Capítulo 9
El viento no dejó de despertarme durante la noche con sus bramidos y lamentos. De pronto, abría los ojos en medio de una habitación a oscuras y volvía a cerrarlos para sumirme en un sueño extraño plagado de pájaros que gañían, pasillos en penumbra y un niño que escapaba de mí sin volver atrás la mirada por mucho que yo le llamara. Conseguí escapar de mis pesadillas cuando alguien llamó a la puerta. Me di la vuelta y parpadeé confusa estudiando el lugar en el que me encontraba. Volvieron a llamar.
—¿Señorita Worthington? —gritó una voz al otro lado.
—¿Sí? —respondí medio atontada, intentando deshacerme de las sombras remanentes de mis pesadillas.
La puerta se abrió con un crujido y por la abertura se coló el rostro de una joven; iba coronado por una cofia blanca de doncella.
—Soy su doncella. ¿Puedo pasar?
—¡Ah! —Me enderecé en la cama y me aparté el pelo de la cara—. Adelante, por favor.
Entró en la estancia y me saludó con una reverencia. Tenía las mejillas sonrosadas y cubiertas de pecas. Sus manos no dejaban de juguetear con el delantal y para mitigar su patente nerviosismo le correspondí con una sonrisa.
—¿Cómo se llama?
—Alice, señorita —respondió con una nueva reverencia.
—¿Eres de Robin Hood’s Bay, Alice? —la interrogué al recordar las instrucciones que la señora Delafield le había dado a Dawson la noche anterior.
—Sí, señorita.
—Bien. Estoy muy contenta de tenerte aquí.
Sonrió con timidez y, señalando el baúl, me preguntó si quería que acabara de desempaquetar por mí. Asentí. En primer lugar, se dirigió a la ventana y descorrió las cortinas. Me lamenté al descubrir lo tarde que era y me acerqué rápidamente a la ventana. Mientras las pesadillas me atormentaban, el sol había salido y había bañado de luz los páramos, aun cuando todavía estaban cubiertos por una capa de niebla. ¿Cómo era posible que mi primera mañana allí me hubiese perdido el amanecer? Me había acostado con la firme intención de estar fuera antes de la salida del sol para poder escuchar el canto de los pájaros.
Me entró un escalofrío, pues nada se interponía entre el frío suelo y mis pies desnudos. «Mañana no me dormiré. No pienso permitir que los fantasmas de la noche me priven de mis pájaros por la mañana».
Me vestí con la ayuda de Alice y bajé al comedor para desayunar, donde tan solo encontré a Sylvia y a la señorita St. Claire. Me detuve en el umbral tratando de recobrar la calma y mis buenos propósitos. La noche anterior había llegado exhausta después de dos días de viaje y ese debía de ser el motivo por el que la señorita St. Claire me había parecido una joven algo irritante y presuntuosa. Quizá fuera un ser humano perfectamente aceptable. Quizá fuera una buena esposa para Henry.
—Buenos días, señorita Worthington —me saludó la señorita St. Claire. Me dirigí hacia el aparador donde estaba dispuesto el desayuno para que los huéspedes se sirvieran—. Confío en que haya dormido bien.
—Sí, he dormido bien, gracias.
Tuve que refrenar mi otra respuesta, una menos educada. Me hubiese gustado contestarle que yo no era su invitada, sino la de Henry, y que ella no debería haber estado en mi primera y única visita a Blackmoore. Deberíamos haber estado solo Henry, Sylvia y yo, como durante nuestra niñez. Y debería haber sido Sylvia quien me preguntara cómo había dormido. Contuve las palabras poco caritativas que tenía en la punta de la lengua y me esforcé por pensar algo agradable de esa intrusa que había venido a arrebatarme la visita que debería haber tenido. Pensé en todo eso y mucho más mientras me servía comida en el plato. Para cuando me volví hacia la mesa y me encaminé hacia el asiento vacío que se encontraba frente a ambas, había llegado a una conclusión: la señorita St. Claire era un intrusa muy considerada. Al menos, debía concederle eso.
