Capítulo 37
Alice se sorprendió cuando la mandé llamar en pleno día; pude verlo en su rostro cuando se presentó corriendo en la habitación. Mi madre y María estaban con el resto de los invitados, sin duda intentando ocasionar un nuevo escándalo. Cerré la puerta con llave antes de volverme hacia la joven mientras la esperanza y la desesperación se batían en duelo dentro de mí.
—Necesito imperiosamente su ayuda y temo que no quiera prestármela.
—¿Qué necesita, señorita? —me preguntó con el ceño fruncido.
—Debo huir de Blackmoore esta noche. Necesito hallar un modo de llegar sana y salva hasta Londres.
Alice puso unos ojos como platos.
—¿Piensa escaparse?
El corazón me latía descompasadamente a causa de los nervios. Tragué saliva.
—Así es.
Crucé la habitación y me acerqué a mi baúl de viaje, levanté la tapa y saqué la cajita con las incrustaciones de marfil.
—Soy consciente de que le estoy pidiendo demasiado —continué—. Estoy segura de que mi tía no dudará en recompensarle las molestias, pero me gustaría pagárselo yo también de alguna manera. Tenga. —Le tendí la cajita—. Es muy valiosa. Las incrustaciones son de auténtico marfil. Puede quedársela o venderla en Londres.
Alice negó con la cabeza y rechazó mi regalo con una mano.
—No, señorita. No lo aceptaré.
El corazón me dio un vuelco.
—Puedo pagarle algo más. Simplemente…
—No. Lo siento. No me ha entendido bien. —Una sonrisa se dibujó en su rostro—. Pienso ayudarla, pero hay favores que no se pueden comprar y que solo pueden concederse de forma gratuita.
—Pero me estaría haciendo un favor muy grande.
Pensé en todos los favores que había pedido a lo largo de mi vida, en todos los tratos que había hecho y en todos los errores por los que había tenido que pagar. Este también tendría un precio.
—Lo sé, pero de lo contrario mis hermanas no me lo perdonarían, señorita.
Alice, por lo general tan reservada, esbozó una amplia sonrisa.
La interrogué con la mirada.
—Mary y Katherine, las niñas a las que les regaló los dulces. Me contaron lo amable que había sido con ellas, cómo había ido a nuestra casa y cómo las había consolado en la calle a pesar de no conocerlas de nada. Así que haré por usted lo que haría por cualquiera de mis amigos.
Negué con la cabeza y bajé la mirada avergonzada.
—No fue nada. Solo les llevé unos cuantos dulces de la pastelería.
—Eso la convierte en una de los nuestros.
Lo dijo como si fuera una declaración: estaba reivindicando mi pertenencia. A mi mente regresaron las palabras del día anterior, «la Kate de nadie», pero las aparté de un plumazo. Quizá no fueran del todo ciertas.
—Gracias —susurré con los ojos anegados en lágrimas.
—¿Piensa regresar a la India, señor Pritchard?
Mi madre estaba inclinada sobre el desagradable caballero, cuyo bigote aún albergaba los restos de la cena.
El señor Pritchard la miró de reojo antes de soltar un gruñido y asentir con la cabeza secamente.
Ella seguía sin comprender lo que era obvio para todos los presentes en el salón: el hombre con el que había decidido coquetear no tenía ningún interés en coquetear con ella.
—¡Oh! ¡Qué pena! —se lamentó—. Debería asentarse en algún lugar más cercano, de modo que pudiéramos conocernos mejor.
La señorita St. Claire sonrió tras su taza de té.
—Obviamente no partirá pronto, ¿verdad, señor Pritchard? Querrá estar por aquí para asistir…, no sé, a alguna ocasión especial que celebren sus amigos en breve, ¿quizá?
