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6 DE OCTUBRE DE 1985
La vida está remendada con hilos de deudas morales. Deudas que se entretejen como los lazos de amistad que nos unen en diferentes momentos de la existencia y que nos dejan ligados a otra persona hasta el momento de su saldo. Da igual el tiempo que transcurra ni la distancia que separe a ambas partes. Da igual, incluso, cuáles sean las circunstancias.
Héctor Selman adquirió su deuda con el comisario Silvera al poco tiempo de empezar a trabajar para él. Una noche recibió una llamada desde el hospital de La Princesa: su madre había sido ingresada a consecuencia de una paliza propinada por su novio. Al entrar en la habitación, se le cayó el alma a los pies. La mujer tenía peor aspecto que el viejo saco de entrenamiento de su gimnasio. El corazón, encogido, empezó a destilar odio en lugar de sangre. Quizá aquella impulsividad que siempre lo había dominado le impidió pensar con frialdad; o quizá la reiteración de los malos tratos padecidos por su madre por culpa de aquel taxista alcohólico y ludópata hizo que su vaso rebosara con aquella última gota. Localizó al desgraciado en un burdel de Vallecas, tomando unas copas, y esperó en el interior del taxi de este a que terminara de divertirse. Cuando se sentó al volante, le encañonó, obligándolo a conducir hasta un descampado. Y allí, sin testigos, lo reventó por dentro a base de puñetazos y patadas, con la contundencia de un luchador profesional.
Germán Silvera le abrió la puerta de su casa en Hermosilla en plena madrugada. Atónito, escuchó por su boca la tragedia que acababa de provocar. Podría haber reaccionado de muchas maneras, pero el comisario optó por encubrirlo. Al fin y al cabo, aquel taxista no era otra cosa que un problema menos en el mundo. Así que fue a buscar a un viejo conocido, un heroinómano con tantos antecedentes por robo con violencia que era detenido habitualmente, lo arrestó y le echó sangre del taxista en la ropa. El tipo acabó entre rejas, cumpliendo pena por homicidio, y murió de sobredosis un año después. Asunto resuelto.
Y Selman contrajo su deuda con el comisario; su lazo de unión.
Sentado en la parte trasera de una ambulancia, un sanitario limpiaba la herida contusa que le había provocado el golpe en la cabeza. Las luces azules de los coches patrulla se reflejaban en los muros de la casa, mientras unos camilleros portaban el cuerpo inerte de Delucchi hacia otra ambulancia. El comisario Silvera contaba su versión de los hechos a unos agentes uniformados, gesticulando con las manos y señalando de vez en cuando hacia la planta de arriba. Selman no le quitaba ojo, mientras el enfermero le preguntaba si sentía mareos. Pero había recibido golpes peores en la vida.
Su socio lo había ayudado a levantarse del suelo en el que había quedado tendido, inconsciente. Al principio le había costado orientarse; recordar qué había sucedido. Luego, el propio Silvera le había confesado haber acabado con Delucchi. Y que le había atizado para evitar que se interpusiera en su objetivo. No quería capturarlo, le reveló mientras las sirenas de la policía aullaban en la lejanía, aproximándose. No quería que aquel demente pudiera, por negligencia o por cualquier otro golpe de suerte, hacer daño a nadie más en el futuro. Y muerto era en la única condición en la cual el problema se erradicaba. «Amén», había susurrado Selman mientras prendía la punta de un rubio exhalando varias bocanadas de humo. Y en silencio, apoyados contra el muro de la casa como dos colegiales sin otra mona que rascar, habían visto llegar a la policía y a las ambulancias.
La presión de una gasa empapada en agua oxigenada sobre la herida le provocó un pinchazo desagradable que ascendió hasta su coronilla. Sucedió en el preciso instante en el que Silvera entregaba el revólver a un agente de paisano y señalaba a Selman con la cabeza. El hombre se volvió para echar un vistazo y sus miradas se cruzaron durante un instante. El revólver, un Manurhin de nueve milímetros corto. Se echó una mano a la espalda y palpó su ausencia. Era su arma.
