Capítulo 25

1820

La señorita St. Claire fue fiel a su promesa y por la tarde, en cuanto el cielo se hubo despejado, vino en mi busca para proponerme que las tres diéramos un paseo hasta Robin Hood’s Bay. Cuando me reuní con Sylvia y con ella en el vestíbulo principal, comprobé que llevaba una cesta llena de comida.

—Es para los pobres —me aclaró con un elegante gesto de la mano—. Es el deber de cualquier dama bendecida con una posición como la mía pensar en los que son menos afortunados.

—Por supuesto —dije entre dientes.

Mientras descendíamos la colina en dirección al pueblo, observé a la señorita St. Claire con su cesta y su sonrisa deslumbrante y me di cuenta de que había nacido para aquello. No era difícil ver por qué la señora Delafield la había escogido para Henry, ni imaginarla como la señora de Blackmoore. La habían educado para ocupar aquella posición social y llevaba toda la vida preparándose para ostentar un lugar legítimo al lado de Henry. Y la verdad que yo no era capaz de obviar es que conseguiría que él se sintiera orgulloso de ella. Sería correcta, encantadora, considerada, generosa y absolutamente predecible en todos los sentidos. Por todas esas razones, la aborrecía con todo mi corazón.

La calle principal de Robin Hood’s Bay era abrupta y estaba adoquinada, y desembocaba en un barranco frente al mar. Las desvencijadas casas, con sus tejados de color rojo, se erigían en la pendiente formando ángulos imposibles, pero se aferraban con tenacidad a la tierra, a la que también parecía preocuparle acabar en el mar. Intuí que allí la vida no resultaba nada fácil para los pescadores de manos morenas y agrietadas y rostros curtidos como si el mismísimo viento les hubiese grabado a fuego las arrugas, del mismo modo que batía las olas del mar y erosionaba la arena. Despertaban en mí la admiración aquellas familias y su voluntad al enfrentarse al empecinamiento del mar por devorarlos a ellos, a sus casas e incluso a su pueblo.

La señorita St. Claire se me acercó y me dio un golpecito en el costado con la cesta.

—Un pueblo tan pintoresco como este no debería oler tanto a pescado, ¿no cree? —comentó antes de llevarse una mano enguantada a la nariz y bajar la vista hacia el suelo.

Los adoquines estaban mojados y el olor a pescado era muy fuerte. Pero ¿qué esperaba de un pueblo pesquero?

—¡Las mujeres de los pescadores podrían tener las calles un poco más limpias! —exclamó cuando pasábamos junto a una mujer que estaba tendiendo ropa en una cuerda. Vi la mirada con la que esta fulminó a la señorita St. Claire, pero al parecer la reina élfica no se percató—. Creo que debería hacer algo por ellas. Quizá pudiera enseñarles a limpiar las calles y las casas para que no oliera tan mal por aquí.

Agitó su mano enguantada delante de la cara.

—¡Gracias a Dios que no huele así en Blackmoore!

Entonces, como si acabara de recordar la cesta que llevaba, se detuvo, sacó un fardo y se lo tendió a la mujer que estaba tendiendo la ropa.

La lugareña se secó las manos en el delantal y tomó el fardo que le ofrecía la señorita St. Claire sin abandonar aquella mirada recelosa.

—Aquí tiene, algo de comida. Cortesía del señor Henry Delafield de Blackmoore.

La mujer hizo una reverencia casi imperceptible y murmuró un brusco «gracias» antes de endilgarle el paquete a un niño que tenía a su vera y retornar a su tarea. La señorita St. Claire se volvió con una sonrisa deslumbrante hacia la calle y la gente que tenía delante.

—¿Ha visto eso, señorita Worthington? —Su sonrisa se había ensanchado aún más y sus ojos resplandecían de bondad—. ¿Ha visto su rostro? Ayudar a los demás es tan gratificante. Los rostros de las personas a las que ayudo son la única recompensa que necesito, mi motivación en todo lo que hago. Y Henry estará encantado de saber que he empezado a cumplir con mi deber, ¿a que sí, Sylvia?

Sylvia murmuró algo en respuesta. A juzgar por la expresión de agotamiento de su cara, me dio la impresión de que estaba deseando encontrar un sitio donde sentarse tras la ardua caminata desde Blackmoore.

—Oh, ¿es una panadería eso de ahí? ¡Qué curioso! No recuerdo que hubiera una antes. ¡Vayamos a comer algo! Quizá dentro huela algo mejor.

La señorita St. Claire se encaminó pisando con cuidado hacia el bajito y estrecho edificio de piedra en cuyo escaparate se exhibían algunas hogazas de pan.

Sylvia la siguió y ambas se detuvieron en dos ocasiones para que la señorita St. Claire obsequiara con un fardo de comida a algún aldeano. Yo me quedé rezagada intentando convencerme para sentir algo de simpatía por aquella joven que era la personificación de la generosidad y la consideración, pero que aun así conseguía irritarme sobremanera con todo lo que hacía o decía.

—¡Vamos! ¡Mamá ha dicho que nos diéramos prisa!

Aquella voz infantil atrajo mi atención hacia las dos niñas pequeñas que pasaban por mi lado en ese momento. La mayor debía de tener unos siete años, la edad de Oliver. Tiraba con firmeza del brazo de una niña más pequeña que no dejaba de llorar y de resistirse. En uno de los tirones, la más pequeña resbaló con los adoquines mojados, cayó al suelo y se golpeó la cabeza.

Rápidamente me arrodillé a su lado.

—Oh, cielo, déjame que te ayude.

Tomé en brazos a la pequeña, que no debía de tener más de cuatro años. Las lágrimas formaban surcos en sus mejillas mugrientas y su larga melena castaña le caía sobre los ojos. Me miró con unos ojos marrones bien abiertos y el labio tembloroso cuando la levanté y la dejé en pie de nuevo en el suelo.

