28 DE SEPTIEMBRE DE 1985
Aunque era sábado, Silvera le había pedido a su socio que pasara por la agencia para abrir la puerta a dos albañiles que empezaban aquella mañana la reforma del local. Además, le había dejado preparada su licencia de armas y un revólver Manurhin, por si las moscas. Nunca había que fiarse de las apariencias, ni de los casos aparentemente banales.
Al descubrir el interior del cajón superior del escritorio, Selman sintió un vahído que lo obligó a sentarse, como quien se encuentra por sorpresa, cara a cara, ante un miedo infantil. Durante un tiempo que le resultó indefinido, el Manurhin de nueve milímetros, de cañón corto y con tambor de seis balas, permaneció tumbado ante su vista mientras él trataba de controlar la respiración y las pulsaciones, luchando contra las emociones enfrentadas de su memoria. En la pantalla de su mente se proyectaban destellos del pasado vertiginosamente: la nave del polígono industrial en la que se llevó a cabo el operativo; los seis miembros de la familia gallega, policía infiltrado incluido, abriendo sus bolsas de deporte Adidas repletas de fardos de cocaína sobre un tablero; los cuatro integrantes del grupo de Lorenzo Cañas, alias el Portugués y presente en la operación, dispuestos a proteger sus intereses; los maletines cargados de billetes en la parte trasera de la furgoneta en la que habían llegado, custodiados por otros dos esbirros a la espera del visto bueno, y él en primera línea, navaja en mano para trinchar un paquete al azar y meterse un cate en la encía superior, certificando la calidad, si procedía. El revólver acerado se alternaba entre los destellos, en el cajón, como un puente tendido entre el pasado y el presente. Luego llegaron los gritos a sus oídos, desde la nave industrial, con órdenes, alertas, improperios, menciones a las madres de unos y otros, que se combinaron con otras instantáneas: el revuelo, las armas apareciendo, él desenfundando un Manurhin idéntico al que le acababa de proporcionar su socio, los gallegos retrocediendo en busca de parapetos donde ponerse a cubierto, los cañones escupiendo fuego, los fardos vomitando nieve y, por último, los estallidos.
Al detective le dio un vuelco el corazón cuando aquella primera ráfaga sonó tan cerca que, por un momento, le hizo creer que había impactado en el despacho. Incluso estuvo a punto de caerse de la silla, pero recuperó la consciencia a tiempo para darse cuenta de que no habían sido más que los primeros martillazos de uno de los albañiles al otro lado de la pared.
Aún después, tardó en recuperar la calma. Para entonces, la decisión de echar mano de nuevo a aquella culata pasaba por esnifar una raya. La preparó sobre el propio escritorio. Un consumo rápido y necesario. Tras la dosis, rescató el revólver y lo sostuvo en la mano, aún temblorosa. Acababa de cruzar el umbral, pensó. El corazón galopaba bajo su pecho de manera distinta; con excitación. Aquella culata volvía a conferirle seguridad, un sentimiento que hacía años que permanecía dormido. Experimentó una sutil erección bajo el pantalón del traje y entonces tuvo la certeza de que ya no había vuelta atrás.
Cuando consultó su reloj, habían pasado tres cuartos de hora desde su llegada al despacho, y era cerca del mediodía. Tenía que ponerse en marcha.
La calle de Santa Feliciana no quedaba muy lejos, apenas a cinco manzanas, entrando por Gonzalo de Córdoba y atravesando la plaza de Olavide, una línea recta flanqueada por árboles que moría en Santa Engracia. Caminando a paso ligero, en poco menos de diez minutos había alcanzado el bloque donde se levantaban las oficinas de la firma Nettuno. Las manos le temblaron al detenerse en la acera de enfrente, y decidió encender un pitillo antes de recuperar aquel hábito ahora aletargado de la investigación rutinaria. Con el cigarrillo humeando, resguardado bajo el soportal de un edificio, los dedos de su mano libre tantearon el objeto frío que guardaba en el interior del bolsillo de su abrigo: una placa de policía que había falsificado cuando trabajaba bajo las órdenes del comisario. Una lección más de aquel viejo diablo. «Un policía ―le había adoctrinado en una ocasión― es policía las veinticuatro horas del día. Es más, es policía toda su puta vida. Y si para el resto del mundo solo se puede ser policía con una placa, habrá que llevar una placa siempre encima. Incluso cuando no cobres por trabajar para el Estado».
