Capítulo 6
Me recosté en el asiento y observé cómo los páramos nos iban engullendo poco a poco hasta que no quedó nada de hierba verde que rompiera la aridez de aquel erial. Y entonces, antes de que pudiera prepararme, el carruaje giró hacia el oeste y el océano emergió de pronto en nuestro mundo.
—Vamos por el camino que lleva a Whitby. Ya no falta mucho —puntualizó la señora Pettigrew tras echar un vistazo al exterior.
Me abalancé hacia la ventana situada en el lado izquierdo del carruaje y contemplé la costa ondulante. El océano parecía de un color azul grisáceo a la luz vespertina y lo bastante vasto para engullir todo lo que sabía de la vida. Los pájaros se lanzaban en picado hacia el agua y remontaban el vuelo una y otra vez describiendo los ángulos más insospechados. No sabía nada de los pájaros que vivían cerca del océano, por lo que ya tenía algo nuevo sobre lo que interrogar a Henry.
Miré a izquierda y derecha. A un lado se extendía el océano, al otro los páramos, pero ambas posibilidades me abrumaban por igual por su inmensidad y su extrañeza. El sol estaba iniciando su caída por el horizonte y la luz se iba ya debilitando cuando llegamos a un pueblo: el famoso Robin Hood’s Bay, del que había oído hablar casi tanto como de Blackmoore.
Observé con vivo interés las empinadas calles de adoquines y las casas con los tejados de color rojo que descendían abruptamente hacia el océano.
—¿Es cierto que Robin Hood vivió aquí?
—Eso cuenta la leyenda —respondió la señora Pettigrew.
Leyenda y verdad eran dos cosas muy distintas.
—¿No lo sabe a ciencia cierta?
Levantó la vista de su labor por un instante.
—Nadie lo sabe con seguridad, querida.
Recordé que Henry me había insinuado algo sobre unos contrabandistas.
—Pero aún se siguen llevando actividades clandestinas por la zona como el contrabando, ¿verdad?
La señora Pettigrew chasqueó la lengua en señal de desaprobación.
—¡Por supuesto que no! ¡Menudo disparate! Tiene usted mucha imaginación.
Dejé escapar un suspiro de decepción. Me incliné hacia adelante, bajé la ventana y contuve el aliento cuando el aire frío y salado me golpeó en la cara. Si yo fuera un bandido, ese sería el lugar que escogería como cuartel general. Las calles eran estrechas y las casas estaban unas pegadas a otras como si se tratara de una muchedumbre sublevada, hombros contra hombros y codos bloqueados. Los tejados rojos en pendiente se tocaban, se mezclaban unos con otros y descendían por la cuesta hasta la orilla del agua.
Poco después, el carruaje se detuvo, la puerta se abrió y Henry entró de un salto. Tuve la sensación de que sus hombros habían llenado todo el espacio del pequeño habitáculo. Olía a aire salado y a los páramos. Sonrió al ver mi cara de sorpresa y se sentó a mi lado.
—No quiero perdérmelo —se limitó a decir.
Dio un golpe en el techo del carruaje y este se puso en marcha.
La anticipación en sus ojos hizo que se me acelerara el corazón. Blackmoore debía de estar cerca. Ojalá pudiera ir más rápido, ojalá pudiera volar, ojalá pudiera llegar «por fin».
Henry se inclinó hacia adelante y señaló por la ventana.
—Allí está, en lo alto del acantilado.
Me incliné ansiosamente hacia adelante y él se hizo atrás para que disfrutara de toda la panorámica de Blackmoore por vez primera. Miré y miré. La luz del día se estaba extinguiendo y el cielo se estaba tiñendo de añil, pero el edificio que se erigía entre el cielo y el océano parecía negro como el carbón. La casa era irregular, tal como Henry la había plasmado en su maqueta, con un ala mucho más larga que la otra; y se encorvaba sobre el filo del acantilado cual una criatura deforme, cuyos ojos, doce en total y todos ellos dirigidos al mar, estaban formados por las ventanas que las velas iluminaban desde el interior. La luz iba menguando y parpadeé mientras la imagen que tenía ante mí cambiaba y se desdibujaba. No sé si fue mi imaginación o un ardid de la luz, pero por un instante la casa me pareció una enorme ave rapaz con las alas desplegadas, lista para saltar desde el precipicio y echar a volar por el cielo desierto.
