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5 DE OCTUBRE DE 1985

Héctor Selman aparcó en la entrada del camposanto, un terreno situado en la carretera comarcal entre Puertomar y El Albir. Los cipreses sobresalían por encima de la tapia, bailando al son de un tímido viento templado, como si saludaran al detective. Frente a la verja de acceso, una pequeña caseta hacía las funciones de oficina. En el umbral fumaba un hombre regordete, vestido con mono azul, que observaba con curiosidad al recién llegado.

Selman recortó la distancia caminando sin prisa por el terreno de gravilla:

―Buenas tardes ―lo saludó al llegar a su lado.

―¿Qué hay? ―contestó vagamente el otro.

―¿Es usted el responsable?

―El único que hay por aquí. ¿En qué puedo ayudarlo?

El detective hizo uso de su placa nuevamente, levantándola a la altura de los diminutos ojos del hombre.

―Busco cierta información sobre un entierro reciente.

El otro no pareció impresionado por la placa. Aún apoyado en el quicio, con una mano sosteniendo el cigarrillo en su boca, estudió de arriba abajo a Selman. Por allí eran desconfiados hasta con la autoridad, pensó este. Y bien que hacían.

―Entremos ―decidió, al cabo, lanzando el cigarrillo de una toba a la gravilla.

El interior de aquella oficina era un pequeño cuadrado amueblado de archivadores que lo convertían en un recinto angosto. En el suelo, en una esquina, descansaba un cubo de goma sucio de restos grises y una paleta en su interior. También había una escalera de mano tras la puerta, varias sogas y un saco con cemento para hacer la mezcla en el cubo. El mobiliario se completaba con una mesa pegada a la única ventana que se abría al fondo, y una silla. Tras ella, el detective reparó en una escopeta apoyada contra la pared.

―Hace unos meses empezamos a sufrir vandalismo por las noches. La tenemos para ahuyentar a esa gentuza ―explicó al ver que Selman tenía los ojos puestos en ella.

―¿Tienen un vigilante?

―Sí. Es un cazador del pueblo. Pasa la noche en una caseta al otro lado del cementerio y se saca un dinero. De vez en cuando hace rondas, pero lo del arma es solo para asustar, no vaya a creerse. Los vándalos suelen ser chavales borrachos que entran a hacer pintadas y cosas así. Una vez rompieron dos lápidas y la misma policía nos dijo que no podían hacerles nada. Por eso pagamos a este hombre.

―No debería ir dejando ese arma por ahí ―se las dio de agente de la ley.

―Claro. Lo siento. Nunca lo hace, pero…

―No importa ―zanjó el asunto Selman.

―¿Quién es el difunto? ―preguntó dirigiéndose a uno de los archivadores.

―Se llamaba Delucchi. Mauro.

El hombre hizo un mohín, como si no lo recordase. Sacó un libro de registro de entierros y lo apoyó en la mesa.

―¿En qué fecha fue enterrado?

El detective consultó en su memoria la primera conversación con su clienta.

―El 22 de septiembre.

El hombre se colocó unas pequeñas gafas y pasó las hojas sin prisa. Terminó la búsqueda acariciando con el dedo las letras de tinta sobre el papel.

―Aquí no figura. ¿Está usted seguro?

―¿De la fecha?

―Del difunto. En la fecha que me dice no hubo entierros. Dos días antes tuvimos uno. Y un día después, otro. Es más, en las semanas más cercanas solo hubo ―las contó en voz baja―… cinco oficios. Y en ninguno figura esa persona.

Selman se mostró dubitativo, masajeándose la nuca como si lo necesitara para encajar las piezas que parecían no pertenecer a aquel puzle.

―¿Puedo echar un vistazo a ese libro? ―solicitó, al fin, ante la actitud paciente del empleado.

Este lo giró ligeramente para que el visitante pudiera consultarlo. De aquellos cinco nombres, no había ninguno que le resultase familiar. Ni Arnaiz, ni Sullcani… Nada.

―¿Sabe si Delucchi tiene alguna propiedad?

―Lo consultaré ―dijo, solícito, dirigiéndose hacia los archivadores de nuevo―. Es un apellido curioso ―comentó mientras realizaba la búsqueda―. ¿Es español?

―Italiano.

―Ya. No hay demasiados extranjeros enterrados aquí.

A Selman no le interesaba la charla, ni quería prolongarla, por lo que asintió con un sonido gutural con el que el hombre se dio por enterado.

―Sí señor. Aquí está ―volvió a despertar la atención del falso policía―. Delucchi. El nombre del propietario que figura es Rebecca Delucchi.

―Así que tiene comprada una tumba.

―Para dos cuerpos, sí.

―¿Cuándo la adquirió?

―A mediados del mes pasado. Exactamente, el día diecinueve ―confirmó.

―¿Puede mostrármela?

El empleado se quitó las gafas y las guardó en el bolsillo de su camisa, bajo el mono azul.

―Claro. Acompáñeme.

Salieron nuevamente afuera y cruzaron la verja. Un pasillo custodiado por cipreses los condujo al interior de un laberinto de tumbas hacinadas, sin espacio apenas entre ellas, cuyas lápidas sobresalían del suelo arenoso. Cruces y más cruces de distintos tamaños, custodiadas por figuras de ángeles, vírgenes y cristos, se sucedían al paso de los dos hombres. Selman comenzó a sentirse mal. Un nudo se aferraba a su estómago provocándole náuseas, pero trató de contenerlas. El olor de aquel cementerio le traía horribles recuerdos: la constancia de una existencia efímera e injusta.

