Capítulo 34

Un año y medio antes

Estaba sentada en el banco semicircular situado en los jardines meridionales de nuestra casa. No había ido al claro, donde habrían dado conmigo fácilmente; ni me había quedado en mi habitación, con todas aquellas astillas atrapadas en la alfombra. Había salido al despuntar el día sin que nadie me viera y había permanecido en ese banco desde entonces, a pesar de la llovizna que me había sorprendido. Cora era mi única compañía y me concentré en escuchar a los pájaros que piaban en los árboles que me rodeaban. La alondra repetía sin cesar su lamento inconfundible y enternecedor. Quería cubrirme las orejas y no volver a oírlo jamás y, al mismo tiempo, no quería dejar de oírlo nunca. Estaba tan sumida en la batalla que se estaba librando entre mi mente y mi corazón que no oí las pisadas sobre la hierba. Me agaché para acariciar el suave pelaje de Cora, por lo que no vi que Henry se dirigía hacia mí hasta que no cayó sobre mí su sombra.

—Te he estado buscando —anunció con dulzura a pesar de que un deje acusatorio se coló en sus palabras.

Se me aceleró el corazón. El pelaje de Cora estaba caliente a causa del sol. Me veía incapaz de levantar la vista y mirarle, pues no sabía cómo actuar ni qué decir.

—¿Kate?

Seguí sin levantar la vista.

—¿Mmm…?

Henry se puso en cuclillas para tener el rostro a la altura del mío, pero seguí con la mirada clavada obstinadamente en Cora.

—Anoche abandonaste muy pronto el baile. —Su voz sonaba demasiado pausada, demasiado íntima—. Te estuve buscando… Vi cómo te marchabas, incluso te llamé, pero ni siquiera te diste la vuelta para mirar.

Me puse en pie bruscamente y me alejé de él.

—¿Ha venido Sylvia contigo? —pregunté elevando demasiado la voz.

—¿Sylvia? —Parecía confundido. Vi por el rabillo del ojo cómo venía hacia mí—. ¿Por qué…?

—¡Ah! ¡Mira! Por ahí viene.

Nunca en toda mi vida me había sentido tan aliviada de ver a mi amiga. Parecía proceder de la casa y llevaba algo en los brazos. Aún no había mirado a Henry a los ojos. Simplemente no podía.

Pero entonces se plantó delante de mí y bajó la cabeza hasta situarla frente a mi línea de visión, de modo que no me quedó más remedio que mirarle a los ojos, que esa mañana eran del color del carbón. Parecía como si se hubiese pasado un sinfín de horas pasándose la mano por el pelo.

—¿Ocurre algo, Kate? ¿Qué pasó anoche? ¿Por qué te marchaste tan pronto?

Me alejé de su lado y pude comprobar la expresión de sorpresa que se dibujó en su rostro al hacerlo.

Me mordí el labio. Sabía lo que tenía que hacer, pero el corazón me latía aceleradamente a causa de los nervios.

—He decidido algo y quiero contároslo a Sylvia y a ti, a los dos juntos.

Estiré el cuello para ver cuánto le quedaba para llegar a nuestro lado y deseé que se diera prisa. Sentía la mirada de Henry clavada en mí.

—¡Sylvia! —grité.

Ella me miró con el ceño fruncido.

—Tengo que contarte algo.

Seguía con el ceño fruncido y cuando llegó a mi lado comprobé que su mirada estaba ensombrecida por la ira.

—¿De qué se trata, Kitty?

Por una vez no me molesté en corregirla. Me pasé una mano temblorosa por la frente, inspiré profundamente e intenté hacer acopio de coraje.

—Creo que debería deciros a ambos que… que…

Me interrumpí. Ambos me miraban con severidad y estuve a punto de perder el valor. Resultaba ridículo decirlo de aquella forma, pero debía hacerlo, y cuanto antes mejor.

—¿Qué le ha pasado a la maqueta de Blackmoore? —preguntó Sylvia antes de que las palabras brotaran de mis labios.

Henry volvió rápidamente la cabeza hacia mí. Me quedé mirando a Sylvia mientras el miedo iba apoderándose de mi estómago.

