Capítulo 14
Necesitaba hablar con Henry. Haber recobrado la esperanza de huir, haber encontrado la puerta abierta a mi jaula me confería una energía que me impedía estar quieta. Tenía que hablar con él. Tenía que preguntarle si me haría ese favor, si me liberaría de mi jaula. Sin embargo, cuando bajé al comedor a desayunar, me fue imposible hablar con él a solas. Y bajo ningún concepto pensaba pedirle que me propusiera matrimonio rodeados de personas que pudieran oír nuestra conversación.
En el comedor se habían congregado por lo menos la mitad de los huéspedes. El volumen de la sala era elevado debido a las múltiples conversaciones y el sonido metálico de la vajilla de plata. Me detuve en el umbral y eché un vistazo a los asistentes mientras intentaba decidir dónde sentarme. Henry me lanzó una mirada inquisitiva. Recordé entonces que cuando nos habíamos separado la noche anterior, yo me encontraba sumida en la más profunda de las desesperaciones, por lo que esbocé una sonrisa para que supiera que todo había pasado. Pareció complacido, pues volvió la cabeza antes de que pudiera decirle mediante señas que, aunque ya no estaba al borde de las lágrimas, necesitaba desesperadamente hablar con él a solas.
Frustrada, me serví el desayuno y observé la conversación que mantenían Henry y Herr Spohr mientras mi impaciencia iba en aumento. Sylvia entró en el comedor y nuestras miradas se cruzaron cuando tomó asiento enfrente de mí.
Mis mejillas se sonrojaron al recordar cómo nos habíamos hablado mutuamente la noche pasada. Ella me dirigía miradas breves y vacilantes, pero yo no estaba segura de cómo comportarme. Sylvia me había hablado con una sinceridad que rozaba la crueldad y me sorprendía, en parte, que no hubiese venido a disculparse conmigo antes del desayuno. La señorita St. Claire tomó asiento a su lado y se inclinó sobre Herr Spohr para desearle buenos días a Henry.
Este le devolvió el saludo con una sonrisa y miré hacia otro lado disgustada.
En ese momento, entró en el comedor el señor Brandon, que posó la mirada en mí. Le miré durante un instante y, aunque me esforcé por sostenerle la mirada, acabé apartándola. Estaba convencida de que su intención sería desairarme, pues sin duda la señora Delafield habría envenenado su mente contra mí. Sin embargo, cuando volví a levantar la vista, se dirigía hacia donde me encontraba dando zancadas con el mismo aire de seguridad que había adoptado en los páramos. Se detuvo junto a mi asiento y señaló la silla vacía que había junto a la mía.
—¿Puedo sentarme a su lado, señorita Worthington?
Me puse derecha y le miré sorprendida.
—Desde luego.
Tomó asiento, dejando la silla más cerca de la mía de lo que lo estaba antes, y se volvió hacia mí ignorando a todos los demás.
—Se ha recogido el pelo —observó con voz tan baja que fue casi un susurro. Me llevé la mano al cuello tímidamente al recordar el aspecto desaliñado que había mostrado en los páramos esa misma mañana. Su mirada se demoró en mi rostro y prosiguió en un murmullo prosaico—: Está usted muy bella, pero no más de lo que lo estaba esta mañana en los páramos.
Me ruboricé y lancé una mirada fugaz al otro lado de la mesa. Henry no me quitaba ojo, ni tampoco Sylvia.
Carraspeé antes de volverme hacia el señor Brandon, hacia esos ojos de color verde claro que me miraban fijamente.
—Me ha dejado sin habla, señor Brandon.
—En caso de ser cierto sería una auténtica pena, señorita Worthington. —Me deslumbró con su sonrisa y luego dirigió su atención al otro lado de la mesa—. Buenos días, señorita Delafield, señor Delafield, señorita St. Claire.
Los aludidos respondieron a su saludo con susurros y miradas de sorpresa.
—Creo recordar que anoche planeamos para hoy una excursión a la abadía en ruinas y todo parece indicar que hace un día inmejorable para estar al aire libre. —La mirada del señor Brandon pasó de sus interlocutores a mí. Sus ojos brillaban con entusiasmo—. Deberíamos ir todos.
Al parecer, fuera lo que fuese lo que la señora Delafield le había contado no había ocasionado el resultado que yo había temido. Una sonrisa se adueñó de mis labios y bajé la vista para que el señor Brandon no descubriera lo feliz que me hacía su invitación.
—Creo que va a llover —espetó Henry.
Me di la vuelta y eché un vistazo por la ventana. El cielo estaba teñido de azul celeste y el sol había disipado por completo la niebla. Me volví hacia él y le miré con el ceño fruncido.
