Capítulo 4

No regresé a casa hasta la hora de cenar. Entré con sigilo por las cristaleras que separaban el jardín del saloncito que usábamos por las mañanas y me detuve frente a la puerta del comedor, que no estaba cerrada del todo, para espiar la escena de la que había elegido no formar parte.

Mi madre estaba inclinada hacia el señor Cooper y le sonreía de forma grotesca y desesperada. María se encontraba sentada junto al invitado. Teniendo en cuenta la expresión melancólica de su semblante y el hecho de que no probaba bocado, supuse que mi madre aún no le había hablado de la invitación a Blackmoore. Y luego estaba Lily, aún inocente a sus doce años. Oliver debía de estar cenando en la cocina con la señora Barlow, la cocinera, y aquello me complació.

Mis ojos se detuvieron por último en la cabecera de la mesa. Mi padre estaba repantingado en su silla con una copa de vino en la mano y no perdía detalle del espectáculo bochornoso que estaba dando mi madre. Incluso a esa distancia, me llamó la atención la expresión de desprecio que reflejaba en su cara. Era grave, intensa, violenta. Al verla me sentí vapuleada. Aparté la vista rápidamente al recordar por qué había dejado de mirarle años atrás. Me escabullí por el pasillo y subí con sigilo las escaleras que conducían a mi habitación.

Lo que Henry me había dicho acerca de que no olvidara llevarme el corazón me hizo pensar en algo aún más importante. Abrí de nuevo el baúl cerrado con llave que había a los pies de mi cama y saqué en esta ocasión una cajita con incrustaciones de marfil. Modificando un par de cosas podría hacer sitio para meterla en mi baúl de viaje. Todo cuanto necesitaba era algo de ropa, mis partituras de Mozart y aquella cajita con incrustaciones de marfil. La esperanza era un compañero de viaje aún más necesario que un corazón.

Apenas dormí aquella noche y la impaciencia me sacó de la cama en cuanto los primeros rayos de sol se colaron por mi ventana. Después de vestirme, comprobé una vez más mi baúl y luego bajé a desayunar. Mi madre irrumpió en el comedor y se dirigió hacia mí con pasos presurosos. Parecía preocupada.

—¡Oh, Kitty! ¡Ni te imaginas lo que ha pasado!

Su precipitada interrupción me sobresaltó y dejé caer la cuchara.

—A María le ha subido la fiebre durante la noche y está demasiado enferma para viajar.

Fijé la vista en la arruga de preocupación que se había instalado en su entrecejo mientras el miedo se adueñaba de mi estómago.

—¿Significa eso…? ¿Significa eso que yo también tendré que quedarme?

—No, no —respondió agitando las manos—. Tú debes ir. Los Delafield te esperan.

Miré fijamente a mi madre, pues su respuesta me había dejado estupefacta. Sin embargo, antes de que pudiera seguir deleitándome en su buen humor, salió corriendo del comedor para ir a «velar por la salud de María». La observé marchar mientras intentaba recordar alguna otra ocasión en la que mi madre hubiese pronunciado una frase similar.

Una sensación de desasosiego se apoderó de mí, pero intenté alejarla de mi mente concentrándome en una única idea: después de todo, ¡María no vendría a Blackmoore! Una amplia sonrisa se dibujó en mi rostro antes de que pudiera impedirlo. Es cierto que debería haberme preocupado el estado de salud de mi hermana, pero lo más probable es que aquella fiebre no fuera más que el resultado de su negativa a comer del día anterior, sumada a su empeño por llorar en los sitios más insospechados. Seguramente no se tratara de nada serio.

Me sentí afortunada y me dispuse a completar las tareas que me quedaban aún por hacer aquella mañana antes de ser libre para marcharme. Encontré a Oliver en la cocina, sentado en un taburete al lado de la señora Barlow, que estaba amasando pan.

—Ollie, tengo que pedirte un favor.

La señora Barlow se dio la vuelta para alcanzar la harina y Oliver sacó con sigilo una mano rápida como el rayo y pellizcó un poco de la masa.

—¿De qué se trata? —preguntó el niño llevándose el dedo rápidamente a la boca.

Había cumplido siete años, le faltaban varios dientes y tenía las mejillas y la nariz salpicadas por un sinfín de pecas. A veces le observaba cuando él no me veía y daba gracias por haber sido bendecida al fin con un hermano después de tantas hermanas.

—Necesito que cuides de Cora mientras estoy fuera.

—¿Qué tendría que hacer?

—No mucho, solo echarle un ojo de vez en cuando. No dejes que los perros la asusten y protégela de la señora Barlow cuando se cuele en la cocina. ¡Ah! Y no permitas que mamá se deshaga de ella.

La señora Barlow tosió sonoramente cuando mencioné su nombre, pero siguió amasando pan con sus fornidos antebrazos cubiertos de harina como si nada. Oliver devoraba la masa con la mirada, por lo que tuve que carraspear para recuperar su atención.