—He oído decir que le interesa mucho todo lo de la India —observó la señorita St. Claire.
Estaba muy hermosa de buena mañana. Su cabello, de un color castaño rojizo intenso y magnífico, lanzaba destellos cobrizos cuando los tenues rayos del sol incidían sobre él y sus enormes ojos verdes eran una potente arma a su favor.
—¡Oh! ¿Quién se lo ha contado?
—Yo —intervino Sylvia—. Juliet y yo hemos pasado mucho tiempo juntas en Londres.
Traté de que eso no me afectara. Sabía que Sylvia habría hecho nuevos amigos en Londres, pero no me gustaba que aquella extraña supiera cosas sobre mí. La señorita St. Claire me observaba enarcando las cejas y me di cuenta de que aguardaba una respuesta.
—Sí, la India me interesa bastante. De hecho, espero poder viajar allí pronto con mi tía.
La reina élfica negó con la cabeza e hizo un chasquido en señal de desaprobación.
—No concibo cómo alguien puede desear visitar un lugar tan alejado de nuestra querida Inglaterra. ¡Parece tan peligroso!
—Y puede serlo.
—¿Cuánto dura el viaje?
—Según la época del año, entre cuatro y seis meses.
La señorita St. Claire puso unos ojos como platos y depositó su taza sobre la mesa.
—Entonces uno no puede ir y volver en menos de… ¡un año! ¡Inconcebible!
Asentí.
Ella meneó la cabeza mientras me miraba con compasión.
—Pobrecilla. —Extendió el brazo desde el otro lado de la mesa y colocó su mano sobre la mía cuando iba a levantar el tenedor para llevármelo a la boca—. Comprendo que su situación en casa no es tan… ideal como la que, gracias a Dios, tenemos algunos de nosotros. Y lamento de veras que sea tan insoportable como para que desee poner semejante distancia ente usted y sus seres queridos. —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Tengo entendido que sus padres no son tan afectuosos como los míos. Oh, pobre, pobrecilla.
Hizo un mohín de tristeza con los labios, el más hermoso que le había visto hacer nunca a nadie.
Dejé caer el tenedor y fulminé a Sylvia con la mirada. Parecía estar deseando que la tragara la tierra. ¿Cómo podía haberle contado a la señorita St. Claire todos aquellos detalles personales sobre mi vida?
Ella trató de sonreír, pero sus ojos estaban dominados por el pavor.
—No te enfades conmigo, Kitty. Ya sabes que Juliet forma parte de la familia.
Me limpié la boca con la servilleta, aprovechando la maniobra como excusa para librarme de la molesta mano de la señorita St. Claire.
—Kate —la corregí con calma—. Prefiero Kate.
—Pero, querida, estoy convencida de que no le molesta que yo esté al tanto de los pormenores de su vida. —La señorita St. Claire se llevó las manos al pecho—. Le aseguro que soy la discreción personalizada. ¡Y no la juzgo en absoluto! Mi querida señorita Worthington, al contrario, tengo la sensación de que somos viejas amigas después de todo lo que me han contado los Delafield sobre usted a lo largo de estos años. No, no, no debe disgustarse. Debe darle las gracias a Sylvia por ser tan buena amiga y solicitar mi ayuda para con su causa.
Me quedé muy quieta y dirigí la mirada hacia Sylvia, que estaba muerta de vergüenza.
—¿Su ayuda? —Carraspeé—. ¿Para qué, si puede saberse?
La señorita St. Claire se volvió hacia Sylvia buscando su permiso, si bien esta se limitó a encogerse de hombros como si se hubiese rendido.
—Pues para que usted pudiera venir a Blackmoore, por supuesto —respondió la reina élfica deleitándome con una sonrisa beatífica.
De pronto, fui consciente de los latidos de mi corazón y del rubor de mis mejillas.