Volví la cabeza hacia otro lado para no verme tentada de mirar a Henry. No quería ver su reacción ante la insinuación, apenas disimulada, de sus próximas nupcias. A pesar de que Henry y yo habíamos ocupado la misma estancia durante más de tres horas esa noche, había hecho un excelente trabajo evitándole. De hecho, había sido tan aplicada que no había mirado en su dirección ni una sola vez, ni durante la cena, que había durado muchísimo, ni después, cuando habíamos pasado al salón. Él no me había dirigido la palabra, ni se había acercado a mí, aunque cuando pensaba en lo que me había oído decir la noche anterior —lo de que preferiría al señor Cooper antes que a él—, no podía reprocharle su distanciamiento. Sin embargo, ello no significaba que no me doliera, que no me avergonzara y que no sintiera la puñalada reciente de su pérdida. Eran cosas muy distintas.
Estuve a punto de caerme del asiento cuando el reloj dio por fin las diez en punto. Eché una última mirada a Sylvia, que estaba sentada junto al fuego con su señor Brandon. Si las cosas continuaban como hasta ese momento, probablemente estaría comprometida para finales de año. Me alegraba verla feliz. María se había pegado al joven señor Brandon y mi madre revoloteaba de hombre en hombre como una abeja de flor en flor. La señora Delafield aferraba su taza de té con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos; daba la sensación de que estaba deseando tirársela a mi madre a la cabeza. Contemplé toda la escena antes de ponerme en pie y dirigirme hacia la puerta.
—Buenas noches, madre. Estoy cansada y voy a retirarme pronto esta noche.
Ella me dedicó una mirada colérica con la que me prevenía de que tendríamos unas palabras más tarde. No esperaba menos.
—Buenas noches entonces, Kitty.
Cuando llegué a la puerta, la tentación de mirar atrás fue demasiado fuerte. Eché un vistazo por encima del hombro y descubrí a Henry observándome fijamente. El corazón me dio un vuelco y luego se me aceleró al ver la expresión en sus ojos de granito. Busqué a tientas el picaporte, aparté la vista y salí del salón a toda prisa.
—¿Todo listo, señorita? —preguntó Alice.
Me arrodillé delante del baúl y eché un último vistazo a mis vestidos, sombreros y guantes. Todo podía ser reemplazado. Tomé la cajita con las incrustaciones de marfil y después de sacar la carta de mi tía, se la tendí a Alice.
—Tenga, acéptela. No como si fuera un pago, sino porque quiero que la tenga.
Alice titubeó, pero finalmente conseguí que la aceptara a regañadientes.
—Se la guardaré, señorita. Podrá recuperarla cuando vuelva.
Fruncí los labios para no revelar mi secreto: que nunca regresaría. Alice dejó la cajita sobre la colcha junto a las cartas que acababa de lacrar y depositar allí. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer con ellas.
—¿Está lista la otra habitación?
Alice asintió con la cabeza. Había sido idea suya disponer otra habitación en el ala oeste para que mi madre y María no se percataran de mi ausencia hasta la mañana siguiente.
—Les diré que se encuentra indispuesta y que nadie debe molestarla.
—Bien.
La carta de mi tía y la partitura de Herr Spohr estaban guardadas en el bolsillo de mi capa de viaje, junto con las conchas que había recogido para Oliver y guardado envueltas en un pañuelo. Eché un vistazo a mi alrededor. ¡Era una habitación tan hermosa! Tanto como los páramos habían llegado a ser para mí. La echaría de menos. No obstante, eran casi las diez y media y si permanecía allí mucho más, corría el riesgo de encontrarme con mi madre o María cuando subieran a acostarse.
—Sí, estoy lista. —Le tendí a Alice los guantes, el sombrero y la capa—. La veré abajo.
A las diez y media en punto abrí la puerta de la sala del pájaro sin hacer ruido y, una vez dentro, cerré la puerta tras de mí con cuidado. Las cortinas estaban descorridas, por lo que la luz de la luna llena bañaba la estancia con su resplandor plateado. Crucé la sala en silencio hasta que llegué junto a la jaula, me arrodillé delante de ella y abrí la puertecita, que emitió un chirrido casi imperceptible. Seguro que alguna doncella descubriría el cuerpo inerte del pájaro por la mañana y se desharía de él, pero quería dejarle la puerta abierta, pues es lo que habría deseado para mí.
