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6 DE OCTUBRE DE 1985

Vicente Canals era propietario de una casa de campo a las afueras de Madrid, cerca de la pequeña localidad de Fuente El Saz. La finca contaba con un establo donde tiempo atrás había criado caballos, pero, tras abandonar el negocio, la gente que trabajaba en ello la abandonó dejando libre la vivienda. A Canals le pareció buena idea que su cuñado la ocupara durante las temporadas que pasaba en Madrid y, al trasladarse definitivamente, se quedó con ella.

Anochecía mientras el Ford Capri de Silvera avanzaba por una carretera plagada de baches, recta y solitaria, de camino a aquel lugar. Los faros botaban sobre el asfalto y, a su alrededor, las sombras se cernían sobre campos llanos. El tráfico aéreo del aeropuerto de Barajas desfilaba frente a ellos con ritmo ininterrumpido, como el pase continuo de una imagen de fondo.

―¿Cómo está Daniela? ―preguntó Selman, que viajaba de acompañante, con la vista clavada en un gran avión con luces rojas intermitentes que descendía del cielo.

―Bien, supongo.

―¿Te ha perdonado?

―Digamos que le ha gustado que volvamos a estar juntos tú y yo. Y que te haya pedido perdón por ser tan gilipollas…

―Así que te sigue guardando rencor.

El comisario sonrió. Desvió la vista al retrovisor y constató que circulaban solos por el camino.

―Le hubieses hecho daño, Héctor.

―Probablemente.

―No era más que una cría…

―Una cría que necesitaba el apoyo que tú no le dabas.

―Pero tú no eras su padre, joder. Y ya me conozco yo la clase de apoyo que le ibas a dar tú.

Selman giró la cabeza hacia su amigo.

―Sigues siendo un puto carca, Relámpago. Te has quedado en la prehistoria. Piensas que hoy en día las chicas de esa edad son tan mojigatas como cuando tú tenías quince años. Y no es así.

―Precisamente por eso. ¿Tan difícil es de entender? Hoy os da todo lo mismo. Habéis perdido la ilusión, la esperanza y las ganas de sacrificio. Habéis perdido los valores. Os dejáis llevar, sin más. Como autómatas. No tenéis interés por nada, solo por vivir la vida hasta que se os acabe, sin mirar al mañana. Y no es que sea culpa vuestra, pero es la puta realidad. Este es el resultado final, por lo que esta gentuza tenía tanto interés en que se muriera Franco: para crear un Estado vacío que prometía mucho y que no ha dado nada. Ves a los chavales deambulando por las calles con el cerebro mermado por las drogas y las estupideces que les han colado. Mucha libertad, mucho libre albedrío, pero para qué. Para vestir como indigentes, para llevar crestas de colores, estar agilipollados con esa música cacharrera y pensar poco. Cuanto menos, mejor. Mira, en eso sí que se parecen al abuelo. Cuarenta años tratando de derrocarlo para ahora seguir sus mismos pasos. Solo que en todo lo demás hemos empeorado. Nos han dejado un presente de mierda lleno de vándalos y de deshonra. Y un futuro más negro que los cojones de un grillo.

Selman sonrió con desgana.

―Y esto lo dices tú, que extorsionas a los dueños de los locales y que fuiste juzgado por robar droga incautada… Pues yo diría que a ti este cambio también te ha beneficiado. Ahora tienes un nivel de vida que antes no podías permitirte.

―No te confundas, hijo. A mí no me queda otra que sobrevivir en este sistema. Adecuarme a él porque no me dejan otra. Pero sigo siendo fiel a mis principios. Nunca he dejado de ser un ciudadano honrado que defiende a la gente honrada. Como policía, siempre lo he hecho. A los tipos que venden mierda en sus locales los utilizo, sencillamente, porque, como verás, son la herramienta de este gobierno para mantener a la sociedad aletargada. Así que, ya que son intocables, que se jodan. Si quieren que juguemos a su juego, lo haremos con sus mismas cartas. Y en cuanto a la droga…, ¿a estas alturas tengo que decirte qué hacen con la droga de la que se incautan? ―Selman balanceó la cabeza con desgana al escuchar las palabras de su amigo―. Pues eso. Lo hice una vez. Una sola vez, y no me arrepiento. Nos tienen ganando una mierda de sueldo mientras nos jugamos la vida cada jornada. Cada vez las calles son más inseguras. Hoy, por menos de nada un quinqui te mete dos cuchilladas y te manda al otro barrio. Porque no pierden nada; porque saben que en dos días están otra vez en libertad. Y muchos compañeros no tienen ni para acabar el mes, joder. ¿Qué más da si se sacan algo extra? Al fin y al cabo, se lo endosan a gentuza que está mejor muerta que deambulando por ahí.

