Capítulo 29

—¡No! ¡No, no, no, no, no! —murmuré para mí misma mientras recorría a toda prisa el pasillo y bajaba las escaleras.

Sin embargo, cuando llegué al vestíbulo principal, solo hallé al mayordomo rodeado de varios baúles de viaje.

—¿Y mi madre?

—En el salón, señorita —respondió con una reverencia.

Me dirigí corriendo hacia allí e incluso resbalé sobre el suelo de mármol. Entré en el salón jadeando.

Su risa, estridente y frívola, invadía toda la estancia. Estaba sentada junto al joven señor Brandon en el sofá, tan cerca que su pierna le rozaba y su pecho descansaba sobre el brazo del joven. Eché un vistazo alrededor. Allí estaba la señorita St. Claire, mirándola boquiabierta, y el señor Pritchard, con una mordaz mirada de reproche, y Herr y Frau Spohr, y aquella pareja algo mayor cuyo nombre seguía sin recordar, y los primos de los Delafield, y muchos otros. Como mínimo, la mitad de los invitados se encontraba en el salón. Como mínimo, la mitad del grupo estaba siendo testigo de cómo mi madre permanecía sentada prácticamente sobre el regazo del señor Brandon.

—¡Madre! —Me dirigí a toda prisa hacia el sofá—. No esperaba verla aquí.

Levantó la vista, aunque durante un brevísimo instante tuve la extraña sensación de que ni siquiera me reconocía. Parecía mirar más allá de mí.

—¡Kitty! —exclamó al fin—. ¡Mi querida niña! ¡Te echaba tanto de menos que no podía soportarlo!

Apoyó su mano en el brazo del señor Brandon y lo apretó ligeramente. Seguía sin mirarme.

Intenté calmar el ritmo desenfrenado de mi corazón.

—Ah, ¿sí? ¡Qué tontería! Pero ¿dónde está María?

—Está arriba cambiándose —respondió con un gesto de la mano—, pero yo no podía esperar ni un minuto más para disfrutar de esta excelente compañía y ahora puedo afirmar que mi intuición era acertada.

Mi madre se volvió hacia el señor Brandon, sus caras estaban tan cerca la una de la otra que daba la sensación de que respiraban el mismo aire. Ella se humedeció los labios.

—¡Madre! —El pánico hizo que mi voz sonara más fuerte de lo que había pretendido—. Tengo que contarle algo ahora mismo.

Volvió la cabeza hacia mí poco a poco y allí, en sus ojos, estaba presente aquel brillo de determinación que había visto infinidad de veces antes.

—No seas ridícula, Kitty.

—Kate —la corregí apretando los puños.

Ella soltó una risita.

—No seas ridícula, Kitty. Pienso quedarme aquí sentada con el señor Brandon. —Y volvió la cabeza de nuevo hacia él—. Me estaba hablando de su propiedad… Continúe.

El señor Brandon me lanzó una mirada llena de compasión que hizo que se me revolviera el estómago. Era muy probable que en aquel preciso instante estuviera dando gracias por su buena suerte al no haberse unido a mí.

El joven se apartó un poco y se zafó del contacto de mi madre.

—La casa de mi padre está en Surrey, señora Worthington —añadió de forma educada.

—¡Oh, Surrey! Tiene que contármelo todo.

El señor Brandon sonrió cortésmente, pero fue a mí a quien miró al responder.

—Lo haré con mucho gusto.

Mi madre siguió su mirada y pareció sorprendida de verme.

—¿Qué haces ahí plantada aún, Kitty? Ve a ver a tu hermana —espetó con el ceño fruncido.

Me invadió un sentimiento mezcla de frustración, miedo e impotencia. Eché un vistazo a mi alrededor y volví a mirar a mi madre. Resignada, me di la vuelta y me apresuré a abandonar el salón.

—¿Qué estáis haciendo aquí mamá y tú? —grité en cuanto entré en mi habitación, donde, según el mayordomo, se había instalado María.