Percibí un ruido a mi espalda, una pisada sigilosa, y a continuación la voz de Henry.
—Te marchas.
Me dio un vuelco el corazón. Me puse en pie y me di la vuelta para mirarle a los ojos; se me había disparado el pulso.
La puerta seguía cerrada, así que debía de haber estado dentro esperando o, más bien, esperándome a mí.
—¿Cómo te has enterado?
Estaba muy lejos de mí, al otro lado de la estancia, delante del cuadro de Ícaro. La luz de la luna apenas iluminaba su silueta, pero percibí el tono acusatorio de su voz.
—Lo llevabas escrito en la cara esta noche.
Dejé escapar un tembloroso suspiro.
—Tienes razón. Me marcho.
Henry empezó a caminar hacia mí.
—¿Porque preferirías casarte con ese viejo repulsivo del señor Cooper antes que verte obligada a hacerlo conmigo?
La dureza, la crueldad y la reprobación presentes en su tono de voz me golpearon como una auténtica bofetada. Retrocedí a causa del impacto.
—No —negué con voz débil y temblorosa.
—Entonces ¿por qué?
Su voz se quebró en las dos últimas palabras, al igual que algo se rompió en mi interior en mil pedazos. El causante de que me mantuviera firme en mi propósito se rompió al oír ese «por qué». Bajé la vista hacia la jaula. El corazón me latía a toda prisa y me temblaban las manos. Y le di la respuesta más próxima a la verdad que era capaz de confesar.
—Porque si no huyo de mi jaula ahora, nunca podré hacerlo.
Un silencio interminable siguió a mis palabras, luego Henry dejó escapar un suspiro, se pasó la mano por el pelo y se dio la vuelta. Se quedó mirando fijamente el cuadro de Ícaro. La quietud que invadía la habitación y su silencio me hicieron pensar en el pájaro que ya no agitaba sus alas y, de pronto, sentí la necesidad de estar cerca de Henry, de asegurarme de que seguía con vida. Me dirigí hacia él poco a poco hasta que pude ver cómo la luna iluminaba la mitad de su rostro y dejaba la otra mitad al amparo de las sombras.
Henry estaba de brazos cruzados con la mirada fija en el cuadro, que ilustraba el momento en que Ícaro recibía sus alas.
—Estar tan cerca del cielo, caer tan lejos…
Pronunció aquellas palabras en voz tan baja que, por un momento, incluso dudé de si se estaría dirigiendo realmente a mí. Luego dejó escapar un nuevo suspiro.
—Fui un estúpido al acceder a este trato, Kate. Pensaba que sabía lo que era el sufrimiento después de haber pasado tantos y tantos años viviendo a una milla de ti, viéndote tan a menudo, teniendo derecho a tus confidencias pero no a tu amor, oyéndote decir una y otra vez que no querías casarte…
Se pasó la mano por el rostro.
»Aquello era sufrir, pero esto… —Meneó la cabeza y me di cuenta de la fuerza con la que se abrazaba y del suave temblor que le recorría el cuerpo—. Esto ha rozado la locura. Ha sido un plan tan descabellado como el de Ícaro al querer volar tan cerca del sol. Estar tan cerca de ti, tenerte entre mis brazos, susurrarte las palabras que soñaba con decirte y ser rechazado una y otra vez —se lamentó con la voz débil y ronca. La forma en que me miró hizo que un fuego prendiera en mi interior y me dejara anclada al suelo y sin palabras. Henry empezó a respirar entrecortadamente—. Ha sido una auténtica crueldad.
Me daba miedo respirar. Me quedé allí de pie, con el corazón en un puño, las manos apretadas y los labios fruncidos para retener las palabras que nunca le confesaría.
—Esto no tiene nada que ver con nuestro trato —continuó—. Y es la última vez que te haré esta pregunta, Kate. No te la haré nunca más, pero necesito saberlo. Con independencia de nuestro trato, tengo que saber tu respuesta. No puedo pasarme el resto de la vida preguntándome si…
Las lágrimas resbalaron por mis mejillas.
