Capítulo 11
Mi plan no había avanzado ni un ápice durante la cena, pues me había tocado sentarme entre dos hombres casados. Así pues, decidí aprovechar la primera oportunidad que se me presentó cuando los caballeros se reunieron con nosotras en el salón. El hombre que acababa de volver de la India fue el primero en sentarse en uno de los sofás dispuestos delante del fuego. Me apresuré a tomar asiento a su lado antes de que lo hiciera otra persona.
—Señor Pritchard, me gustaría mucho hablar con usted sobre la India.
A buen seguro debía de sacarme unos veinte años, pero Sylvia me había asegurado que no estaba casado. Tenía el cabello rubio y estaba muy bronceado. El motivo por el que le había escogido era porque teníamos intereses comunes.
Sin embargo, el señor Pritchard se tomó su tiempo antes de responder. Sacó una cajita de rapé del bolsillo, le dio un toquecito con la uña y esta se abrió de inmediato.
—¿Y bien? ¿De qué quiere hablar? —preguntó mirándome fijamente mientras tomaba un poco de rapé.
Se llevó el dedo a uno de los orificios nasales, aspiró y luego repitió el proceso con el otro orificio. Se sacudió el polvo de los dedos y volvió a guardar la cajita de rapé en el bolsillo antes de dirigir la mirada de nuevo hacia mí.
Al poner mi plan en marcha, mi nerviosismo regresó en su máximo esplendor. Pero ¿qué estaba haciendo? ¿Cómo iba a suscitar el interés de ese hombre por mí?
«Eleanor». Mi hermana se coló de nuevo en mi mente y rememoré todas las veces que la había visto flirtear. Pensé en cómo sonreía o ladeaba la cabeza, en cómo se ponía en pie y se sentaba, e incluso en lo que hacía con las manos.
Me senté un poco más cerca de él, consciente de pronto de toda la gente que había a nuestro alrededor. Ladeé la cabeza, tal y como le había visto hacer a ella, y le deleité con una sonrisa.
—Me encantaría saber cómo es la India.
Él me miró fijamente.
—Caliente —respondió sin pestañear.
Aunque ya pestañeé yo por ambos.
—¿Caliente?
—Sí. Caliente.
Mi sonrisa flaqueó, sobre todo al ver la diversión en el rostro de cuantos escuchaban nuestra conversación.
—Bueno, entiendo que su clima es más caluroso, señor Pritchard, pero esperaba que pudiera contarme algo más, ya que planeo viajar allí muy pronto.
Recordé que Eleanor se inclinaba hacia un hombre cuando este le interesaba, así que me incliné hacia el señor Pritchard.
Atisbé un movimiento por el rabillo del ojo que me llamó la atención. Henry no andaba muy lejos y nos observaba con una expresión adusta. De hecho, aquella mirada iba más allá de la adustez. Tenía la mandíbula apretada y sus ojos parecían de acero.
—¿Está planeando viajar a la India? —El señor Pritchard me sorprendió al mostrar algo de expresividad en su semblante—. ¿Con quién?
—Con mi tía.
—¿Las dos solas?
Asentí.
Su mirada pasó de mí al resto del grupo que estaba pendiente de nosotros y de nuestra conversación y entonces soltó una risotada, como si no se hubiese tratado más que de un chiste. Ellos correspondieron con una sonrisa. La señorita St. Claire sonrió, así como Sylvia y una pareja mayor cuyos nombres no conseguía recordar. Me ardían las mejillas. Estaba segura de que yo era la causa de aquellas sonrisas y también de las carcajadas del señor Pritchard, pero no lograba entender por qué. De todos ellos, el que más sonreía era aquel tipo nervioso, el señor Dyer. Decidí no mirar a Henry para no ver su reacción.
—¿Por qué le resulta gracioso, señor Pritchard?
Olvidé sonreír e inclinarme hacia él.
—Por dos razones. —Alzó dos dedos y fue bajándolos conforme aportaba sus argumentos—. Dos mujeres solteras. Viajando a la India solas. —Meneó la cabeza—. No había oído nada tan insensato en toda mi vida.
El señor Pritchard se removió en su asiento, como si con ello pretendiera despacharme, y se volvió hacia otro lado. No obstante, mi orgullo no me permitía dejarlo correr.
—Pues yo no opino que sea algo insensato —rebatí lo bastante alto para que todos los integrantes del grupo lo oyeran—. Creo que es intrépido.
El señor Pritchard se volvió hacia mí enarcando una ceja y me miró por encima del hombro con desdén. Volvió a cambiar de posición, aunque en esta ocasión se acercó más a mí.