Sus botas, sus medias y su sombrero estaban esparcidos sobre mi preciosa cama de color ciruela, en la que también ella había decidido echarse.

María levantó la vista y frunció el ceño.

—¿Es que no deberíamos estar aquí? Pero si fuiste tú quien me invitó a venir.

—Ya, pero ¡caíste enferma! ¡No podías venir!

Apoyó la barbilla en la mano y me observó con curiosidad.

—Yo no me puse enferma. ¿Por qué crees eso?

Le sostuve la mirada.

—La mañana que partí hacia Blackmoore, mamá me dijo que tenías fiebre.

María soltó un bufido.

—Pues no estaba enferma.

—Entonces, ¿por qué dijo que sí?

—No lo sé —respondió quitándole importancia con la mano—. Lo único que me dijo es que nos habían invitado a venir a Blackmoore, pero que tendríamos que esperar unos días antes de reunirnos contigo. —Se echó a reír—. ¿De verdad te dijo que estaba enferma? ¿Nuestra visita te ha pillado por sorpresa? Oh, espléndido. Nuestra madre es tan inteligente.

—¡María! —Me había dejado dominar por el pánico. Empecé a recoger todas las cosas que había esparcido sobre mi cama y las tiré al suelo—. ¡No tiene ni pizca de gracia! La señora Delafield ni siquiera quiere que yo esté aquí. ¿Qué crees que opinará de que nuestra madre se haya presentado por las buenas?

—Apostaría a que está a punto de enseñarnos las uñas.

—¡Exacto!

Agarré a María por el brazo y tiré de ella.

—¡Ay! ¿Por qué haces eso?

—Tenéis que iros ahora mismo. Vuelve a ponerte los zapatos.

Intentó apartarme de un empujón, pero al ver que no la soltaba, me dio un puntapié con el que fui a parar tambaleándome al otro extremo de la habitación.

—No pienso irme a ningún sitio, Kitty. ¿Por qué tienes que ser tú la única que se divierte?

Me sujeté a la pared para recobrar el equilibrio y volví a la carga, aunque esta vez la agarré por un pie.

—¡Esto no tiene nada de divertido! —afirmé con rotundidad mientras tiraba de ella.

María buscó desesperadamente algo a lo que agarrarse y acabó llevándose con ella la colcha y todas las sábanas cuando cayó al suelo con gran estrépito. Recorrí toda la habitación, casi sin aliento, buscando sus zapatos y sus medias. ¿Adónde habría ido a parar la otra bota?

—Os meteremos a las dos de nuevo en el carruaje en el que llegasteis y será como si esto nunca hubiese pasado —afirmé con contundencia mientras me ponía a gatas e inspeccionaba debajo de la cama—; y yo conseguiré mi viaje a la India y…

—¡No! ¡No pienso marcharme! Puede que seas mayor que yo, Kitty, pero no eres tú quien manda.

Me puse en pie con una bota en la mano y sus medias en la otra mientras dejaba que la frustración se apoderara de mí.

—¡Kate! ¡Quiero que me llaméis Kate! —grité agitando el zapato.

María se cruzó de brazos y me desafió con la mirada. Algo en mi interior se rompió. Tiré al suelo todo lo que sostenía, me dirigí hacia la salida y cerré la puerta de golpe tras de mí.

Tras atravesar los páramos corriendo, escalé el peñasco sin preocuparme mucho por tener cuidado y me senté en su cima. Miré a lo lejos y dejé que la inmensidad y la soledad del lugar invadieran cada herida de mi alma. A mis oídos llegó el canto de los pájaros que habitaban la playa y los páramos y lamenté no haber ido a aquel lugar con Henry, pues sin duda él habría sabido diferenciarlos y habría podido decirme cuál era el que sonaba como cuando el viento acaricia el mar.

