Capítulo 27
1820
La velada nunca se había prolongado tanto como aquella noche en la que ansiaba que llegara la medianoche y con ella, una nueva excursión a la torre con Henry.
—¿Dónde has estado hoy? —preguntó Henry cuando estuvimos en lo alto de la torre.
Me gustaba aquel lugar incluso más que la sala del pájaro. Me encantaba estar por encima de todo, ver las copas de los árboles y la inmensidad del océano a la luz de la luna mientras escuchaba los alaridos de los grajos en la torre contigua.
—He ido a Robin Hood’s Bay con Sylvia y la señorita St. Claire.
Al decir su nombre, un deje de amargura que no había planeado se infiltró en mi voz.
—Pero no has vuelto a casa con ellas. —Hizo que sonara como una pregunta.
—No. Yo… tenía algo que hacer, pero he llegado sana y salva, como puedes ver.
Se limitó a mirarme sin hacer ningún comentario, aunque percibía que quería añadir algo más.
—¿Vas a soltarme un sermón sobre decoro? —pregunté enarcando las cejas.
Él negó con la cabeza.
—No. Solo iba a decir que me hubiese gustado acompañarte. Llevo mucho tiempo queriendo mostrarte Robin Hood’s Bay.
Ni siquiera se me había ocurrido.
—Lo siento.
—No importa —dijo encogiéndose de hombros.
Esa noche, Henry parecía distante, incluso algo irritado. Ignoraba cómo solucionarlo, pues no sabía qué era lo que iba mal, así que decidí no pensar en ello.
—¿Qué te parece si procedemos? Si quieres, hoy puedes empezar tú primero preguntando el secreto.
Henry se cruzó de brazos y se volvió hacia mí como si yo fuera su oponente.
—Quiero saber por qué te opones tanto al matrimonio.
Inspiré profundamente. Henry me había hecho esa misma pregunta en muchas ocasiones, pero siempre me había negado a responderla. Sin embargo, ahora me veía obligada a hacerlo, aunque la mera idea de ser sincera sobre este asunto me aterrorizara. Empezó a temblarme la barbilla y aparté la mirada, intentando buscar algo en mi interior que me otorgara seguridad. La India. Hacía todo esto por la India, por abrir jaulas, por la libertad. Lo hacía para viajar a una tierra lejana, en la que no tendría que ser testigo del enlace de Henry con la señorita St. Claire. Hice acopio de coraje y transformé mi nerviosismo en rabia y entereza. Pensé en mi madre y mi padre, y en Eleanor y su marido, James.
—El matrimonio no es más que un cautiverio plagado de sufrimiento.
—¿Un cautiverio plagado de sufrimiento? —La sorpresa era evidente en su voz. Meneó la cabeza—. Yo pienso en el matrimonio de forma diferente. Es compañerismo, dos espíritus afines. De acuerdo, admito que hay un lazo que une a las dos personas, pero la unión hace la fuerza. Es pasar la vida con tu mejor amigo, convertido en tu auténtico y mejor compañero. Eso es lo que puede ser. O así lo creo yo.
Su ingenuidad me enfureció por una razón que no podía explicar.
—¿Esa es la clase de matrimonio que crees que tendrás con la señorita St. Claire?
Henry echó la cabeza hacia atrás, como si hubiese recibido una bofetada. Inspiró dos veces antes de responderme.
—No estamos hablando de mi futuro, sino del tuyo.
—Esa es una respuesta muy poco satisfactoria, Henry Delafield.
Una sonrisa de satisfacción elevó una de las comisuras de su boca.
—Siempre me llamas por mi nombre completo cuando estás enfadada, como si fueras mi madre.
Le fulminé con la mirada.
—Y tú siempre cambias de tema cuando no quieres responder a algo.
Sin pensármelo dos veces, alcé los brazos, le agarré por la pechera de la camisa y le obligué a agacharse para que estuviéramos cara a cara. En sus ojos solo descubrí sorpresa y diversión.
—¿Por qué debo ser yo la única que se muestre vulnerable? Me has estado preguntando por mis secretos, ahora te toca a ti compartir uno conmigo. Es lo justo.
Henry me rodeó con los brazos y apoyó las manos en el muro de piedra a mi espalda, de modo que quedé atrapada. Y aunque le solté de la camisa rápidamente —¿en qué estaba pensando?—, él no modificó su postura. Estaba lo bastante cerca como para apreciar el instante en el que desapareció la diversión y fue sustituida por una mirada intensa.
—¿Qué es lo que quieres que te cuente?
