Capítulo 30

Un año y medio antes

—Tenía la esperanza de encontrarte aquí.

Henry emergió de entre los árboles y cruzó el claro en dirección a donde yo estaba sentada. Me encontraba a la sombra de un árbol, con mi cuaderno de dibujo sobre las piernas, y levanté la mirada esbozando una sonrisa. Henry se dejó caer sobre la hierba a mi lado soltando un suspiro.

—¿Qué te ocurre?

—Mi tía Agnes acaba de llegar.

Cora abandonó al instante su posición holgazana sobre la hierba, tan propia de los felinos, se incorporó, se dirigió sigilosamente hacia Henry y empezó a frotar la cabeza contra el pecho del joven, hasta que este empezó a rascarle detrás de las orejas.

La tía de Henry, Agnes, era la hermana mayor de su padre. Desde la muerte del señor Delafield, había tomado por costumbre visitarles una vez al año y, por lo general, hacía que la vida en casa de los Delafield fuera algo insufrible para todos sus ocupantes. Solía fisgonear, entrometerse en todos sus asuntos y cambiar la disposición de todas sus cosas.

Sonreí, pues pensé que tampoco era algo tan malo que los Delafield se sintieran desgraciados una vez al año. Henry tenía una vida demasiado fácil. Heredaría la propiedad de su abuelo, era apuesto, inteligente y todos le apreciaban.

—Me alegro de que haya venido. Alguien tiene que darte una lección de humildad.

Henry sonrió satisfecho.

—No sé de qué me hablas. La humildad es la mayor de mis cualidades, Kate.

Puse los ojos en blanco. Luego observé indignada cómo Cora se desperezaba, ronroneaba y acariciaba la mano de Henry con la nariz.

—Cuando tú estás cerca, se comporta más como un perro que como un gato de verdad.

—Pareces celosa —observó riendo entre dientes.

—¿Yo? ¿De ti? —me mofé—. Comprendo, aunque es obvio que tú no, que nadie puede poseer realmente a un gato y que estos conceden su afecto sin ningún tipo de lógica. Lo que no entiendo es por qué se comporta de esa forma contigo.

Volvió a lucir su radiante sonrisa y un brillo de malicia se alojó en sus ojos grises.

—Me refería a que estabas celosa del gato.

—¿Del gato? —pregunté enarcando las cejas.

Él asintió esbozando una sonrisa aún más maliciosa mientras Cora se restregaba contra su pecho.

—¡Menuda ridiculez! Nunca he sentido el más mínimo deseo de que me rasques detrás de las orejas.

Henry soltó una estruendosa carcajada.

—¿Qué te hace tanta gracia?

Él negó con la cabeza.

—Dímelo —ordené con el ceño fruncido.

Él bajo la vista sin perder la sonrisa.

—No me hace gracia —murmuró—, lo que pasa es que me parece encantadora tu costumbre de tomártelo todo al pie de la letra.

Fruncí aún más el ceño y le observé con recelo; no me fiaba ni de sus palabras ni de la sonrisa que no abandonaba sus labios ni su mirada.

—Y en lo que respecta a por qué Cora actúa así conmigo… Creo que sabes la respuesta tan bien como yo —añadió bajando la voz.

Henry se acercó un poco más, como si fuera a susurrarme un secreto. Comprobé que incluso a esas alturas continuaba teniendo aquel tenue reguero de pecas en sus mejillas bronceadas, que sus pestañas seguían siendo tan negras como la noche y que sus pupilas grises aún estaban enmarcadas por aquel anillo de carbón. Mi corazón se disparó a causa de su proximidad, como había hecho en todas las ocasiones en que él había estado tan cerca de mí desde el día que me había rescatado del río. Mi corazón era predecible en ese sentido.

—¿Y cuál es?

—Porque Cora es tu corazón y tu corazón me quiere.

No pude evitar ruborizarme. Cora, por su parte, decidió hacerme pasar más vergüenza, trepó por el pecho de Henry y frotó su cabeza contra la barbilla de él.

—Mira esto, Kate. Mira cómo me quiere tu corazón. Tu corazón me adora. Incluso, me idolatra.

—Eso no es cierto, Henry Delafield.

Le tiré un puñado de hojas a la cabeza, pero consiguió esquivarlas.

—A tu corazón le gustaría acurrucarse junto al mío y no moverse de allí jamás… —volvió a la carga con una sonrisa burlona.

—Chis… ¡Eso no es cierto! ¡Podría oírte alguien!

Volví a lanzarle otro puñado de hojas, que también esquivó.

—El corazón de Kate quiere a… —gritó.

Sin pensármelo dos veces, le embestí y le cubrí la boca con las manos. Henry cayó de espaldas riendo a carcajada limpia, recogí más hojas y se las tiré mientras continuaba diciendo todo tipo de sinsentidos sobre mi corazón. Las hojas revoloteaban en el aire a nuestro alrededor y una se me metió en la boca, me eché a reír y se la tiré a Henry. De pronto, me agarró por las muñecas, perdí el equilibrio y caí hacia atrás.

—Admítelo. Admite que tu corazón me adora.

