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6 DE OCTUBRE DE 1985

El detenido llegó media hora más tarde, cerca de las siete, acompañado por un abogado. Llevaba una pierna escayolada y su rostro delataba los efectos de los calmantes. Medina tomó asiento frente a ellos, al lado de José Azagra, que les puso al corriente de cómo se iba a llevar a cabo el interrogatorio y de qué papel desempeñaban ambos interrogadores. A Dávalos no parecía importarle nada de aquello. Se limitó a pedir un cigarrillo que le proporcionó el inspector y comenzó a fumar dejando a su abogado los detalles de toda aquella burocracia. Finalmente, Damián Medina lanzó la primera pregunta:

―Subcomisario Dávalos, ¿puede explicarnos qué sucedió anoche en el cementerio de El Albir?

Samuel Dávalos bajó la mirada. Había estado a punto de matar a un buen amigo y al socio de este, y había fracasado. Salir de aquello no iba a resultar nada fácil, pero si al menos colaboraba tendría una posibilidad de sacar el mejor partido a su situación. Así que la consigna estaba clara. Pero ¿colaborar con quién? ¿Con aquellos dos policías o con Germán Silvera?

―Todo fue un malentendido ―respondió tras una decisión meditada―. Cuando pueda aclararlo con Germán, se dará cuenta de que se ha precipitado con esta detención.

―¿Puede explicarnos a qué se refiere cuando dice que fue un malentendido? ―pidió Azagra.

Dávalos relató desde el principio los motivos que los habían conducido la madrugada anterior al cementerio viejo de El Albir. Medina tomaba notas en una libreta mientras Azagra se limitaba a escucharlo atentamente, tratando de discernir si decía la verdad o mentía.

―… así que estaba esperando en el aparcamiento, fumando un cigarrillo, cuando escuché un disparo. Entré en el cementerio lo más rápido que pude ―continuó el subcomisario para concluir su versión―. No había demasiada claridad, y disparé creyendo que lo hacía contra unos tipos que estaban atacando a mis amigos, sin darme cuenta de que se trataba de ellos mismos.

―¿De esa manera se inició el tiroteo? ―intercedió Medina sin levantar la vista de su libreta.

En el hospital, tras extraerle la bala, Silvera había hablado en privado con él. Le aseguró que, aunque se sentía muy decepcionado, aún podría remendar en parte su error; al menos, en lo que a su antigua amistad se refería. Selman y él necesitaban tiempo. Tiempo para terminar el trabajo y esclarecer qué demonios había ocurrido con Mauro Delucchi. El porqué del ataúd vacío y de las mentiras de Noelia Sullcani. Necesitaban que Dávalos entretuviese a Azagra, y por eso iban a enviarlo a su comisaría alegando en la denuncia que este tenía información relevante sobre el caso de la chica de El Pardo. Lo que no era de esperar era la presencia de Damián Medina; y eso complicaba las cosas. Complicaba su situación si seguía mintiendo, pues, en el fondo, no las tenía todas consigo en cuanto a que Silvera fuera a cumplir su parte del trato. Aunque siempre había sido un hombre de palabra, en una situación así era difícil poner la mano en el fuego por nadie. Pero le había prometido que si colaboraba acabaría consiguiendo la declaración del guarda del cementerio, que alegaría por un precio conveniente haber sido él quien les había disparado, huyendo al recibir los tiros del propio Dávalos. El pacto era muy beneficioso. Para todos.

―Sí. Así empezó el tiroteo.

Medina hizo un gesto con la cabeza, como si la versión no le pareciese demasiado verosímil.

―¿Ellos no se identificaron?

―No. Respondieron a los disparos. Y eso es lo que complicó las cosas.

―Y el comisario no ha creído su versión de los hechos…

―Si me hubiese creído, ahora no estaríamos aquí. ¿No le parece?

―Desde luego. Háblenos de su relación con el comisario Germán Silvera. ¿Cuánto tiempo hace que se conocen?

―Diez o doce años. Trabajábamos juntos en Estupefacientes antes de que lo trasladaran a la Brigada Central de Policía Judicial.

―¿Era su superior?

―En efecto.