Volví a parpadear y sacudí la cabeza para deshacerme de la mala pasada que me había jugado la vista. Y entonces el corazón me dio un vuelco, aun cuando la energía que se extendió por mi cuerpo poco o nada tuvo que ver con el miedo, sino más bien con la emoción. Había anhelado aquello durante toda la vida y lo había conseguido. Estaba llegando a Blackmoore y, pasara lo que pasase, tenía la certeza de que todo en mi vida me había conducido hasta aquel lugar en aquel preciso momento.
Me recosté en el asiento con la respiración entrecortada y descubrí que Henry tenía la mirada clavada en mí.
—¿Y bien?
Era incapaz de pronunciar palabra, por lo que meneé la cabeza y me limité a sonreír. Debió de bastarle, pues se reclinó en el asiento exhibiendo una sonrisa de satisfacción y me observó mientras yo miraba por la ventana cómo nos acercábamos a su futuro hogar.
La luz del día se había esfumado por completo cuando las ruedas del carruaje se adentraron en el camino de gravilla que conducía a la casa, cuya entrada estaba iluminada por antorchas llameantes. Un lacayo se dirigió hacia el carruaje, abrió la puerta y me ofreció una mano enguantada para bajar del vehículo que acepté sin dudarlo. Me alejé unos pasos y eché atrás la cabeza para abarcar con la mirada toda la extensión de la casa. Era un edificio descomunal encaramado en el fin del mundo, entre el océano y los páramos, como un ancla de piedra oscura y muros altísimos.
Hasta ese día, había imaginado la casa: la piedra negra, los tejados picudos, la asombrosa hilera de chimeneas… Pero siempre la había imaginado de forma aislada. Ahora podía ver surgir su silueta entre el cielo oscuro y el acantilado estéril que soportaba el envite de las inagotables olas del océano. El escalofrío que me bajó por la espalda tuvo un efecto mayor que la brisa helada o la fina rociada de agua salada que me envolvían. Ese edificio había nacido en el seno de un entorno austero hecho realidad. Era una aparición de piedra.
El océano humedecía el aire y cada bocanada dejaba un regusto a sal, a libertad, a novedad. El imponente edificio se alzaba por encima de nuestras cabezas más tenebroso que la oscuridad creciente en el cielo y los páramos actuaban como una especie de barrera, una tierra virgen e impenetrable que cerraba el paso a la casa, que la protegía y la empujaba hacia el océano. Blackmoore era salvaje, oscura, majestuosa, alta, temible y fantasmagórica: todo a la vez. Y me sobrecogió profundamente. Me sobrecogió y me asustó a un tiempo, pues azotó mi corazón cerrado con celo con el mismo ímpetu que el viento había azotado mi cabello y mi falda y me había arrebatado el sombrero.
Cabía la posibilidad de que aquel escenario hiciera desaparecer mis ataduras gracias a la fuerza de todo lo que mis sentidos percibían. Podía oler el océano y la turba, saborear la sal en el aire y oír los gritos fantasmagóricos de los pájaros. El viento seguía azotándome con una gélida ráfaga procedente del océano. Era aquel un lugar en el que la erosión hacía presa en todas las cosas. El impacto de las olas hería el acantilado y el viento desgastaba las piedras que formaban los muros. ¿Qué poder tendría sobre mí? ¿Qué parte de mi ser erosionaría? ¡Las olas y el viento de aquel lugar primitivo dominado por los páramos y las fuerzas de la naturaleza podrían desatar, liberar o incluso arrastrar muchas de mis ataduras!
Henry me miró emocionado antes de dirigirse con paso veloz hacia las puertas abiertas. Lo seguí con la misma premura, impaciente por murmurar aquel «por fin» en cuanto cruzara el umbral de Blackmoore por vez primera.
Henry me aguardó junto a la puerta para no perderse detalle de mi entrada en el enorme vestíbulo que había visto en miniatura a través de una puerta de madera minúscula. Todo era exactamente igual que en la maqueta: el suelo blanco y negro emulando a un tablero de ajedrez, la chimenea finamente tallada a la izquierda, el arco al fondo… Sin embargo, la diferencia de escala hacía que todo se me antojara nuevo y extraño. Más que verla, percibí la altura de los techos, que eran engullidos por la oscuridad pese al fuego que ardía en la chimenea y las velas encendidas por doquier. El viento frío del océano se coló por la puerta detrás de nosotros e hizo bailar la llama de las velas, de modo que unas sombras extrañas se proyectaron en los muros de piedra y en el suelo. A pesar del fuego y de las velas, la estancia estaba perdiendo su particular batalla contra la oscuridad.
Un hombre de edad avanzada, pero con el porte regio de un mayordomo, se aproximó a Henry y le saludó con una reverencia.
—Bienvenido a casa, señor Delafield. Confío en que el viaje se haya desarrollado sin contratiempos.
