Capítulo 19
Tres años antes
Eleanor estaba de pie a mi lado señalando uno de los sombreros expuestos en el escaparate de la tienda.
—Ese. El que está rematado con encaje, justo en el medio.
Estudié el susodicho sombrero desde todos los ángulos posibles.
—Es demasiado caro. Tendrás que ahorrar durante meses para poder comprártelo.
—Mamá me lo comprará —dijo con su confianza característica e inagotable.
Siempre me había preguntado si aquella seguridad provenía de ser la mayor o simplemente de ser Eleanor.
—No lo hará —repliqué, aunque con un deje de duda.
En lo relativo a mi madre y a Eleanor, me había llevado más de una sorpresa.
Mi hermana sonrió como si fuera una gata con un canario entre las zarpas. Se inclinó hacia mí y bajó la voz.
—Lo hará en cuanto le diga que Henry Delafield no podrá quitarme los ojos de encima si llevo ese sombrero al picnic de la semana que viene.
Fruncí el ceño en cuanto mencionó a Henry, como si un instinto feroz y protector hubiese prendido en mi interior.
—Déjalo en paz, Eleanor.
Su sonrisa se ensanchó.
—¿Crees que eres la única de por aquí con ojos en la cara? —Ladeó la cabeza y me estudió—. ¿O es que ya le has echado el ojo, pequeña Kitty? ¿Eh? ¿Te has fijado en lo apuesto que se ha vuelto?
Me sonrojé sin remedio. Fruncí los labios y me negué a responder a su pregunta, ya que no merecía respuesta alguna. Al igual que ella no merecía las atenciones de Henry.
Eleanor se echó a reír y me pellizcó las mejillas.
—¡Qué seria te pones cuando se trata de tus propios intereses!
Eché atrás la cabeza y me zafé de su mano.
—No te acerques a Henry, Eleanor —susurré con determinación—. No permitiré que juegues con él.
Su sonrisa desapareció, una mirada severa se apoderó de sus ojos y percibí un destello desafiante en ellos.
—¿Me lo vas a impedir tú?
Supe en ese mismo instante que había cometido un terrible error, por lo que intenté remediarlo.
—O juega con él todo lo que quieras —añadí encogiéndome de hombros e intentando que mi voz sonara lo más despreocupada posible—. Haz lo que te apetezca.
Su sonrisa volvió a su sitio.
—Es mi intención. —Su mirada se concentró en un punto más allá de mi hombro derecho—. ¡Oh, ahí está mamá! Voy a preguntarle lo del sombrero.
Le hizo señas y la llamó a gritos, pero yo no me volví. Me quedé con la mirada clavada en los adoquines del suelo mientras me batía contra el resentimiento que amenazaba con consumirme.
—¿Qué ocurre, Eleanor?
Mi madre estaba irritada, era evidente en su voz. Sin embargo, antes de que Eleanor hubiese podido decir más que «¿No crees que ese sombrero…?», otra voz se unió a la conversación.
—Señora Worthington.
Era una voz de hombre y estaba cargada de secretos.
Levanté la vista bruscamente y me acerqué a Eleanor, que se había hecho a un lado y había dejado de hablar de inmediato. Se trataba de un hombre alto y joven con una casaca roja de oficial. Mi madre le miraba del mismo modo en que miraba a los hombres que venían a cenar a casa.
—¿Quién es? —le susurré a Eleanor.
—Su última conquista —me susurró a su vez encogiéndose de hombros—. No me ha dicho cómo se llama.
El hombre no nos prestó atención ni a Eleanor ni a mí. De hecho, no parecía tener ojos para nadie que no fuera mi madre. Se situó muy cerca de ella y esbozó una amplia sonrisa.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos. ¿Qué tal todo?
Eché rápidamente un vistazo a mi alrededor para comprobar si alguien más estaba siendo testigo de la escena. Eleanor se colocó de forma estratégica, de modo que entre las dos, su sombrilla y la pared de la tienda, los transeúntes apenas pudieran ver a mi madre. Agité el abanico con ahínco y asentí con una amplia sonrisa en la cara, fingiendo que aquel caballero se estaba dirigiendo a todas nosotras.
Mi madre soltó una risita y murmuró algo muy bajito que no alcancé a oír.
—Qué mala eres, gatita —contestó él sin molestarse en bajar la voz.