—La India no es lugar para jovencitas en busca de aventuras —dijo en tono cortante y mirándome a los ojos—. Es un país hostil. Existen muchas posibilidades de que perezca durante el viaje, pero si no la mata el mar, lo hará cualquier enfermedad en cuanto llegue allí. —Paseó sus ojos lentamente por mi figura—. No es usted fea. Yo en su lugar me casaría y dejaría las aventuras para gente más preparada.
El señor Pritchard se puso en pie, se alisó el esmoquin y se alejó de allí. Sentí cómo me ardía el rostro. No me atreví a mirar a nadie, aunque noté sus miradas clavadas en mí. Notaba en particular la de Henry, pero me sentía tan humillada que pensé que jamás volvería a ser capaz de mirarle a la cara. Tras permanecer allí sentada durante lo que me pareció un lapso de tiempo tremendamente largo e incómodo, me puse en pie y me alejé con tanta despreocupación como fui capaz de fingir.
No sabía a dónde mirar ni a dónde ir, lo único que sabía era que debía abandonar el grupo que había presenciado mi humillación a manos del señor Pritchard. Crucé la habitación sin un refugio en mente y entonces, como un rayo de sol, se presentó ante mí la mirada del viejo señor Brandon. Estaba sentado en un rincón lo bastante alejado para no haber oído la conversación y miraba en mi dirección.
A la desesperada, hice acopio de coraje y dirigí mis pasos hacia él. Lo intentaría una vez más. El señor Pritchard se había comportado de forma cruel conmigo y el nervioso señor Dyer me había dejado claro que empatizaba con él, pero el señor Brandon era un ser amable. Lo percibía en sus ojos.
Se puso en pie cuando me acerqué, me recibió con una reverencia y me ofreció el asiento contiguo al suyo con un gesto de la mano. Sonreí aliviada. Al menos, esta vez no había errado mi juicio. El señor Brandon era un hombre amable.
—Señorita Worthington, está usted muy colorada. ¿Tal vez el fuego la ha acalorado demasiado?
Me llevé una mano a las mejillas, consciente de que había sido la vergüenza y no el calor lo que me había sonrojado.
—Quizá.
Para infundirme valor, pensé en el trato que había hecho con mi madre, en la India, mi salvoconducto, y en el ejemplo de Eleanor. Lo intentaría una vez más. Tenía que hacerlo. No pensaba rendirme a causa de la grosería de un solo hombre. Tomé asiento al lado del señor Brandon, le sonreí como hacía mi hermana, me incliné en su dirección y le pedí que me hablara de él.
—Kitty, tengo que hablar contigo.
Sylvia me cortaba el paso. Tenía los puños cerrados y sus ojos azules, habitualmente serenos, echaban chispas.
Yo acababa de dejar al viejo señor Brandon, con el que había estado charlando durante la última hora. Actuar como Eleanor me había dejado exhausta y la temperatura del salón seguía pareciéndome demasiado agobiante, por lo que había decidido refugiarme en el frescor del pasillo. Me dirigía hacia las puertas con ese propósito cuando Sylvia me había interceptado.
—Desde luego —respondí algo sorprendida por su comportamiento.
Abandonamos el salón y la seguí por el pasillo hasta el comedor. El servicio había acabado de recoger los restos de la cena y allí ya no quedaba nadie. Sylvia cerró la puerta con cuidado tras de sí y se dio la vuelta para encararme.
—¿Cómo has podido, Kitty?
Retrocedí sorprendida.
—¿Cómo he podido qué?
—¿Cómo has podido hacerme esto? ¡Después de todo lo que he hecho por ti! —espetó con el rostro enrojecido y los ojos anegados en lágrimas.
Sacudí la cabeza, estaba atónita.
—Pero ¿qué es lo que te he hecho?
Sylvia se acercó más a mí y me señaló con el dedo.
—¡Acabas de pasarte una hora tratando de robarme al señor Brandon! —me acusó entre sollozos—. Aun cuando te había dicho cuánto me gustaba. Aun cuando te había enseñado los… los versos… que me había regalado. —Le temblaban los labios—. Los versos que hablaban de mí. Puede que a ti te parecieran insignificantes, pues no los había escrito él mismo, pero a mí me habían encantado. Era lo más dulce que un hombre había hecho por mí jamás y podría haberme enamorado fácilmente de él. ¡Y tú lo sabías! Y aun así, te has sentado a su lado y… ¡y has coqueteado con él de forma descarada y repugnante!
Me había dejado con la boca abierta desde la primera frase y no podía hacer otra cosa salvo mirarla perpleja.
—¿Me estás diciendo que aquella nota era del viejo señor Brandon?
—Pues claro. —Se secó las mejillas—. ¿De quién si no?
—¡De su hijo, por supuesto! —repliqué a gritos. Me horrorizaba lo que había hecho, pero también el que Sylvia no hubiese imaginado que se trataba de algún tipo de confusión por mi parte—. ¡El hombre cuya edad se aproxima más a la tuya! ¡El más atractivo!