Germán Silvera se había revelado como una especie de proscrito dentro del Cuerpo, un relegado que posee una verdad con la que nadie comulga, pero más auténtica que la de todos cuantos lo critican. Selman tuvo la suerte o la desgracia de toparse con él, y aprendió a ver la vida desde un prisma que nunca hubiese creído poder ver. Un prisma donde la línea que separa el bien del mal es tan fina que a veces parece no existir, y donde un policía nunca sabe a qué lado pertenece, ni si es susceptible de pasar al otro en cualquier momento y quedarse para siempre en él. Pero en el comisario había una diferencia sustancial: siempre daba la sensación de controlar esa línea. A veces exigía a sus hombres una confianza ciega, encomendándoles acciones que rozaban la ilegalidad, si no la magreaban, literalmente. Sin embargo, el resultado final inclinaba la balanza de la justicia siempre hacia el mismo lado: el de los buenos. Y eso le hacía ganar más crédito ante su gente. Trabajar a sus órdenes era como caminar sobre una cuerda floja con los ojos vendados. Si tratabas de pensar por tu cuenta, corrías el riesgo de caer y morir, pero si te limitabas a escuchar su voz, sus indicaciones, sin dudar, llegabas al final y recibías un clamoroso aplauso. A pesar de lo que hubieras tenido que hacer, a pesar de las faltas que hubieras cometido, de las ilegalidades o de las leyes que te hubieras saltado. El resultado, a su juicio, era lo que contaba: meter al criminal entre rejas. Limpiar la mierda de las calles. Hacer de este un mundo más seguro y más justo. «Un policía ―dijo en una ocasión― no puede plantearse cuál es el bien ni cuál el mal. No somos filósofos. Un policía tiene que limitarse a impartir justicia. Y para eso hay que tener claro que todo el que no cumpla la ley estará fuera de ella, y habrá que capturarlo y condenarlo».
Ese era el Germán Silvera que se encontró al entrar en el Cuerpo Superior. Un hombre que hablaba de ley, pero que no actuaba conforme a ella. Que la bordeaba. Quizá que la ignoraba para conseguir su verdadero objetivo: capturar a quienes la incumplían. Eso le había hecho ganarse la enemistad de muchos, excepto de sus hombres. En el fondo, quienes trabajaban para él admiraban su personalidad. Y Selman acabaría convirtiéndose en su hijo pródigo.
Cuando lanzó el cigarrillo al hueco de un árbol, tenía impresa en la mente la imagen de sí mismo en su primer día en el Cuerpo Superior. Se había vestido de calle, e iba pulcro, aseado y repeinado. Le habían dicho que el comisario tenía fijación con la puntualidad y la buena presencia, propio de un pasado familiar de talante militar. Así que, firme como un soldado delante del coronel, se había preparado a conciencia para ganarse su confianza contestando a sus preguntas con la seguridad que le confería lo que había aprendido durante años en las calles, junto a un oficial experimentado que jamás había logrado un mísero ascenso. «La disciplina, el orden, seguir el manual de procedimiento…, esas son las consignas de un buen policía ―le hizo ver a su nuevo superior―. ¿Así es como tú actúas? ―le había preguntado este con la atención puesta en su expediente. Entonces Selman había tragado saliva. Y el comisario, levantando la vista hacia él, había sentenciado―: Te han destinado aquí porque toda la morralla viene a este distrito, hijo. Y tú no eres más que otro madero con mucho talento que no cree en este puñetero sistema, ni en la mierda que me acabas de recitar como un padre nuestro. Y eso, hoy en día, empieza a no estar demasiado bien visto. Tampoco ayuda que pierdas la paciencia de vez en cuando, ni que se te vaya la mano… Pero estás de suerte. Has venido al sitio perfecto…».
Despejó sus recuerdos y cruzó de acera. Las oficinas de la firma Nettuno ocupaban la planta superior de sus propios almacenes. Años atrás aquel edificio había acogido a la primera sucursal abierta en España, pero con el crecimiento del negocio habían trasladado a la calle Preciados el punto de venta. Tras pasar el primer filtro echando mano de su placa de pega, Selman fue recibido por el gerente en un despacho interior, sin ventanas, aunque bastante amplio. Era un hombre de edad avanzada que decía llevar varias décadas al servicio de la empresa.
―En los dos últimos años, solo he tratado con el señor Delucchi puntualmente. Antes pasaba al menos una vez al mes por aquí, pero luego fue distanciando las visitas. El señor Agnese recuperó entonces las funciones de supervisión que ejercía cuando se abrió la primera tienda en Madrid.
―¿Quién es el señor Agnese?
El gerente reflexionó, buscando la mejor manera de explicarlo:
―Digamos que es un… representante. Un hombre de confianza de la familia Delucchi que ejerce las funciones de control de la firma cuando los propietarios no pueden o no quieren hacerlo personalmente.
―¿Propietarios? ¿Hay alguien más además de Mauro Delucchi?
―Su hermana, Rebecca.
Selman arrugó el entrecejo y el gerente creyó que debía ser más explícito en sus explicaciones.
―Intuyo que usted no conoce la historia de esta casa, ¿no es cierto?
―Intuye bien.
―Doménico Delucchi, padre de los actuales propietarios, era un prestigioso diseñador italiano que creó la empresa en los años 20, en Roma. Su éxito fue rotundo. La empresa creció y lo convirtió en un hombre muy rico e influyente. Murió con cincuenta y tantos años. Una tragedia que dejó a sus dos únicos herederos al frente de un imperio que aún eran incapaces de dirigir debido a su corta edad entonces. Dicen que la señorita Delucchi es dos años mayor que Mauro, pero nunca tomó las riendas de la empresa. Parece ser que no era voluntad de su padre; ni suya, por lo visto. No sé demasiado sobre ese tema, la verdad. Solo puedo decirle que cuando abrieron la sucursal de Madrid trajeron a su propio equipo directivo de Roma. Yo entré unos años después, y sustituí al gestor de la firma. Y el señor Agnese siempre estuvo al cargo, por encima de mí.
