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4 DE OCTUBRE DE 1985

Un centro psiquiátrico es una reproducción a escala del mundo en el que vivimos: una prisión que encierra a quienes no son capaces de percibir la realidad, sino una alteración desvirtuada de la misma; un lugar en el que se trata de contener esa visión para que no contamine lo que existe fuera, mientras se trabaja para reconducirla en los individuos más favorables. Pero pocas veces se logra con éxito. El sanatorio Campderá ocupaba las instalaciones de un antiguo hospital psiquiátrico público; un edificio del siglo XIX, a las afueras de Alicante. A pesar de ser un centro privado, conservaba la estructura del viejo hospital: galerías acristaladas, techos abovedados y muy elevados, salas alargadas que daban una sensación inquietante de frialdad, a pesar de estar acondicionadas. Hasta la fecha, el diseño de estos centros había seguido la corriente de opinión que, desde la cordura, se tenía de los «enfermos»: seres extraños que no se adecuaban a la vida en sociedad y que era necesario recluirlos para proteger a esta de sus demencias. Sin más. Por eso los espacios eran amplios y las condiciones, lamentables. Los interiores eran desapacibles, incluso fomentaban la locura. Los pacientes deambulaban por corredores y estancias sin un rumbo; sin un objetivo. Simplemente, estaban allí. Sus cuerpos, claro, pues sus mentes quizá representasen otros lugares y situaciones. Para alguien que consiguiera ver la realidad de aquellos sanatorios, estar recluido dentro lo conduciría inexorablemente a la demencia; el mejor mecanismo de defensa frente a un entorno destructivo. Pero, por suerte, la situación empezaba a cambiar en la nueva década. Y no solo en la formación de profesionales que iban entendiendo cómo atajar las diferentes enfermedades mentales, sino también en lo que respectaba a la construcción y ambientación de los centros. En el Campderá, lo que había sido un simple patio exterior, era ahora un jardín cuidado donde los internos paseaban y disfrutaban del aire libre. Incluso, algunos, ocupaban el tiempo en sencillos trabajos de jardinería custodiados por enfermeros.

Camino del despacho del director, guiado por un celador, Héctor Selman pasó por delante de una gran sala donde un buen número de pacientes dedicaban el tiempo a diversas actividades. Algunos compartían juegos; otros, sencillamente, soliloquiaban vagando como almas en pena entre las cuatro paredes. La sensación que le producía aquel lugar era siniestra. Había un matiz de desolación en él; un tinte de abandono y desamparo. El sanatorio, tanto en su faceta física como en el espíritu que lo sostenía, le recordaba fielmente su experiencia de desintoxicación unos años atrás. En la primera charla, un doctor le explicó que superar la adicción a las drogas no era solo una cuestión de voluntad, sino que era fundamental una reconducción de sus valores, de sus sentimientos y de su forma de entender la vida; de la manera de afrontar los problemas cotidianos y las adversidades. Partir del principio de que nada es absoluto, todo es relativo. Porque la dependencia de una sustancia no es más que un proceso químico del que el organismo, paulatinamente, puede ir prescindiendo hasta acabar con su influencia. Sin embargo, la causa psicológica que lleva a que el organismo necesite dicha sustancia, es la raíz que se debe cortar para atajar el problema. Y ahí comenzó su calvario. A partir de ese momento, los efectos físicos de la abstinencia hicieron fuerza con los psicológicos de la reconducción. Contra ambos, la única fuerza que combatía era la voluntad, apoyada quizá por el sentimiento afectivo hacia su tío, que tanto estaba haciendo por él y al que no podía defraudar, la amenaza de ser expulsado del Cuerpo por las denuncias acumuladas por brutalidad policial y el pánico a terminar como su hermano. El desamparo que se respiraba en el Campderá era muy similar al que él experimentó entonces: esa sensación de abandono, de estar solo contra sus propios demonios.