Sylvia puso unos ojos como platos.
—Pero si ni siquiera es el primogénito, Kitty. Mis hijos nunca heredarían nada. Al menos, el padre posee un título, aunque no sea más que un barón. Además, su hijo nunca podría llegar a interesarme. Me arrastraría por toda la campiña inglesa hablando de aventuras y me obligaría a ir a lugares a los que no me apetecería ir. Sería… Sería como estar casada contigo. ¡No lo soportaría!
Me eché hacia atrás. Me sentía como si me hubiesen golpeado.
—Lo había… Había interpretado como un cumplido que te gustara el hijo. Pensaba… —Inspiré y dejé escapar el aire poco a poco. Sentía un gran vacío en mi interior—. Pensaba que éramos las mejores amigas.
Sylvia no dijo nada durante un buen rato.
—Kitty, creo que fuimos buenas amigas durante la infancia, pero hace bastante tiempo que somos muy distintas.
Dejé escapar un suspiro y me froté la frente. De pronto me sentía demasiado cansada para aquello.
—Kate, por favor. Aunque solo sea por una vez, te suplico que me llames Kate.
La expresión de su rostro volvió a endurecerse y me miró fijamente frunciendo los labios.
—Nunca te ha gustado la persona en la que me he convertido, ¿no es eso? —pregunté al darme cuenta de pronto de lo que pasaba—. Por eso te niegas a llamarme Kate.
Alzó un hombro tímidamente. No necesitaba su confirmación, sabía que cuanto acababa de decir era cierto. Sin embargo, reconocer la verdad me hizo sentir también un gran vacío.
—No te preocupes. No importa cómo me llames. Lamento mucho haber coqueteado con tu señor Brandon. No tenía ni idea. Por si sirve de algo, no creo que hubiese tenido oportunidad de robártelo, pues él no dejaba de mirar en tu dirección.
—¿De verdad?
En sus labios apareció una sonrisilla.
—Sí, de verdad. Por suerte, no he ocasionado ningún daño irremediable.
Retiré una silla y me dejé caer pesadamente. Me sentía derrotada. Acababa de perder dos de mis opciones. Debía tachar de la lista al señor Pritchard y al señor Brandon, eso me dejaba tan solo con el nervioso señor Dyer y no tenía muchas esperanzas puestas en él. Apoyé la barbilla en la mano. Sylvia retiró la silla que había junto a la mía, tomó asiento y se volvió hacia mí. Notaba su mirada sobre mi rostro, pero me sentía demasiado avergonzada para mirarla a la cara.
—Nunca te había visto comportarte así —comentó en voz baja—. Nunca te había visto coquetear con un hombre y menos aún con dos en la misma noche. Me has recordado a otra persona.
Me cubrí los ojos con las manos anticipando el horror de sus próximas palabras.
—No lo digas —supliqué negando con la cabeza.
—Te parecías mucho a Eleanor. Primero con el señor Pritchard y luego con el señor Brandon.
Cerré los ojos con fuerza tratando de contener las lágrimas.
—Necesito saber por qué razón has actuado de ese modo, Kitty. Si quieres quedarte en esta casa, necesito entenderlo.
Sus palabras me sonaron a amenaza. ¿Qué era eso de si quería quedarme en aquella casa? Bajé la mano y la miré con incredulidad. ¿De verdad iba a obligarme a abandonar Blackmoore por haber coqueteado con dos hombres? Sylvia me sostuvo la mirada, parecía hablar muy en serio.
—Está bien, tú ganas. Te contaré por qué he estado flirteando durante toda la noche, aunque flirtear no sea ningún delito. —Tomé aire—. He hecho un trato con mi madre. Ella me concederá la libertad, la independencia y mi viaje a la India si consigo, y rechazo, tres propuestas de matrimonio.
Sylvia me miró fijamente, luego se echó a reír. Fue una risa corta y triste.
—¿Así que pensaste que podías coquetear con un puñado de hombres y que luego ellos te propondrían matrimonio?
Volvía a sentir el rostro encendido.
—Les ha ocurrido a otras jóvenes.
Sylvia meneó la cabeza. Su incredulidad se había convertido en algo que yo detestaba aún más, se había convertido en lástima.
—Tengo que contarte algo, Kit… Kate. Y no te digo esto porque esté enfadada contigo, sino porque soy tu amiga y mereces saber la verdad.
El pánico me invadió y se me aceleró el corazón. Estaba convencida de que no me gustaría lo que tuviera que contarme.
Sylvia se inclinó hacia mí y me miró a los ojos.
—Ninguno de los hombres que está aquí te propondrá matrimonio.
Me estremecí al oírlo, pero mi orgullo se erigió en mi defensa.