—¡Pero, Mary! ¿Qué has hecho? ¡Mira que caerte así! —La hermana mayor retrocedió para ir a su lado, pero al verme dio un paso atrás—. Disculpe, señorita. —Acompañó sus palabras con una torpe reverencia—. Espero que mi hermana no la haya molestado.

—No, en absoluto —afirmé esbozando una sonrisa para tranquilizarla antes de volverme hacia la pequeña Mary—. Ahora, veamos si te has hecho algo, ¿te parece bien?

La pequeña asintió y se quedó muy quieta. Le pasé la mano por la cabeza y descubrí un chichón en la parte posterior.

—¡Aquí está! Tienes un chichón, pero no hay sangre. Creo que se curará pronto.

Las lágrimas aún anegaban sus ojos y el labio inferior le temblaba de una forma lastimera, aunque encantadora.

—Por favor, señorita, ¿me da un caramelo?

—¡Mary!

La mayor le dio un tirón de pelo y Mary se puso a llorar de nuevo.

—Oh, no, no hagas eso —supliqué acariciándole el pelo a la pequeña—. No ha hecho nada malo, te lo prometo. Ahora mismo no tengo caramelos, pero iré a comprar unos cuantos y te los traeré. ¿Qué me dices?

—Sí, por favor —respondió entre sollozos.

Miré a la mayor con una sonrisa en los labios.

—¿Y tú cómo te llamas?

—Katherine, señorita.

Mi sonrisa se ensanchó.

—¡Igual que yo! Pues bien, Katherine, por lo que veo eres una niña muy obediente que solo intenta llevar a su hermana adonde su madre le ha dicho, así que también te traeré a ti unos cuantos caramelos.

La niña sonrió con la misma sonrisa medio desdentada que lucía Oliver, lo que me hizo añorarlo con todo mi corazón. Tuve que refrenarme para no estrujar entre mis brazos a aquellas pequeñas.

—¿Dónde os encontraré para daros los caramelos? —pregunté poniéndome en pie.

Katherine se dio la vuelta y señaló a nuestra espalda.

—Esa es nuestra casa, la de color azul.

Les prometí que no tardaría. Al encaminarme hacia la panadería para reunirme con Sylvia y la señorita St. Claire, comprobé que algunos aldeanos me seguían con la mirada.

—¿Adónde has ido? —me preguntó Sylvia cuando entré en la panadería.

La señorita St. Claire estaba dando buena cuenta de un bollo con pasas sin perder su elegancia.

—Oh, solo me he quedado fuera.

Saqué el ridículo de mi bolsillo y compré cuatro panecillos, dos pasteles de carne, dos bollitos de mantequilla y un puñado de caramelos.

Sylvia me observó con los ojos como platos.

—¿Acaso no has desayunado?

—No mucho.

Tomé mis compras y eché un último vistazo a la señorita St. Claire, que seguía mordisqueando su bollo.

—Tengo que hacer un recado. Me reuniré con vosotras en Blackmoore más tarde.

—¿Cómo? ¿Piensas ir tú sola? No puedes…

Me di la vuelta y miré fijamente a la que había sido mi mejor amiga pero ya no lo era. No pude evitar preguntarme hasta dónde llegaría aquella brecha que nos separaba y me sentí muy triste por habernos distanciado tanto.

—¿Estás más preocupada por mi seguridad o por mi reputación?

Sylvia se acercó hacia mí un poco y me miró con los ojos entrecerrados.

—Por tu reputación, por supuesto —afirmó en un susurro.

Dejé escapar un suspiro.

—No te preocupes, Sylvia. De todos modos, partiré pronto para la India. Un paseo sola hasta casa no cambiará nada.

Encontrar la casa azul fue fácil, pero después de llamar a la puerta, me invadieron las dudas. ¿Qué iba a decir si las niñas no estaban en casa? Un joven abrió la puerta y me miró fijamente.

—Buenos días. ¿Están en casa Mary y Katherine?

El joven asintió, aunque parecía algo nervioso.

—¿Qué es lo que han hecho?

—Oh, nada. Solo he venido a… traerles algo.

Las niñas salieron corriendo; una sonrisa de expectación iluminaba sendos rostros.

—Tendréis que compartirlo con el resto de vuestros hermanos —les advertí al entregarles el paquete de la pastelería.

—Sí, por supuesto. ¡Gracias, señorita!

Katherine trató de hacer otra reverencia mientras aferraba el paquete contra su pecho.

Mary clavó en mí sus ojos marrones. En su cara ya no había ni rastro de las lágrimas.

—Sí, muchas, muchas gracias.

Continué mi camino. Andaba preguntándome si sería buena idea regresar sola a Blackmoore, cuando oí una voz familiar.

—¡Señorita Worthington! ¿Qué está haciendo aquí?

Sonreí al ver a la anciana señora Pettigrew, mi compañera de viaje.

—El caso es que estaba buscando a alguien con quien regresar a Blackmoore. ¿No irá usted en esa dirección por casualidad?

—Pues, en realidad, sí.

La señora Pettigrew subió penosamente la cuesta a mi lado mientras me preguntaba si había hecho lo correcto al haber dejado a Sylvia de aquella forma. ¿Y si gran parte de nuestro distanciamiento se debía a las decisiones que había tomado yo dos años antes? Y mientras ascendíamos por la colina y nos adentrábamos en los páramos en dirección a la casa que coronaba el desfiladero, rememoré aquel día dos años antes, el día en que había muerto el señor Delafield, y la decisión que había tomado entonces. ¿Y si todo lo que ocurría ahora se remontaba a aquel momento concreto y a aquella decisión en particular?