Con la llegada inesperada de mi madre y de María, sabía que mi estancia en Blackmoore había acabado. Estaba convencida de que lo arruinarían todo, aunque puede que mi madre ya lo hubiese conseguido. Quizá la señora Delafield estuviera hecha una furia aguardando mi retorno para echarnos a las tres de su casa antes de que pudiéramos ocasionar un escándalo que mancillara su querido apellido.

El cielo estaba encapotado y el aire era frío. Era capaz de percibir en el viento que pronto llovería, pues una gélida gota de lluvia errante se posaba en mi brazo de vez en cuando. Inspiré hondo y pensé que podía oler el océano. Era un aroma seductor, un aroma que invitaba a la libertad, a la aventura y a la fuga.

Este viaje a Blackmoore no había resultado ser el sueño que había alimentado durante los últimos diez años. Había imaginado unas idílicas vacaciones con Henry y Sylvia, mis dos mejores amigos; pero había resultado una experiencia tan sumamente diferente de lo que había imaginado que me sentía profundamente decepcionada, tanto con la realidad como conmigo misma. Nunca hubiese creído posible que pudiera llegar a lamentar algo que había deseado con todas mis fuerzas, ni que pudiera llegar a sentirme tan vacía. Y eso me entristecía sobremanera.

Aunque también me asustaba. Si Blackmoore había llegado a decepcionarme de aquella manera, ¿qué garantías tenía de que no me ocurriría lo mismo en la India? Bajé del peñasco y vagué por los páramos hasta que la preocupación por lo que podría estar haciendo mi madre fue más fuerte que mi deseo de soledad ininterrumpida. Al final, opté por dirigirme hacia la casa y los problemas que allí me aguardaban.

Nada más cruzar el vestíbulo en dirección al salón, oí la voz de la señora Delafield.

—¡Katherine! —Me quedé petrificada. La señora Delafield venía en mi dirección con paso decidido—. ¿Podríamos hablar un momento, por favor?

Su sonrisa era fruto de la ira calculadora y la rabia controlada. Miré de reojo al mayordomo que andaba por allí y sentí el deseo arrollador de lanzarme a sus pies y suplicarle que me protegiera.

La señora Delafield me tomó por el brazo y señaló el arco al fondo del vestíbulo abovedado.

—En la biblioteca, si es tan amable.

El miedo hizo que mi corazón se disparara, pero ante semejante muestra de gélida cortesía y aquella sonrisa mordaz y amenazadora, no supe qué otra cosa hacer salvo acompañarla.

La seguí con el corazón en un puño mientras me guiaba hacia la biblioteca. Cerró la puerta, se alejó de mí e inspiró hondo dos veces antes de volverse.

—Dejé que mis hijos me convencieran de que su presencia aquí sería aceptable y, sin embargo, ha traído a esa mujer al hogar de mi infancia y nos ha involucrado a mí, a mi padre y al apellido Delafield en un escándalo. Estoy convencida de que todos mis invitados andan buscando otro sitio en el que alojarse durante lo que queda del verano.

Tenía el rostro encendido y las manos, firmemente apretadas, me temblaban.

—Le prometo que no tengo nada que ver con la presencia de mi madre aquí.

Entrecerró los ojos, como si no me creyera.

—Ella me ha dicho que las invitó usted, a ella y a esa hermana suya.

—No —repliqué negando con la cabeza—. Yo solo invité a María, a ella no.

La señora Delafield levantó la barbilla y me miró con superioridad.

—¿Y puede saberse quién la autorizó a hacer algo semejante? —preguntó ofendida.

—Henry.

Fue un error decir su nombre, lo supe de inmediato. Ojalá hubiese podido recuperarlo del aire y deshacer el daño que había ocasionado. Podía verlo. Unos puntitos rojos e intensos motearon sus mejillas y empezó a menear la cabeza a un lado y a otro, a un lado y a otro, y fui testigo de cómo la furia iba apoderándose de sus ojos.