—Pareces muy segura de ti misma, Sylvia —repliqué en tono cortante—. ¿Cómo puedes afirmar una cosa semejante?
—Pues porque estos son los amigos de mi madre y absolutamente todos han oído hablar de Eleanor.
Palidecí.
—Pero eso es agua pasada. Ahora está casada. Ya no puede perjudicarme.
Sylvia negó con la cabeza. La lástima que sentía por mí seguía dominando sus ojos azules.
—Por Londres circulan nuevos rumores. No quería decírtelo, pero está en boca de todas las personas de nuestro entorno. En realidad, de toda la buena sociedad de Londres.
—Pero está casada —repetí, incapaz de abandonar aquel argumento.
—Las mujeres casadas pueden causar tanto escándalo como las que no lo están —resolvió Sylvia con una expresión de hastío.
Hundí el rostro en las manos mientras la esperanza me abandonaba.
—De hecho —continuó—, cuando mi madre se enteró de los rumores, escribió a Henry y le dijo que ya no podías venir a Blackmoore, pero él se opuso. También yo salí en tu defensa, Kitty. Le dije que nunca te habías comportado como Eleanor y que nunca lo harías. Que nuestros huéspedes no tenían nada que temer en tu compañía… Que ningún escándalo los salpicaría mientras te alojaras con nosotros.
Tomé aire y lo solté una y otra vez tratando de no llorar.
—Lo único que quiero es marcharme a la India. Por eso he hecho lo que he hecho.
Permaneció en silencio tanto tiempo que levanté la cabeza y me volví hacia ella. La censura estaba escrita en su rostro, así como el juicio, el reproche y el rechazo.
—Aun cuando tuvieras alguna posibilidad de que tu plan funcionara, no puedo creer que utilizaras a unos pobres hombres confiados para obtener lo que quieres. ¿Acaso no pensaste en las implicaciones morales de tu plan? ¡Usar a esos hombres…, jugar con sus corazones…, animarles a que se enamoraran de ti, sabiendo que ibas a rechazarlos! Es algo cruel, muy pero que muy cruel, y egoísta y… y… —Inspiró—. Parece algo propio de tu madre, si te soy sincera. Parece exactamente el tipo de cosa que ella haría.
Sus palabras me hicieron estremecer.
—Eso no es cierto —espeté. Aparté la silla y me puse en pie con los puños apretados—. No soy mi madre y nunca seré como ella. No puedo creer lo que has dicho. Después de todos estos años… Sabes cómo me siento con respecto a ella. ¡Y sabes cuánto despreciaría parecerme en lo más mínimo a ella! ¿Cómo has podido acusarme de algo así?
Me miraba fijamente, con los ojos embargados por la pena, pero los labios fruncidos. Parecía querer afirmar que de sus labios no saldría una disculpa. Ya no estaba de mi lado. Me miraba como a alguien a quien se compadece, no alguien a quien se quiere.
La verdad de sus palabras golpeó con fuerza mi alma. Sin embargo, no pensaba dejar que penetraran en mí, igual que ella no permitiría que de su boca saliera una disculpa. Estábamos demasiado lejos la una de la otra a pesar de nuestra proximidad física. Tras un lapso de tiempo larguísimo, protagonizado por la tensión, el silencio y nuestra propia testarudez, Sylvia volvió la cabeza en dirección a la puerta, en dirección al camino que la devolvería al mundo al que pertenecía.
—Debo volver con los invitados. Mi madre se preguntará dónde estoy.
Se quedó allí esperando, cambiando el peso de un pie al otro. Sentí flaquear mis defensas: la verdad había encontrado un punto débil en mi barrera y se estaba abriendo paso a golpe de machete. No podía permitir que Sylvia fuera testigo de mi vulnerabilidad. Pasé por su lado sin detenerme, abrí la puerta y salí de allí con paso firme, la barbilla levantada y el orgullo herido de quien no admite sus propios errores.
Pero en cuanto abrí la puerta de la pequeña sala de música, la estancia que había proclamado como mía, la que contenía el pájaro silencioso que había despertado mi interés, me deshice de todo cuanto me había estado protegiendo. Apreté las palmas de las manos contra los ojos cuando la verdad halló un punto débil en mí, se coló por él y se expandió por todo mi ser cegándome con el dolor del esclarecimiento. Había hecho todo lo posible durante los últimos años para no parecerme a mi madre. Sin embargo, en mi obsesión por escapar a mi destino, me había convertido en ella. Había estado dispuesta a utilizar a los demás en mi propio beneficio. Había estado dispuesta a atacar su debilidad —sus esperanzas, sus sueños, los sentimientos más vulnerables de sus corazones—, a manipularlos, a tenderles una trampa para luego deshacerme de ellos. Y tan solo en pro de mi sueño de viajar a la India.
Y en aquel momento de esclarecimiento, me odié a mí misma.