―¿Cómo definiría la relación entre ustedes?

―Bastante buena.

―¿Y después? Me refiero a desde que dejaron de ser compañeros.

―Hemos mantenido la amistad. Nos seguimos viendo una vez al mes o así para tomar una copa y charlar.

―¿Qué opinión profesional le merece? ―inquirió Medina mirándolo fijamente a los ojos.

Dávalos ladeó la cabeza hacia el otro funcionario. Tras una calada al cigarrillo, respondió:

―Es un gran policía. Uno de los mejores. Es un tipo muy inteligente. Tiene mucha psicología y gran capacidad de liderazgo.

―Aun así, también tiene fama de conflictivo… Incluso se le ha llegado a relacionar con asuntos sucios, corrupción policial…

―A la gente le gusta hablar. Ya me entienden. Oyen campanas y no saben dónde. Todo eso viene de hace años.

―¿Se refiere a las veces que ha sido sentado en el banquillo?

―Es evidente, ¿no?

―Ahora que lo menciona, usted tuvo que vivir en primera persona el sonado asunto de la desaparición de aquel alijo de droga por el que Silvera fue juzgado como presunto autor… ¿No fue a finales de los 70?

―Por ahí.

―¿Y qué sabe de aquello?

―Sé lo que sabe todo el mundo: que no se pudo probar.

―Ya. Pero que no se pueda probar algo no significa que no sea cierto, ¿no cree?

Dávalos lo escrutó en silencio. Volvió a fumar, mientras valoraba la dirección por la que se encaminaba el interrogatorio. Y dedujo que Damián Medina no tenía demasiado interés en el caso de la chica asesinada, sino en el comisario. En una caza de brujas que aún seguía activa.

―Yo solo creo en lo que veo. Llámeme escéptico, si quiere.

Medina esbozó una sonrisa decadente, visiblemente defraudado.

―Yo también creo en lo que veo, Dávalos. Aunque, en casos como este, lo que se ve resulta difícil de creer. Cuando hemos entrado aquí y me he fijado en su aspecto… con la pierna escayolada a consecuencia de un balazo que, casualmente, parece que le ha metido su buen amigo Germán Silvera, he intuido que estaría dispuesto a hablar con más confianza de él. Pero parece que me he equivocado… Se nota que son ustedes muy buenos amigos. Aunque quizá usted más de él que él de usted.

―Ya les he dicho que lo del disparo no es más que un malentendido.

Medina rio abiertamente esta vez.

―¿Un malentendido? Bueno, es una forma de verlo. Pero le recuerdo que su amigo, después de pasarlo por el hospital de Alicante, lo ha traído a Madrid derechito a estas dependencias, bajo arresto. ¿Eso también es un malentendido?

―Cuando llegue el momento, lo aclararemos.

―Le diré lo que pienso: pienso que su amigo quiere joderlo de la misma manera que ha jodido a otros compañeros suyos a lo largo de su carrera. Y pienso que usted, al igual que ellos, va a pagar el pato y le va a dejar salirse con la suya. Como siempre.

―Es su opinión, inspector Medina.

―Si me equivoco, entonces, dígame: ¿a qué achaca usted esa mala fama de su amigo, a pesar de que todo el Cuerpo sabe que nunca se ha podido demostrar nada de lo que ha sido acusado?

Nuevamente, la idea de dar la espalda a Silvera y evitar hundirse en el fango le cruzó por la cabeza. Aquel tipo llevaba razón: ¿cuántos colegas del comisario habían pagado un precio alto a costa de su amistad personal? Algunos habían tenido suerte y solo habían perdido una prometedora proyección profesional. Pero otros habían acabado peor. Selman, sin ir más lejos, en la calle. Y Alfredo Nebreda, en prisión. Ahora él estaba muy cerca de acompañar a este tras los barrotes de Alcalá-Meco.

―En parte, yo diría que a la envidia ―respondió sin alterarse, como si el interrogador le hubiese formulado la pregunta sin ánimo de provocar con ella, además, una reflexión―. Lo rechazan por ser un tipo que no ha aceptado la democratización del sistema. Es verdad que sigue siendo un policía de los de antes, de los que creen que están por encima de la ley. Pero, en el fondo, es un policía efectivo que hace muy bien su trabajo. ―Finiquitó el cigarrillo con una chupada larga y lo aplastó en el cenicero―. Y, además, tiene muy buenos contactos. Y eso, aquí dentro, jode.