―Es una forma curiosa de darle la vuelta a la tortilla y justificar los delitos…

―Yo no tengo que justificar nada ante nadie. Solo ante Dios. Y tengo la conciencia muy limpia. Pero qué vas a entender tú de Dios y de conciencia si eres otro ateo que se deja manipular por la política de izquierdas…

―Yo no soy ateo. Nunca lo he sido ―reflexionó, contestatario―. Siempre he creído en Dios. Por eso me puedo permitir odiarlo.

Silvera giró hacia él la cabeza. La rabia destilada en sus palabras había calado en su cerebro como lluvia ácida. Al darse cuenta, el detective le devolvió la mirada y finiquitó la conversación con un:

―Dejémoslo.

―Sí. Será lo mejor.

Aceleró el comisario.

―De todas formas, se alegraría de verte ―añadió como posdata a su mensaje estéril.

―Quizá no sea el momento…

―¿Por qué? ¿Por el daño que le hiciste?

―Nada de eso habría pasado si yo hubiese actuado de una forma más madura…

―Aquello pasó, Héctor. Dos años es mucho tiempo para cerrar heridas. Y sé que a ella le gustaría.

―Posiblemente. Pero para mí no es tan fácil ―zanjó.

Ambos guardaron silencio. El motor rugió con una reducción de marcha que le restó velocidad al entrar en una rotonda. Luego se desviaron por otro camino donde se distinguían luces dispersas de casas levantadas al borde de la carretera. Avanzaron tres kilómetros que se hicieron eternos debido al mal estado de la vía, y al fin se toparon con la propiedad de Canals, internada en medio del campo, a la que se accedía atravesando una verja ahora cerrada. Germán Silvera se detuvo y su acompañante se bajó para abrirla. La construcción de dos pisos estaba a oscuras, a excepción de la iluminación que surgía de una de sus ventanas superiores, y la sombra del establo se entreveía con la luz de la luna.

―Parece que hay alguien ―confirmó cuando volvió a sentarse en su asiento―. ¿Cuál es el plan?

―Llamar a la puerta ―ironizó el comisario mientras pisaba el acelerador y las ruedas traseras levantaban una nube de polvo.

 

«Fuera, en la distancia, un gato salvaje rugió, dos jinetes se acercaban, el viento empezó a aullar». La vieja canción de Bob Dylan envolvía la planta superior con el tino con el que un narrador omnisciente relataría lo que estaba sucediendo en el exterior. Desde una de las ventanas de la planta baja, la sombra de Mauro Delucchi observaba, encubierta en la penumbra. Su silueta se recortaba por la luz pálida del cielo; una figura espigada, de pelo rizado, aunque inapreciable desde la lejanía a la que aquellos dos extraños se encontraban.

Apenas un minuto más tarde, el vehículo se detuvo cerca del establo, que mantenía las puertas cerradas y un olor a mierda de caballo que el paso del tiempo no había terminado de extinguir.

―¿Echamos un vistazo? ―En el silencio, la pregunta de Selman atravesó la distancia con tremenda nitidez.

―¿Acaso crees que vas a encontrarlo durmiendo ahí dentro?

El detective sonrió con desgana.

―No me gustan las sorpresas.

―A mí me encantan. Solo quiero detener de una vez a ese cabrón y largarme a dormir. Así que dejemos a la policía que registre lo que quiera cuando ese gusano esté entre rejas. No es asunto nuestro.

―Te has vuelto un sentimental, Relámpago ―se burló Selman, echando a andar hacia la casa.

Al alcanzar el muro lateral, Silvera se apoyó en él y sacó su arma. Su compañero abrió el tambor del Manurhin comprobando que las seis balas estuviesen dispuestas.

―Yo entraré por la principal ―planificó el comisario en voz baja―. Comprueba la parte de atrás, y si hay otra entrada, utilízala.

Silvera quería cogerlo de improviso, sin darle opción a escapar. Tenían claro que era un hombre peligroso, con o sin medicación. Lo que no eran capaces de adivinar era hasta qué punto sería un homicida o un corderito con lo que se iban a topar.

Al llegar a la fachada posterior, Selman sacó una horquilla y forzó la cerradura de la puerta trasera. No le costó demasiado conseguir que esta crujiera dejándole libre el paso. La puerta chirrió al recorrer todo su arco, mostrando un distribuidor apagado que desembocaba en el recibidor principal. El detective se sentía torpe con un brazo escayolado en cabestrillo, y hubiese preferido cubrirle las espaldas a su compañero, que parecía no haber logrado aún desbloquear la entrada. Quizá, pensó, tendría que avanzar hasta ella para abrirla desde dentro. Se internó con decisión por aquel pasillo, rebasando estancias que expelían oscuridad y un inmutable silencio a los laterales, y recortó cautelosamente la distancia hacia el extremo opuesto de la casa.