Su comentario me hizo sonrojar. Me abaniqué con todas mis fuerzas y sonreí como una tonta, luchando contra las arcadas que me asaltaban. Eleanor se inclinó hacia mí.
—Mamá debe de doblarle la edad —murmuró.
Volví la cabeza hacia ella con brusquedad. Estaba convencida de que había imaginado la admiración que había percibido en su voz, pero no había sido así, pues era visible también en sus ojos. Fui consciente en ese momento de que Eleanor no veía nada reprobable en aquel espectáculo, sino algo digno de admiración.
El hombre ya se marchaba, ¡gracias al cielo!, aunque aún le susurró a mi madre algo imperceptible antes de alejarse con una sonrisilla pícara en los labios. Dejé caer el abanico, me deshice de mi estúpida sonrisa y me alejé de mi madre y de mi hermana sin dirigirles la palabra. Tomé el camino más corto para salir del pueblo, esforzándome por mantener el semblante inexpresivo. Acabé cerca del río. Seguí caminando con paso comedido hasta que pude refugiarme a la sombra de un enorme árbol junto al agua.
Me libré del sombrero y me arrodillé rápidamente junto a la orilla, sumergí las manos en el agua helada y me la eché sobre las mejillas ardientes. Aun así, me resultaba imposible librarme de la vergüenza, el agua no podía aplacar su ardiente marca ni borrar el recuerdo de la sonrisa pícara de aquel hombre ni lo que le había dicho a mi madre. Se me revolvió el estómago con solo pensarlo.
Había presenciado ese mismo comportamiento en mi casa cada vez que un caballero venía a cenar y había sido testigo de cómo el desprecio de mi padre iba en aumento desde el otro extremo de la mesa, pero aquella era la primera vez que la había visto comportarse con indiscreción en público. En nuestro propio pueblo, donde cualquiera podría haberla visto. Si seguía por aquel camino, nos arruinaría a todas. Nos privaría de cualquier oportunidad de conseguir un matrimonio respetable a Eleanor, a María, a Lily y a mí. A Oliver no le causaría ningún daño, pero a nosotras sí. Nos veríamos afectadas por una lacra de la que nunca nos libraríamos.
Me senté sobre los talones, saqué las manos del agua y contemplé cómo se reflejaban los rayos del sol sobre la superficie cristalina mientras la desesperación y la vergüenza amenazaban con apoderarse de mí. Me avergonzaba de mi madre y pronto lo haría también de mi hermana mayor, ya que cada día se hacía más evidente que Eleanor seguía sus pasos. Me la imaginé coqueteando con Henry, jugando con sus sentimientos, y una nueva oleada de vergüenza me sacudió. Pero entonces, abrumada por el sentimiento de vergüenza, unas palabras vinieron a mi mente: «No soy como ellas. Nunca seré como ellas». Las palabras tomaron forma por sí solas y me aferré a ellas como si se tratara de un salvavidas. «Nunca seré como ellas», repetí una y otra vez, al principio con desesperación, luego con una convicción cada vez mayor. Pensaba hacer algo diferente. Pensaba ser alguien distinto.
Un ruido estridente y desapacible me sacó de mi ensoñación. Se trataba de un grupo de niños que se encontraban río arriba, gritando, riendo y trasteando sobre algo. Mientras los observaba, uno de ellos agitó algo y, animado por los gritos de los demás, lo lanzó al aire. Me puse de pie mientras el fardo pasaba volando por encima del agua, eché a correr cuando la golpeó y me zambullí de cabeza cuando empezó a hundirse.
El agua helada me hizo boquear en busca de aire y toser. Nadé contra corriente hacia el objeto oscuro que se estaba hundiendo, me sumergí bajo el agua con los ojos bien abiertos y agité los brazos y las piernas hasta que mis dedos rozaron un saco de arpillera. Lo aferré, me encaré hacia la superficie y pataleé con fuerza, pero las botas y el vestido me impulsaban hacia abajo. El saco era aún peor, pues era como un ancla que se volvía más pesada con cada segundo que pasaba. Pataleé con más fuerza, necesitaba aire en los pulmones, pero la superficie se alejaba más y más de mí, el sol se batía en retirada, me dolían las piernas, el saco pesaba demasiado y tenía que respirar…
De pronto, un brazo me rodeó la cintura y unas piernas patalearon junto a las mías y me sacaron del agua. Boqueé en busca de aire, tosí y me revolví para sujetar con fuerza el pesado saco.