—¿De verdad? —solté.
Henry frunció el ceño y se concentró a continuación en su plato mientras ensartaba con el tenedor un trozo de jamón y lo remataba con el cuchillo.
—Me parece una idea magnífica —intervino entonces la señorita St. Claire esbozando una sonrisa dedicada a Henry.
Sin embargo, por mucho que adelantó el rostro para que él la viera, no consiguió su objetivo, pues este miraba ceñudo su plato y no se volvió hacia ella.
—¿Nos acompañará su padre? —preguntó Sylvia.
—¡Por supuesto! Como siempre digo, cuantos más mejor. —El entusiasmo del señor Brandon por este plan no conocía límites—. ¿Qué me dice, Henry? ¿Puede solicitar en su excelente cocina que nos preparen algo de comer para el camino?
Henry apartó su plato.
—Por supuesto, señor Brandon. —Miró en mi dirección. Sus ojos parecían dos bloques de granito y en su expresión había un aire acusativo—. Si todos están de acuerdo…
—¿Y por qué no íbamos a estarlo? —pregunté enarcando una ceja—. Parece una aventura divertida.
Se limitó a encogerse de hombros, apartó la silla y se puso en pie.
—En ese caso, nos encontraremos en el vestíbulo a mediodía.
Hizo una reverencia con la cabeza y se marchó sin añadir nada más. Le seguí con la mirada mientras me preguntaba qué tendría en contra del plan del señor Brandon. Traté de recordar si había mencionado alguna vez una abadía en ruinas, puesto que se había pasado horas contándome cosas sobre Blackmoore. Aunque, para ser sinceros, más bien se había pasado horas respondiendo a mis preguntas sobre Blackmoore. Aun así, no recordaba que me hubiese hablado nunca de una abadía en ruinas. ¿Cuál sería el motivo?
La excursión por los páramos hasta la abadía en ruinas fue de lo más extraña. Sylvia seguía sin dirigirme la palabra desde nuestra conversación de la noche anterior. Me evitó durante todo el camino y no se despegó del viejo señor Brandon. La señorita St. Claire se colgó del brazo de Henry y parecía dispuesta a no separarse de su lado. A él no le vi sonreír ni le oí reír, no parecía que lo estuviera pasando nada bien y tampoco me dirigió la palabra. De hecho, la única persona que parecía inclinada a hablar conmigo era el joven señor Brandon, que rezumaba entusiasmo con todo lo referente al día, al tiempo, al paseo, a la comida que tomaríamos, al cielo, al océano y a cualquier cosa que le llamara la atención.
Caminábamos en medio del grupo. Henry y la señorita St. Claire abrían la marcha y Sylvia y el señor Brandon la cerraban. Nos seguían dos sirvientes con sendos ponis cargados con los enseres necesarios para nuestro picnic. El sol brillaba sobre nuestras cabezas en medio de un cielo azul y por completo despejado, pero el viento no dejaba de azotar nuestros sombreros y faldas. Íbamos andando por un sendero escabroso rodeado de brezos y helechos cuando me percaté de que aún no había hablado con ninguno de mis dos mejores amigos.
No era así como había imaginado aquella visita. Se suponía que al fin estaríamos juntos en Blackmoore y que disfrutaríamos de cada segundo allí; se suponía que no habría silencios incómodos ni extraños interponiéndose entre nosotros. La rabia y la frustración fueron creciendo en mi interior hasta que ya no pude soportar ver la espalda de Henry ni el brazo de la señorita St. Claire entrelazado con el suyo, hasta que ya no pude tolerar el silencio de Sylvia.
Llegamos a la cima de una loma que se alzaba en mitad de los páramos y descubrí la abadía en ruinas a mis pies. La visión me dejó sin aliento y mis pasos se fueron volviendo más y más lentos hasta detenerse. Examiné atentamente el descubrimiento. Ante mí, en un mar de hierba verde, se erigían torres desperdigadas, muros medio derruidos y los huecos calcinados de antiguas ventanas. Era una visión preciosa, para ser un edificio abandonado y ruinoso.
Cuando aparté la vista de él, descubrí que Henry me observaba con expectación.
—¡Ahí la tiene! —gritó el señor Brandon a mi lado—. ¡La abadía en ruinas! Vamos, corra señorita Worthington, seamos los primeros en explorarla.
Tomó mi mano y tiró de mí sin dejar de deleitarme con su amplia sonrisa. Sentía su mano fuerte y cálida en torno a la mía, y no me disgustó en absoluto esa sensación.