—¿De veras? —Traté de sonreír—. ¿Y en qué consistió su ayuda, señorita St. Claire?
Ella continuó sonriendo, ajena por completo a lo que yo sentía.
—Le aseguré a la señora Delafield que no me opondría a su compañía sabiendo cuán desesperadamente necesitaba algunas influencias positivas en su vida.
Sin poder creer lo que acababa de escuchar, me volví hacia Sylvia, que observaba su plato con una tenacidad para mí hasta entonces desconocida.
—Bien, pues… —No sabía cómo responder a un acto tan compasivo y tan condescendiente a la vez—. Gracias por su generosidad, señorita St. Claire —respondí al fin con una sonrisa forzada mientras intentaba contener el increíble número de pensamientos impropios que me asaltaron.
—Fue un placer ayudar.
Recuperó su tenedor y continuó dando cuenta de su desayuno con elegancia.
Yo había perdido el apetito y no me veía capaz de continuar mucho más en compañía de la señorita St. Claire sin perder los estribos, por lo que inspiré hondo e intenté reconducir la conversación hasta un terreno seguro.
—Sylvia, espero que me presentes a tu abuelo durante la mañana.
—Me temo que mi abuelo no se encuentra bien, Kitty —observó ella con una mirada pesarosa—. Dudo que tengas oportunidad de conocerle durante tu estancia.
La noticia me produjo una gran decepción. Tenía muchas ganas de conocer al hombre que había significado tanto en la vida de Henry.
—Siento mucho oír eso.
La señorita St. Claire chasqueó la lengua y meneó la cabeza.
—La verdad es que perder al abuelo ocasionará una gran tristeza a toda nuestra familia.
Le lancé una mirada cargada de incredulidad. Estaba yendo demasiado lejos al proclamar a aquella familia como la suya propia y no podía soportar ni un minuto más en su compañía. Aparté el plato y me puse en pie.
—Sylvia, enséñame la casa.
La aludida me miró como si acabara de pedirle que desarrollara una segunda cabeza.
—Kitty, la casa es enorme.
—Lo sé y quiero verlo todo.
Sonreí para alentarla, pero solo obtuve quejas.
—Pensarlo ya me resulta demasiado agotador —proclamó dejándose caer sobre el respaldo.
—Vamos, moverte un poco te sentará bien. Te ayudará a despertarte.
Me despachó con un gesto de la mano.
—No me apetece en absoluto pasarme la mañana yendo de aquí para allá. Ve a pedirle a Henry que te la enseñe.
Al oír esto, la señorita St. Claire soltó su tenedor y se puso en pie de repente golpeando la mesa y haciendo que todo tintineara.
—Lo haré yo, señorita Worthington. Me servirá de práctica.
Mi mirada pasó de la señorita St. Claire a Sylvia, a quien dejé bien claro cuánto me desagradaba la idea.
—Es usted muy amable, pero insisto en que Sylvia nos acompañe.
—No, Juliet conoce la casa tan bien como…
La fulminé con la mirada. Si yo iba a tener que sufrir la compañía de la señorita St. Claire, ella tendría que sufrir conmigo. Después de sostenernos la mirada mutuamente durante algunos minutos, Sylvia claudicó al fin.
—Por supuesto, será un auténtico placer ir con vosotras —añadió a regañadientes.
—Empezaremos por el vestíbulo —anunció la señorita St. Claire.
Acto seguido, salió del comedor y encabezó la marcha por el pasillo hacia la entrada. Se detuvo en mitad del vestíbulo, justo debajo del techo abovedado. Eché un vistazo a mi alrededor con curiosidad. Qué contenta estaba de que la luz del día iluminara todo lo que la noche me había ocultado a mi llegada.
—Se trata del vestíbulo original —explicó señalando la estancia circular en la que nos encontrábamos—. Se completó en 1504, si bien otras partes de la casa fueron añadidas con posterioridad. El elemento más importante de la sala es, sin duda, el techo abovedado, en el que podemos observar la historia de Ícaro.