―Seguramente… ―ironizó Medina. Ahora era completamente consciente de que el interrogado no iba a acceder a delatar a su amigo, a pesar de lo que hubiese ocurrido, y aquello le hizo desistir―. Azagra, continúe usted.

José Azagra acercó una copia de la denuncia firmada tras el arresto y releyó por encima algunas anotaciones antes de resumir:

―Lo han enviado aquí porque, según consta, tiene usted información sobre el caso de Eva Gonzalvo. Y me interesa conocerla.

―Está bien. ¿Por dónde quiere que empecemos? ―su tono cambió, adquiriendo nuevamente el matiz solícito con el que había comenzado el interrogatorio.

―Podría empezar hablándome de su conexión con el caso. Ya sabe, detalles que me ayuden a situarme.

―Puedo hablarle de mi conexión con su caso, Azagra. Pero ganaría más preguntándole al propio Silvera. Él sabe más que yo.

―La información que tengo del comisario es que se encuentra investigando un caso de trata de mujeres en el que podría estar involucrado el presunto asesino de Eva Gonzalvo. ¿Acaso usted también forma parte de esa investigación?

Samuel Dávalos frunció el ceño. Después, se limitó a negar lentamente con la cabeza.

―No. Yo no formo parte de nada.

―¿Puede contarnos su versión, por favor?

Quince minutos después, el detenido remataba un bosquejo de su fortuita implicación en el caso de Eva Gonzalvo, habiendo recalcado en varias ocasiones su desconocimiento acerca del crimen de la chica hasta el día anterior.

El inspector Azagra había tomado notas durante la narración y le pidió a Medina, al detenido y a su abogado que le dieran unos minutos para repasarlas antes de continuar. Se encontraba cansado y, aunque no lo disimulaba, masajeándose repetidas veces las sienes o el cuello, se empeñó en reconstruir toda la versión aportada por el subcomisario para seguir atando cabos.

―Me gustaría que nos remontásemos al inicio de esta historia, porque hay partes de su relato que ha contado muy por encima. Ha dicho que unos amigos acudieron a usted para que les buscara un detective privado de confianza…

―Conocidos ―matizó Dávalos.

―Conocidos, de acuerdo. ¿Cuándo le comentó Germán Silvera que tenía en mente montar una agencia de investigación? ¿Antes o después de que sus… conocidos le pidieran ese favor?

―Me había hablado de la idea tiempo atrás, como un proyecto para llevar a cabo tras la jubilación. Pero coincidió que el día que me comprometí con esa gente en encontrar a alguien discreto y eficaz, quedamos a tomar una copa. Durante la conversación surgió el tema, él se fue animando con la idea de aprovechar la oportunidad como tanteo para su futuro negocio y pensé que podía ser el candidato idóneo.

―Y se lo propuso.

―Sí. Llevábamos unas copas encima, la verdad. Pero cuando se dio cuenta de que se lo decía en serio, se negó. Dijo que era una locura. Yo insistí, porque me parecía que la idea era buena. Pero él no veía conveniente mezclar su trabajo público con un negocio privado como ese. Era lo que lo echaba para atrás. Sin embargo, cuando le hablé de lo que podía sacarse con este tipo de clientes, se lo pensó más fríamente.

―¿Esos conocidos suyos son gente de mucho dinero?

―Empresarios, políticos…, la crème de la crème.

―¿Cómo alguien como usted llega a relacionarse con esa gente? ―volvió a tomar la palabra Medina.

―A través de contactos.

―¿Puede ser más explícito?

―No, inspector. ¿Puede ser más explícito usted con sus preguntas?

―Usted trabaja en Estupefacientes: ¿en los ambientes en los que se mueve se conoce a políticos y empresarios?

―Aparte de mi trabajo, también tengo vida privada… ¿Cree que es de su incumbencia mi vida privada, inspector?