Una bandada de grajos revoloteaba en el cielo y reclamaba como suya la torre más alta. Su canto era estridente y vulnerable a un tiempo y sus siluetas negras sobrevolaban mi cabeza con ademán augural. La abadía era magnífica. El edificio debía de haber sido espléndido en su tiempo, aunque sus ruinas no desmerecían. Me sentí atraída por la piedra desmoronadiza, por las paredes desprovistas de techo y las ventanas calcinadas y sin cristales.
Después de explorar el lugar durante media hora, nos sentamos a la sombra de una de las torres y sobre la manta que los sirvientes habían dispuesto con la comida. El sol se ocultó tras una nube y el viento procedió a enfriar el ambiente. Sin embargo, no era el viento el único encargado de enfriar nuestra excursión, sino que encontraba un gran apoyo en los silencios de Henry y en las miradas acusadoras que me dirigía cada vez que me volvía hacia él. Deseaba con todo mi ser llevarlo aparte y preguntarle qué me recriminaba, de modo que pudiera volver mi amigo, al que le pediría que me concediera mi deseo e hiciera posible mi viaje a la India.
Mordisqueé un bocadillo de pepino mientras escuchaba sin prestar mucha atención la perorata del señor Brandon sobre la magnificencia de las ruinas. No se había apartado de mi lado durante toda la excursión, al igual que la señorita St. Claire no había dejado en ningún momento a Henry. La joven se encontraba ahora sentada a su lado y me fijé en el esmero con el que le atendía. Observé cómo le servía la comida, le ofrecía más fresas y le rellenaba el vaso con limonada antes de que un sirviente tuviera oportunidad de hacerlo. Me percaté en cómo le miraba con devoción cuando este hablaba. No se me escaparon la elegancia de sus acciones ni el tono cantarín de su risa. ¡Si hasta el polvo parecía decidido a no echar a perder la blancura de su vestido!
La señorita St. Claire era demasiado buena. Me hubiese gustado odiarla, si bien eso hubiese constituido más una declaración de mis propios defectos que de los suyos.
No quería seguir observándolos, así que me sacudí las manos y me enderecé.
—Henry, por favor háblanos de los contrabandistas de estas tierras.
—¿Qué quieres saber? —preguntó volviéndose hacia mí.
—¡Ajá! ¡Así que admites que los hay! Te he pillado al fin.
Henry me sonrió. Era la primera vez que lo hacía en lo que llevábamos de día y la fuerza de su gesto me dejó sin respiración.
—Presupones demasiado —me dijo.
—Entonces, ¿es cierto que hay contrabandistas en la zona? —preguntó el señor Brandon.
Una expresión irritada se apoderó del semblante de Henry y su sonrisa se esfumó. Parecía preparado para responderle algo desagradable, pero su hermana se le adelantó.
—Siempre hemos oído rumores de que en la zona se realiza contrabando, sobre todo en Robin Hood’s Bay, pero no hay nada de lo que preocuparse. Mi madre nunca permitiría que en Blackmoore se llevaran a cabo actividades ilegales.
—Eso espero —exclamó la señorita St. Claire con sus ojos verdes más abiertos de lo habitual.
El viejo señor Brandon asintió y le ofreció a Sylvia otro bocadillo, que ella aceptó con una sonrisilla tímida. Henry no hizo ningún comentario, pero siguió mirando al señor Brandon con el ceño fruncido, sobre todo después de que este me preguntara si me gustaría acompañarle y seguir viendo las ruinas un poco más.
Observé a Henry de reojo. Tenía la mandíbula apretada y miraba ceñudo a los grajos que revoloteaban en el cielo. ¿Qué habría sido lo que le había puesto de aquel humor de perros en un día tan espléndido? Me puse en pie y me sacudí la hierba que me había quedado adherida a la falda.
—Me encantaría, señor Brandon.
Pero era mentira. Lo que me hubiese gustado en realidad es que todos aquellos extraños desaparecieran y poder quedarme a solas con Henry, las ruinas y los pájaros.
El paseo hasta la abadía, la visita de sus ruinas, el picnic y la vuelta a Blackmoore nos llevó la mayor parte de la tarde. Por muy agradable que fuera la compañía del señor Brandon, no dejaba de echar en falta en todo momento a Henry y a Sylvia. Aunque no tal y como se estaban comportando aquel día, el uno enfadado y la otra fría, sino los que habían sido mis mejores amigos durante toda mi vida. ¿Qué nos había pasado? ¿Y cómo había sucedido en tan poco tiempo?
