Capítulo 28

El señor Brandon dio conmigo en los páramos. Tras pasar la mayor parte de la noche en vela, había decidido escabullirme al llegar el alba. No podía dejar de pensar en el poco tiempo que me quedaba en Blackmoore. Una proposición más por parte de Henry y me marcharía de aquel lugar al que tal vez nunca regresaría. Al darme cuenta de eso, todo se volvió extraordinariamente bello. Los helechos, la turba, el brezo morado, las flores amarillas rodeadas de espinas, los arbustos retorcidos, los afloramientos de roca… Todo se volvió hermoso y valioso. Y me llegó al corazón. Me agaché y recogí unas cuantas flores y algunas briznas de hierba, luego partí una rama de brezo y me la guardé en el bolsillo. Me estaba poniendo en pie cuando el señor Brandon llamó mi atención.

—¡Señorita Worthington! Tengo la sensación de que últimamente apenas hemos tenido oportunidad de conversar. ¡Ayer estuvo usted ausente todo el día!

El sol iba elevándose a su espalda conforme avanzaba hacia mí. Era un buen hombre. Seguro que haría feliz a cualquier otra mujer, pero no a mí.

—Así es. Fui a Robin Hood’s Bay.

Sus ojos parecían más verdes de lo que recordaba y su cabello más dorado.

—He estado escuchando sus pájaros, señorita Worthington —explicó poniendo una mano detrás de la oreja—, aunque me temo que necesito que alguien experto me ayude a identificarlos, pues todavía no llego a diferenciarlos.

Recordé lo que Henry me había dicho de que un hombre no precisaba de estímulos para entregar su corazón y, aunque en realidad no pensaba que el señor Brandon hubiese llegado tan lejos, la verdad era que estaba siendo bastante pródigo en sus atenciones hacia mí. Había llegado el momento de hacerle un favor.

—Me encantaría, señor Brandon, pero me temo que partiré muy pronto.

—¡Oh! —exclamó enarcando las cejas—. Y ¿a dónde se marcha?

—A la India, con mi tía.

Puso una cara larga.

—Tenía la impresión de que era un plan muy lejano. De acuerdo con lo que la señorita Delafield me contó, creí que se trataba de un proyecto incierto.

Apreté con fuerza las flores amarillas.

—Pues es un proyecto en firme. Además partiré muy pronto, puede que mañana mismo.

Dio un paso hacia mí con una expresión de determinación.

—Entonces me alegra contar con esta oportunidad para hablar con usted a solas. Debo confesarle, señorita Worthington, lo que ya debe de resultar obvio para usted. La encuentro fascinante, hermosa, afable. Difícilmente una joven logra sorprenderme, sino que más bien suelen aburrirme. —Me obsequió con aquella sonrisa contagiosa—. Me encantaría conocerla mejor y tener la oportunidad de ganarme su corazón. Por ese motivo, me gustaría pedirle que, por favor, posponga su viaje y me brinde esa oportunidad.

El corazón me dio un vuelco. No tenía ni idea de que sus sentimientos fueran tan intensos. Había asumido que estaba a mi lado cada día porque apreciaba mi compañía.

—Lo lamento mucho —susurré antes de aclararme la garganta—. Supongo que debería habérselo dicho antes. No… No tengo intención de casarme. Nunca. Por favor, discúlpeme si inconscientemente le he animado a sentir algo por mí aun cuando me resulta imposible corresponderle.

Su sonrisa había desaparecido y una expresión de decepción se había apoderado de su mirada.

—¿Conque no tiene intención de casarse? No necesitaba llegar tan lejos para rechazarme. Hubiese bastado con decir que no estaba interesada en conocerme mejor.

—¡No! Pero si es la verdad. —Apoyé una mano en su brazo cuando empezó a retroceder—. No estoy siendo cruel. Puede preguntarle a Sylvia, o a la señora Delafield, o a Henry. Todos ellos lo saben. No he dejado de repetirlo en los dos últimos años.

El señor Brandon se zafó de mí.

—Bueno, pues me temo que a ninguno de ellos le pareció conveniente prevenirme. Si me disculpa, señorita Worthington —se despidió con una inclinación de cabeza.

Mientras le veía alejarse, sentí un dolor intenso en la mano. Bajé la vista y desenrosqué los dedos. Las flores que sostenía se habían mezclado con mi sangre.

Aguardé dubitativa delante de la puerta mordiéndome el labio. Había llegado hasta allí. Tenía los bolsillos repletos de conchas marinas y de las flores que había recogido en los páramos. Había observado el quehacer de los sirvientes y esperado el tiempo suficiente hasta estar segura de que la doncella a su cargo se hubiera entregado a su sueñecito de cada tarde junto al fuego. Imaginaba que el abuelo de Henry estaría sentado en una butaca junto a la ventana.