—Cálmate. Te tengo.
Era el brazo de Henry el que me tenía sujeta y era su voz la que me susurró al oído. Me relajé de inmediato, pues sabía que estaba a salvo. Henry tenía tres años más que yo, era fuerte y digno de confianza. Estaba a salvo.
Tardamos lo que me pareció una eternidad en salvar la corriente y llegar a la orilla. Saqué el saco del agua con gran esfuerzo y me dejé caer sobre la hierba jadeante y escupiendo aún el agua que había tragado. Henry se sentó a mi lado sin resuello y se apartó el pelo chorreante de los ojos.
—¿Qué estabas haciendo en el agua?
Me puse de rodillas y le di vueltas al saco buscando la abertura.
—Tenía que salvarlos.
Di con el nudo que cerraba el saco, pero mis dedos eran incapaces de deshacerlo, pues no dejaban de temblar a causa del frío. El agua que me caía del pelo iba a parar a mis ojos y me impedía ver con claridad. Por suerte, Henry fue más rápido que yo; en cuestión de segundos había deshecho el nudo y había abierto el saco.
Seis gatitos de color gris y blanco yacían inmóviles en su interior. Los saqué uno a uno, froté sus cuerpos empapados y los levanté a la altura de mi rostro para comprobar si aún respiraban o les latía el corazón. Henry me imitó. Nuestros movimientos eran rápidos y silenciosos.
—¡Este aún vive!
La gatita gris y blanca que protegía entre sus manos se movía débilmente y emitía unos maullidos lastimeros. La tendió en mi dirección y yo la acuné contra mi pecho sin que dejaran de temblarme las manos. De pronto me di cuenta de que estaba llorando. No dejaba de sollozar y de temblar a causa del frío; Henry se quedó inmóvil a mi lado.
—¿Crees que vivirá? —pregunté a través de las lágrimas.
—Pégatela al cuerpo para que entre en calor y vamos a secarla lo antes posible.
Me sequé la nariz, sorbí y levanté la vista.
—Gracias —susurré mientras las lágrimas seguían resbalando por mis mejillas.
Henry se limitó a asentir. Tenía las mejillas coloradas a causa del frío y el cabello pegado a la cabeza, pero sus ojos rebosaban tanta ternura, tanta compasión, que me pareció más apuesto que nunca. «Pues claro que tengo ojos, Eleanor», pensé. Al recordar a mi hermana, volvió a invadirme el mismo instinto protector hacia Henry, con más intensidad incluso.
—¿Te has hecho daño, Kitty?
Negué con la cabeza. No podía confesarle por qué estaba llorando ni por qué había arriesgado mi vida por salvar la de aquel minino. No podía confesarle lo de mi madre y Eleanor.
—No quiero que me volváis a llamar Kitty nunca más —le corregí con la voz temblorosa y alzando la barbilla.
Una sonrisilla se abrió paso tímidamente.
—Muy bien. ¿Y cómo quieres que te llamemos, pues?
—Kate.
Su sonrisa se ensanchó.
—Pues Kate será.
La gatita maulló, fue un sonido débil y flojo, y sentí cómo temblaba de frío. Henry se puso en pie y me ayudó a levantarme.
—Vamos, voy a llevaros a las dos a casa.
Me guió hasta su caballo, que estaba cerca de la orilla del río. Debía de estar dirigiéndose al pueblo a caballo cuando me había visto saltar al agua.
Se situó enfrente de mí y me rodeó la cintura con las manos para ayudarme a montar, pero yo lo detuve.
—Un momento, Henry —dije apoyando la mano en su hombro—. Tengo que decirte algo y es importante.
Él esperó a que continuara.
—Tienes que mantenerte alejado de Eleanor.
Estudió mi rostro durante un momento antes de asentir.
—Así lo haré —afirmó con el mismo tono solemne.
Había sonado a promesa y suspiré aliviada.
Me ayudó entonces a montar y él hizo lo mismo detrás de mí, me rodeó con sus brazos para alcanzar las riendas y me apoyé en su pecho amplio y cálido mientras me conducía a casa.