Además, aún me quedaba hablar con Henry a solas para pedirle que me ayudara con mis propuestas de matrimonio. Ese día había servido, casi tanto como la noche anterior, para reforzar la idoneidad de mi decisión de partir, pues allí no me esperaba una vida feliz. Sylvia se casaría y se mudaría. Henry desposaría a la señorita St. Claire y ambos vivirían felices en Blackmoore; lo más probable es que no volviera a verle nunca más. Y yo me quedaría en casa, sola, sin perspectivas ni independencia. No. Era la India o vivir en una jaula.
Sin embargo, me fue imposible hablar en privado con Henry. A cada oportunidad que se me presentaba, aparecía a su lado la señorita St. Claire con una excusa para tocarle el brazo, sonreírle o dejar que un rayo de sol errante iluminase con destellos cobrizos su cabello. Era demasiado hermosa y, lo que era peor aún, parecía ser consciente de ello.
Para cuando llegamos a Blackmoore ya era la hora de cambiarse para la cena, durante la que resultaría aún más complicado, ya que los cuarenta huéspedes estarían concentrados en el gran comedor. Me tocó sentarme junto a Herr Spohr, lejos de donde estaban Henry y Sylvia. La verdad es que tampoco me importó mucho, pues necesitaba aclarar un asunto con el compositor alemán.
—Herr Spohr, estoy convencida de que lo de anoche, lo de llevarse mi partitura, no fue más que un malentendido.
Le observé masticar un trozo de pato asado, durante lo que me pareció una eternidad, mientras aguardaba su respuesta. Tenía que haber malinterpretado sus acciones de la noche pasada. Los caballeros no iban por ahí confiscando las pertenencias de las jóvenes. Su comportamiento había sido tan sumamente inusual que supuse que debía de tener una explicación.
Al final tragó, me miró durante un instante y luego negó con la cabeza.
—No. Mozart no le conviene.
—Pero es mío. No puede ir por ahí quitándoles a los demás las cosas que les pertenecen.
Pinchó otro trozo de pato con el tenedor.
—Es por su propio bien, meine kleine Vogel. Confíe en mí.
Como no sabía qué responder a aquello, me limité a menear la cabeza con incredulidad. Su falta de tacto me hubiese ofendido de no ser por la encantadora combinación de su cabello despeinado, su acento alemán y el epíteto con el que se había dirigido a mí. Pajarillo. Además, sentía cierto temor reverencial hacia él, un auténtico compositor, un músico profesional. Le respetaba, pese a sus métodos nada convencionales de separar a los jóvenes músicos de sus ídolos.
—¿Conoce a Fausto, señorita Worthington?
—¿Perdone? —respondí enderezándome.
—Fausto.
Me miró sin pestañear con sus profundos ojos azules. El corazón me dio un vuelco y mi mirada vagó hasta el otro extremo de la sala. Henry ocupaba la cabecera de la mesa y la señorita St. Claire estaba sentada a su derecha. Estaba concentrado en el plato y su cabello negro brillaba a la luz de las velas. Ocupaba el lugar de autoridad con una gracia natural que no puede enseñarse, solo adquirirse. Aparté la vista e intenté no pensar en aquella mañana en que había oído hablar por primera vez de Fausto.
—Sí, un poco —respondí asintiendo con la cabeza.
—¿Qué es lo que sabe?
Herr Spohr había abandonado su tenedor y me observaba con la atención inquebrantable que muestra un tutor por su alumno.
—Fausto era un hombre brillante que quería más de lo que ya poseía. Por eso hizo un pacto con el diablo, con Mefistófeles, al que entregó su alma a cambio de más sabiduría, mejores favores y mayores logros.
—¿Y qué pasó al final?
Tragué saliva.
—Pues que perdió su alma.
Herr Spohr asintió y su cabello se agitó con el gesto.
—Así es, Fräulein. Es correcto. Conoce lo más importante: la ambición, la inquietud, la avaricia, su lucha por conseguir más. —Se pasó una mano por el pelo—. No sé si lo sabrá, pero escribí una ópera sobre él, sobre Fausto.
Dicho esto, recuperó su tenedor y pinchó otro trozo de carne. Observé su lento masticar esperando a que continuara, pero luego alcanzó su vaso y tomó un buen trago.
—Pero ¿qué tiene que ver la leyenda de Fausto con Mozart? —pregunté al fin movida por la impaciencia.
—No, no —aseveró acompañando sus palabras con la cabeza—. Fausto no tiene nada que ver con Mozart. —Clavó en mí sus ojos cargados de significado—. Al igual que tampoco usted tiene nada que ver con Mozart.
Volvió a concentrarse en su cena, despachándome claramente, y me quedé sumida en la confusión.