Inspiré hondo, abrí la puerta y entré sin hacer ruido, pues no quería que se sobresaltara. La doncella emitía leves ronquidos delante de la chimenea. La butaca que había al lado de la del anciano estaba vacía, esperando a ser ocupada. Apoyé la mano en el respaldo y ladeé la cabeza para mirarle. Estaba concentrado en la ventana, pero tenía la mirada perdida. Sus manos descansaban sobre su regazo cubiertas por una manta.

—Hola —le saludé en un susurro.

Se removió en su asiento y, aunque movió los hombros y las piernas, no se volvió para mirarme. Rodeé la butaca y me dejé caer sobre sus cojines, con cuidado de no golpear en el proceso ni su asiento ni la mesita que tenía delante.

—¿Le importa si me siento aquí? —pregunté prestando mucha atención a su expresión.

Se produjo un movimiento casi imperceptible en sus ojos, a un lado y a otro, si bien no dejó de mirar por la ventana.

Esperé unos minutos, pero no se produjo ningún movimiento más. Así pues, metí la mano en el bolsillo y saqué un puñado de conchas. Después me incliné hacia delante y fui colocándolas una a una sobre la mesita, unas boca abajo, otras boca arriba, mostrando sus barrigas translúcidas. No levanté la vista hasta que concluí mi tarea.

Al hacerlo, descubrí que su mirada había abandonado la ventana en favor de la mesa.

—Sé que le gustan las conchas, por eso he ido a la playa a buscar unas cuantas y se las he traído. —Volví a meter la mano en el bolsillo y saqué la última que me quedaba—. Pero esta es diferente a las demás. —Le mostré la concha negra que había encontrado. Era muy extraña, tenía forma de bala y no parecía realmente una concha, aunque estaba claro que pertenecía a la playa—. Me preguntaba si usted sabría lo que es.

Sacó una mano temblorosa de debajo de la manta que cubría sus piernas y la tendió en mi dirección. Deposité la concha en la palma y él le dio vueltas con sus dedos agarrotados.

—Es un… —comenzó con voz ronca. Carraspeó antes de volver a hablar—. Es un fósil. Un fósil muy antiguo.

Contuve la sonrisa que amenazó con acabar con mi meticuloso autocontrol. ¡Me había hablado!

Introduje la mano en el otro bolsillo, saqué las flores amarillas que había ido a buscar a los páramos y las deposité en la mesa junto a las conchas. Había arrancado también una espiga violácea de brezo y algunas briznas de la hierba resistente y color laurel que crecía en aquellas tierras. Las dejé también sobre la mesa, luego me acomodé en mi asiento y esperé.

Tomó en sus manos las flores amarillas. Intenté prevenirle, recordarle las espinas que las rodeaban, pero antes de haber tenido ocasión de hacerlo, atisbé una mueca de dolor en su rostro. Miró sorprendido la gota de sangre en su pulgar y volvió su mirada hacia mí por vez primera. Sus ojos eran de un gris que me resultaba familiar. Tenía unas cejas muy pobladas, blancas y rebeldes. Parecía ido, aunque su mirada era de lo más lúcida. De pronto me di cuenta de por qué sus ojos me resultaban familiares. Eran los de Henry. O, más bien, Henry había heredado los ojos de su abuelo.

—¿Quién eres? —preguntó igual que había hecho el otro día con su nieto.

—Soy Kate. Kate Worthington.

—¿La Kate de Henry? —puntualizó enarcando sus hoscas cejas.

El corazón me dio un vuelco y me ruboricé.

—¿La Kate de Henry? Soy su amiga. Hemos crecido juntos. —Él seguía esperando—. Mmm… Supongo… que sí.

—Al fin has venido.

Su mirada era clara y directa —me estaba viendo— y sus pensamientos eran coherentes. Henry me había contado que tenía algunos momentos de lucidez, pero me sorprendía haber gozado de ese privilegio en mi primer intento.

—Sí. —Mi sonrisa era tan grande que se adentraba en mis mejillas—. Sí, al fin he venido.

Recorrió mi semblante con la mirada, después se recostó en su asiento y esbozó una sonrisa de satisfacción que aligeró la dureza de sus facciones.

—Eres preciosa, absolutamente preciosa. Como él dijo.

Junté las manos sobre el regazo. No me atrevía a respirar y tenía el rostro ardiendo.

—¿Quién? ¿Henry?

Desgraciadamente, se había vuelto para mirar por la ventana y una neblina había sustituido la lucidez que había presenciado en su mirada hacía solo unos instantes. No dejaba de retorcer las manos nerviosamente, como si estuviera olvidando algo. Me acerqué y le entregué con delicadeza una concha; la hizo girar una y otra vez mientras acariciaba sus surcos y ondas.

Lo observé expectante, aun a sabiendas de que había vuelto a marcharse.