Durante el trayecto, un escalofrío le hizo sentir de nuevo en su piel aquel frío que le calaba los huesos por las noches, tumbado en el catre de una exigua habitación privada del Centro, tiritando por efecto de la carencia de heroína que su cerebro demandaba. Y también el rechazo inicial a escuchar de boca de un extraño que había caído en la dependencia a causa de una personalidad débil, incapaz de afrontar los vaivenes de esta vida y dependiente de la protección de otros. Él no era así, protestó aquella vez y, tras una serie de improperios contra el doctor, se marchó de la sesión a pasar el mono en soledad. Horas después quiso marcharse del Centro; abandonar. Intentó que su tío lo sacase de aquel lugar, pero no lo consiguió. Le dijeron que era normal; que era parte del proceso. Y, por el resultado logrado, parece que llevaban razón. Cambiar su personalidad con casi treinta años era demasiado complejo. Pero, al menos, conocerla y aceptarla era una vía más que sólida para saber cómo actuar sin necesidad de caer nuevamente en las drogas. Aquellos seis meses de calvario concluyeron con éxito. Con nuevas expectativas de futuro y una nueva vida por delante. También con un deseo férreo: no volver jamás al infierno representado en aquel edificio lóbrego de Madrid.

Ahora, todo su ser temía que lo hubieran devuelto a él. Solo quería entrevistarse con el director del sanatorio y largarse cuanto antes. Olía a medicinas y a inmundicia; a sufrimiento. No quería volver a ver ni sentir aquello, ni de lejos. Solo quería alejarse de allí. Pronto.

El despacho del doctor Zamora, apartado e independiente de las zonas comunes, exhalaba el aliento cálido del de un empresario. Selman se sentó frente al doctor separados ambos por un amplio escritorio. Era un hombre robusto, de barba poblada y cana. Sobre la mesa tenía apilados los informes que le había facilitado su ayudante sobre un antiguo paciente.

―Así que Mauro Delucchi ha muerto ―concluyó, sin apenas sentimiento, tras la noticia recibida por el fingido policía por el que se había hecho pasar otra vez el detective. Luego inclinó ligeramente la cabeza hacia un lado elevando las cejas, como si la vida le hubiese dado otra razón para creer en la obviedad de sus pistas―. Cuando nos llamó para comunicarnos que quería hacerme unas preguntas sobre nuestro antiguo paciente, no imaginé que fuera a decirme algo así, la verdad. Por eso he rescatado sus informes ―señaló las carpetas sobre su mesa―. Pensé que se trataría de una recaída…

―En realidad, doctor, la causa de su suicidio puede tener algo que ver con lo que contienen esos informes suyos. Pero no he venido para averiguar por qué se mató, sino por qué está implicado en un caso de homicidio.

Emiliano Zamora no expresó ningún sentimiento; se limitó a preguntar como si no hubiese escuchado bien.

―¿Un homicidio?

―Sus huellas están en la ropa y en el cadáver de una joven asesinada en Madrid. Fue torturada. Golpeada brutalmente y violada. He sabido, durante la investigación, que hace un par de años su paciente también ordenó torturar a uno de sus empleados. Algo horrible, según me contó la propia víctima. Y a eso hay que añadir la versión de su suegro, que admite que pegaba a su mujer y que, supuestamente, acabó manipulando su coche para provocar el accidente que finalmente acabó con su vida. Digamos que es un historial aberrante, de ser cierto, y casa bastante con las muestras del atroz homicidio de la chica. Por eso necesito saber si, en su opinión, los problemas mentales de Mauro Delucchi encajarían con comportamientos de ese tipo.

―Del asunto de su esposa estaba al corriente, sí. Sucedió hace años ―confirmó el doctor, como si tratara de certificar viejos recuerdos―. Verá, oficial: Delucchi era un hombre de personalidad antisocial, lo que algunos llamamos «trastorno psicopático»: era arrogante, impulsivo, carente de remordimientos, incapaz de sentir empatía por nadie, manipulador… ―explicó Zamora, entrelazando los dedos mientras se recostaba contra el respaldo de su asiento de cuero marrón―. Pero no se deje engañar. El psicópata no siempre incurre en el delito. De hecho, es bastante frecuente encontrarnos con personalidades similares en nuestro día a día. Así que, en mi opinión, la de Mauro Delucchi, por sí misma, no tendría por qué haberlo empujado a cometer un crimen; ni siquiera el de su esposa del que, por lo que tengo entendido, no se consiguieron evidencias que lo probaran. Otro asunto distinto es el de la violencia que ejercía contra ella, porque la gente con este perfil es proclive al maltrato psicológico y, en ocasiones, físico. ―Hizo una pausa antes de continuar, como si necesitase ordenar sus pensamientos―. No obstante, el motivo por el que ingresó en este centro no tenía que ver con su personalidad. Y, quizá, dicho motivo sí podría justificar ese homicidio del que me habla.

