajo mi ventana, dos pisos más abajo, un trecho poco accidentado que debía de estar cubierto de hierba.

El gélido viento nocturno se coló en la habitación e hizo danzar las velas, así que volví a meter la cabeza y los hombros en el interior, cerré la ventana y me aseguré de haber echado bien el pestillo. Luego corrí las cortinas de terciopelo y me volví para encarar el espacio minúsculo que se me había concedido dentro de aquel caserón. Había intentado distraer mi mente cuanto me había sido posible, pero en ese instante empezaron a carcomerme las palabras de Sylvia. No obstante, me negué a sentirme enjaulada.

Estaba acostumbrada a la aversión que sentía por mí la señora Delafield y me había habituado a que me excluyeran, pero sentenciarme a mi habitación, en mi primera noche allí, por el mero hecho de que no querían que desviara la atención que Henry debía dispensar a la señorita St. Claire… Era el peor de los insultos, uno que no me había esperado. Me froté la nariz con fuerza y ahogué la emoción que se alzaba en mi interior. No podía dejarla salir, pues entonces me convertiría en una persona débil. No debía dejar que el rechazo me afectara.

Mi cena aún no había llegado, por lo que me dispuse a deshacer el equipaje. Saqué a Mozart, mis vestidos y la cajita con incrustaciones de marfil que contenía la carta de mi tía, mi posesión más preciada. Repasé con el dedo la forma del elefante que coronaba la cajita antes de abrirla y repasar por enésima vez la carta que había leído por primera vez seis meses antes:

Querida Katherine:

He encontrado esta cajita abandonada en la estantería de una tiendecita de Londres. Me llamó desde el otro extremo de la tienda, atrayéndome hacia ella para que descubriera sus secretos. Y así lo hice, si bien lo que descubrí fue un secreto sobre mí misma: un sueño que no sabía que vivía en mí hasta que sostuve esta cajita en las manos.

Katherine, sé que tú, y puede que solo tú, seas capaz de apreciar lo que esta cajita representa: ¡aventura! Te invito por un momento a emprender un viaje conmigo, un viaje que tendrá lugar en tu imaginación.

Imagina estar a bordo de un barco de vela, con nada a tu alrededor salvo el océano y el cielo. Imagina ser impulsada por el viento durante meses y meses. Impulsada por una fuerza primaria, a la par que controlable; una fuerza de la naturaleza que te transportaría de una vida a otra. ¡Imagina bordear la costa africana! Imagina la selva, las playas, el desierto. Imagina descender hacia el sur, bordear el cabo de Buena Esperanza y luego tomar dirección noreste hacia… ¡la India! Imagina una tierra donde todo sea nuevo y desconocido, donde cada día pueda suponer un nuevo descubrimiento. Imagina una vida en la que uno pueda ser lo que desee ser. Imagina un país de nuevos comienzos, en el que uno pueda desprenderse de lo viejo igual que una serpiente muda de piel. Imagina un viento caliente, colores llamativos y brillantes y aromas nuevos y exóticos. Imagina conmigo, Katherine, una oportunidad de volver a nacer, de rehacerte. Imagina el poder de tener el futuro en tus propias manos, lejos de las limitaciones que imponen las expectativas de nuestra cultura.

¿Acaso no sería el viaje de tu vida? ¿Acaso no te cambiaría para siempre?

Ahora bien, Katherine, si este viaje imaginario te ha resultado atractivo, presta mucha atención. He estado guardando el dinero que heredé de mi tío Stafford. No solo no lo he gastado, sino que además lo he invertido bien, por lo que ahora cuento con una suma considerable y por fin he decidido lo que deseo hacer con ella. Quiero embarcarme en la aventura de mi vida. Quiero viajar a la India. ¡Y quiero que tú me acompañes!

Espero tu respuesta con gran impaciencia y recibe, como siempre, mi cariño más sincero.