—Algo sincero. Algo que no le hayas contado a nadie más. Uno de tus secretos. —Hice una pausa—. Algo sobre la señorita St. Claire.
Henry negó con la cabeza.
—Ella no forma parte de nuestro acuerdo. Esto es entre tú y yo.
Me sentí frustrada a la vez que furiosa. Henry nunca me había hablado de ella. Lo poco que sabía antes de aquella semana me lo había contado Sylvia. A lo largo de los años, Henry se había mostrado de lo más reservado con respecto a su futura prometida, y yo me moría de envidia. Odiaba que tuviera un secreto al que yo no tuviera acceso. Odiaba que cada año se alejara de mí durante un mes para venir aquí, con ella, y que a mí no me dejaran formar parte de esto. Además, sabía por experiencia que los secretos que uno guarda más celosamente son los más valiosos de todos.
Tenía ganas de apartarlo de un empujón, así que me crucé de brazos para refrenar el impulso.
—Nunca hablas de ella. Creo que es abominable por tu parte mantenerme al margen después de todo lo que yo te he contado.
—Te confesaré un secreto. Lo único que he dicho es que no sería sobre Juliet.
Juliet. La había llamado por su nombre de pila, como si ya existiera un acuerdo entre ellos, como si ya se hubiese declarado, como si ya estuvieran unidos el uno al otro.
—No me gusta ese nombre, por cierto —solté entre dientes.
Henry sonrió, como si el hecho de que no me gustara su nombre fuera algo divertido. Hilarante, incluso.
—Ah, ¿sí? Y ¿por qué?
—Suena presuntuoso.
—Mmm… —Henry meneó pensativo la cabeza—. Presuntuoso.
—Pues sí. Como si fuera un personaje clásico o la heroína de una tragedia de Shakespeare. Es demasiado presuntuoso. ¿Acaso sus padres no pensaron que la estaban condicionando para que decepcionara a los demás? Porque eso es exáctamente lo que yo sentí en cuanto la conocí, una fuerte decepción al comprobar lo pusilánime que es.
Me interrumpí. Había ido demasiado lejos. Henry me miró con los ojos entrecerrados. Estaba hablando de su futura prometida, tal vez incluso lo fuera ya. No debería haber dicho eso.
—¿Pusilánime? Ya veo… No te gusta porque no es rebelde, ni obstinada, ni dice lo primero que le pasa por la cabeza como tú. ¿Me equivoco?
Fruncí los labios. ¿Por qué siempre tenía que hablar más de la cuenta? Aun así, no me retracté.
—Supongo.
—Algunos hombres prefieren una mujer callada.
—Pero tú, no —rebatí levantando la barbilla—, ¿me equivoco?
Fue mi orgullo el que me hizo preguntar aquello. Mi orgullo quería saber si Henry desaprobaba mi forma de ser. Nunca antes me lo había planteado, ya que nunca se me había pasado por la cabeza que pudiera desaprobar mi comportamiento. Sin embargo, ahora necesitaba una respuesta.
Me contempló en silencio durante unos minutos y una sonrisilla se fue formando poco a poco en sus labios.
—Creo que la has juzgado mal. La señorita St. Claire es inteligente y refinada.
Aún la aborrecí más después de que él la elogiara.
—Pues bien, si eso es lo que buscas en una esposa, creo que serás muy feliz con tu inteligente y refinada señorita St. Claire. —Y no pude evitar añadir entre dientes—: Incluso si no sabe cuál es la diferencia entre Faetón e Ícaro.
El labio inferior empezó a temblarle.
—¿Qué pasa? ¿De qué te ríes?
—Estás celosa —respondió sin dejar de reír.
—Eso no es cierto.
Henry sonrió, como si todo lo que yo acababa de decir le produjera un placer inmenso.
—¿Quieres conocer mi secreto o no? —preguntó en voz baja.
Inspiré hondo. Estaba demasiado cerca de mí.
—Sí.
Henry cambió el peso de un pie al otro y acabó aún más cerca de mí. Sentí que perdía el equilibrio, como si el mundo acabara de inclinarse y yo fuera a caerme sin remedio si no me agarraba a algún sitio. El ritmo de mi corazón se aceleró, al igual que el de mi respiración. Notaba sus brazos, uno a cada lado de mi cuerpo, anclándome al suelo o atrapándome…, todavía no sabía si una cosa o la otra.
Permanecimos así durante un buen rato. El silencio se volvió tan tenso que pensé que algo lo rompería y nos sobresaltaría. Henry me miraba como si estuviera intentando decidir entre un sinfín de recuerdos y a mi curiosidad se le sumó el miedo.
