Capítulo 22
Tres años antes
El tiempo se había vuelto impredecible y el cielo grisáceo se había convertido en el telón de fondo en el que mi sofocante aburrimiento interpretaba su papel. Al final, al cuarto día de lluvia, agarré a mi gata, la envolví en un viejo chal y la metí en el bolsillo interior de mi abrigo; luego me coloqué el sombrero, me hice con una sombrilla y me adentré en el bosque en dirección a casa de los Delafield. Vi a Sylvia a través de las cristaleras y me dirigí rápidamente hacia allí. Llamé y ella se apresuró a dejarme entrar, chorreando, en el saloncito de las mañanas. Por suerte, su madre no andaba por allí.
—No podía soportarlo más —anuncié mientras Sylvia me ayudaba a quitarme el abrigo empapado—. Eleanor no deja de hablar de su última conquista y no podía escuchar ni una sola sílaba más sobre sus exquisitas cualidades. —Saqué el fardo del abrigo—. Así que he traído a mi gata para que juguemos con ella.
Sylvia soltó un gritito de alegría y se afanó en desenrollar el chal hasta que pudimos verle la carita blanca y gris a la gata. Tenía los ojos cerrados y dormía plácidamente.
—Me alegro tanto de que hayas venido. —Me quitó la gatita y la acunó como si se tratara de un bebé—. Estaba aburridísima y Henry también. Lleva unos días de lo más impaciente e irascible. No ha dejado de mirar por la ventana y de quejarse de la lluvia.
El corazón se me disparó, igual que había hecho en todas las ocasiones en que había pensado en Henry desde que me salvara del río. No se lo había contado a Sylvia. Le había dicho que había encontrado una gata, pero no que Henry había saltado al agua para rescatarme. Era el primer secreto que le ocultaba en toda mi vida.
—¿Y bien? ¿Has decidido ya cómo vas a llamarla?
—Aún no. Tenía la esperanza de que me ayudaras a pensar en un nombre.
Sylvia contempló la cara de la gata.
—Me parece que tiene cara de Mimi.
—¿Mimi? —pregunté arrugando la nariz.
—Sí. O quizá sea mejor Dorothy y así podrías usar el diminutivo Dot.
Negué con la cabeza.
—¿Por qué no? Ambas son buenas opciones.
—Sigamos pensando.
Sylvia continuó con su perorata de propuestas, pero todas me parecían demasiado ridículas. De todas formas, tampoco estaba prestándole mucha atención. La impaciencia que me había estado atormentando durante los últimos cuatro días se había vuelto más intensa que nunca. Era consciente de que estaba relacionada con Henry. De hecho, cuanto más tiempo transcurría allí sentada, en su propia casa, sin verlo u oír su voz, más se acrecentaba mi desasosiego.
—¿Y si se lo preguntáramos a Henry? —propuse al fin poniéndome en pie—. Siempre tiene buenas ideas.
Sylvia me siguió con la gata en brazos, sin dejar de farfullar que sus nombres eran mucho mejores que cualquier propuesta que pudiera aportar el joven.
Sabía dónde encontraría a Henry, pues se pasaba casi todas las tardes estudiando en la gran mesa redonda de la biblioteca a pesar de haber pasado toda la mañana con su tutor. Se tomaba su educación muy en serio. La ventana solía estar abierta y por ella se colaba una brisa vigorizante que agitaba las páginas de sus libros y notas. Aquella tarde, en cambio, la habían cerrado a causa de la lluvia y toda la estancia estaba plagada de velas para combatir la penumbra de aquel día encapotado.
—Henry, necesitamos tu ayuda —anunció Sylvia al entrar en la biblioteca.
Él alzó la vista y la dirigió directamente hacia mí. Me quedé paralizada, como si acabara de confesarme un secreto con aquella mirada. Era nueva. En ella había a la vez una pregunta, una afirmación y un secreto breve y oculto. Luego volvió a mirar su trabajo, dejó la pluma sobre la mesa, apartó los libros y notas y se volvió de nuevo hacia nosotras. Pero aquel oscuro secreto en su mirada había desaparecido, solo estaba Henry, con la comisura de la boca ligeramente curvada.
—¿Para qué necesitáis mi ayuda?
—No encontramos un nombre para ella —respondió Sylvia levantando al minino.
—Déjame ver…
Henry se puso en pie y se acercó a nosotras. Sylvia le tendió la gata y él se encaminó hacia las butacas que había frente a la chimenea, donde la luz era más intensa. El suelo estaba cubierto allí por una alfombra y unas cuantas butacas rodeaban aquella zona más cálida. Ambas lo seguimos. Henry se dejó caer sobre la alfombra, apoyó la espalda en una de las butacas, levantó la gata y la inspeccionó desde todos los ángulos posibles.
—Escojáis el que escojáis, por favor, no os dejéis llevar por la tentación femenina de ponerle un nombre ridículo, como Mimi o Dot.
Sylvia soltó un bufido de indignación. Yo sonreí para mis adentros y me senté en el suelo junto a Henry.
—Mimi o Dot no tienen nada de ridículo —protestó su hermana.
Mi amiga se sentó a mi lado y reclamó al animalito con la mano. Henry se lo entregó y me miró de soslayo. Se acercó a mí con rapidez, mientras Sylvia estaba distraída, y me susurró algo al oído.
—¿Estás bien?
El roce de su aliento hizo que un escalofrío me bajara por la nuca y la espalda. Asentí con la cabeza.
—¿Y tú?
Dirigí una mirada fugaz a Sylvia.