Con amor:

Tu tía Charlotte

Doblé la carta y dejé que la esperanza invadiera mi corazón una vez más. Mi tía Charlotte sí que me quería a su lado y me incluía en sus planes, además de ser un modelo a seguir. Nunca se había casado, era independiente y estaba feliz de serlo. Pues bien, estaba decidida a ganar la apuesta que había hecho con mi madre, partir en busca de aventuras con mi tía y aprender a ser feliz sola. Ese era mi plan. Y para eso estaba allí, en aquel lugar remoto, para asegurarme mis sueños de futuro. Volví a guardar la carta en la cajita con incrustaciones de marfil, tomé asiento y miré a mi alrededor buscando algo que me levantara el ánimo.

Sin embargo, al hacerlo me di cuenta de que había hecho eso mismo tres días antes en mi propia casa. Me había sentado en una habitación en la que estaba atrapada y había soñado con escapar. Se suponía que Blackmoore sería mi vía de escape; en cambio, estaba tan atrapada en aquella estancia de piedra y cristal como lo había estado en la de mi propia casa.

Tras una espera de media hora, durante la que mi impaciencia fue en aumento, la misma doncella que había encendido el fuego me sirvió la cena. Comí en silencio mientras las agujas del reloj que había sobre la repisa de la chimenea marcaban los largos y pesados minutos de mi aislamiento. Intenté no pensar en la señorita St. Claire con sus grandes ojos y su cabello castaño rojizo. Intenté no imaginar a Henry sonriéndole y escuchando las palabras que ella le susurraba. Y entonces, de pronto, ya no pude soportarlo más. Aparté el plato, me puse en pie y tomé una de las velas. Puede que no me hubiesen invitado a reunirme con ellos en el salón, pero no tenía por qué quedarme confinada en aquella habitación toda la noche dijeran lo que dijesen la señora Delafield o Sylvia.

Salí sin ser vista, cerré la puerta tras de mí con sigilo y esperé a que mis ojos se acostumbraran a la penumbra que reinaba en el pasillo. Volví la cabeza hacia la izquierda, por donde habíamos venido, aunque al final me decanté por ir a la derecha. La luz de la vela apenas conseguía vencer la oscuridad reinante y proporcionaba tan solo un pequeño círculo de luz en el que explorar y examinar lo que me rodeaba. El suelo crujió bajo mis pies y una brisa solitaria se coló por la pared, hizo parpadear la llama y proyectó sombras danzarinas y amenazantes a mi alrededor. Un escalofrío me recorrió la espalda pero no me detuvo, me volví hacia la derecha y hacia lo desconocido que allí me aguardaba.

El pasillo estaba sumido en el silencio. Avancé poco a poco, prestando atención a dónde colocaba los pies, pues el suelo desprovisto de alfombras estaba combado e inclinado. Me arrimé al lateral derecho y alcé la vela para examinar la pared. El problema era que no sabía lo que estaba buscando. Me detuve frente a un retrato, aparté el marco y eché un vistazo detrás mientras trataba de no chamuscarme las cejas con la llama. Metí la mano y tanteé la piedra que quedaba tras la pintura, pero parecía tan lisa como los otros tramos de pared que había palpado.

Continué caminando y me detuve delante de una puerta cerrada. Coloqué la mano sobre el picaporte, decidida a entrar en aquella habitación vacía, pero no pude. Aunque el pasillo estuviera oscuro y frío, no dejaba de ser un espacio abierto. Y no conseguí reunir el valor suficiente para adentrarme en una habitación cerrada y a oscuras.

Seguí pasillo abajo, comprobando la pared que se escondía tras cada uno de los cuadros con los que me iba topando, hasta que llegué al final, coronado por una ventana que se alzaba desde el suelo hasta el techo. Eché un vistazo al exterior, aunque no pude ver nada debido a la oscuridad que lo envolvía todo al otro lado del cristal. Di media vuelta, me arrimé al otro lado del pasillo y retomé mi cometido: tantear la pared con la mano, deteniéndome ante cualquier cosa que pudiera disimular la entrada a un pasadizo secreto. Pasé de largo al llegar a mi habitación y seguí caminando hasta que me encontré con otra ventana. Junto a ella, un tapiz enorme cubría la pared. Ese sería el lugar ideal para esconder una puerta secreta.

