Capítulo 7
—Mi madre me ha pedido que te instale en el ala oeste —me explicó Sylvia visiblemente nerviosa—. Los demás invitados se alojarán en el ala este. Mi madre se ha pasado el último año decorándola y ha invitado a todos sus amigos para mostrarles el resultado. El problema es que como no contaba contigo, no quedan habitaciones en esa parte de la casa, por lo que estarás sola en el ala oeste. Espero que no te importe.
—¿A qué…? —Tropecé con el último peldaño, pero me agarré al pasamanos a tiempo—. ¿A qué te refieres? Tu madre contaba con mi llegada.
—¿Mmm…?
Sylvia miró un instante en mi dirección y se concentró a continuación en el vasto pasillo que se abría ante nosotras. Estaba completamente a oscuras y la vela que llevábamos apenas conseguía iluminarlo. Un escalofrío me recorrió la espalda y de pronto agradecí el brazo de Sylvia entrelazado con el mío.
—¿A qué te referías hace un momento cuando has dicho que tu madre no contaba conmigo? Tu madre me invitó, ¿no es así? Henry me lo dijo, llevaba en la mano la carta que ella le había enviado desde Londres. Tu madre me invitó, Sylvia.
Se me encogió el corazón. Estudié su perfil mientras caminaba a mi lado. La luz de la vela iluminaba su cabello de oro. Se parecía mucho a su madre: era alta, como todos los Delafield; cabello rubio, que se volvería castaño ceniciento antes de tornarse gris; y ojos azules de mirada glacial, como el cielo en un día gélido.
—Oh, no me refería a eso. Quería decir que no había contado bien, que no había contado a todos sus invitados… Que al planear la fiesta no te había contado… —Agitó la mano para restar importancia a sus palabras—. Tendrás que alojarte en el ala oeste, eso es todo.
El desasosiego vino a hacerle compañía al escalofrío que me había convulsionado, pero intenté deshacerme de él. Sylvia nunca me mentiría, ni tampoco Henry. Si ellos afirmaban que había sido invitada, aceptaría pues su palabra sin sombra de duda. Esbocé una sonrisilla. ¡Estaba en Blackmoore! Y eso era lo único que importaba. Al fin me habían invitado. Después de tanto tiempo, me habían incluido y por fin vería el lugar en el que Henry pasaría el resto de su vida. Interrumpí mis pensamientos ahí, antes de que mi mente pudiera añadir «con la señorita Juliet St. Claire». Sonreí de oreja a oreja al darme cuenta de que alojarme en el ala oeste era toda una suerte, pues Sylvia siempre había afirmado que estaba encantada. Era perfecto, exactamente lo que yo habría elegido. Subimos dos tramos de escaleras más y torcimos a la derecha.
Sylvia se estremeció a mi lado. En esta ala hacía mucho más frío. Podía notar cómo el aire se colaba por entre las piedras de las paredes, incluso podía oírlo: un lamento agudo e inconstante que iba y venía a rachas esporádicas. Un quejido se alzó desde la tabla de madera que acababa de pisar. Sylvia me agarró el brazo con más fuerza y aceleró el paso.
—No me digas que sigues teniendo miedo del ala oeste —me mofé volviéndome hacia ella con una sonrisa en los labios.
—¡Eso es ridículo! Tengo dieciocho años, ya no me da miedo. —Entonces viró bruscamente para abrir una puerta a mi derecha, casi atropellándome en su carrera—. Es aquí. Esta es tu habitación.
La puerta estaba hecha de madera maciza labrada y crujió cuando Sylvia la abrió.
—Enviaré a una doncella enseguida para que encienda el fuego.
Entró en la habitación como un rayo y encendió las velas que había sobre la mesilla de noche y la repisa de la chimenea, luego tiró de una cuerda junto a la cama que probablemente hizo sonar una campana en la zona del servicio. Por último, echó un vistazo a su alrededor, nerviosa, y se estremeció.
—De acuerdo, odio el ala oeste. Lo admito. Sin duda, a ti te encantará. Siempre te fascinaron las historias sobre fantasmas de este lugar.
Estudié la habitación y decidí que, por supuesto, me encantaba. Era oscura y fría y encajaba a la perfección con la atmósfera de la casa.