La deuda contraída con Germán había quedado saldada dos años después. En el interior de un hangar en medio de un polígono industrial. Selman había comprobado la calidad de la mercancía, ante la expectación de todos. El Portugués, custodiado por sus dos guardaespaldas, aguardaba a su izquierda. Enfrente, separados por el tablero, los gallegos. José Alberto Martín, el agente infiltrado en la familia con el falso nombre de Simón, no tenía ni idea de lo que se le venía encima. Selman soltó la navaja sobre los fardos, pero su actitud preocupó a uno y otro bando: no era el comportamiento que augura una aprobación. Eso los puso tensos, a todos. Incluso al agente Martín, que sospechó entonces que la cosa se iba a complicar y, precavido, tanteó su arma bajo la chaqueta. Selman se sintió el centro de atención durante unos segundos que se hicieron eternos. Luego sonrió. El Portugués no quería que aquello sucediera; los Piñeiro, tampoco. Pero cuando alguien empuja la primera ficha, inevitablemente el resto se desmorona. Bastó con sacar su Manurhin para que todos ―los suyos por creer que los gallegos estaban tratando de timarlos y estos por pensar que los del Portugués iban a tratar de quedarse con la mercancía y con el dinero― desenfundaran y comenzaran a apretar el gatillo, poniéndose a cubierto al mismo tiempo. Desde fuera, el equipo de Silvera escuchó las detonaciones y supo que había llegado el momento de intervenir. Pero en el interior, todo se desarrolló más deprisa de lo que hubiera cabido esperar. Las balas atravesaban el hangar, impactaban en la chapa de las paredes, en los vehículos, perforaban los fardos proyectando de sus tripas el polvo blanco… Selman dejó que se mataran en un fuego cruzado, y se dedicó a ir en busca de su objetivo principal. El agente Martín, agazapado tras unas planchas de metal apiladas en una pared, ante la cabina del camión, se asomaba de cuando en cuando por un lateral en busca de un buen ángulo de tiro. Un par de disparos delataron su posición a Selman, que aprovechó la cobertura del tráiler para avanzar hasta la cabina. El comisario, tras revisar las fotografías, había cerrado la puerta de su despacho y había separado la imagen del agente Martín, entregándosela a él.
―A este lo quiero muerto ―había matizado.
El tono utilizado fue suficiente, unido al contexto, para que Selman entendiese que el asunto era extraoficial. Silvera no tuvo que decir nada más; ni explicar sus motivos. Él tampoco preguntó.
Las balas retumbaban en el hangar; y los gritos y voces, unidos al asalto de la policía, desorientaron a Martín y amortiguaron las pisadas de Selman, que logró situarse a espaldas del agente sin que este se percatase. Fue el cañón frío empujando la parte posterior de su cabeza lo que lo dejó petrificado.
―¡Gírate! ―le ordenó.
Martín se dio la vuelta, los brazos en alto aún sosteniendo su pistola. Al verle la cara, expresó pánico mientras titubeaba:
―Soy policía, muchacho. No la jodas.
Selman le encañonaba con firmeza, con el nivel de adrenalina alcanzando su pico más elevado.
―Retrocede ―le ordenó.
Pretendía que abandonara la protección de la cabina de aquel camión y que se expusiera al tiroteo. Quizá un golpe de suerte le ahorrara ejecutar directamente la orden del comisario.
―Puedo proporcionarte un trato de favor, muchacho.
No. No podía. Selman ni siquiera se molestó en explicarle que tenía una deuda pendiente. Que ambos tenían una; y, curiosamente, con la misma persona. Ante la parálisis de Martín, le propinó una patada en el pecho que lo empujó varios pasos hacia atrás, trastabillado y ahogado por la contundencia del golpe. Selman no esperó a que cayera al suelo, decidiendo que tampoco iba a confiar a su suerte el destino de aquel tipo, y apretó el gatillo.
El agente de paisano con el que había estado hablando Silvera se acercó hasta la parte trasera de la ambulancia.
―Detective Selman, soy el inspector Trillas. ¿Cómo se encuentra?
―Me he encontrado peor.
―Me gustaría hacerle unas preguntas, para el informe, ya sabe. Casi todo me lo ha explicado el comisario, así que serán solo un par de cuestiones. ¿Le parece bien que lo resolvamos ahora?
―No hay problema.
―Gracias. ―Levantó una bolsa de plástico exhibiendo en su interior el Manurhin―. ¿Este revólver es suyo?
Selman desvió la mirada hacia su socio, que, en la distancia, lo observaba con las manos hundidas en los bolsillos de su gabardina. Hacía dos años que había saldado su deuda. Dos años que aquella operación, liquidada con la muerte del agente Martín, lo había apartado del servicio para siempre. Un precio demasiado alto. Y ahora, Silvera lanzaba desde la lejanía la misma mirada que le había arrojado en su despacho mientras le mostraba la fotografía del agente infiltrado. Un lenguaje no verbal que delataba la necesidad de un favor muy especial.