Incliné hacia atrás la cabeza y contemplé la pintura que cubría la cúpula que se alzaba dos pisos por encima de nosotras.
—Ese no es Ícaro.
—Sí que lo es —afirmó con más contundencia e incredulidad; como si no pudiera creer que osara contradecirla—. Por supuesto que es Ícaro.
Se volvió hacia Sylvia, que levantó ambas manos en un gesto con el que claramente quería decir «a mí no me preguntes».
—Ese es Faetón, no Ícaro —aclaré señalando la cúpula—. Faetón conducía el carro del sol por el cielo cuando perdió el control de los caballos. Zeus le lanzó un rayo y lo mató después de que quemara la Tierra. Ícaro también sucumbió tras intentar volar —continué—, pero en su caso fue gracias a las alas que construyó su padre, Dédalo, para que ambos pudieran escapar de Creta. El joven se acercó demasiado al sol, la cera de sus alas se derritió y cayó al vacío.
La señorita St. Claire frunció el ceño mientras estudiaba la cúpula.
—Mmm… Supongo que tiene razón; sin embargo, debo confesarle que habla usted como una marisabidilla, señorita Worthington, y si quiere mi opinión… —Se acercó a mí e inclinó la cabeza en mi dirección antes de continuar—, a mí no me gustaría que me consideraran una marisabidilla si estuviera en su lugar. Eso reducirá sus oportunidades.
Me costó un gran esfuerzo conseguir que mis labios siguieran dibujando una sonrisa.
—¿Mis oportunidades de qué?
—De casarse, ¿de qué si no? —respondió entre risas—. Mire que es usted graciosa. Sylvia me había contado que era usted bastante aplicada, pero no la había creído. ¿No es así, Sylvia? No la creí cuando me dijo cuánto había leído su amiga. —Sylvia se había hundido en una silla junto al fuego, como si estar de pie fuera algo excesivo para ella—. Pero ya veo que tenía razón. Debe de haber tenido una juventud muy aburrida, sentada durante horas y horas en una oscura biblioteca leyendo libros viejos. Confieso que cuanto más sé de su vida, más la compadezco, señorita Worthington. Se lo digo muy en serio.
No podía creer lo que acababa de oír. Nunca había conocido a nadie tan considerado y tan ofensivo al mismo tiempo. No obstante, yo guardaba un secreto que ella parecía ignorar, por lo que tuve que contener la sonrisa. Lo que ella desconocía era que los días que había pasado en la vieja biblioteca en casa de los Delafield habían sido de todo menos aburridos. Lo que no sabía era que Henry llevaba años siendo mi compañero de estudios.
—¿Por dónde continuamos, señorita St. Claire?
—Por aquí —dijo dando media vuelta.
Obligué a Sylvia a levantarse y la apremié entrelazando mi brazo con el suyo.
—Me pesan las piernas, Kitty —se quejó ella—. Puedes seguir explorando la casa tú sola si quieres.
—No te preocupes. Aceptaré tu oferta tan pronto como pueda —respondí en un susurro.
Me llegó la oportunidad después de ver algunas estancias. La señorita St. Claire me había mostrado el comedor, el salón, la biblioteca, la sala de música y la gran galería; y estaba a punto de llevarme de nuevo al vestíbulo para subir por la escalinata hacia el segundo piso cuando me percaté de que al final del pasillo, encajonada en un hueco de la pared, había una puerta. Parecía olvidada y yo simpatizaba con las cosas olvidadas.
—¿Adónde conduce aquella puerta?
—No es más que una segunda sala de música más pequeña —respondió la señorita St. Claire restándole importancia con la mano.