Se dio la vuelta, tomó mi mano y me acarició los nudillos con el pulgar. Clavó sus ojos en los míos, la luna le iluminaba el rostro.
—Te quiero, Kate —confesó en un susurro—. Quiero estar siempre a tu lado. Cásate conmigo, por favor.
Tenía que tomar aire, pero no podía. Cuando finalmente conseguí pronunciar la palabra anclada en mis labios, no fue más que un susurro ahogado.
—No.
Henry se estremeció y yo reprimí un sollozo, apenas podía verle a causa de las lágrimas. Me soltó la mano y me dio la espalda. Yo me dirigí hasta la ventana y observé la luna mientras las lágrimas resbalaban sin tregua por mis mejillas. Brotaban con tanta furia que apenas podía respirar y mi pecho se convulsionaba con cada intento.
Tras un largo lapso de tiempo, noté cómo Henry se situaba detrás de mí. Su calor a mi espalda resultaba tan tentador.
—Tengo una última pregunta y luego te dejaré marchar —dijo con la voz quebrada.
Me llevé una mano a la garganta en un intento de detener los sollozos que me asaltaban y asentí con la cabeza.
Henry inspiró hondo. Le oí hacerlo, al igual que oí cómo le temblaba la voz cuando empezó a hablar en un tono suave y ronco.
—Si me quisieras…
«Te quiero».
Noté cómo se quedaba inmóvil a causa de la sorpresa.
—¿Cómo? —soltó tras varios minutos y solo después de haber tomado aire.
Me di la vuelta y le miré con los ojos muy abiertos. El corazón me latía a toda velocidad.
—¿Qué has dicho? —preguntó.
Negué con la cabeza totalmente ruborizada. ¿De verdad lo había dicho en voz alta?
—Nada. No he dicho nada.
Le di la espalda, dispuesta a alejarme, pero él me detuvo por los hombros, dio un paso adelante y agachó la cabeza.
—Has dicho «Te quiero».
Me tomó en sus brazos. Apenas tuve tiempo de pensar y ya me estaba besando. Una mano en mi cintura, para tenerme cerca; la otra en la nuca; su beso firme, pausado, suplicante. Y dejé de pensar. Al final había cedido a los insistentes intentos de Henry por liberar a mi corazón de sus ataduras y ahora no era más que eso, corazón; y lo atraje hacia mí y le devolví el beso, y al hacerlo, un gemido escapó de sus labios. Me aparté un poco en busca de aire, pero él me acercó de nuevo, como si me necesitara más a mí de lo que necesitaba respirar. Sus manos me retenían cerca de su cuerpo y entonces susurró mi nombre, y me di cuenta en ese momento de que tenía que detener aquello. Era un error que nunca deberíamos haber cometido. Era cruel, demasiado cruel, probar sus besos una vez y no volver a hacerlo nunca más.
Sollocé ante aquella idea y le aparté.
—No, Henry —dije con resolución en un grito ahogado.
Vi el dolor grabado en su rostro antes de agarrarlo, atraerlo hacia mí y hundir el rostro en su pecho. Me abracé con fuerza a su cuello y él me rodeó la cintura con los brazos y me pegó a su cuerpo.
—Has dicho que me querías.
—Y te quiero —susurré entre sollozos.
—Entonces ¿por qué me rechazas?
Me partió el corazón el sonido de su voz o, más bien, el dolor y la angustia que se adivinaban en ella. El sonido de los sueños rotos.
Me aparté de su lado.
—Sé lo que te costaría quererme. ¡Lo sé, Henry! Se lo oí decir a tu madre la noche del baile, aún no hace dos años.
Henry frunció el ceño, confundido.
—¿A qué te refieres? ¿Qué es lo que oíste?
