Capítulo 16
Henry se quedó perplejo. Me miró sin pestañear, completamente inmóvil, y yo me sentí como la mayor imbécil de este mundo.
—No ha sonado bien —me apresuré a añadir ruborizada por la vergüenza—. Antes de venir aquí, hice un trato con mi madre. Me dijo que si conseguía que me hicieran tres proposiciones de matrimonio y yo las rechazaba, abandonaría toda esperanza de que me casara y me permitiría ir a la India. No necesito que me digas lo disparatado que fue acceder a su plan, pero estaba desesperada. No sé en qué estaba pensando. —Tomé aire entrecortadamente—. Da igual, Sylvia me dejó claro anoche lo… lo estúpida que había sido al pensar que tres de vuestros invitados pudieran proponerme matrimonio.
El rostro de Henry se ensombreció con lo que me pareció ira y abrió la boca para intervenir, pero le detuve alzando una mano.
—Déjame terminar. Anoche me dijiste que tenía que haber más de una opción. Pues bien, esta mañana he dado con mi otra opción. He recordado que mi madre y yo hablamos de tres proposiciones, no de que tres hombres me propusieran matrimonio. Me dijiste que si alguna vez necesitaba que me salvaran, tú… —Tragué saliva y concluí mi discurso con un susurro—: Tú me salvarías.
La expresión de Henry echó por tierra mi recobrada esperanza. Era impertérrita y lúgubre, y allí estaba de nuevo la ira.
—Quieres que te proponga matrimonio. ¡Tres veces!
Asentí con la cabeza.
—Parece que no entiendes la posición en la que me encuentro, ¿verdad? Estoy aquí para cortejar a la señorita St. Claire, para proponerle matrimonio a ella. No puedo dar la impresión de estar cortejándote a ti también.
Me sonrojé sin poder evitarlo. Era tal mi azoramiento que pensé que no podría continuar; el hecho de que lo consiguiera puso de manifiesto la magnitud de mis ansias de partir hacia la India.
—No te estoy pidiendo que me cortejes, Henry.
Se acercó más a mí y bajó la cabeza para mirarme a los ojos.
—Entonces, ¿qué es lo que me estás pidiendo?
Tomé aire rápidamente e hice a un lado la vergüenza que sentía.
—Solo necesito que me propongas matrimonio tres veces. Te prometo que mi respuesta será un no rotundo e inmediato.
—No esperaba otra cosa —añadió con una sonrisilla cargada de sarcasmo.
—Entonces… ¿lo harás?
Inspiró hondo y volvió la cabeza hacia otro lado. La lucha que se estaba librando en su interior era evidente en su rostro y sentí lástima por él. No obstante, por muy intensa que fuera su lucha, no era nada comparada con mi tormento. Me resultaba muy difícil creer que su reticencia a que me marchara a la India pudiera ser tan intensa y rotunda como mi deseo de partir.
—Me estás pidiendo algo muy difícil —prosiguió al fin volviéndose hacia mí de nuevo—. Pero si ese es el deseo de tu corazón…
—Lo es. De verdad que sí, Henry. —Junté las manos delante de mí. Me sentía tan impaciente, esperanzada y temerosa al mismo tiempo que me provocaba un dolor intenso—. Por favor… Hazlo por mí. —Parecía atormentado. Movida por un impulso, alargué la mano y le agarré del brazo—. Te pagaré.
Echó atrás la cabeza sorprendido.
—¿Cómo?
Allí estaba yo, desesperada, aferrada a la manga de su camisa, ofreciéndome a pagarle por una proposición de matrimonio. Por tres, para ser más exactos. Si alguien hubiese presenciado la escena, estoy convencida de que hubiese pensado que estaba haciendo lo que había jurado no hacer nunca: suplicar, negociar, mendigar en nombre del matrimonio.
Sin embargo, había una diferencia importante, aquello no acabaría en compromiso. Además se trataba de Henry. Si había alguien en el mundo a quien pudiera pedir aquel favor, ese era Henry. Él no malinterpretaría mis intenciones. A pesar de todo, me asaltaron las dudas al pensar en Eleanor y lo que Henry sabía de ella.
—Henry… —Tiré de su camisa, como si con aquel gesto pudiera doblegar su voluntad—. Te prometo que no se trata de ninguna triquiñuela. Te responderé de inmediato que no y nadie lo sabrá nunca. No saldrás perjudicado, te lo prometo. No pretendo tenderte una trampa. No sufrirás, puedes estar seguro.
