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13 DE OCTUBRE DE 1985
Una asistenta salió al paso de la señora Sullcani cuando esta entró en el recibidor junto a su abogado, y cuchicheó algo en su oído.
―Gracias, Cecilia ―dijo, haciéndole entender que podía retirarse―. Está arriba, en el despacho ―comunicó con preocupación a su acompañante, que respondió con un silencio gélido―. Espérame en el salón.
―¿No quieres que te acompañe? ―se ofreció él.
―No. Ha venido a por mí.
Bajo el pecho de Noelia, el corazón se había acelerado notablemente. Su abogado lo presintió en el ligero temblor de sus manos al quitarse el abrigo.
―Estaré en el salón, entonces.
Subió las escaleras lentamente, retardando sus pasos. Después de todo, sentía miedo por la persona que estaba esperándola. Habían sido amantes durante los últimos meses, y amigos desde los últimos siete u ocho años. Habían compartido intereses financieros y se habían hecho favores mutuos. Ella había encontrado con el tiempo a un confesor, un psicólogo, que la escuchaba atentamente y la aconsejaba en el terreno más personal. Sin embargo, ahora le tenía miedo. Como los demás. Sentía una extraña congoja en su estómago mientras se aproximaba a la puerta del despacho, como si fuera a encontrarse con un extraño. Un extraño peligroso al que apodaban la Sombra.
Aquel hombre lo sabía todo de ella; de su familia, de sus amistades, de sus negocios. Sabía tanto que era mejor tenerlo como aliado que como enemigo. Él había sido a quien había pedido ayuda para sacarlos a todos de aquel atolladero. Pero las consecuencias de los errores que habían cometido, tanto ella como su hermano, habían salpicado demasiado lejos. Y ahora él estaba allí, esperándola. Posiblemente enfurecido. En todo caso, decepcionado. Si fuera una cuestión que se resolviera con dinero, Noelia no tendría que temer nada. Pero precisamente lo que la hacía temblar era la certeza de que no sería así.
Abrió la doble puerta.
El despacho se hallaba vacío. O se lo pareció a primera vista, pues las luces estaban apagadas y no entraba demasiada claridad por los ventanales, creando muchos espacios de sombras. Pero él estaba allí, entre todas ellas. Olía a su colonia, ese residuo que se desprendía de su piel, y de su ropa, cuando se acercaba hasta su cuello para besarlo. Podía olerlo en la distancia aunque estuviese prácticamente agotado. Porque aquel olor parecía exudar de sus poros.
Cerró las puertas y colgó el abrigo en el perchero de pie situado a la entrada, junto a la gabardina beis del visitante. Sus ojos se acostumbraban rápidamente a la poca luminosidad, detectando más formas hasta entonces ocultas. Y al fin lo descubrió: de pie, en una esquina junto a uno de los ventanales, mirando hacia el jardín posterior con las manos hundidas en los bolsillos de su pantalón. La claridad recortaba el perfil de su rostro, pero dejaba entre penumbras el resto de su cuerpo.
―Hola ―dijo ella en un tímido susurro.
Él se volvió y la contempló en la distancia.