Meneé la cabeza. Ese era el secreto que nunca había tenido intención de contarle, pero mi corazón se había visto liberado de sus cadenas y me di cuenta de que ya no poseía la fuerza necesaria para guardarlo por más tiempo. Se sublevó dentro de mí como si tuviera vida propia, decidido a huir de su jaula particular, y escapó de mis labios acompañado de una nueva oleada de sollozos.
—Oí a tu madre decirle a tu tía Agnes que… que perderías Blackmoore si te casabas con alguien de mi familia. Di… dijo que había cambiado el testamento y que había conseguido que tu abuelo lo firmara. Que había hecho venir al notario. Y que… que nos separaría si yo mostraba algún interés por ti, si yo…
—¿Cómo? ¿Que mi madre ha cambiado el testamento? —exclamó con una rudeza provocada por la sorpresa y la incredulidad.
Asentí una única vez. Ojalá no hubiese sido testigo de aquella mirada de traición en el rostro de Henry.
—¿Estás segura? Es decir, ¿puedes afirmar con total seguridad que…?
—Sí. —Lo que la señora Delafield me había dicho el día que me había sorprendido hablando con su padre me lo había confirmado—. Estoy completamente segura.
No fue más que un susurro, pero llenó el espacio que nos separaba de forma tan tajante que sonó como una sentencia de muerte.
Henry se pasó ambas manos por el pelo, se dio la vuelta y se alejó cuatro pasos.
—Ahora ya lo sabes. —Se me fue quebrando la voz al mismo tiempo que se resquebrajaba mi corazón—. Ahora ya sabes por qué tenía que decirte, a ti y a todo el que quisiera escuchar, que no tenía intención de casarme. Tu madre nos habría separado a los tres, te habría enviado lejos…
Henry volvió a darse la vuelta y vino hacia mí dando zancadas.
—No me importa, Kate —aseguró tomándome de las manos—. Eso no cambia nada. Puedo renunciar a Blackmoore.
Negué con la cabeza mientras las lágrimas resbalaban por mis mejillas y mi barbilla.
—Para. Deja de menear la cabeza. Puedo hacerlo, Kate. Puedo renunciar a la propiedad y lo haré por ti.
—No. No te lo permitiré.
Hablaba con dureza, pues no lo había pensado detenidamente. No se había pasado un sinfín de noches en vela pensando en todo a lo que renunciaría por mí. Pero yo sí lo había hecho y lo sabía mejor que él.
—No puedes renunciar a Blackmoore por mí, Henry. ¿No ves lo que supondría para ti? ¿Lo que le haría a nuestro matrimonio?
—¡No es más que una casa! ¿Cómo puedes pensar que un montón de piedras puede compararse contigo?
—¡Es algo más que un montón de piedras! Es tu hogar. Lo he visto en tus ojos. Lo es todo para ti: tu futuro, tu sustento, la vida que has planeado. ¡He sido testigo de cómo se te ilumina la cara aquí! He visto lo feliz que eres, lo realizado que te sientes, lo que supone para ti el lugar que estás destinado a ocupar.
Seguía rodeando mis manos con las suyas, sujetándolas con firmeza, como si intentara evitar que echara a volar.
—No. Has sido tú la que ha conseguido eso, no Blackmoore.
Un sollozo agitó mi voz.
—Estarías renunciando a demasiado. ¿Es que no lo ves? ¿No te das cuenta de que si te privo de lo que te importa, de lo único que has querido en la vida algún día me odiarás por ello?
—Nunca podría odiarte.
Sus palabras apenas audibles, en un tono ronco…, una declaración susurrada.
Me solté y me crucé de brazos intentando contener los pedazos rotos de mi corazón.