Selman sacó su libreta del interior de la americana mientras el psiquiatra desvelaba el desenlace:

―Delucchi sufría una enfermedad que conocemos como «epilepsia focal con síntomas psíquicos». Para que lo entienda ―se adelantó Zamora a la inminente solicitud del detective de que se lo explicara en términos más llanos―, se trata de crisis epilépticas en las que no hay pérdida de conciencia ni esas… contracciones musculares tan características de la enfermedad. Lo que ocurre, básicamente, es que se produce una descarga en una zona limitada de la corteza cerebral que, en el caso particular de Mauro Delucchi, le hacía experimentar síntomas psíquicos que se manifestaban, en algunos casos, junto con estados de ira y de agresividad incontrolables.

―¿Con «incontrolable» se refiere a que no era dueño de su voluntad?

―En efecto. A pesar de que el paciente era consciente de lo que sucedía, al menos parcialmente, no era capaz de controlar esos impulsos de violencia, ya que estos son un síntoma de la crisis epiléptica.

Selman se tomó unos segundos para anotar los detalles antes de lanzar la siguiente pregunta:

―¿Quién lo internó?

―Bueno, en realidad, debería decir que su ingreso fue voluntario. Aunque en aquel momento yo no era director de esta institución, me contrataron un año después; por lo que conozco del caso, parece que su hermana lo trajo de Italia, donde había estado internado en otro centro durante su juventud. Pero fue él quien firmó personalmente los documentos necesarios para solicitarlo. Al parecer, sufría las crisis desde la adolescencia, a consecuencia de un accidente, pero se habían agravado hasta el extremo de no permitirle llevar una vida normal. La medicación que le administraban no era la apropiada.

―¿Y, en el tiempo que estuvo aquí, consiguieron curarlo?

―Un tratamiento adecuado mantuvo a raya los episodios. Ahora bien, estos males son crónicos. Se pueden tratar, pero no desaparecen.

―¿Por qué le dieron el alta, entonces?

―A raíz de nuestros informes, tanto él como su familia consideraron que podía vivir una vida perfectamente normal siguiendo el control recomendado.

―Tengo entendido que sus padres habían fallecido. ¿Era su hermana, Rebecca Delucchi, la que trataba con ustedes?

Zamora negó con un gesto antes de hacerlo de viva voz.

―No. A ella no legué a conocerla. Jamás apareció por este centro, al menos desde que yo entré a dirigirlo.

―¿Y qué familiar lo atendía?

―Venía un abogado de la familia a visitarlo y a hablar con los médicos. Y una mujer, una vez al mes, que pasaba varias horas haciéndole compañía.

―¿Recuerda el nombre de esa mujer?

―Pues… déjeme pensar.

Dudó un momento. Después, revolvió los informes contenidos en las carpetas. Al fin, en una de ellas encontró una cuartilla arrancada de un cuaderno, llena de garabatos.

―Noelia Sullcani.

El nombre resonó en la cabeza de Selman con la voz de Jaime Arnaiz: El detective consiguió un nombre: Noelia Sullcani. La chica de la fotografía. Había muchas posibilidades de que fuera la misma Noelia con la que lo sorprendió hablando mi hija.

―¿Recuerda a esa mujer? ¿Recuerda cómo era?

Emiliano Zamora se lamentó.

―Han pasado muchos años. Solo recuerdo que era elegante, y muy guapa. Tendría unos… treinta y tantos años, más o menos. Como Delucchi.

Su subconsciente representó la imagen de su clienta entrando al despacho de la calle Fuencarral, con el paraguas goteando en la entrada.

―¿Diría que eran familia? ¿Amigos? ¿Algo más que amigos?

―No lo sé. Se mostraban mucho cariño el uno al otro, pero no lo sé. Lo más relevante quizá fuese el comportamiento de Delucchi en presencia de ella.