Al fondo, pegados contra la tapia, un panel de nichos se elevaba tres metros sobre el nivel del suelo. Su aspecto era vetusto y descuidado en comparación con el de las tumbas, y las fechas que rezaban en los frontales, más antiguas. El encargado giró hacia la izquierda por el último pasillo que bordeaba una parcela de ocho tumbas, colocadas en dos filas de a cuatro, cabecera contra cabecera. Finalmente, se detuvo ante la que se hallaba más próxima a los nichos, al cabo del siguiente pasillo.

La expresión de su rostro delató su perplejidad.

La lápida de mármol estaba recién pulida y sobre la cabecera se levantaba una cruz gruesa con la figura de un Cristo. Bajo esta, una inscripción rezaba: «Mauro Delucchi (1937-1985). Requiescat in pacem».

―Esto es muy extraño ―susurró para sí el empleado del cementerio.

―¿Cómo dice?

―No consta en el libro que este hombre haya sido enterrado.

―Quizá a alguien se le haya olvidado hacerlo.

El operario negó contundentemente con la cabeza.

―Imposible. Ya le digo yo que eso es imposible.

―¿Y cómo lo explica, entonces?

―No lo sé.

―¿Trabajó usted aquel día?

―No estoy seguro. De cualquier forma, hablaré con mis compañeros. Si me permite, agente, estaré en la oficina. Cuando acabe pásese por allí, a ver si he averiguado algo.

Selman asintió, metiendo las manos en los bolsillos de sus tejanos. Las letras grabadas, ante sus ojos, se empañaron lo suficiente como para desvirtuarse, y el nudo de su estómago se hizo aún más crítico. Cuando las primeras lágrimas rebosaron sobre sus mejillas, la inscripción había cambiado por otra: «D. E. P. Familia Selman». A su lado, su madre enlutada lloraba desfallecida, con el corazón cansado de latir después de soportar un dolor tan injusto como imprevisto. Y él lloraba no solo por la falta de su hermano, sino también por la de su padre y por el sufrimiento que todo aquello había causado en su madre. En aquel momento, la congoja parecía que no fuera a remitir jamás; que el único destino que les quedaba a ambos era ocupar el mismo lugar al que habían ido sus seres queridos. Su tío abrazaba a su cuñada en un acto de consuelo inútil, mientras los operarios terminaban de cerrar la lápida sumiendo en la tenebrosa oscuridad la segunda caja de madera que ocupaba aquel hueco en el suelo y que aún reservaba espacio para dos más. Pero a Selman nadie lo había ido a abrazar. Nadie le había apoyado una mano en el hombro. Quizá porque todos los allí presentes sabían que él también formaba parte del dolor de aquella mujer, y por primera vez sintió el rechazo del mundo; la incomprensión de su dolor particular.

La muerte no era un tránsito. La muerte era el final. Solo el final. El final de la esperanza y de la ilusión; el final de los proyectos. La muerte era soledad a los ojos de Héctor, que tenía aún que escuchar las palabras esperanzadoras de un cura convencido de que su hermano se habría reencontrado con su padre en un lugar maravilloso, carente de dolor y plagado de paz y armonía. Los cojones ―se contuvo de espetarle a aquel sacerdote―. Su hermano había muerto por una sobredosis y, de estar en algún lugar, sería en el puto infierno. En el mismo infierno que lo aguardaba a él.

Desde aquel día, Selman no había vuelto a pisar un cementerio. Ni a pensar en ellos. Su madre visitaba mensualmente la tumba para renovar las flores y limpiar el mármol. Él jamás la acompañó. Porque, en el fondo de su ser, sabía que había un espacio reservado para sus restos en aquel agujero inmundo. Y aquello le causaba pavor.

Cuando las letras de la tumba volvieron a reflejar ante sus ojos el nombre de Delucchi, Selman liberó el aliento contenido y se enjugó las lágrimas. Entonces una idea le asaltó la cabeza: el dolor que causa la muerte en los que quedan vivos es el último hálito del difunto; la aplastante realidad de lo que fue para ellos, que quedará eternamente en sus vidas. Y Delucchi tenía que haberlo exhalado sobre alguien. Pero, ¿sobre quién? El dolor de su clienta no era convincente, así que no habría sido sobre ella. En cuanto a su hermana, todo lo que había hecho Rebecca Delucchi había sido comprar una tumba en un cementerio perdido entre dos localidades; perdido en el mundo. Y ahí lo había enterrado, sin ruido, de una manera tan discreta que nadie se había enterado. Ni siquiera lo habían anotado en el libro de registro. Al menos podría haberse molestado en llevar sus restos a su ciudad natal. Pero no lo había hecho. ¿Tanto rencor acumulaba en sus entrañas? ¿Tanto desprecio despertaba su hermano en ella? A razón de los acontecimientos, no era de extrañar.

Sin embargo, en el fondo de todo aquello, las piezas seguían sin encajar. En el cementerio, alguien tenía que haber llevado a cabo el enterramiento. Al menos, alguien tendría que haber visto algo…