—Es perfecta.
Me senté sobre la cama. Sylvia acabó de encender las velas restantes y dejó la que llevaba sobre la mesilla de noche. En ese momento, me di cuenta de cuánto la había añorado durante los cuatro meses que ella había permanecido en Londres.
—Ven aquí y cuéntame todo lo que no me hayas contado ya en tus cartas sobre la vida en la ciudad —la animé.
—Ha sido agotador —exclamó con un suspiro atormentado mientras se dejaba caer sobre la cama—. Todos y cada uno de los días. ¡Demasiado agotador!
Solté un bufido.
—No sabes aprovechar las aventuras que se te brindan, Sylvia. Deberías quedarte hecha un ovillo delante de un buen fuego en lugar de ir a sitios o ver cosas.
Sylvia sonrió con cordialidad.
—Es cierto. De hecho, a partir de ahora, mis pretendientes tendrán que venir a mí. Londres es demasiado cansado como para repetirlo.
—Hablando de pretendientes… —insinué enarcando las cejas—. ¿Conociste algún posible candidato en Londres?
Volvió a suspirar, pero esta vez se le escapó una sonrisa de dicha que se alojó en su rostro y sus ojos adquirieron un aire soñador. Metió la mano en el bolsillo del vestido, sacó un pedacito de papel y me lo tendió. En él estaban escritas con elegante caligrafía las siguientes palabras:
¿Qué luz es luz si a Sylvia yo no veo? ¿Qué gozo es gozo si Sylvia no está aquí?
Me miró fijamente con los ojos rebosantes de emoción.
—¿Y bien? —preguntó entusiasmada—. ¿No es un poeta maravilloso?
—¿Shakespeare? Sí, lo era —respondí devolviéndole el papel.
—No, Shakespeare no —me corrigió con el ceño fruncido. Se acercó un poco más y prosiguió en un susurro, pese a que la puerta estaba cerrada y no había nadie cerca que pudiera oírnos—. Fue un obsequio del señor Brandon. Lo escribió solo para mí.
—¡Ah! —Carraspeé y señalé el papel—. Pero se trata de una cita de Shakespeare, Sylvia.
Por suerte no expresé en voz alta la consiguiente reflexión: que si hubiese dedicado al estudio la mitad del tiempo que había empleado en jugar con mi gata, lo habría sabido ella misma.
Su expresión cariacontecida lanzó en mi dirección una flecha de pesar.
—Pensaba que lo había compuesto para mí —confesó acariciando el papel con un dedo.
—De todas formas, fue muy romántico por su parte —me apresuré a añadir—. Debe de admirarte mucho. Al fin y al cabo, lo que importa es la intención y no necesariamente la originalidad del poema.
—Sí, tienes razón —admitió. Se le iluminó un poco el semblante—. La intención es lo que cuenta.
Me sentía culpable por haber destrozado su ilusión.
—Bueno, cuéntame más sobre el atento y romántico señor Brandon.
Su sonrisilla tímida se convirtió en una sonrisa de oreja a oreja.
—Podrás conocerlo en persona. Llegará mañana.
—Entonces estoy contenta de estar aquí por partida doble.
—Sí. Yo también me alegro, diga lo que diga mi madre… —Se mordió la lengua, tenía una expresión consternada.
Le lancé una mirada inquisitiva.
—¿Diga lo que diga tu madre?
El rubor se apoderó de sus mejillas y negó con la cabeza instándome a dejar correr el asunto. Pero esa no era una de mis cualidades.
—¿Qué puede objetar tu madre a mi presencia? ¿De verdad no sabía que venía?
Sylvia bajó la mirada y se dedicó a dibujar líneas con el dedo sobre la colcha. Tras una larga pausa, retomó la palabra con vacilación y sumo cuidado.
—Teme que contigo aquí Henry se… distraiga… de su cometido.
Enarqué las cejas confundida.
—¿Qué cometido?
Sylvia inspiró hondo y dejó escapar un suspiro.
—Henry tiene la intención de poner… punto y final al asunto de la señorita St. Claire.
El corazón empezó a latirme con fuerza. Fijé la mirada en su cabello dorado.
—Lo que quieres decir es que tiene la intención de proponerle matrimonio.