Alcé la vela. Se me disparó el pulso y el corazón empezó a latirme con fuerza en el pecho al pensar que por fin había hallado aquello con lo que llevaba soñando tantos años. Acaricié el borde del tapiz y metí los dedos por detrás para buscar la abertura, el cerrojo o la grieta que indicaran que realmente había encontrado lo que andaba buscando. Alargué más el brazo y tanteé con la palma de la mano la superficie del muro mientras mi corazón seguía su ritmo impetuoso. El tapiz era demasiado grande, así que me colé detrás de él y busqué cualquier cosa que pudiera esconder una entrada, asegurándome de pegar la vela a la piedra y alejarla de la tela.

Me quedé inmóvil al oír un ruido. En un primer momento, pensé que podía ser el viento, pero entonces me di cuenta de que se trataba de un sonido más débil que iba y venía. Ladeé la cabeza, desconcertada, y me concentré en el rumor. Y caí en la cuenta de que lo reconocía: eran voces que el viento me traía en forma de susurros para erizarme la piel.

Apagué la vela pellizcando la llama. El humo molesto se coló por mi nariz, pero me quedé tan quieta como me fue posible, a pesar de que el corazón me latía a toda prisa. Sin embargo, por mucho que me esforcé por distinguir las palabras que componían los susurros, no lo logré, como tampoco conseguí identificar de dónde provenían: del pasillo donde colgaba el tapiz detrás del cual me escondía o bien de algún pasadizo secreto al otro lado de la pared. Oí unos pasos, lejanos, arrastrados, y los susurros me mortificaron al seguir escapando a mi comprensión. Regresaron a mi mente las historias que Sylvia me había contado sobre los fantasmas que moraban en esta parte de la casa y me entró un violento escalofrío.

Sin previo aviso, me quedé paralizada por el terror, que se apoderó de todos y cada uno de mis pensamientos y mis impulsos. El pesado tapiz me rodeaba, me tenía atrapada. Solté la vela y me revolví desesperadamente intentando liberarme. Cuando conseguí salir de mi escondite dando traspiés, me desplomé contra la pared con la respiración entrecortada y sin dejar de temblar. El pasillo estaba sumido en la oscuridad, igual que lo había estado antes, pero ya no podía oír los murmullos que tanto me habían aterrorizado. Incluso llegué a preguntarme si los habría oído en realidad o habría sido todo producto del viento o de mi activa imaginación.

Me llevé una mano al pecho tratando de respirar con normalidad y tranquilizarme, pues me negaba a que mi imaginación condicionará mi razón. Dirigí la mirada hacia la ventana y contemplé la escena que se abría ante mí. La luna estaba en cuarto creciente y desde este punto podía contemplarse la inmensidad del océano. La luz plateada del astro sobre el agua me ayudó a apaciguar mi alma y, al cabo de unos minutos, volvía ya a respirar sin dificultad y a pensar con claridad.

Yo misma había condicionado mi propio miedo al hallarme en busca del pasadizo secreto. Sin duda, había imaginado los susurros y las pisadas. Allí no había fantasmas. ¡Las casas encantadas no existían! No obstante, no había acabado de decirme esto cuando volví a escuchar pisadas. Me di la vuelta y apoyé la espalda en la pared.

En esta ocasión, venían acompañadas de luz. Una única vela en alto iluminaba un rostro familiar: el de Henry. El terror me abandonó y una sonrisa suavizó el rictus de mis labios. Se detuvo en la puerta que había enfrente del punto en el que me encontraba, llamó y esperó.

—Kate, ¿estás despierta? —susurró antes de volver a llamar.

Tomé aire. Me había quedado sin palabras a causa del sobresalto. Él volvió la cabeza y me miró.

—¡Estás ahí!

La luz de la luna me bañaba con su brillo plateado mientras que la llama de la vela que Henry llevaba en la mano le envolvía en un destello dorado. Echó a andar hacia mí trayendo consigo su luz dorada hasta que ambas se fundieron.

—¿Qué haces ahí de pie a oscuras?

—Tenía una vela —respondí como si eso lo aclarara todo. Aún no me había abandonado el desasosiego causante de que las manos aún me temblaran—. ¿Y qué haces tú aquí? ¿Por qué no estás abajo disfrutando de la compañía de la señorita St. Claire? —pregunté con un matiz de ironía del que me arrepentí de inmediato.