El recibidor contaba con una tenue iluminación anaranjada que se desbordaba desde la planta superior por el hueco de unas escaleras con peldaños de madera. Selman avanzó hacia la puerta principal, quitó el cerrojo y giró el pomo. La hoja se abrió hacia dentro con un quejido agudo de sus bisagras, dejando a la vista el campo llano y el sendero por el que habían llegado. Pero allí no estaba Silvera. El detective, extrañado, se asomó al porche. No había nadie. ¿Dónde demonios se habría metido su socio? ―se preguntó en silencio―. La respuesta no se haría esperar: primero escuchó un chasquido a sus espaldas, sutil, imperceptible de no haber sido por el silencio ambiental que lo rodeaba; un olor ligero y característico impregnó el olfato de Selman: la fragancia de Aqua Velva. Y, seguidamente, sintió una punzada en la zona occipital, sobre la nuca, como un estallido que en milésimas de segundo devastara con su onda expansiva las terminaciones nerviosas de su cerebro. Finalmente, la oscuridad lo apartó del mundo consciente. El agresor se agachó sobre el cuerpo y comprobó el latido del detective en el cuello. Luego, liberó uno a uno los dedos agarrotados sobre su pistola y se la arrebató de la mano.

Algunos escalones crujían y rechinaban al pisarlos. Al completar los dos tramos, el comisario se encontró ante un nuevo pasillo, iluminado por la luz anaranjada de la segunda estancia que se desbordaba sobre su moqueta. Una música tan débil que le había pasado inadvertida hasta ese momento se deslizaba también desde las entrañas de la habitación. Avanzó cauteloso para asomarse al primer dormitorio, oscuro y vacío. Había una cama desecha, y el desorden propio de una alcoba habitada. El comisario apartó la mirada y continuó decidido hasta la segunda sala.

Mauro Delucchi se hallaba sentado en una mecedora. Tenía la cabeza ligeramente ladeada, los ojos cerrados y cada músculo de su cuerpo relajado. Lucía el pelo largo y descuidado, un cabello rojo y rizado que entonaba con las pecas de su rostro demacrado. La música lenta y las velas que desprendían su cera aromática parecían haberlo sumido en un sueño profundo. Germán Silvera cruzó la sala de estar hasta la ventana y miró a través de ella. Fuera, la oscuridad parecía haber engullido al mundo. La cadena de música dejó un breve silencio entre canciones antes de dar paso a otra melodía. El comisario la reconoció enseguida. Era de una película de los 70 que había visto en el Coliseum con su mujer. Casualmente, la última que habían compartido. Aquella canción se le había quedado grabada desde entonces. A la salida, su mujer le había confesado que él se parecía mucho a Paul Newman. De joven, no tanto, pero sí con el paso de los años. La nostalgia estuvo a punto de apoderarse de él mientras B. J. Thomas acometía la primera frase: «Raindrops keep falling on my head…». Nunca había sabido qué significaba, aunque le daba lo mismo. Tras la muerte de su esposa, aquella canción y aquella película se habían convertido en su memoria común. Una memoria agridulce a la que hubiese dado rienda suelta de no ser por un imprevisto que le anunció que no era momento ni lugar:

La mecedora chirrió a su espalda.

Silvera se volvió bruscamente y descubrió a Delucchi observándolo. Tenía la mirada dura y fría. La mirada de un demente, inyectada en sangre a causa de la falta de descanso y de innumerables luchas internas contra su voluntad. Pero, a pesar del sobresalto, el comisario mantuvo la compostura.

―¿Y su compañero? ―El italiano rompió la armonía de la música con su voz quebrada.

―Abajo ―respondió Silvera, bajando la vista hasta el regazo de Delucchi, donde descubrió una pistola que le encañonaba.

―¿No cree que debería llamarlo?

―No hará falta. ¿Lo ha avisado su hermana?

―Desde luego. Si no, no habría estado prevenido. ―Dibujó media sonrisa mientras se ponía en pie, y la mecedora adoptó un balanceo inquietante en el que permaneció unos instantes―. Perdone que insista, pero preferiría que su acompañante estuviera con nosotros.

―No se preocupe por él. Traigo malas noticias, señor Delucchi.

―Lo sé. También me lo ha comunicado mi hermana.