La cantidad de huéspedes que pululaban por la casa me sacaba de quicio. ¿Cómo iba a conseguir hablar a solas con Henry con tanta gente a nuestro alrededor? Después de cenar, pasamos todos al salón, donde disfrutamos de un pequeño recital ofrecido por Herr y Frau Spohr, que interpretaron un dueto de violín y arpa que había compuesto él mismo. Al acabar el concierto, el señor Brandon vino a mi encuentro y me preguntó si me gustaría ser su pareja de whist contra Sylvia y su padre. No obstante, no conseguí concentrarme en el juego. No podía dejar de pensar en cuánto necesitaba escapar a la India, en lo importante que era para mí hablar con Henry o en que cada vez que miraba en su dirección estaba ocupado con alguno de los invitados. La mitad de las veces, la señorita St. Claire se encontraba a su lado y en más de una ocasión descubrí a la señora Delafield observándome con una expresión de advertencia en la mirada. ¡Como si pensara repetir mis errores de la noche anterior, cuando había tratado de coquetear! Me sentía vigilada, infeliz y frustrada. Para colmo, perdí de vista a Henry y mi plan para obtener su ayuda se me antojó condenado al fracaso incluso antes de haber empezado. Se me hizo imposible permanecer en el salón por más tiempo.
La decepción me acompañó escaleras arriba cuando todos los invitados se dispersaron para irse a dormir. Había pasado todo el día intentando algo tan simple como hablar con Henry a solas. Y había llegado la hora de dormir, por lo que había transcurrido otro día sin avanzar en mi propósito de conseguir mi billete a la India.
Alice me esperaba en la habitación, aunque yo no estaba lista aún para meterme en la cama. Tenía que conseguir algo antes de que terminara el día.
—Si alguien deseara salir fuera por la noche, sin que nadie lo viera, ¿cómo tendría que hacerlo?
Una expresión de espanto se apoderó de su semblante.
—¿No estará pensando en salir fuera en mitad de la noche, señorita? —Aunque sonó más a afirmación que a pregunta.
—Quizá. ¿Por qué no?
Un destello de miedo ensombreció sus ojos.
—Ay, no, señorita, ni hablar. Ni un alma se aventura en mitad de la noche en estas tierras. Todo el mundo sabe que hay que tener cuidado con Linger, el fantasma. —Me miró atentamente—. Imagino que habrá oído hablar de él, señorita.
Negué con la cabeza. No creía en esas historias y Alice me parecía lo bastante crecidita como para haber perdido ya el miedo a los fantasmas.
—Recorre los páramos en mitad de la noche a lomos de su caballo, señorita, sobre todo en las noches de luna llena. Si lo ve, debe correr a esconderse, pero difícilmente podrá hacerlo si la sorprende en los páramos, donde no hay refugio alguno…
Alice negó con la cabeza, se llevó una mano al cuello y lo apretó un poco, como si intentara estrangular la idea de un encuentro sobrenatural en plena noche en mitad de los páramos.
Un escalofrío me recorrió la espalda de arriba a abajo y me alejé de ella.
—No creo en fantasmas.
—No necesita creer en algo para que sea real, señorita —sentenció meneando un dedo delante de mí.
Nos sostuvimos la mirada durante un momento larguísimo. Mientras duró, ninguna de las dos dio su brazo a torcer.
—Solo quiero bajar a la playa —confesé con un suspiro—. Le prometí a mi hermano que le llevaría una concha que hubiese encontrado bajo la luz de la luna. No tengo intención alguna de ir hacia los páramos.
La joven puso unos ojos como platos.
—¿A la playa? ¿De noche? —Se le quebró la voz. Apretó los labios y negó con la cabeza—. No. Menuda imprudencia. No debe ir, señorita. No debe bajar nunca a la playa de noche.
Apreté los puños al notar que mi frustración iba dando paso a la ira.
—Pero yo quiero ir a la playa a buscar una concha para mi hermano. No me parece pedir demasiado.
—No puedo ayudarla, señorita. Lo siento.
Bajó la cabeza y se quedó allí delante de mí con una actitud de tamaña humildad que no pude enfadarme con ella.
Me senté en la cama dejando escapar un suspiro de derrota.
—Puede irse, Alice.
—¿No quiere que la ayude a cambiarse?
Negué con la cabeza.
—No, gracias.
Abrió la puerta y se escabulló antes de que pudiera añadir nada más. Paseé la mirada de aquella puerta cerrada a la ventana, también cerrada, mientras en mi interior crecía el desasosiego. Tenía que salir de allí.