—Te estaba buscando por todas partes y he ido a tu habitación —añadió—. ¿Qué le ha pasado a la maqueta?

Tragué saliva.

—Se… se me cayó un jarrón sobre ella. —Me volví hacia Henry—. Solo es un pequeño… pequeñísimo agujero. —Inspiré hondo y aparté la mirada. No podía soportar cómo me estaba mirando—. En fin, tengo que contaros algo que acabo de decidir. Ahí va: no tengo intención de casarme. No tengo deseos de hacerlo ahora ni nunca. Me quedaré soltera como mi tía Charlotte, seré una aventurera y jamás me casaré.

Me ardía el cuello. Jugueteé nerviosamente con los dedos.

—Vaya, eso sí que es una novedad. —Sonaba feliz. No pude mirar a Henry—. Ten. Te he traído unas flores del baile. Peonías, tus favoritas, ¿verdad?

El aroma de las flores marchitas invadió mi cabeza, más dulce y empalagoso aún que la noche anterior, cuando había permanecido escondida entre sus sombras. Sylvia tenía razón. Hasta entonces me habían encantado, pero ahora su olor me revolvía el estómago. Olían a humillación, a rechazo, a restricciones, a revelación, a cadenas y a estrangulamiento. Miré hacia otro lado y con una mano aparté sus pétalos mustios y retorcidos, sus hojas marchitas, sus formas enjutas y su intenso aroma.

—Por favor, llévatelas.

—¿Qué ocurre?

Tomé aire por la boca para intentar despejar mi cabeza, solo que entonces pude saborear el aroma de las flores, que remoloneó en mi lengua. Al tragar, noté cómo descendía por mi garganta, pero se detuvo a medio camino entre mi boca y mi estómago y allí se quedó, aplastante, desesperanzador y mordaz.

—No me encuentro bien. Por eso me fui pronto anoche. No me encuentro bien. —Me temblaban los labios y hasta ellos me llevé las yemas de los dedos intentando detener el temblor que me agitaba—. Lo siento. Por favor, disculpadme.

Di media vuelta y tras el velo que entelaba mis ojos vi la camisa blanca de Henry, toda la extensión de tela oscura que cubría sus largas piernas, las flores malogradas y hechas pedazos a sus pies, el dobladillo del vestido azul celeste de Sylvia y después, la hierba. Hierba, hierba, hierba, hierba, cada vez más rápido; un borrón verde y luego gravilla, adoquines y uno, dos, tres escalones hasta la puerta trasera. Estaba atascada; como cada verano. Hice fuerza con el hombro hasta que cedió y dio paso a unas cortinas color burdeos que me acariciaron el rostro, luego pinturas borrosas, una puerta oscilante, un pasamanos inesperado que me golpeó con fuerza en las costillas y unos escalones de madera resbaladizos. Catorce escalones y después, tres habitaciones a cada lado. La última era la mía. La puerta estaba abierta. La maqueta destrozada de Blackmoore me aguardaba como algo oscuro y deforme sobre el baúl a los pies de mi cama. El agujero en su tejado me recordaba una boca abierta y enfadada.

Sylvia y yo solíamos pasar la tarde en la biblioteca con Henry. Llevaba años constituyendo nuestra rutina. Ella solía fingir que leía un libro hasta que concentrábamos toda nuestra atención en los estudios, entonces se abandonaba a su sueñecito vespertino, como le gustaba llamarlo. Y nadie nos interrumpía. La señora Delafield no nos molestaba, George estaba de viaje por Europa y Sylvia ya era lo bastante mayor para no necesitar una institutriz. Esa llevaba siendo nuestra rutina durante tantos años que nunca había tenido razones para cuestionármela.

Sin embargo, aquella tarde, cuatro días después del baile, me detuve en el umbral de la biblioteca mientras intentaba acallar a mi escandaloso corazón. Henry ya estaba sentado delante de aquella mesa enorme, con todos sus libros y papeles esparcidos por doquier, y solo levantó ligeramente la vista cuando Sylvia se dejó caer en el sofá exhalando un suspiro.

—¿Acaso ha sido el día ya tan agotador para ti, Sylvia? —preguntó en un tono que rara vez le había oído emplear.