—Tus cejas.
Puse unos ojos como platos.
—¿Mis cejas? ¿Qué les pasa?
—Me encantan —afirmó como si se tratara de un hecho o una verdad absoluta.
Volví a echarme a reír, quedándome esta vez casi sin respiración, y negué con la cabeza.
—Son muy morenas y demasiado gruesas.
—Para nada. Le infunden carácter a tu rostro. Tienen algo realmente… elegante. —Bajó su voz hasta convertirla en un susurro—. Quizá sea por su curvatura. Me recuerdan las alas de un pájaro en pleno vuelo.
Me sentí terriblemente cohibida. ¡Menos mal que la oscuridad ocultaría mi sonrojo! Henry volvió a cambiar de postura y acercó una mano a mi rostro. Me quedé inmóvil, su gesto me había pillado por sorpresa y tenía el corazón en la garganta. Me acarició con la misma gentileza y el mismo cuidado con los que había acariciado al pájaro enjaulado. Las yemas de sus dedos recorrieron con suavidad la curva de mi ceja izquierda, seguidas de cerca por sus ojos. Me entró un escalofrío por la espalda y se me aceleró aún más el pulso. Rozó mi mejilla con el reverso de la mano, con delicadeza, pero dejando a su paso un reguero de fuego antes de descender hacia mi barbilla.
—No soy capaz de mirar a un pájaro sin pensar en ti. Me pregunto qué harás con tus alas cuando al fin las consigas. Me pregunto cuán lejos te llevarán. Y temo ese momento, por mi propio bien, al mismo tiempo que rezo por él, por el tuyo.
Tomé aire y noté cómo invadía mis pulmones, aunque no conseguía hallar las palabras para responderle. Nunca antes me había tocado de aquel modo, ni me había mirado así, ni me había hablado de aquella manera. Subí la mano lentamente por mi garganta hasta mi mejilla encendida; estaba segura de que algún cambio fundamental se había operado en los lugares que él había acariciado.
—Y ahora, ¿estamos en paz? —murmuró con la voz ronca y mirándome a los ojos sin pestañear—. ¿Te he parecido lo bastante vulnerable?
Podría haberme abalanzado sobre él y haberle besado. Estaba tan cerca de mí. El corazón me latía a un ritmo desenfrenado y me percaté de que estaba mirando sus labios sin pestañear. Me agarré al muro de piedra que tenía a mi espalda mientras me repetía mentalmente que no debía acercarme más a él, que no debía rozar sus labios con los míos, ni rodearle con mis brazos, ni prometerle que lo último que deseaba era alejarme de él.
Era un momento delicado para ambos, estábamos respirando el mismo aire, atrapados en un momento de tensión plagado de secretos y medias verdades. Era capaz de percibir cómo todo podía estropearse si dábamos un paso en falso o pronunciábamos la palabra equivocada. Por ese motivo, me limité a asentir sin añadir nada más, pues me aterrorizaba abrir la boca y arruinar aquella amistad frágil, profunda e inflamable que hacía equilibrios entre nosotros.
—Bien… —susurró.
Henry se enderezó y se separó de mí. Un escalofrío me invadió ante el frío repentino que sustituyó al calor de su proximidad.
—¿Quieres que vayamos adentro? —preguntó al percatarse de mi estremecimiento.
—No. Acabemos… Acabemos de una vez con esto aquí. —La incomodidad del momento me había trabado la lengua—. Querías saber por qué me opongo al matrimonio.
—De hecho, he cambiado de idea. Lo que quiero saber en realidad es por qué te da miedo el amor.
El aire regresó a mis pulmones de golpe. Intenté echarme a reír, pero no pude. No tendría que haberme hecho esa pregunta. De hecho, no tendría ni que estar al tanto de mi secreto. Henry se cruzó de brazos y se apoyó en el muro de piedra, como si con ello pretendiera decirme que estaba dispuesto a esperar toda la noche si era necesario.
También yo me crucé de brazos para protegerme e inspiré profundamente.
—Mi amor es como fiebre…
—¿Piensas citarme a Shakespeare? —me soltó meneando la cabeza—. Tú puedes hacerlo mejor.
Le fulminé con la mirada y apreté los puños. La ira era mucho menos complicada que el miedo; una actitud defensiva mucho más segura que una vulnerable.