―Y después llegó Mauro Delucchi y Agnese se retiró…
―Sí. Durante unos años.
―¿Cuántos?
―No estoy seguro…, quizá diez. O menos.
―Y hace dos volvió Agnese… ―recapituló.
―Digamos que compartió la dirección, porque Delucchi no desapareció totalmente. Es difícil de explicar. Ya sabe, asuntos de empresarios. Supongo que tendrá alguna relación con la venta de la empresa.
Selman sacó un cigarrillo y se lo dejó colgando de la comisura de los labios, sorprendido:
―¿Van a vender Nettuno?
El gestor asintió, melancólico.
―¿Cuándo? ¿Y a quién?
El hombre elevó los hombros.
―El cuándo es difícil de determinar. Las negociaciones parecen estar en la última fase, pero el inoportuno fallecimiento del señor Delucchi las habrá estancado temporalmente. Sospecho. En cuanto al quién, solo puedo decirle que se trata de una empresa de moda italiana creada recientemente en Barcelona.
―¿Y esa venta repercutiría en sus empleados?
―Aún no lo sabemos.
―Pero habrá rumores…
―Eso siempre.
―¿Y qué se oye?
―De todo.
―¿Qué hay de usted? ¿Teme por su continuidad?
―Mi puesto está blindado, pase lo que pase. No me queda mucho para la jubilación, como se habrá podido dar cuenta. ―Sonrió como quien se rinde a lo inevitable.
―¿Qué opinión le merecía a usted Delucchi?
―Mmm… Ya le digo que mi relación con él era esporádica y se ceñía siempre a asuntos laborales. No lo conocí en profundidad.
―Ya, pero ¿qué podría decir de él?
―Tenía un carácter… rígido. Y solía ser obsesivo con el trabajo. Le gustaba tenerlo todo controlado, y que las cosas salieran como él las quería. No llevaba bien no conseguir lo que se proponía, o que la gente no actuara conforme él esperaba. Por eso sus formas…, bueno, sus formas distaban mucho de la amabilidad del señor Agnese. Él sabe mandar. Es exigente y tiene cierto punto de altanería, pero sabe tratar a sus empleados. Mauro podía ser un hombre encantador dentro de su rigidez, hasta que sufría un revés en sus intenciones; entonces se volvía una persona déspota con quienes trabajaban para él. Me entiende, ¿verdad?
―¿Tuvo alguna vez problemas con alguno de sus empleados? ¿Con usted, por ejemplo?
―No. Conmigo no. Yo siempre me he limitado a cerrar la boca y a cumplir con mis obligaciones. Por eso llevo aquí tantos años. Y con otros…, hombre…, con alguno que otro tuvo encontronazos. Nada grave, no se vaya a pensar. Lo típico cuando se trata de trabajo, aunque quizá su carácter lo magnificara. Pero nada del otro mundo.
―¿Nada que pasara a mayores nunca? ―inquirió Selman encendiendo el pitillo.
―Que yo sepa…, no ―respondió el gerente, dubitativo.
―¿Nunca escuchó nada sobre una nota anónima que alguien le envió con intenciones amenazadoras?
―¿A Mauro Delucchi? ―pareció sorprendido.
El detective asintió, pendiente de su reacción. La severidad del gesto hizo sonreír al otro, que trató de quitarle importancia.
―Hubo rumores, pero yo nunca lo creí. De hecho, no creo que llegara a ser cierto.
―Cuéntemelo, de todas formas.
―Había un encargado en la tienda con el que no comulgaba. Ya habían tenido algún encontronazo anteriormente. Pero en aquella ocasión hubo un problema con las cuentas y descubrimos que faltaba dinero y ropa. Mauro se empeño en hacerlo responsable a él, quizá por esa manía que le tenía. No lo sé. Lo acusó de ladrón. Ya se imagina. El otro no se quedó callado. Se lio una buena. Al final el encargado fue despedido, después de verse humillado públicamente delante de todos los empleados de la tienda. Eso fue todo. Unos meses después, algunos compañeros que aún tenían contacto con el encargado llegaron diciendo que alguien del entorno de Delucchi le había dado una paliza a este porque había amenazado a Mauro. Yo siempre he creído que eran rumores. Las malas lenguas. Todo lo que se inventan en esta santa casa para hacernos creer que la familia Delucchi es una familia de mafiosos italianos… Ya me comprende, tonterías de ese tipo.
―¿Y dónde puedo encontrar a ese hombre?
El gerente hizo una mueca, inseguro:
―Lo último que supe de él es que fue contratado en Sepu, y que trabajaba en el edificio de Gran Vía. Pero de esto hace más de un año, así que igual ya no lo encuentra allí…