Me aproximé a la puerta haciendo caso omiso de las protestas de Sylvia acerca de sus pies doloridos. Estaba intrincadamente tallada, a diferencia de las otras puertas interiores que había visto y, al acariciar su superficie con la mano, descubrí en la madera vides, hojas y algunos pajarillos aquí y allá. Giré el picaporte, abrí la pesada puerta y entré en una estancia totalmente aislada de la luz por unos pesados cortinajes. No obstante, algo se movía allí dentro, a lo que se unió un aleteo en el interior de mi pecho. Con paso ligero, atravesé la sala y abrí los cortinajes, tras los cuales se erigían tres altos ventanales desde el suelo hasta el techo. La luz bañó la estancia y me di la vuelta. Me hallaba en una habitación pequeña de techos altos que mi mirada se apresuró a inspeccionar. Atisbé un pianoforte en el centro, distinguí unos sillones mullidos y descubrí los tapices y cuadros que cubrían las paredes mientras me afanaba en buscar el origen del movimiento que había percibido. Hasta que al final mis ojos se posaron en una jaula dorada, muy ornamentada, que estaba colocada en un rincón y parcialmente escondida entre las cortinas.
Comprendí entonces por qué me había parecido que algo se movía allí. Dentro de la jaula, un pájaro de color negro aleteaba nervioso, golpeándose las plumas contra los barrotes de hierro. Sin embargo, el ave no emitía ningún sonido más allá del que producían sus alas. Al observarlo fijamente, sentí una conexión con aquel pájaro oscuro y salvaje que no pude explicar y que me dejó sin respiración.
—Ya te había dicho que sería una pérdida de tiempo —refunfuñó Sylvia a mi espalda.
La señorita St. Claire se había quedado en el umbral y arrugaba su perfecta nariz en una mueca de aversión.
—Odio cómo huelen los pájaros —declaró mirándolo con recelo—. Esta será la primera estancia que cambie cuando me…
Interrumpió sus palabras cuidándose de acabar la frase, aunque a mí no me quedaron dudas de cómo lo habría hecho: «cuando me convierta en la señora de la casa». El resentimiento y la antipatía prendieron en mi interior, rápida y ferozmente, y de mi razón se apoderaron las ganas de echarla de allí, de cerrar la puerta con llave y de proteger aquel espacio de su mano destructora.
«Esta estancia es mía».
Aquel pensamiento irrumpió en mi mente sin haberlo yo planeado, aunque no era más que el reconocimiento de la verdad. Aquella era, en efecto, mi estancia. Lo sentía en los huesos. Aquella sala no debería dejar de existir nunca. Deberían conservarse, atesorarse y tener en gran estima los tapices, los cuadros, los altos ventanales y sobre todo, por encima de todo, aquel pájaro negro.
—Ojalá no cambie nunca —confesé mirando a los ojos a la señorita St. Claire—. Me encanta. Ojalá se quede como está para siempre.
La sonrisa con la que me obsequiaba era todo dulzura e inocencia.
—Todo cambiará, señorita Worthington. Es lo que les pasa a las casas cuando cambian de dueño.
Me quedé allí de pie, furiosa e impotente a un tiempo.
—¿Está lista para continuar con la visita? —me preguntó señalando hacia la puerta.
—No. —La respuesta se me escapó de los labios, pues no podía soportar ni un minuto más en su compañía—. No, quiero quedarme aquí. Continuaré yo sola más tarde.
Sylvia nos miró, primero a una y luego a la otra, varias veces, como si intentara decidir entre las dos, pero solo necesitó un instante para tomar su decisión.
—Vamos entonces a sentarnos junto al fuego en el salón —dijo tomando por el brazo a la señorita St. Claire—. Así podremos ver cómo llegan los invitados.
Cuando se marcharon, me arrodillé frente a la jaula y estudié al pájaro detenidamente. Sus plumas eran de un negro hermoso y brillante que parecía casi azul cuando los rayos de sol incidían sobre ellas; su cola se bifurcaba y retorcía una y otra vez. Ni en los libros ni en el mundo real había visto nunca un pájaro como aquel, y aun cuando me quedé allí observándolo durante un buen rato, no cantó ni una sola nota.