―Por el momento, no. Estaba comentándonos que le dijo al comisario Silvera que sus amigos son gente de dinero y que sería una buena oportunidad para tantear su futuro negocio, ¿no es así?

―Más o menos, sí. ―El tono de Dávalos iba denotando una pérdida constante de paciencia.

―¿Y quién era, de sus conocidos, la persona que necesitaba los servicios de un investigador?

―No lo sé.

José Azagra dio un respingo en su asiento, sospechando que toda aquella versión era una sarta de mentiras y encubrimientos.

―¿No lo sabe?

―En aquel momento no lo sabía. El cliente utilizó a su círculo de amistades, como digo. Nunca me dijeron para quién era ni para qué, ni yo se lo pregunté. La discreción es algo muy valorado en esos ambientes.

―¿En qué consistió su papel, Dávalos? Me refiero en la intermediación entre Silvera y el cliente.

―Simplemente les concerté la cita.

―¿Nada más? ―Medina arremetió con su pregunta, buscando poner contra las cuerdas al interrogado.

―Nada más ―se defendió.

―¿Y cómo puede llegar a complicarse algo tan sencillo hasta el punto de acabar con sus huesos entre rejas?

―Mi cliente no dirá una palabra más a ese respecto, inspector, hasta que no solucionemos este asunto ―intercedió el abogado―. Creo que este tipo de preguntas no pretenden esclarecer nada, sino enervar al subcomisario Dávalos. Y no pienso permitirlo.

―Nos hacemos cargo, letrado ―medió Azagra ante la necesidad de que el detenido no se cerrara en banda, ni que su abogado lo protegiese demasiado―. ¿Le comentó el comisario si pensaba encargarse personalmente del caso?

―No me dijo nada. Aunque no era de extrañar que no lo hiciera, después de sus reticencias.

―Así que Silvera decide ocupar un discreto segundo plano y pasarle parte del trabajo a otro. Entonces entra en escena Héctor Selman. ¿Conocía usted a esta persona?

―Sí.

―¿Ha trabajado con él en alguna ocasión?

―Sí. Era inspector de segunda en Estupefacientes cuando fue expulsado.

―¿Qué opinión le merece Selman?

Tras otro silencio, Dávalos respondió:

―Supongo que es un tipo un poco… impulsivo. Un tío duro. A Germán le gustaba tenerlo cerca, como hombre de confianza. Decía que era efectivo y fiel, pero a veces no era fácil de controlar.

―¿Sabía usted que Héctor Selman fue denunciado en varias ocasiones por brutalidad policial, antes de ser admitido en el Cuerpo Superior de Policía?

―Algo había oído. Pero decían que fue una época en la que flirteaba con drogas. Desde que entró en el grupo de Germán, no tuvo ninguna denuncia.

―Excepto la que lo separó del Cuerpo por el presunto asesinato de otro agente.

―De haber sido cierto, inspector, estaría en prisión. Todos sabemos cuál fue la sentencia de aquel juicio. Y también sabemos todos que necesitaban un cabeza de turco y que le tocó a él por haber sido el autor material de los disparos.

―Cuando, en realidad, tendrían que haber cortado la de su amigo Silvera, ¿no es cierto?

Dávalos esbozó una sonrisa.

―Nadie tendría que haber perdido la cabeza. Fue un error. Lamentable, pero un error…

―¿No le parece curioso que todo lo que hay alrededor del comisario sean errores y malos entendidos?

―Señores ―intercedió nuevamente el abogado―, mi cliente está agotado por el viaje y las secuelas de sus heridas. Si les parece, podemos continuar mañana. Ahora necesita cuidados y descanso.

―No hay inconveniente ―concedió Medina―. Retendremos a su cliente durante las próximas setenta y dos horas, en previsión, antes de que comparezca ante el juez. ―Se puso en pie y Azagra lo acompañó―. Podemos dar por terminado el interrogatorio.

―Gracias por su colaboración, subcomisario Dávalos.

Los dos interrogadores recogieron sus pertenencias y salieron de la sala. Mientras la puerta se cerraba lentamente, Samuel Dávalos los vio desaparecer por el pasillo, llevándose con ellos sus posibilidades de escapar de aquella trampa.