—Podrías. Tú no lo sabes, pero yo sí. —Me tembló la voz—. Sé lo que es el desprecio, Henry, lo que es que no te deseen, que no te amen y…
Henry me acarició el rostro con las manos y contuve la respiración, por lo que mis palabras se perdieron en mi garganta. Se acercó un poco más y tomó mi rostro entre sus manos. Lo hizo con delicadeza como si yo fuera tan frágil e indómita como nuestro pájaro negro. Ladeó la cabeza y me miró a los ojos; estábamos tan cerca el uno del otro que a pesar de la penumbra, pude ver el brillo que dominaba sus ojos grises. Tomó aire, bajó la cabeza y me besó, despacio, con delicadeza. Sus dedos se enredaron en mi pelo, sus labios sabían a sal y a deseo. Me besó y me besó. Las rodillas me temblaban y un fuego me recorrió de los pies a la cabeza y me hizo sentir absoluta y dolorosamente deseada.
Cuando por fin separó sus labios de los míos, respiraba con dificultad. Apoyó su frente en la mía.
—Ahora también sabes lo que es ser deseada y querida —susurró.
Era demasiado dulce y suponía una tentación muy grande. Mi corazón latía con fuerza, pues deseaba lo que me estaba ofreciendo.
—Sé que no has conocido antes esta clase de amor —continuó estrechándome entre sus brazos, acercándome a su cuerpo y acunándome como si pretendiese colocarme junto a su corazón para siempre—. Pero prometo que puedo amarte para siempre, pase lo que pase en nuestras vidas. Puedo y lo haré.
Mi resolución se había desmoronado con el fuego de su beso. Quería reclinarme contra su cuerpo y dejar que siguiera haciéndome sentir de aquel modo. Sin embargo, eso no estaba bien y yo sabía, en lo más profundo de mi ser, que dejarme llevar por la tentación me atormentaría con preguntas durante el resto de mi vida. Así pues, hice caso omiso de los anhelos de mi corazón y me zafé de su abrazo. Cada centímetro de mi piel sintió el frío de estar sola y lejos de él, y empecé a tiritar, allí de pie, mientras intentaba no romperme en mil pedazos. Pero no resultaba tan sencillo como antes de que Henry me hubiese besado. Él había abierto las jaulas que apresaban mi alma y de ellas había escapado rabia y miedo a partes iguales. Retrocedí mientras la ira y el dolor que había estado ocultando durante un año y medio desplegaban sus alas dentro de mí. Y entonces les permití echar a volar.
—¡El amor no es suficiente! —espeté—. El amor cambia. El amor muere. ¡Yo he sido testigo de la otra cara del amor! He visto el odio, el desprecio y el resentimiento. ¡No pienso ver eso en ti! No viviré para ver el día en que me mires del mismo modo que mi padre mira a mi madre.
—¡Nosotros no somos como ellos!
—¿Cómo lo sabes? —Respiré entrecortadamente—. ¿Cómo sabes lo que nos deparará el futuro o cómo nos cambiará? ¿Cómo sabes que no te despertarás un día y me odiarás por haberte privado de tu derecho de nacimiento, de tu futuro y de la vida que siempre supiste que llevarías?
—Lo sé —respondió en voz baja, aunque con determinación y firmeza—. Conozco mi corazón. Siempre te ha pertenecido, Kate. Siempre.
La voz se le quebró y vi a la luz de la luna una lágrima en su mejilla que me partió el corazón.
—Nunca pretendí hacerte daño —admití con la voz ahogada—. No era mi intención torturarte. La verdad es que nunca pensé que nuestro pacto te haría sufrir.
Henry se pasó una mano por la cara e inspiró profundamente varias veces. Parecía tan perdido y desesperado. Supe que estaba a punto de ganar esa batalla, así que asesté un nuevo golpe.
—Además, ¿cómo viviríamos, Henry? —pregunté en un tono marcado por la desesperanza—. Si renuncias a Blackmoore, renunciarías también a la renta asociada con la casa. ¿Qué harías entonces?
—¡Estoy dispuesto a trabajar! Soy muy inteligente y lo sabes. O quizá no, ya que no me gusta alardear de ello, pero lo soy. —Percibí esperanza en sus palabras y vi un destello en su sonrisa; todo aquello me pareció de lo más cruel—. No me asusta el trabajo duro. Solo…
Levanté una mano para interrumpirle y contuve mis sollozos.