—¿Le apetecería que le leyera un rato? —pregunté al cabo siguiendo el ejemplo de Henry.

El anciano asintió sin apartar la mirada de la ventana, pero cuando empecé a inspeccionar la pila de libros, murmuró algo muy bajito, tanto que no conseguí oírlo.

—¿Cómo ha dicho? —pregunté acercándome un poco más.

—La alondra —murmuró sin dejar de dar vueltas a la concha.

Miré en la misma dirección que él, pero no vi ni rastro de aves en su panorámica.

—¿Perdone?

—La alondra. La alondra de Henry. La alondra —repitió señalando hacia la mesa con un dedo tembloroso.

Tomé el primer libro del montón y se lo enseñé enarcando las cejas. El anciano volvió a señalar la mesa.

—La alondra.

Le mostré otro libro, y otro más, hasta que di con una hoja de papel entre dos volúmenes. Parecía un poema escrito a mano y en el encabezamiento rezaba: «La alondra, por Robert Burns».

—¿Este? —pregunté mostrándole la hoja—. ¿Quiere que le lea este poema?

Volvió a recostarse en su asiento con una expresión satisfecha en el rostro antes de asentir.

Lo había llamado la alondra de Henry. Me aclaré la garganta y comencé a leer con el corazón desbocado:

Oh, alondra dulce y cantarina, quédate conmigo,

no me prives del trémulo rocío.

Un amante desdichado corteja tu sonido,

tu tierno y apaciguante lamento.

Otra vez ese dulce fragmento, otra vez,

que pueda hacer mío tu infinito saber.

Tu canto su corazón alcanzará, doy fe,

y su desdén será mi acabamiento.

Tu canción habla de un amor interminable,

de profunda desesperación y un dolor inexpresable.

Oh, dulce alondra, ten compasión de este miserable.

Pues mi corazón está roto en mil pedazos.

No solté la hoja cuando acabé de leer el poema, sino que la sostuve con delicadeza.

—Es precioso —murmuré.

—Tiene el corazón roto —observó el anciano mirando por la ventana—. Por eso le gusta la alondra.

Le miré perpleja.

—¿Quién? ¿Quién tiene el corazón roto?

Se volvió hacia mí y atisbé una nueva lucidez en sus ojos grises. Estaba conmigo. Sabía lo que estaba diciendo. Y abrió la boca para responderme…

—¿Qué hace aquí?

La pregunta me sobresaltó y me volví rápidamente hacia la puerta. La señora Delafield entró en la habitación dando zancadas, dispuesta para el ataque.

Me levanté de un salto y me aparté de la butaca que había ocupado. Dirigió a continuación la mirada hacia su padre y esta se posó luego en las conchas y flores.

—Solo estaba… leyéndole —me excusé, aun sabiendo que no era un buen pretexto. Yo sabía que no debía estar allí y la centinela dormida daba fe de ello.

Me hizo señas para que la siguiera, a lo que obedecí con el pulso acelerado y el terror invadiendo mis venas. Retrocedió de espaldas hasta el pasillo y cerró bien la puerta antes de volverse hacia mí. Yo di un paso atrás.

—¿Qué le ha dicho a mi padre? ¿Han hablado de su testamento?

Me quedé boquiabierta.

—¡No!

—No se modificará, Kitty. No me importa lo que le haya contado o lo que él haya dicho. El testamento no se cambiará. Así que si ese era su propósito al venir a verle…

—¡No! —Estaba horrorizada—. ¡No he mencionado ningún testamento!

Me quedé mirando detenidamente a la señora Delafield y entonces caí en la cuenta. Mi corazón latía a toda velocidad. Recordé aquella velada dieciocho meses antes, la noche del baile en casa de los Delafield. A mi memoria volvieron la estancia a oscuras y las cortinas que me ocultaban mientras escuchaba una conversación a la que no había sido invitada.

—¿Por qué cree eso? —pregunté con voz queda. Asustada. El aroma de las peonías era tan intenso en mi memoria que estuve a punto de mirar a mi alrededor para comprobar si no había algunas por allí—. ¿Por qué sospecha que he estado hablando con él sobre su testamento?

Sus ojos azules brillaban con desconfianza.

—Mi padre no está bien. Nada de lo que le haya dicho tendrá validez y no pienso permitir que una vulgar usurpadora venga aquí y altere los planes que he forjado para mi hijo.

—¡Madre!

Era Sylvia. Su llamamiento denotaba urgencia y apareció ante nosotras tras torcer un recodo del pasillo. Era la primera vez que la veía caminar tan deprisa, pero cuando se percató de mi presencia junto a su madre, se detuvo en seco. Parecía horrorizada.

—¿Sí…? —preguntó la señora Delafield acercándose a ella—. ¿Qué es lo que ocurre?

Sylvia me miró a mí al responder.

—Se trata de tu madre, Kitty. Está aquí. Y ha traído a María.