Sylvia levantó la vista. Llevaba una disculpa escrita en el rostro.
—Sabías que este día llegaría —susurró—. Lo sabes desde hace tanto tiempo como nosotros. Hace años que deberías haberle puesto fin a esto, Kitty. Igual que Henry. Ya lo has visto esta noche, allí abajo. Sin duda, tienes que haberte dado cuenta de que por fin ha aceptado este matrimonio.
En ese momento, mi orgullo asomó la nariz y adopté una expresión burlona.
—El enlace de Henry con la señorita St. Claire no me supone ningún problema. No hace falta que me mires como si me compadecieses, Sylvia.
—No pretendía…
—Dejemos una cosa clara. ¿Acaso no he pasado el último año y medio puntualizando a todo el mundo que no tenía intención de casarme?
La miré fijamente hasta que asintió.
—Sí, lo has hecho.
—Entonces, si crees en mis palabras, no es necesario que me mires así o que te disculpes o que sientas lástima de mí. De hecho, deberías alegrarte por mí, ya que por fin he convencido a mi madre para que me deje acompañar a mi tía Charlotte a la India.
—Ah, ¿sí? —preguntó abriendo mucho los ojos.
—Sí, lo he conseguido —confirmé levantando la barbilla—. Me marcharé directamente desde Blackmoore. Como podrás imaginar, tuve que recurrir a todo mi ingenio.
—Ya imagino, aunque apenas puedo creerlo. Nunca pensé que accedería a tus planes.
—Pues lo ha hecho. Ha accedido. Pronto lograré mis metas y haré realidad mis propios sueños, así que no tienes que preocuparte por mí, Sylvia. Al contrario, nunca había sido más feliz.
La sensación de alivio suavizó las líneas de preocupación que se habían formado en su frente. Apoyó una mano sobre la mía y la estrechó con cariño.
—Me hace tan feliz oír eso, querida. Muy feliz. Y me alegro de que podamos hablar sobre este asunto, ya que tengo que pedirte algo y no sé cómo hacerlo.
—¿De qué se trata?
—Mi madre me ha pedido… que te comente… si serías tan amable… de quedarte en tu habitación esta noche.
Se mordió el labio; yo la miré fijamente.
—En todo caso, debes de estar cansada del viaje —se apresuró a añadir—. Y sería más fácil para todos nosotros si Henry y Juliet pudieran aprovechar esta noche para estar juntos, sin otras distracciones. Ese es el motivo por el que la trajimos con nosotras desde Londres antes de que llegaran los demás invitados.
Intenté esbozar una sonrisa, pero mis labios parecían estar agarrotados.
—Entiendo.
—Por supuesto, haré que te suban la cena. No tienes por qué pasar hambre —me aseguró soltando una carcajada forzada.
Me ruboricé por la vergüenza. Sentí un escozor en los ojos, sin duda provocado por las lágrimas que amenazaban con brotar de ellos, y supe que había llegado el momento de deshacerme de Sylvia.
—Estoy contenta de estar aquí. Tienes razón, estoy bastante cansada y me hará bien reposar. Es exactamente lo que deseaba. —Me puse en pie, me dirigí hacia la puerta y la abrí. Un lacayo arrastraba mi baúl por el pasillo—. ¡Ah, fíjate! Mi baúl ya está aquí, así que desharé el equipaje. Ya puedes bajar con los demás.
Sylvia se colocó a mi lado y me observó fijamente. Parecía incómoda, como si no supiera qué otra cosa decir. Por eso, me apresuré a abrazarla antes de que pudiera añadir nada más.
—Estoy muy feliz de volver a verte —me adelanté.
Luego la guié hacia el exterior en el mismo momento en que el lacayo alcanzaba la puerta.
—Gracias, sí, es el mío. Ahí, por favor. Déjelo a los pies de la cama.
Lo despaché con celeridad y acompañé la puerta para cerrarla tras él.
—Mandaré que te suban algo de cenar —repitió Sylvia en voz baja, demorándose en el umbral.
Estaba a punto de sucumbir a la vergüenza y perder mi autocontrol, pero no quería que ella lo presenciara, por lo que asentí y con una sonrisa valiente interpuse la puerta entre las dos.