—Aunque eso no impide que sea cierto. El amor es, en efecto, una enfermedad que hace estragos, que mutila, que lo destruye todo a su paso. Estoy siendo muy sensata al rehuirlo, del mismo modo que actuaría de forma sensata al evitar una plaga. Es una debilidad del corazón humano creer que algo que empieza con pasión puede durar. La pasión es un fuego que lo consume todo a su paso. Es ilógica e irrazonable. El amor es la perdición de los hombres y la ruina de las mujeres, una jaula de la que nadie puede escapar una vez que ha entrado.
»Lo he visto una y otra vez. Mi madre, mi padre, Eleanor. Y ahora María. El amor acaba con la ternura y la bondad. Es desleal y no hace distinción. Hace surgir las cadenas, el sufrimiento, la traición, el resentimiento… —De pronto me faltó el aire y tuve que hacer una pausa y tragar saliva. Me llevé una mano al pecho, el corazón me dolía tanto que no me dejaba respirar—. Eso es lo que yo he visto del amor y el motivo por el que estoy decidida a evitarlo. Seré más sensata que mis padres, que mis hermanas y que cualquier otra persona que haya quedado atrapada por un sentimiento fugaz y se haya visto condenada a sufrir por su culpa durante el resto de su vida.
Henry se acercó hasta que pude verle el rostro a la luz de la luna. Rebosaba dolor, compasión y negación.
—No es amor de lo que hablas. Lo que tú has visto es la decadencia de la imitación del amor. Tus padres nunca se quisieron. Tus hermanas nunca han amado de verdad. Me pregunto si serán siquiera capaces de amar, pero tú, queridísima Kate… —Negó con la cabeza—. Tú no eres como ellos.
Pero ¿y si sí lo era? Le di vueltas y vueltas en mi cabeza a esa pregunta dejando que las dudas me hicieran pedazos; luego alcé la vista hacia el cielo nocturno y dejé escapar un suspiro.
—Ya te he respondido, Henry. Ahora es tu turno.
No me volví para mirarlo. Me concentré en las estrellas y deseé poder volver atrás en el tiempo para no escuchar a escondidas aquella conversación durante un baile. Deseé poder rehacer nuestra suerte y modificar las familias en las que nos había tocado nacer.
No estaba preparada para sentir la mano de Henry sobre la mía. Me invadió una sacudida iniciada por la sorpresa y me volví rápidamente para mirarle. Él me contemplaba con una intensidad silenciosa que hizo que se me acelerara el pulso. Sin embargo, no se contentó con ese gesto. Sus dedos acariciaron el reverso de mi mano, rodearon mi muñeca, subieron por mi palma y se entrelazaron con los míos. El corazón me latió con más fuerza aún cuando alzó nuestras manos unidas, bajó la cabeza y depositó un beso en el reverso de la mía.
El pánico se extendió por mi cuerpo con los latidos desbocados de mi corazón. Pero había algo más. Una ternura que se abría paso poco a poco en el fondo de mi alma y me volvía más y más frágil.
—Kate —susurró dando un paso hacia mí—, no eres como tu madre. Eres una criatura distinta a tus hermanas. Los abismos de tu alma son insondables. Eres valiente, leal y auténtica. Y tu corazón está lleno de bondad. —Apoyó mi mano en su pecho y la cubrió con la que tenía libre—. Solo tiene miedo. Pero yo cuidaría de él si me lo entregaras, amor mío.
Bajó la cabeza y depositó otro beso sobre mis dedos.
Toda yo era un cúmulo de fuego y miedos; y más adentro aún había más miedos. El corazón amenazaba con salírseme del pecho y mis rodillas eran demasiado débiles para soportar lo que estaba aconteciendo en mi interior. Todo mi cuerpo temblaba y mi cabeza era un hervidero de pensamientos, así que me aferré al primero que me pareció razonable.
—Gracias, pero no —repliqué con voz trémula.
Sentí cómo se estremecía, pero cuando abrí los ojos, estaba mirando hacia otro lado. Luego me soltó la mano y se alejó. Yo crucé los brazos sobre el pecho, pues me sentía frágil y herida. Henry estaba de espaldas a mí, había echado atrás la cabeza y observaba las estrellas. O quizá lo que observara fueran los pájaros que habían hecho de la torre contigua su hogar.
Tras permanecer un buen rato en silencio, Henry recuperó el farol que había dejado sobre el muro.
—Ya van dos. Solo queda una.
Asentí y aparté de mí la fragilidad que estaba amenazando mi calma. Esto era lo que se suponía que tenía que pasar, lo que me concedería mi deseo, mi viaje a la India. Era lo correcto. Recorrimos el pasadizo secreto en silencio y las únicas palabras que Henry me dijo al despedirse de mí en el ala oeste fueron: «Buenas noches».