Capítulo 24
Dos años y medio antes
Cada vez pasaba más tiempo en la biblioteca de los Delafield. Ya tenía incluso mi propio montón de libros a un lado de la mesa y cuando no estaba leyendo, estaba debatiendo con Henry. Él tenía un tutor por las mañanas, por lo que disponía de mucho más tiempo para aprender que yo. Incluso dedicando al estudio todas las tardes no llegaba a alcanzar más que la mitad de sus progresos. Mi madre no se preocupaba de mi educación, como tampoco le importaba que pasara la mayor parte del día fuera de casa.
Sylvia se contentaba con tumbarse delante del fuego y agitar un hilo para que mi gatita jugara con él. Siempre que necesitaba un descanso de temas más rigurosos como la filosofía o la ciencia, recuperaba el libro ilustrado de los pájaros. Mi mayor frustración, sin embargo, era no poder escuchar sus cantos. Era bastante posible que ya los hubiese oído —todo el mundo ha oído cantar a los pájaros—, pero yo quería oírlos uno a uno y ser capaz de identificarlos y de relacionar a cada especie con su canto particular.
—¿Alguna vez has oído el canto de la alondra?
Henry levantó la vista de sus notas. Estaba escribiendo un ensayo en el que comparaba los mitos griegos de Ícaro y Faetón, un tema del que habíamos hablado en profundidad la tarde anterior.
—No sabría decirte —respondió echando una ojeada al libro que tenía abierto delante de mí.
Solté un suspiro.
—¿Qué ocurre?
—Es que me gustaría oír cantar a algunos de estos pájaros.
—Nuestro guardabosques sabe mucho de aves. Podría pedirle que nos llevara con él.
—¿Lo harías?
Levanté la mirada y descubrí los ojos de Henry escrutándome. Me contempló en silencio durante algunos minutos, durante los cuales rememoré, como si estuviera pasando de nuevo, la forma en que me había rescatado, lo fuerte que me había parecido cuando me había subido al caballo y cómo me había llamado Kate cuando yo se lo había pedido.
—Sí —afirmó en voz baja con una media sonrisa en los labios—. Lo haría por ti, Kate.
Bajó entonces la mirada y sonrió abiertamente. Cuando la sonrisa desapareció, la sustituyó un hoyuelo en su mejilla cerca de la boca. Me quedé mirando aquel hoyuelo y sentí fundirse algo en mi interior.
Era aún noche cerrada cuando la piedra golpeó mi ventana. Me desperté sobresaltada y maldije de inmediato por haberme quedado dormida. Ni siquiera me había vestido aún. Salí de la cama a gatas, fui dando tumbos hasta la ventana y la abrí.
Saqué la cabeza y los hombros por la abertura, miré hacia abajo y divisé a Henry cerca de los rosales que había bajo mi ventana.
—Tengo que vestirme —susurré—. Será solo un momento.
—Date prisa. Carson dice que este es el momento idóneo.
Había dejado la ropa preparada bajo la almohada. Como tantas otras veces, di gracias por no compartir habitación con ninguna de mis hermanas. Me puse rápidamente un vestido, dos pares de medias gruesas y las botas. Los cordones se me resistían en la oscuridad, pero no pensaba arriesgarme a encender una vela y ser descubierta. Estuve lista en un tiempo récord. Henry caminaba de aquí para allá bajo mi ventana dejándose llevar por la impaciencia.
—Salta y yo te atraparé —susurró cuando tuve medio cuerpo fuera.
—Puedo hacerlo sola —dije entre dientes mientras buscaba mis asideros habituales en la celosía.
No obstante, me sentía algo torpe. Después de un par de pasos titubeantes celosía abajo, Henry me agarró por el tobillo.
—Te tengo.
Al saber que podría atraparme si lo necesitaba, bajé más deprisa la distancia que me quedaba. Cuando estuve a su alcance, me agarró por la cintura, me separó de la pared y me dejó en el suelo. No me dio ni un segundo para recuperar el aliento, tomó mi mano y salió disparado hacia los árboles.
También yo eché a correr, aunque mirando por encima del hombro hacia la casa en busca de alguna luz o alguna señal que indicara que me habían oído y que estaba a punto de ser descubierta. Por suerte, todas las ventanas seguían a oscuras. La luna llena iluminaba nuestro camino, sonreí y me volví hacia el bosque, hacia el claro, hacia los pájaros que aguardaban por mí.
Carson era un hombre mayor. Tan viejo como la misma tierra, o eso me parecía a mí. Nos estaba esperando en el claro y cuando atravesamos la última hilera de árboles con gran estrépito, jadeantes y sin dejar de reír por la emoción de nuestra aventura, nos mandó callar como si fuéramos niños traviesos.
Hacía mucho que le conocía, como al resto del servicio de los Delafield. La casa que habitaban era para mí como un segundo hogar y la gente que allí vivía era como mi segunda familia. Carson, que era hombre de pocas palabras, siempre me saludaba con un golpe de sombrero y una sonrisa tímida.
Me acerqué sigilosamente a él.
—Gracias por hacer esto.
Una leve inclinación de cabeza sirvió para confirmarme que había oído mis palabras.
—Confío en que su artritis no le esté molestando esta mañana.
—No, señorita Katherine —murmuró con voz ronca.
Henry se acercó a nosotros y su calor protegió esa parte de mi cuerpo de la gelidez del alba.
—¿Ya los ha oído, Carson?
—¿Quién diablos va a oír nada con esa charlatanería que se traen? —masculló.