―¿Qué le ha dicho exactamente? ¿Qué su viaje a Estados Unidos ha sido cancelado? ―Silvera avanzó por la habitación lentamente, ante la amenaza que suponía la pistola de Delucchi.

―¿Cancelado? No. Me ha dicho que iba a retrasarse. Que las cosas se habían complicado. Que ese detective se había salido con la suya…

El comisario hizo un mohín.

―Gajes del oficio. ¿Es necesario que me esté apuntando todo el rato?

Delucchi observó que el policía llevaba las manos enfundadas en guantes de cuero, y que en la derecha sostenía su reglamentaria.

―Si dejase usted su arma, no sería tan necesario.

Silvera asintió. Se acuclilló lentamente y la soltó en el suelo antes de incorporarse de nuevo. Delucchi frunció el ceño, contrariado ante la docilidad del comisario, y aceptó bajar la Beretta, que temblaba ligeramente en su mano, mientras aquel desconocido comentaba en un tono que sonó como un reproche:

―La han cagado. Lo sabe, ¿no?

―Pero aún hay solución ―respondió Mauro Delucchi, receloso.

―Dígame una cosa: ¿cree que con otra muerte el plan puede acabar como estaba previsto? ¿Cree realmente que solo es necesario eliminar un cabo suelto y ya está?

―Supongo. No lo sé. Yo no soy quien hace los planes.

―Claro. Usted solo hace lo que le dicen. Lo que le dicen su hermana y su cuñado…

―¿Quién coño se ha creído que es para hablarme así? ¿Eh? ¡Maldito pasmarote de mierda! ―Volvió a encañonarle, y sus ojos se inyectaron de rabia―. Ya he perdido demasiado tiempo. Vayamos abajo con su amigo y acabemos de una vez.

Silvera se encogió de hombros. Delucchi hizo un gesto con el arma indicándole que echase a andar.

―¿Dónde está, exactamente, ese tal Selman? ―interrogó mientras el comisario le daba la espalda y encaraba la puerta.

―En la entrada.

―Pues vamos…

Silvera se disponía a atravesar el umbral cuando se detuvo en seco. El cañón de la Beretta se clavó en su espalda, a la altura de los riñones. Se giró súbitamente y propinó un puñetazo en el rostro al italiano. Este perdió la orientación durante unos instantes. Aturdido, con la nariz rota rebosando sangre, logró percibir que su agresor avanzaba decidido hacia él, pero no fue capaz de reaccionar. El policía se situó a la distancia adecuada para atizarle otro derechazo que dio con su cuerpo contra la librería. Algunas estanterías se movieron lo suficiente como para que los libros que sostenían se fueran al suelo, cayendo varios sobre Delucchi, que, aunque empuñaba aún su pistola por inercia, era incapaz de utilizarla.

El comisario echó mano a la parte trasera de su pantalón, bajo la gabardina, y sacó el revólver Manurhin de Selman. Mauro Delucchi se puso en pie torpemente ―más por instinto que por voluntad propia, ya que todo le daba vueltas y sus piernas flaqueaban―, sosteniendo su cuerpo de forma tan inestable como un niño que logra dar sus primeros pasos. Su cara se había vuelto un amasijo de sangre en perfecta afinidad con el color del cabello. Finalmente, se detuvo ante la ventana y luchó por mantener el equilibrio. Ante sus ojos se mostraban dos hombres, aunque realmente eran el mismo.

Germán Silvera levantó el brazo y sostuvo con firmeza el revólver, encañonándole.

Delucchi sintió cómo la ira y la decepción se combinaban con un ápice de miedo en un cóctel de emociones que jamás había experimentado. Aunque la sensación duraría lo que un suspiro. Cuando su brazo, movido por el reflejo de la supervivencia, respondió a la orden de izarse para disparar contra su enemigo, este apretó su gatillo repetidas veces hasta vaciar el tambor.

El italiano bailó al compás de las detonaciones la macabra danza del occiso. Su cuerpo vibraba por los impactos de los proyectiles que, paulatinamente, desgarraban piel, músculo, hueso y vísceras a su paso. La sexta bala, certera, perforó su cráneo. Acompañando su inercia, Mauro Delucchi cayó contra la ventana, cuyo cristal se agrietó a consecuencia del golpe. Durante unos segundos, el eco de los estallidos lo envolvió todo, como si se tratase del solemne final orquestal de la muerte. Después, lentamente, fue amainando. Silvera aún permaneció inmóvil un rato en medio de la estancia, como sumido en un letargo profundo mientras contemplaba a la víctima inerte, hasta que la canción de Dos hombres y un destino dio su último acorde.