—Hablaré con mi hijo, pero dejemos una cosa clara: nunca se convertirá en la señora de Blackmoore. Nunca llevará el apellido Delafield. No es digna de emparentar con la familia Delafield, ni usted, ni ninguna de sus hermanas, ni particularmente su madre. —Su dedo tembloroso volvió a apuntarme—. ¿Lo ha entendido?

La vergüenza me ganó.

—Perfectamente —admití en un susurro.

—Y ahora… —Echó sus hombros hacia atrás y se atusó el cabello—. Vaya a ver si puede controlar a esa mujer antes de que lo arruine todo. Si no, las tres se marcharán de aquí a primera hora de la mañana.

Acto seguido salió con paso airado de la biblioteca. Yo me dejé caer contra la pared más cercana y hundí el rostro en las manos, aunque llorar no solucionaría nada, sobre todo con todo el trabajo que tenía aún por hacer. En cuanto llegué al salón, alguien me agarró por el brazo y me llevó aparte. Era Sylvia, y daba miedo.

—¡Es un auténtico desastre, Kitty! —confesó en un susurro—. Mi madre está a punto de estrangular a la tuya. Ha estado coqueteando con todos los hombres aquí presentes y mi señor Brandon acaba de decirme que sus planes han cambiado y que es muy probable que se marche ¡mañana mismo! ¡Tienes que hacer algo antes de que las cosas se descontrolen del todo!

—Lo sé. Lo arreglaré, te lo prometo —aseguré intentando sonreír e irradiar seguridad para que ella me creyera.

Pero la verdad es que no tenía ni idea de cómo controlar a mi madre.

Al parecer, esta había cometido el mismo error que yo y estaba hablando con aquel hombre tan maleducado, el señor Pritchard, que la miraba sin disimular su desprecio. Me acerqué a ellos con las mejillas encendidas por la vergüenza.

—Madre —dije en voz baja—, María no se encuentra bien. Creo que debería ir a verla. Acompáñeme, la llevaré junto a ella de inmediato.

Ella se echó a reír.

—¡Tonterías! María tiene una salud excelente.

La miré fijamente mientras notaba la mirada del señor Pritchard sobre mí.

—De verdad, madre, no se encuentra nada bien.

Mi madre se inclinó hacia mí.

—¡Deja de intentar arruinarme la diversión, Kitty! —me advirtió en apenas un susurro.

—Señora Worthington.

Me sobresalté al oír la voz de Henry a mi espalda y me di la vuelta. El joven se dirigía hacia nosotras con una amplia sonrisa en el rostro.

—¡Henry! —Mi madre desvió la atención del señor Pritchard y extendió una mano. Él inclinó la cabeza y se la besó. Ella soltó una risita—. ¡Oh, Dios mío! ¡Es usted tan galante!

Henry guió la mano de mi madre hasta el brazo que le estaba ofreciendo y la sostuvo allí con su otra mano.

—He oído decir que estaba aquí y he venido de inmediato para pedirle que me conceda el honor de enseñarle Blackmoore.

—¡Mi propia visita guiada! ¡Oh, cómo me mima! —exclamó apretándole cariñosamente el brazo.

Henry no perdió la sonrisa, pero volvió su mirada hacia mí.

—Kate, ¿te gustaría acompañarnos?

—¡Oh, no! —intervino mi madre antes de que tuviera ocasión de hablar—. Tiene que ocuparse de María, que por desgracia se ha puesto muy enferma por el camino. De hecho, me sorprende que la haya dejado sola durante todo este rato. ¿En qué estás pensando, Kitty? ¡Abandonar a tu pobre hermana enferma de este modo! Date prisa o todo el mundo pensará que eres una completa insensible.

Me hubiese gustado gritarle, pero en ese momento Henry apoyó una mano en mi hombro.

—Debes ir, Kate —murmuró.

Comprendí que estaba intentando salvarme de mí misma; por lo tanto, asentí, me di la vuelta y me encaminé en silencio hacia la puerta. Subí las escaleras en dirección al ala oeste, pero me apoyé en el pasillo, frente a la puerta de mi habitación. No me sentía con fuerzas para entrar.