Me tapé la boca con la mano para reprimir la risa y noté cómo los hombros de Henry se agitaban silenciosamente a mi lado.
—Por aquí.
Carson señaló con la cabeza la zona arbolada que estaba al otro lado del claro, en el lado de los Delafield. Cuando al fin interrumpió su lento caminar entre los árboles, el cielo estaba empezando a cambiar imperceptiblemente y la noche estaba dando paso a la mañana. La claridad empezaba a envolvernos, así que nos agazapamos y tomamos asiento entre los arbustos; el suelo estaba empapado a causa del rocío. Me senté entre Henry y Carson y próxima a ambos para que su calor contrarrestara la humedad que se filtraba hasta la segunda capa de mi falda. Carson levantó un dedo y nos advirtió con la mirada que permaneciésemos callados, luego se llevó la mano a la oreja para oír mejor.
Henry me obsequió con una sonrisa cargada de emoción y anticipación. Junté las manos y me incliné hacia adelante. Estábamos justo en la linde de un claro, desde donde podríamos ver y oír tanto a los pájaros posados en los árboles como a los que sobrevolaran el claro. Según Carson, allí tendríamos muchas más posibilidades de oír cantar a la alondra.
Los pájaros empezaron a cantar débilmente, pero conforme el cielo se fue aclarando emergieron de su letargo en busca de alimento y su canto nos envolvió. Con cada reclamo distinto, Carson susurraba: «mirlo» o «golondrina» o «zorzal». Continuamos a la espera. El cielo se tiñó de tonos dorados, anaranjados y azulados, todo a un tiempo. Contuve el aliento sin perder la esperanza; deseaba escuchar a una alondra más que ninguna otra cosa.
Y entonces nos llegó un nuevo canto y Carson se quedó inmóvil a mi lado. Miré a Henry con los ojos como platos mientras el aire se llenaba de aquel canto penetrante e inolvidable. Era una espiral de notas agudas y graves que acababa melancólicamente antes de volver a empezar una y otra vez.
—Ahí está —susurró Carson—. La alondra.
Cerré los ojos, inspiré profundamente y dejé que su canto inundara mi alma con melancolía, con nostalgia, con belleza. Cuando cesó, me llevé una mano al pecho para comprobar si seguía intacto antes de abrir los ojos. Tuve que parpadear varias veces para contener las lágrimas, luego me volví hacia Henry para asegurarme de que también él lo había oído.
Henry estaba observándome y descubrí en sus ojos los mismos sentimientos que inundaban mi propio corazón. La nostalgia, la belleza.
—¿Qué te ha parecido? —me susurró al oído tras inclinarse en mi dirección.
Su aliento me acarició el cuello e hizo que un escalofrío me bajara por la espalda. Me tomé un momento antes de responder. Sentía el corazón rebosante de emoción y no sabía si sería capaz de contenerla toda.
—Ha sido… —Meneé la cabeza—. Ha sido lo más increíblemente bello que he oído nunca.
Su mirada recorrió mi rostro. Sus ojos parecían un reflejo de mi corazón, también en ellos la emoción amenazaba con desbordarse.
—Sí —coincidió en voz baja para que solo yo lo oyera—. Increíblemente bello.
Henry alargó la mano y apartó un mechón de pelo que me caía sobre los ojos con una ternura y una familiaridad que me devolvieron a la realidad de pronto y me hicieron perder el aplomo.
—Justo lo que estaba pensando —añadió.
Sentí como si me costara respirar y el corazón empezó a latirme muy deprisa. De hecho, en ese preciso instante contemplé lo que tenía delante y contuve el aliento. El sol bañaba de luz dorada el aire y el cabello aún despeinado de Henry, sus mejillas salpicadas de pecas, sus ojos gris marengo posados en mí con una intensidad inexplicable, su incipiente barba, la curvatura de su boca, la amplitud de sus hombros… Me di cuenta de que la belleza que tenía delante era tan conmovedora como lo había sido el canto de la alondra.
En un instante, todo cambió. Sentí algo más que la dulce inclinación que había sentido por Henry hasta ese momento, sentí una llamarada, un fuego que me consumió de inmediato. Mis mejillas se sonrojaron y aparté la vista, aunque aún pude ver cómo una sonrisilla se adueñaba de los labios de Henry. Descubrí a Carson mirándome.
—¿Y bien, señorita Katherine?
Me aclaré la garganta.
—Ha sido muy hermoso. Gracias.
Hice ademán de ponerme en pie, pero las piernas se me habían entumecido. Me moví tambaleante hasta que Henry se levantó y me sujetó por el brazo.
—Patalea un poco. Eso ayudará.
Mantuve la cabeza agachada para ocultar mi rubor, fingiendo concentrarme en mis hormigueantes pies.
—Debería marcharme a casa antes de que alguien se percate de mi ausencia.
—Te acompañaré —se ofreció Henry.
Me aparté de su lado y esbocé una sonrisa que ocultara mi corazón desbocado y mis piernas temblorosas.
—¡No!
Mi respuesta había resultado más brusca de lo que había pretendido, pero es que no acababa de sentirme yo misma. De hecho, no me sentía yo misma en absoluto. Mi corazón estaba en llamas y lo que más temía era que se reflejara en mi rostro.
—No, gracias. No hace falta. Gracias una vez más, Carson. Gracias, Henry.
Luego me alejé de allí corriendo tan rápido como me permitieron mis piernas temblorosas. Aunque no me fui directamente a casa, sino que me escondí detrás de un árbol antes de saltar la valla de nuestro jardín y me llevé la mano al pecho. ¿Qué le acababa de pasar a mi corazón?