—Yo creo que Mimi es un nombre estupendo, ¿no te parece? —le estaba preguntando a la gata con el rostro escondido entre su pelaje.
—No te has resfriado, ¿verdad? —murmuré.
No sabía por qué aquello era un secreto, ni por qué no le había contado a Sylvia que Henry se había tirado al agua para salvarme. Lo único que sabía era que quería guardar aquel secreto entre nosotros, como también sabía, para mi alivio, que Henry pensaba lo mismo. Al pensarlo, mi corazón se volvió más y más ligero.
Su boca se curvó hacia arriba y negó con la cabeza con aire burlón.
—He nadado en aguas más frías que esa. —Bajé la vista y descubrí lo cerca que estaba su mano de la mía sobre la alfombra—. Pero gracias por preocuparte, Kate —susurró.
Una sonrisa se dibujó en mis labios y en mi corazón se produjo un estallido de felicidad. Le miré de soslayo para hacerle saber que le había oído y allí estaba de nuevo aquella mirada, en parte pregunta, en parte secreto, en parte afirmación. Sin embargo, no habría podido decir qué estaba afirmando, ni tenía idea de cuál era la pregunta. En cuanto al secreto, estaba convencida de que, por desgracia, nunca lo descubriría.
—De acuerdo, pues si no podemos usar Mimi ni Dot —continuó Sylvia—, tendrás que ayudarnos a pensar en otro nombre.
—Es la gata de Kate —replicó Henry—. Quizá debería ser ella quien decidiera su nombre.
—¿Kate? —Sylvia nos miró a ambos con cara de confusión—. ¿A qué viene eso?
Recuperé a la gata con una expresión de indiferencia, la dejé en el suelo y saqué del bolsillo un trozo de cordel que había traído para que jugara con él. Hasta que no se puso a golpearlo con sus patas, no levanté la vista para mirar a Sylvia.
—He decidido que a partir de ahora quiero que me llaméis Kate —respondí con total naturalidad.
Sylvia se quedó desconcertada y negó con la cabeza.
—Nunca podré llamarte Kate. Siempre has sido Kitty para mí y siempre lo serás.
«Y punto», añadió con su tono de voz. Se me cayó el alma a los pies. ¿Y si todos los demás pensaban como Sylvia? Si mi mejor amiga no iba a permitirme cambiar, ¿qué esperanzas tenía de que nadie más me concediera permiso para hacerlo?
Bajé la vista y me concentré en mi gata mientras notaba cómo bombeaba mi corazón. Llevaba tiempo pensando que no existía un lugar seguro para él, que no había nadie a quien pudiera confiárselo. Las mujeres Worthington eran expertas en comprar corazones, venderlos, robarlos o no hacerles caso. Pero yo quería poner el mío a salvo. Tal vez aquella gatita pudiera cuidar de él, pues no era más que una criatura dulce que no coaccionaba, negociaba ni exigía nada.
—¿Cómo se dice en latín corazón? —le pregunté a Henry en voz muy baja.
—Cor —me respondió inclinándose hacia mí.
Nuestras miradas se cruzaron. Aquellos ojos gris marengo parecían ocultar un nuevo secreto del que solo Henry estaba al corriente.
—Podrías llamarla Cora —añadió en un nuevo susurro acompañado de una media sonrisa—. Así nadie lo sabría.
Henry me veía. ¡Veía tanto de mí con solo aquella mirada! Y sus palabras me demostraron que lo entendía. De algún modo, sabía que aquella gata era el lugar perfecto donde resguardar mi corazón y que no me gustaría que nadie más supiera algo tan personal. Excepto él. Por alguna razón, no me importaba que él conociera mi secreto. Me aparté un poco de él y me aclaré la garganta.
—Cora. La llamaré Cora.
—¿Cora? ¿Para una gata? —replicó Sylvia con el ceño fruncido.
La fulminé con la mirada. Podía negarse a llamarme por el nombre que había elegido para mí, pero no pensaba consentirle que menospreciara el nombre que había escogido para mi gata.
—Me gusta —añadió con sumisión tras su sorpresa inicial.
Al volverme hacia Henry, le sorprendí observándome con una expresión pensativa, como si yo fuera una persona nueva a la que intentara entender. Me gustaba que me observara. Me gustaban sus ojos grises y pensativos. Cuando se puso en pie y regresó a su mesa y a sus libros, le seguí con la mirada y supe, por primera vez, que si tuviera que escoger un solo amigo, le escogería a él antes que a Sylvia.
Henry colocó un libro frente a una silla vacía de la gran mesa redonda.
—Por si a alguna de las dos le interesa, aquí os dejo un libro que acabo de comprar en una librería de Londres. Trata sobre pájaros.
Sylvia fingió no haberle oído. Permaneció donde estaba, tumbada sobre la alfombra delante del fuego acariciando con un dedo el lomo de la gata. Mi mirada pasó de ella a la mesa y viceversa. Entonces me puse en pie y crucé la biblioteca.
—A mí me interesa.
Me senté en la silla vacía y me acerqué el enorme volumen. Se trataba de una colección de grabados antiguos de pájaros, exquisitamente ilustrada, con el nombre de la especie correspondiente al pie de cada imagen. Levanté la vista justo cuando Henry bajaba la suya hacia el libro que tenía delante, pero no se me escapó la sonrisilla que intentaba disimular, ni el hoyuelo que se dibujó en su mejilla como consecuencia. Contemplé aquel hoyuelo durante unos minutos y sentí cómo algo se transformaba en mi interior. Aquel día empezó mi estudio de los pájaros.