La palabra «casa» me llamó la atención. Miré a Henry y lo vi de inmediato. La emoción por haber llegado, patente en sus pasos presurosos, y la expresión de felicidad, alegría y paz inconmensurable que se había adueñado de su semblante: para él, ese era su hogar.
—Gracias, Dawson. Sí, hemos tenido un buen viaje. Como siempre, es un placer estar de vuelta.
El mayordomo ayudó a Henry a quitarse la capa y se encargó de sus guantes y de su sombrero mientras yo entregaba mi abrigo y mi sombrero a un lacayo.
Percibimos el ruido de unos pasos que pisaban con decisión sobre el suelo de baldosas.
—¿Eres tú, Henry? ¿Has llegado al fin? —preguntó una voz familiar a nuestra espalda.
Me di la vuelta preparando una sonrisa cortés con la que recibir a la señora Delafield. Estaba más elegante de lo que lo había estado nunca, por lo que supuse que debía de haber aprovechado su estancia en Londres para visitar a las mejores modistas. No obstante, no me dio tiempo a saludarla ni a darle las gracias por haberme invitado al fin a Blackmoore, pues se quedó petrificada a medio camino y me miró fijamente. Incluso con aquella luz tenue y parpadeante, pude ver la sorpresa y la aversión que se adueñaron de su mirada.
—Katherine —exclamó con una voz tan gélida como el viento del océano—. ¿Qué está haciendo aquí?
Presa de la confusión, me volví hacia Henry, que se había colocado a mi lado.
—Lo sé, madre, hemos llegado antes de lo esperado. Pensé que a Kate le gustaría pasar un día con Sylvia antes de que acudieran los demás invitados.
Su expresión no abandonó aquella mueca de aversión, pero antes de que pudiera añadir nada más, oímos más pasos y Sylvia y una joven a la que no conocía aparecieron a su lado, como surgiendo de la oscuridad. En ese mismo instante, una ráfaga de viento zarandeó las puertas y las velas parpadearon y proyectaron de nuevo sus sombras deformes. El corazón me dio un vuelco.
—¿Kitty? —preguntó dubitativa mi amiga, mirándome con los ojos entrecerrados, como si no me reconociese.
Me alisé el cabello, cohibida bajo el peso de la mirada de Sylvia, pero tras una pausa incómoda que duró un parpadeo, se acercó a mí y me dio la bienvenida con un abrazo.
—¡Estoy tan contenta de que estés aquí! —exclamó estrechándome entre sus brazos.
Me relajé y dejé escapar un suspiro de alivio. No había nada extraño en aquel cuadro, puesto que, después de todo, yo nunca había sido santo de la devoción de la señora Delafield. Su comportamiento no era nuevo, así que no tenía nada de qué preocuparme.
—¿Y no se sorprende de verme aquí, señor Delafield?
Una risita siguió a aquella pregunta. Me liberé del abrazo de Sylvia y me volví rápidamente hacia Henry y luego hacia la joven que había aparecido en el vestíbulo acompañando a mi amiga. Ella no me miraba a mí. Tenía las manos entrelazadas y miraba con cariño y resolución al joven.
—Señorita St. Claire —la saludó él con afabilidad—. No sabía que ya había llegado.
—Su madre fue muy amable al ofrecerse a escoltarme desde Londres.
Entrecerré los ojos. Así que aquella era la señorita St. Claire, la joven con la que Henry estaba destinado a casarse.
La señora Delafield se interpuso en mi campo de visión y me sonrió. Mi madre y ella solo tenían una cosa en común: su arsenal de armas. Ambas usaban las sonrisas para lastimar, para engañar, para herir. La sonrisa que usó conmigo en ese momento me pareció afilada y cruel como un cuchillo.
—Señorita St. Claire, esta es la señorita Katherine Worthington, una vieja amiga de la familia. Katherine, esta es la señorita Juliet St. Claire.
Por primera vez, la señorita St. Claire dirigió su mirada hacia mí y fui consciente entonces de toda su belleza. Tenía el cabello de color castaño rojizo y los ojos grandes y verdes, algo más separados que los de la mayoría. Su rostro tenía forma de corazón y lo completaba una boca pequeña y una nariz larga y recta. Sentí un nudo en el pecho. En conjunto, sus rasgos eran impresionantes. Parecían incluso de otro mundo; como si hubiese descendido de algún reino élfico. Me llamé al orden a mí misma. ¿De dónde habría sacado aquella idea fantasiosa? Debían de ser las sombras, los páramos y ese viento salvaje del océano, que me hacían pensar tonterías.