—Nunca me rendiré —repliqué riendo.

Conseguí liberarme, le tiré al suelo y busqué aquel punto bajo sus brazos en el que siempre había tenido cosquillas de niño. Le sujeté por los costados y empecé a hacerle cosquillas. Él se echó a reír y una nota de sorpresa tiñó su risa. Aunque se revolvió, mi ataque era implacable.

—Me has privado de mi dignidad, Kate.

Sin dejar de reír me agarró las manos y las apartó de sus costillas. Después me hizo a un lado y se tendió encima de mí para atraparme bajo su cuerpo.

Me inmovilizó las muñecas contra el suelo, a la altura de mi cabeza, y se inclinó sobre mí. En torno a sus ojos se habían formado las arrugas propias de la risa y lucía la sonrisa más radiante que le había visto nunca. Me dolían las mejillas de tanto reír. Notaba cómo su pecho subía y bajaba en contacto con el mío, sentía el peso de sus piernas sobre las mías y mi corazón ganó velocidad. El sol bañó con su resplandor dorado el claro y a nosotros.

—Recuerdo haberte oído decir que ya no tenías cosquillas —dije con la voz entrecortada.

—Pensaba que así era. —Tenía las mejillas encendidas y algunas hojas se habían adherido a los mechones de su cabello. Sus ojos grises sonreían a los míos—. Supongo que hay cosas que nunca podré dejar atrás. —Su sonrisa se suavizó y una de sus comisuras quedó más alta que la otra. Sus ojos se llenaron de algo a medio camino entre la pena y el cariño—. Como a ti. —Su voz había pasado a ser apenas un susurro ronco aún por la influencia de la risa—. Dudo mucho que pueda olvidarme de ti, Kate.

Y, en ese momento, lo supe. Supe que tenía razón: mi corazón le adoraba. Yo le adoraba. Estaba enamorada de él. El corazón me latía apresuradamente y me faltaba el aire. Algo estaba pasando; algo estaba cambiando. Estábamos a punto de cruzar una línea de la que no podríamos regresar. Su mirada abandonó mis ojos en favor de mi boca y el corazón me dio un vuelco al descubrir el anhelo en sus pupilas.

—¿Bailarás conmigo esta noche? —me preguntó en voz baja.

Aquella noche, los Delafield celebraban un baile. Tragué saliva, mi corazón galopaba con tanta furia que estaba segura de que él podía sentirlo. Sí, quería bailar con él. Por supuesto. Abrí la boca para responder, pero antes de que tuviera ocasión de hacerlo una voz dominada por la sorpresa captó nuestra atención.

—¿Henry? ¿Kate?

Tanto Henry como yo nos sobresaltamos al oír la voz de Sylvia. El joven se hizo a un lado y yo me incorporé rápidamente, horrorizada al pensar lo que podía parecer nuestra situación a sus ojos.

—¿Qué…? ¿Qué…? —Sylvia se interrumpió. Su expresión era de total desconcierto, como si estuviera demasiado aturdida para formular la pregunta—. ¿Qué está pasando aquí?

—¡Ah! ¿Te refieres a eso? —intervino Henry. Se había apoyado sobre un codo tranquilamente, como si nada pudiera alterar su calma—. Kate solo estaba desnudándome.

Casi me atraganto.

—¡Eso no es cierto! —grité mientras le fulminaba con la mirada.

—Desnudándome solo de mi dignidad, quiero decir —rectificó con una expresión de pura alegría y malicia—. Estaba haciéndome cosquillas. Ser vencido por una niñita es algo de lo más indecoroso para un joven vigoroso como yo.

Henry se puso en pie y me ofreció la mano, pero yo la rechacé y me levanté penosamente.

—Ya no soy ninguna niñita —murmuré. Me volví avergonzada hacia Sylvia, el rostro me ardía—. Tu hermano siempre me está tomando el pelo, solo intentaba vengarme, lo que es casi imposible.

La mirada de Sylvia vaciló entre los dos. A juzgar por la expresión fría y distante de su semblante, no parecía encontrarlo tan gracioso como su hermano y el corazón me dio un vuelco. Aquello no era buena señal.

—Solo venía buscando a Henry porque mi madre quiere hablar con él. Supongo que por algo relacionado con el baile.

Sylvia se mordió el labio.

—¡Claro! —exclamé echándome el pelo un poco hacia atrás—. Sí, estoy segura de que los dos tenéis que volver a casa. Os veré allí…, en el baile.

Henry me observaba con aquella mirada llena de malicia y de algo más…, algo que hizo que me sonrojara y que me diera un vuelco el corazón. ¿Acaso sabía la verdad? ¿Sabía que estaba enamorada de él de verdad? Sylvia, por el contrario, parecía enfadada e incómoda. ¿Lo sabría también ella? Y si así era, ¿qué pensaba al respecto?

Me costaba demasiado encontrar las palabras, así que empecé a retroceder y señalé por encima del hombro.

—Debo… marcharme.

Corrí hasta casa mientras el miedo y la esperanza luchaban por hacerse con el mando de mi corazón.