Henry recostó un hombro en la pared, se volvió hacia mí y colocó la vela entre ambos sobre el alféizar de la ventana.

—He venido a ver cómo estabas. Aquí sola, en el ala oeste. Sylvia ya habría afirmado haber visto algún fantasma si hubiese estado en tu lugar.

—No me parezco a Sylvia.

—Lo sé.

En su voz se coló una nota de afecto, una sonrisa.

—Pero, Henry, debo confesar que hay algo en la casa… En ese viento… Me ha parecido oír susurros hace un momento cuando estaba detrás del tapiz.

—¿Susurros? ¿Detrás del tapiz? —Su voz se volvió más aguda.

—Sí. Estaba buscando el pasadizo secreto… No hace falta que sonrías de ese modo. Deberías haber supuesto que sería lo primero que buscaría al llegar. Pues bien, al mirar detrás del tapiz, me ha parecido oír unas pisadas lejanas y susurros. ¿Me estaré volviendo loca?

Sus ojos no me revelaron nada y su rostro permaneció como una máscara de secretos.

—Quizá solo se tratara del viento.

—Sí, quizá.

—¿Sabes? Es mucho más fácil encontrar un pasadizo secreto a plena luz del día.

—Ya lo sé —repliqué con una sonrisilla—. Solo estaba… pasando el rato.

Él me miró con el ceño fruncido.

—¿Pasando el rato? ¿Y por qué no has bajado al salón?

Me mordí el labio mientras intentaba decidir cómo responder a eso. Al final me decanté por plantearle una pregunta en lugar de responder a la suya.

—¿Qué estoy haciendo aquí? ¿En Blackmoore? Y no me digas que tu madre me invitó, pues es obvio que no me quiere aquí. Quiero la verdad, por favor.

Se limitó a mirarme fijamente durante unos minutos larguísimos mientras el corazón me latía con fuerza. Supliqué en silencio por que me confesara la verdad.

—Estás aquí —respondió al fin— porque tenía que cumplir mi promesa.

—Y esta es tu última oportunidad para hacerlo.

Me miró con perspicacia.

—¿Por qué lo dices?

—Sylvia me lo ha contado. Me ha dicho que tienes intención de proponerle matrimonio a la señorita St. Claire durante esta visita.

Henry no dijo nada.

Me aclaré la garganta y cambié el peso de un pie al otro.

—¿Es cierto entonces? ¿Vas a proponérselo?

Estudió mi rostro durante un buen rato antes de responder.

—Es una posibilidad.

Tomé aire. Volví a hacerlo.

—Entiendo.

—Tu turno. Dime por qué no has bajado esta noche. ¿Por qué no has cenado con nosotros?

Inspiré hondo.

—Tu madre no quería que lo hiciera. Sylvia me dijo que lo mejor sería que me quedara en mi habitación, para no distraer tu atención de la señorita St. Claire. Pero ya sabes cuánto me cuesta… quedarme en mi habitación.

La voz me falló al final, a pesar de mis esfuerzos por demostrar entereza. Henry movió la cabeza, lo justo para que la luz de la luna me mostrara el enfado en sus ojos.

Me froté la nariz y aparté la vista.

—No me estoy lamentando. Sabes que aprecio la soledad y, como ya te he dicho, he estado dando vueltas por ahí…

—Kate.

La dulzura de su voz tiró de las frágiles cadenas que mantenían a raya mis emociones.

Me froté la nariz con más fuerza y me aparté de él. Me golpeé el pie con algo duro y al agacharme encontré a mis pies el candelabro que había perdido. Carraspeé.

—Debería dejar que atiendas a tus invitados —murmuré mientras me alejaba.

Me dirigí hacia mi habitación. Al abrir la puerta, la luz procedente del fuego y de las velas inundó el pasillo. Me di la vuelta para darle las gracias a Henry por haber venido a verme y descubrí que se encontraba muy cerca.

—Escúchame —me pidió en voz baja, pero con rotundidad—. Aquí eres mi invitada, igual que la señorita St. Claire o cualquiera de los demás huéspedes que llegarán en los próximos días. Eres mi invitada, Katherine Worthington. Yo seré quien herede Blackmoore, no mi madre. En realidad, mi madre carece de autoridad en esta casa.