—No. No, Henry. No, no y no.
Henry me contempló durante un buen rato. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas pero no vacilé y, al final, la esperanza abandonó su cara y fue sustituida por la más desoladora de las desesperaciones.
—No cambiarás de parecer.
—No, nunca. —Y a pesar de que cada centímetro de mi ser temblaba, hablé con resolución—. Tomé esta decisión hace un año y medio y he vuelto a tomarla esta noche. Y tomaré la misma decisión una y otra vez mientras nuestras circunstancias sigan siendo las mismas. No cambiaré de idea, Henry.
Él apartó la mirada, pero fui testigo de cómo se llevaba las palmas de las manos a los ojos. Me dirigí hasta la ventana y contemplé el mar iluminado por la luna. Al cabo de un buen rato, oí cómo se movía detrás de mí. Volví la cabeza a la izquierda y lo vi delante de la jaula abierta. Estaba totalmente inmóvil.
—El pájaro…
Se volvió hacia mí con aire interrogativo.
—Ha muerto.
Mis palabras fueron demasiado directas, demasiado duras. Henry se estremeció y volvió a concentrarse en la jaula. Cuando me miró de nuevo, había una expresión distinta en su mirada: una especie de horror que me dejó helada.
—No significa nada, Henry. No es ningún presagio de mi futuro, sé que es eso lo que estás pensando. Solo es un pájaro. Yo estaré bien. Iré a Londres, a casa de mi tía, y partiremos juntas hacia la India. Y todo irá bien. Te lo prometo.
—¿Señorita Worthington?
Era Alice. Estaba en la puerta con un farol en la mano. Era el momento. Había llegado la hora de terminar con nuestra tortura.
—Tengo que irme —susurré.
—Espera. —Henry me agarró por la muñeca cuando pasaba por su lado y me atrajo a sus brazos—. Espera. —Agachó la cabeza para hablarme bajito al oído—. Aún no te he hecho mi última pregunta.
Mi corazón no podría soportar una última pregunta. Latía desbocado, era su forma de insistir en que estaba cometiendo el mayor error de mi vida. Sin embargo, no podía negarle una última pregunta, así que hundí el rostro en el calor de su cuello y dejé que me estrechara entre sus brazos por última vez.
—Adelante, hazla.
—Si me quisieras… —Se le quebró la voz. Carraspeó y lo intentó de nuevo—. Si pudiéramos estar juntos, ¿qué elegirías? ¿Quedarte conmigo o la India?
Su aliento me acarició el cuello, sus labios me rozaron la oreja. Estaba ablandándome y mi resolución iba minando.
—A ti —susurré. Sus brazos me estrecharon con más fuerza. Y aunque no tenía derecho a preguntar algo así, no puede evitar susurrar—: Si pudiéramos estar juntos, ¿a quién elegirías? ¿A mí o a la señorita St. Claire?
—Oh, Kate.
Me acarició la mejilla y se apartó lo suficiente para poder mirarme a los ojos.
—Mi elección era, es y siempre serás tú.
Rodeé con mis dedos su muñeca para que se quedara a mi lado un poco más. Era consciente de que aquello era una insensatez, que era una debilidad tremenda ceder a las irreflexivas peticiones de mi corazón.
Finalmente, encontré la fuerza para separarme de él. Di un paso atrás y él me dejó marchar. Bajó las manos y no intentó retenerme. No se interpondría en mi camino y me permitiría escapar de mi jaula. Y le amé más aún por eso.
Me sequé las lágrimas de camino a la puerta, donde mi liberación me aguardaba. Me dije a mí misma que no debía mirar atrás, pero cuando estaba traspasando el umbral, el corazón me dio un vuelco; como si Henry lo estuviera reclamando para sí. Y ya no pude evitarlo. Tenía que mirar atrás. Eché un vistazo por encima del hombro para verle una última vez, pero al instante deseé no haberlo hecho. Porque allí estaba él, con los brazos cruzados sobre el pecho y la misma expresión que le había visto el día que había muerto su padre.