—Si accedes, estoy dispuesta a recompensarte con algo muy especial.

Ese comentario consiguió que sus ojos volvieran a posarse en mí. Eran grandes y de color avellana, como los míos.

—¿Y qué sería?

—Algo de Blackmoore. Algo especial que no tenga nadie más.

—¿El qué? ¿El qué? —preguntó con los ojos abiertos como platos.

Apoyé con decisión las manos en la mesa y me incliné hacia adelante.

—Una preciosa concha marina —respondí esbozando una sonrisa.

—Eso no tiene nada de especial —replicó mi hermano, con el ceño fruncido.

Mi sonrisa desapareció.

La señora Barlow chasqueó la lengua.

—Pero qué dice, Oliver. Su hermana tiene razón. Una concha marina es algo muy especial.

—¿De veras?

El niño levantó la vista y miró a nuestra cocinera. Esta asintió y le dio la vuelta a la masa llenando el aire con una nube de harina.

—Sí. Sobre todo si uno la encuentra bajo la luz de la luna. Se dice que el que las posee goza de una suerte infinita.

Oliver abrió los ojos aún más y esbozó una sonrisa llena de hoyuelos.

—¿Suerte infinita?

La señora Barlow asintió con la cabeza y me guiñó el ojo con discreción cuando Oliver no miraba. Le sonreí a mi vez.

—¿Te gustaría tener una concha marina de la suerte, Oliver?

—Oh, sí, sí. Me encantaría.

Volvía a estar concentrado en la masa que la señora Barlow estaba cortando a tiras. Alargó una de sus manitas aprovechando un momento en que ella miró hacia otro lado a propósito.

—Entonces ¿cuidarás de Cora y te encargarás de que no le ocurra nada malo?

Oliver asintió, pellizcó la masa y se la llevó a la boca de inmediato. Aunque la señora Barlow fingía no percatarse, vi una sonrisa en su rostro cubierto de harina. Extendí los brazos desde el otro lado de la mesa y tomé el rostro de mi hermano entre las manos. Le di un beso en cada una de sus mejillas pecosas, pero él se revolvió y protestó sin mucho entusiasmo.

—Adiós, Ollie. —Le miré a los ojos—. Te echaré de menos.

—Adiós, Kate.

Me sonrió antes de concentrarse de nuevo en la masa.

Me volví hacia la señora Barlow, agradecida una vez más de que fuera tan cariñosa y maternal con mi hermano pequeño y que se preocupara por él.

—Necesita un corte de pelo y, por favor, échale un vistazo a sus uñas. Están sucísimas.

Ollie soltó una risita.

—¡Me gustan así! —replicó.

Lancé una mirada cariñosa a su cabecita inclinada.

—¿Puede… cuidar de él…, vigilarle…? —susurré.

La señora Barlow frunció el ceño, un tierno reproche con el que pretendía mandarme callar.

—Por supuesto, señorita Katherine. No tiene de qué preocuparse. El señorito Oliver y yo viviremos grandes aventuras juntos mientras usted está fuera, ¿no es así, Oliver?

El niño solo tenía ojos para la masa, pero asintió con la cabeza. A pesar de que no salí de allí del todo animada, al menos sí lo hice tranquila en lo relativo a mi hermano.

Solo me quedaba una cosa más por hacer. Me detuve delante de la puerta de la biblioteca y llamé tímidamente; casi esperaba que él no me oyera, pero lo hizo y me mandó pasar. Abrí la pesada puerta y asomé la cabeza y los hombros.

—Padre, he venido a despedirme.

Estaba sentado en una butaca junto al fuego con las piernas cruzadas. El sol iluminaba las motas de polvo del aire y el dulce aroma a tabaco de pipa se fundía con el del cuero añejo de los libros. El olor me resultaba embriagador y trajo consigo una intensa punzada de nostalgia por las cosas que me estaba perdiendo.

—¡Mmm…! —soltó levantando la cabeza—. ¿A dónde te marchas?

—A Blackmoore, con los Delafield. Y con un poco de suerte con la tía Charlotte después. Va a llevarme a la India.

—¿De veras?

Sus ojos se posaron en mí durante un breve instante. Luego se apartó la pipa de la boca y el humo se dispersó entre nosotros, disfrazándonos a los ojos del otro, convirtiéndonos en extraños.

—Bien, pues… —Volvió a bajar la mirada hacia el libro y dejó de prestarme atención demasiado pronto—. ¡Buena suerte! —añadió antes de volver a colocarse la pipa entre los dientes.

Asentí —tampoco esperaba algo distinto— y silenciosamente interpuse la puerta entre nosotros.

Acto seguido, me volví hacia la puerta principal y vislumbré el carruaje que aguardaba para llevarme, por primera vez en la vida, a un lugar nuevo.