Sus palabras fueron un regalo para mis oídos. «Mi madre carece de autoridad en esta casa». Pero Henry se equivocaba, su madre aún movía los hilos.

—Por lo tanto, puedes bajar al salón siempre que quieras —prosiguió—. Puedes buscar pasadizos secretos durante todo el tiempo que tu corazón te pida. —Levantó una mano y me acarició la mejilla con el pulgar secando una lágrima extraviada que se había escapado sin que me diera cuenta. La sorpresa me hizo soltar un suspiro ahogado—. Pero no me gustaría nada que pasaras ni un solo minuto sentada en tu habitación llorando por algo que mi madre haya dicho o hecho. Limítate a… no hacerle caso cuanto te sea posible.

—Gracias —respondí con una sonrisa—. Aunque en honor a la verdad, no estaba sentada en mi habitación llorando. Estaba visitando el ala oeste y desde luego no estaba llorando.

Le brillaron los ojos con afecto.

—Por supuesto. Nunca te acusaría de lo contrario.

Mi corazón saltó en su dirección y tuve que refrenarlo rápidamente. Bajé la mirada y traté de ocultar mis sentimientos. Por lo general, se me daba muy bien no dejar que Henry percibiera mi ternura. Sin embargo, aquella noche, en aquella casa oscura en el fin del mundo, me sentía muy lejos de cualquier normalidad.

—¿Y bien, señorita Kate? ¿Bajará esta noche al salón? ¿Se unirá a nosotros para una partida de whist?

—No —respondí negando con la cabeza—. Estoy exhausta de tanto dar vueltas por ahí y no llorar.

—Por no mencionar los dos últimos días de contínuos canturreos.

—En efecto. —Me reí entre dientes—. Sabía que estabas al tanto del canturreo de la señora Pettigrew, ¿me equivoco?

Esbozó una sonrisa burlona.

—Me niego a responder a esa pregunta. —Echó un vistazo por encima de mi hombro hacia el interior de la habitación—. Estarás sola en el ala oeste. ¿Estás segura de que quieres quedarte aquí? Puedo alojarte en otra habitación…

—No. Me encanta esta.

Y en realidad, así era. Me encantaban los paneles oscuros de madera, las cortinas de terciopelo y las tonalidades de los páramos. De hecho, en aquella habitación estaba empezando a cambiar mi opinión sobre ellos y comprendí que llegarían a gustarme.

—Estaré bien aquí. No te preocupes por mí.

Henry negó con la cabeza.

—Creo que siempre me preocuparé por ti —murmuró mirándome a los ojos.

Inspiró hondo y me contempló como si su intención fuera añadir algo más, pero en lugar de eso, se giró en seco para marcharse. Le observé mientras cruzaba el pasillo e iba a recoger la vela que había abandonado en el alféizar.

—Henry. —Volvió la cabeza, pero no se acercó—. Solo quería darte las gracias por cumplir tu promesa. Gracias por traerme.

Henry esbozó una sonrisa.

—Siempre cumpliré las promesas que te haga —añadió caminando de espaldas.

Luego se dio la vuelta y se marchó de allí tan rápido como se lo permitieron sus largas piernas, incluso me dio la sensación de que había echado a correr. La llama de su vela vaciló y un instante después se había ido.

Cerré la puerta, me puse el camisón, me metí en la cama y me tapé hasta la barbilla para combatir el frío que invadía la estancia. Un débil gemido se coló entre las piedras y agitó las cortinas, solo un poco, como una ola de terciopelo. Me pregunté de dónde procedería aquel viento, de los páramos o del mar. ¿Cuál era el que gemía y cuál el que bramaba? Al oír un crujido al otro lado de la puerta, pensé en dos opciones: o había alguien allí o el viento con su fuerza estaba zarandeando el viejo caserón.

El fuego proyectaba sombras sobre las paredes y las cortinas continuaban danzando como si una mano no dejara de agitarlas. Cerré los ojos con firmeza mientras a mi alrededor el viento ululaba y aquella casa vieja crujía. Y al fin, después de mucho rato, conseguí conciliar el sueño.