—Señorita Worthington, bienvenida a Blackmoore —dijo la reina élfica sin titubeos—. Estamos encantados de tenerla aquí.
La miré fijamente durante unos minutos de estupefacción, luego cerré la boca y me tragué mi sorpresa. ¿Así que estaba encantada de tenerme allí? ¿Quién era ella para darme la bienvenida a Blackmoore? Esa era una de las funciones de la anfitriona. Me volví rápidamente hacia la señora Delafield, que observaba la escena con aprobación, y luego hacia Henry, que lucía una expresión comedida para que no pudiera adivinar lo que estaba pensando. Entonces ¿ya estaba acordado? ¿Henry le había hecho una propuesta de matrimonio a la señorita St. Claire? ¿Estaba ya decidido que ella sería la señora de Blackmoore?
Me las apañé para asentir y esbozar una pequeña sonrisa.
—Gracias. Me complace estar aquí al fin.
No pude evitar poner énfasis en aquel «al fin». Quería dejarle claro a la señorita St. Claire que aunque ella hubiese sido invitada primero, yo había entregado mi corazón a Blackmoore mucho antes que ella. Cuando ella y Henry se conocieron, yo contaba diez años. Ambos nos conocíamos desde hacía más tiempo, y mejor. Yo ya amaba Blackmoore mucho antes de que ella supiese de su existencia.
—Dawson, lleve por favor las pertenencias de la señorita Worthington a su habitación —ordenó la señora Delafield haciéndose cargo de la situación. Echó un vistazo a su alrededor—. ¡Señora Pettigrew! ¿Qué está haciendo aquí?
La vieja niñera había abandonado al fin las agujas y se hallaba un poco alejada del grupo.
—El señorito Henry me invitó a venir en calidad de carabina.
—Al parecer, Henry está resultando ser una caja de sorpresas esta noche —espetó dirigiendo una mirada glacial a su hijo.
Henry le sostuvo la mirada apretando la mandíbula. Parecía como si estuvieran manteniendo una guerra silenciosa; y supuse que el ganador había sido Henry cuando la señora Delafield apartó la mirada con un suspiro y echó un vistazo alrededor como si buscara algo que hubiese perdido.
—Katherine —se dirigió hacia mí con un nuevo suspiro—, ¿dónde está su doncella?
—No me acompaña ninguna —respondí vacilante.
Mi madre tenía su propia doncella personal, pero mis hermanas y yo compartíamos la misma y mi madre se había negado a perder a un miembro del servicio por culpa de este viaje.
La señora Delafield enarcó una ceja con altanería y me estudió detenidamente como si yo fuera un extraño insecto al que hubiese olvidado aplastar. Ya la había visto mirarme antes de ese modo; sin embargo, en ese momento, fui muy consciente de la atenta mirada de la señorita St. Claire y de la proximidad de Henry. El rostro me ardía.
—Dawson —dijo con la voz resignada y un nuevo y sonoro suspiro—, encuentre en el pueblo una doncella para la señorita Worthington y que se presente aquí a primera hora de la mañana. No podemos permitir que nuestra invitada se pasee por Blackmoore como una salvaje, y menos delante de nuestros invitados.
—Sí, señora Delafield —respondió Dawson con una reverencia.
—Sylvia, ¿podemos hablar?
La señora Delafield se llevó aparte a Sylvia y empezó a darle instrucciones en voz baja, si bien pude oír lo que se decían de todos modos. Siempre se me había dado bien fisgonear conversaciones ajenas.
—No queda ninguna habitación en el ala este. Tendrá que quedarse en el ala oeste.
—¿No puede alguien compartir habitación…?
—No. No pienso sacrificar la comodidad de uno de mis invitados por ella. Ya te lo dije cuando… —Su voz se convirtió en un susurro.
Me esforcé por retomar el hilo de su conversación sin que pareciera que estaba escuchando. Pasaron unos minutos antes de que Sylvia regresara a mi lado y entrelazara su brazo con el mío.
—Vamos, te acompañaré a tu habitación.
Tomó una vela de una de las mesitas auxiliares y me guió hacia la abertura en forma de arco que había al fondo del vestíbulo. Henry parecía haberse olvidado por completo de mí y estaba absorto en lo que fuera que la señorita St. Claire le estaba contando en susurros frente al fuego.
No obstante, no pude evitar volverme antes de traspasar el arco. La luz del fuego arrancaba destellos al cabello de la joven y le confería múltiples tonalidades. Ella se acercó un poco más a Henry, colocó una mano elegante sobre su brazo y levantó la vista hacia su rostro. Lo último que vi antes de volverme fue a Henry sonriéndole.