De sus labios escapó un sonido. Era una leve risita llena de amargura.
—Prometes que me dirás que no, que no sufriré. Me lo garantizas, ¿no es así?
—Sí —afirmé de forma accidentada, un fiel reflejo de lo desesperada que me sentía.
Henry se acercó aún más.
—¿Y cómo me pagarás?
El cambio en su voz y algo en su forma de acercarse me confirmó que había pasado a tomar las riendas de la situación.
Hizo que se me acelerara el pulso y le solté. ¿Cómo iba a pagarle? Había hablado impulsivamente, pues no tenía dinero, ni nada que ofrecerle que pudiera resultar de su interés. Aun así, tenía que responder algo antes de que cambiara de idea.
—Te daré lo que quieras —solté a la desesperada.
Al instante deseé retractarme de mis palabras, pero Henry se me adelantó.
—Entonces, acepto.
Su respuesta me sorprendió y durante unos segundos hice equilibrios entre el alivio que me producía que hubiese accedido a ayudarme y la intranquilidad de no saber qué me pediría a cambio. Pero entonces recordé que era de Henry de quien hablábamos, uno de los hombres más caballerosos de toda Inglaterra. Estaba convencida de que no me pediría nada que yo no estuviera dispuesta a darle.
Le tendí la mano derecha. Henry bajó la vista y la observó confundido.
—Así es cómo se hace en los negocios —aclaré—. Los tratos se sellan con un apretón de manos.
Tomó mi mano como si se tratara de algo nuevo, cuando en realidad había estado entre las suyas en muchas otras ocasiones a lo largo de esos años. Esta vez, sin embargo, bajó la vista hacia nuestras manos y acarició el reverso de la mía con el pulgar. Bien podría haberme golpeado el corazón directamente por la forma en que este dio un vuelco cuando me tocó. Tuve que hacer acopio de fuerzas para no apartar la mano ni dejar entrever lo rápido que me bombeaba el corazón, pues me aterrorizaba que pudiera percatarse del ritmo acelerado que había adquirido mi pulso.
Pasó el pulgar por encima del arañazo que tenía cerca de la muñeca.
—Esta es nueva —susurró—. ¿Cómo te la has hecho?
—Con… Esto… Con los rosales que había bajo la ventana por la que salté.
Levantó la cabeza y me miró fijamente con ojos risueños.
—Debería haberlo adivinado. —Luego agarró con firmeza mi mano y la estrechó una sola vez—. ¡Hecho! Trato sellado.
Me miraba con una sonrisa indulgente en los labios, pero había algo en ella que me resultaba doloroso, como si hubiese algo en todo aquello que le produjera una profunda tristeza.
—¿Y bien? —dije señalando el espacio abierto que tenía delante—. ¿Vas a hacerlo?
—¿Cómo? ¿Ahora? —exclamó poniendo unos ojos como platos.
—Pues, claro.
Henry negó con la cabeza.
—Se ha hecho tarde. Vamos, volvamos adentro.
Le seguí a regañadientes por la playa hacia los escalones que había usado antes.
—Pero sería muy fácil, ¡y rápido! Solo tienes que decir las palabras.
Dejó de andar, dio media vuelta y caminó en mi dirección por la arena con paso tranquilo, pero seguro y largo. Se detuvo al llegar junto a mí, tan cerca que podía sentir su calor, y me miró a los ojos. La luna nos iluminaba a ambos y el océano enviaba olas a romper contra la arena a mi espalda. Su mirada acalló mi protesta.
—No —resolvió con voz tranquila, pero firme—. No me impondrás cómo, dónde ni cuándo hacer mi proposición. Tiene que ser parte de nuestro acuerdo.
Me sostuvo la mirada. Tenía los labios fruncidos y su mandíbula formaba un ángulo férreo de sombra y luz. Le observé sin saber qué decir. ¿De dónde había surgido aquella faceta de Henry? Ese Henry que nadaba en el mar en mitad de la noche, que hacía gala de aquella entereza y que me miraba de aquella forma…
Inspiré hondo y me pregunté qué acababa de pasar entre nosotros, qué línea acabábamos de cruzar.
—De acuerdo.
Le seguí escaleras arriba por la pared rocosa. Él me ofreció la mano y yo la acepté, y dejé que tirara de mí cuando las piernas me fallaron, hasta que al fin llegamos a lo alto del acantilado.