―¿Qué tenía de especial?

―Era la única persona con la que parecía sentirse seguro y ante la que mostraba sumisión. Hablaba poco, y él la escuchaba como si, en lugar de palabras, de su boca surgiese música celestial. Luego, cuando se marchaba, Delucchi volvía a dejar libre su personalidad antisocial…

―Psicopática ―matizó el detective.

Zamora asintió con un gesto que parecía reprobar el tono despectivo que había utilizado aquel hombre.

―Con quien mostraba sumisión también, aunque con ciertas reservas que no parecía tener con aquella mujer, era con el párroco.

―¿Era un hombre creyente?

―Según contaba, le venía de familia. Su madre se lo inculcó desde niño. Era una mujer muy ligada a la iglesia, que dedicaba parte de su tiempo y dinero a acciones de caridad. Delucchi siempre llevaba en una mano un colgante dorado con una cruz que decía haber heredado de ella. Era usual verlo hablando con él, como si fuese el icono de Dios y en él encontrase consuelo. Nuestro párroco, que dejó el centro poco después de la salida de Delucchi, estaba convencido de que la fe del paciente era tan fuerte que acabaría salvándolo de su enfermedad ―recordó con vaga nostalgia―. Ya sabe, el ignorante mundo de las deidades, siempre tan alejado del mundanal ruido.

El detective volvió a tomar notas en su libreta.

―¿Qué más sabe de su familia? ¿Qué contaba Delucchi de ellos?

―Poca cosa: como usted ha dicho, sus padres murieron. No sé cómo, porque no consentía hablar de ello; solo sé que él tenía quince o dieciséis años cuando sucedió. El tema le afectaba, y no forzábamos las conversaciones. Lo que nos interesaba era la parte afectiva, lo que recordaba de los años de su infancia… Evidentemente, fue un niño criado en la opulencia, al que nunca le faltó de nada.

―Malcriado.

―Sobreprotegido ―corrigió Zamora―. Aunque su padre se dedicaba a sus negocios y pasaba poco tiempo en casa, su madre se volcó en él; al menos, durante los diez primeros años. Luego, al parecer, ella empezó a hacer su vida y dejó de encargarse con tanta dedicación de sus hijos.

―Y de la relación con su hermana, ¿qué sabe?

―Nada. A la hermana no la mentaba. Era como si hubiese muerto. Solo soltaba detalles en medio de otras conversaciones, y estas siempre se centraban en la etapa de la niñez. Parece que era cariñosa con él; la madre que hubiese deseado tener, a pesar de llevarle solo dos años.

―¿Estaba resentido?

―¿Con quién? ¿Con su hermana?

―A veces ―justificó Selman―, cuando alguien pierde a un ser querido experimenta cierto… rencor. No sé, hacia la vida, hacia Dios, hacia los que quedan vivos…

El doctor pareció entender más en el brillo de sus ojos que en sus palabras.

―No. Si Delucchi estaba resentido, no lo demostraba.

―Dígame una cosa, doctor: ¿le pasaron informes de los años en los que estuvo recluido Delucchi en aquella institución italiana?

Bajo la barba, Emiliano Zamora esbozó una sonrisa.

―En aquellos años, la psiquiatría en Europa estaba en pañales. Era muy raro que se llevaran seguimientos escritos de los pacientes, y mucho más raro que los entregaran entre instituciones. Cuando un paciente llegaba a un Centro, lo hacía sin historial clínico. A esto hay que añadir que aquel sanatorio fue clausurado poco después de que Delucchi saliera de él. La primera información que tenemos de este paciente proviene del anterior director, y no sé si la consiguió o la redactó él mismo tras un análisis primario, pues el informe está escrito de su puño y letra. ―Lo buscó entre las carpetas y lo colocó ante su vista―. Recuerdo que también se lo comenté hace unos años a un detective que vino preguntando por él, con motivo de la muerte de su esposa.

Aquel dato alertó a Selman, y rescató de su memoria parte de la conversación que había mantenido con Jaime Arnaiz.

―¿Un detective?

El psiquiatra asintió.

―¿Y no recordará, por casualidad, su nombre?