—No. Pero es que me alegro tanto de verte, querido hermano.

Sylvia le dedicó una sonrisa pizpireta que él no le devolvió. Henry dirigió a continuación la mirada hacia mí, que seguía en el umbral, y enarcó una ceja.

—¿Entras o te vas?

El reto que me supuso aquella ceja enarcada y el tono cortante de su voz me ayudaron a tomar una decisión. Di un paso adelante.

—Entro.

Henry apartó algunos de sus libros para despejar el trozo de mesa que acostumbraba a ocupar yo. Tomé asiento en mi silla habitual. No había nada acogedor en aquel escenario, si bien estaba firmemente decidida a formar parte de él de todos modos. Estaba decidida a recuperar el lugar que por derecho me correspondía. En mi interior sentía que si no lo hacía ya, lo perdería para siempre. Estaba claro que a la señora Delafield le hubiese gustado que desapareciera y que nunca jamás volviera a ser un obstáculo en el futuro de su hijo, pero ella no estaba en aquella estancia; puede que fuera capaz de impedir que me casara con Henry, pero eso no significaba que pudiera impedirme ser su amiga.

—¿Qué estás leyendo? —le pregunté cuando me senté a la mesa.

Doctor Fausto, de Goethe.

—¿En alemán?

—Naturlich.

Su tono cortante consiguió irritarme.

—¡Oh! ¡Naturlich! —repetí en tono sarcástico.

Henry bajó el libro y me miró.

—¿Qué tiene de malo?

—Tienes todo al alcance de la mano, Henry. Tienes un tutor que te enseña alemán, francés y latín y puedes estudiar cosas a las que yo nunca tendré acceso, así que no me vengas con que es «natural», porque no lo es en absoluto.

Henry me sostuvo la mirada; en sus ojos grises se reflejaba la lucha que mantenía consigo mismo. Parecía a punto de ponerse a discutir conmigo. Estaba segura de que desataría sobre mí el fuego que veía avivarse en su mirada, un fuego fruto de la indignación, los comentarios reprimidos y los sentimientos exaltados. El espacio que nos separaba ganó en tensión a causa de su ira y la mía. Un músculo latió en su mandíbula apretada y una fina línea se dibujó en su mejilla cuando frunció los labios. Me quedé mirando aquella arruga y un impulso nostálgico me hizo desear poder alargar la mano y acariciarle el rostro.

Bajé la mirada, inspiré hondo y guardé mis sentimientos en lo más profundo de mi ser hasta que cesara el dolor que aquella pérdida me suponía.

—Lo siento. No pretendía enfadarme después de lo amable que has sido conmigo —admití en voz baja.

De pronto, Henry alargó la mano y me agarró por la muñeca. Levanté la vista sorprendida.

—No pretendas hacerme parecer un personaje angelical —susurró furioso—. No he hecho nada por compasión, Kate. ¿Me has entendido?

Me quedé mirando su rostro fijamente, sorprendida.

Henry me soltó, se dejó caer sobre el respaldo y se pasó la mano por el pelo.

—Lo siento —susurró mientras meneaba la cabeza.

Había tantos sentimientos entre nosotros, tantas cosas que no nos estábamos diciendo. Aunque había una cosa que sí podía decirle, y es lo que hice.

—Yo también lo siento.

Y así era. Lo sentía todo. Sentía tener una madre que no dejara de avergonzarme y una hermana propensa a los escándalos. Pero sobre todo, sentía haberme enamorado de un joven que nunca podría ser mío.

Él se pasó la mano por la cara, se puso en pie y se encaminó hacia la ventana; allí se quedó durante un buen rato mirando al exterior, tanto que dejé de esperarle y tomé el libro que se encontraba en lo más alto de mi montón. Al abrirlo, emitió un crujido. Sin embargo, no llevaba más de dos páginas leyendo sobre Mozart cuando Henry volvió a la mesa, tomó asiento y recuperó su libro.

—¿Te gustaría que te contara la historia de Fausto? —Me ofreció una sonrisa—. Te lo traduciré.

Cerré mi libro.

—Sí, me encantaría.