26 DE SEPTIEMBRE DE 1985
El horror, que imprimaba sus retinas como un rayo de sol captado en un descuido, lo obligó a reflexionar sobre la existencia. Pensó en los niños que mueren nada más nacer; en las enfermedades, en los accidentes, en los imprevistos que interrumpen abruptamente un proyecto de vida. Pensó en el sufrimiento que todo ello causa alrededor, y, como la mágica cinta de Escher, esa última idea lo condujo de vuelta a la definición del horror: la respuesta de nuestras células ante la sordidez de la realidad que nos rodea; la manifestación del espíritu cuando comprende que el caos es el único axioma que rige el Universo. Siempre que trataba de encontrarle sentido a esta aplastante verdad se veía obligado a buscar amparo en el azar, o en el destino, ya que su razón no alcanzaba a entenderlo. Pero esta vez tampoco le pareció suficiente.
La lluvia, que había concedido una tregua durante toda aquella tarde de jueves, regresó en el peor momento. Comenzaba a chispear, si bien aún no con la constancia necesaria como para tener que abrir un paraguas. El inspector José Azagra ni siquiera iba provisto de uno, y aguantaba entornando los párpados cada vez que aquellos alfileres acertaban a picotear su rostro. Tenía la mirada perdida en la improvisada tumba de tierra ―una excavación de poca profundidad, de dos metros por uno― abierta entre enebros, jaras y robles castañeros de una zona boscosa de El Pardo. Fuera de ella, el cuerpo desnudo de una joven yacía lívido, embadurnado de barro y cubierto de bichos, expuesto a la inspección de un juez, un médico forense y algunos policías de la Brigada Judicial. Alrededor, dibujando un perímetro amplio, varios nacionales de uniforme marrón aseguraban la zona que, previamente, habían delimitado con cinta sirviéndose de los troncos de los árboles, mientras que otros, de paisano, buscaban pruebas siguiendo las órdenes oportunas. Al otro lado del cerco quedaban un hombre y su perro, desafortunados testigos del hallazgo, y dos agentes ―libreta en mano― tomándole declaración al primero. Pero los diálogos de unos y otros se perdían en el ambiente antes de penetrar en la conciencia de Azagra, un hombre que por su poblado mostacho negro y su incipiente calvicie aparentaba más edad de los treinta y un años que acababa de cumplir.
«Aquí no queda sitio para nadie». Retumbaba en su cabeza ―sin saber por qué motivo― la estrofa del cantautor Joaquín Sabina, seguro de que aquella joven, aún sin identificar oficialmente, era la chica desaparecida de Burjassot; la misma de facciones dulces y ojos azules que sonreía en la foto incluida por sus padres en la denuncia. En ella tendría dieciséis o diecisiete años. Ahora su rostro estaba desfigurado a causa del balazo que había reventado su cráneo, por los múltiples golpes recibidos antes del tiro de gracia y por la mella que la naturaleza le había ocasionado durante los días que llevaba enterrada. Pero Azagra era buen fisonomista. No le cabía duda de que fuera la misma. Una joven que había venido a Madrid en busca de una oportunidad y se había topado con un desalmado en su camino. Con alguien que no sabía lo que era perder un hijo porque quizá tampoco supiera lo que era tenerlo ni amarlo. O porque fuera un demente. O por ambas cosas. Y él se cagaba en la madre que lo hubiera parido, sobre todo cada vez que su mirada se topaba con el cuerpo de la chica y le venía a la cabeza su hija de once años, que ahora estaría en casa haciendo los deberes, esperando junto a su madre a que él regresara como cada tarde.
A veces, aquel horror que tenía que digerir en su profesión le causaba náuseas. Al comienzo de su carrera había sido capaz de sobrellevarlo, pero con el paso de los años sentía que se le volvía insoportable. Ya no era capaz de controlar la bilis, el odio que la provocaba o la rabia que exudaban sus poros contra la raza humana ante casos como el que tenía delante. Y, si lo conseguía, era con mucho esfuerzo, por no convertirse él en un monstruo similar a aquellos contra los que luchaba cada día. Pero ganas no le faltaban de echarse a aquel bastardo a la cara y reventarlo a palos como él había hecho con aquella pobre inocente. Con la misma saña, con la misma sangre fría. Y a tomar por el culo con todo.
―Señor…―La voz de un agente lo hizo regresar, las lágrimas a punto de desbordarse, a tiempo para darse cuenta de que llevaba un rato conteniendo la respiración―. Hemos encontrado esto dentro de la fosa…
El oficial de uniforme sostenía una bolsa de plástico transparente casi a la altura de los ojos de Azagra. En su interior se distinguía una cruz de oro colgando de una fina cadena que provocó un pensamiento fugaz en su mente: la respuesta al sentido del caos no estaba en el azar ni en el destino. La respuesta se hallaba en Dios. Porque Él poseía la entidad necesaria para asumir responsabilidades sobre cualquier asunto mundano que se escapara al entendimiento, a lo razonable. Aquella cadena era un símbolo, una representación Suya a la que quizá la víctima encomendaba con fe su protección. El inspector no hizo ademán de coger la bolsa. Continuó con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo, el ceño fruncido por el agua. Dios no evita el caos; únicamente asume la responsabilidad por su existencia.
Asintió lentamente, convencido de la veracidad de su reflexión.
―Está bien. Que la analicen, por si acaso hay huellas ―ordenó de manera mecánica, como si no quisiera hacerse cargo de nada en aquel momento―. ¿Qué hay de la bala?
―Nada, señor. Ni rastro.
―Sigan buscando…
El policía obedeció con un gesto de cabeza y volvió a dejarlo solo frente a sus elucubraciones: la chica estaba desnuda. No habían hallado ninguna otra pertenencia aparte de aquel colgante. Tampoco nada que se le hubiera podido pasar por alto al asesino. La pregunta era: ¿cómo se las había apañado para llevarla hasta allí? ¿Con qué argucias podía haberla convencido para que lo acompañara a un lugar como aquel, sórdido y apartado, donde poder actuar impunemente y sin riesgo a ser descubierto? ¿Acaso la chica conocía al homicida? ¿Confiaba en él? ¿o lo habría hecho por la fuerza?
Miró en derredor. Más allá de la zona acotada no se distinguía otra cosa que boscaje. Incluso el camino por el que habían accedido hasta el lugar serpenteaba de tal forma que era imposible apreciar de dónde venía o hacia dónde se dirigía. Cuando terminó el recorrido visual, observó que uno de los policías de paisano se encaminaba hacia él, con una libreta aún abierta en una mano.
―Señor, el juez va a ordenar el levantamiento del cadáver ―le informó, señalando con la cabeza la fosa.
―No tiene ganas de mojarse, ¿eh?
El joven sonrió tímidamente, pero el gesto de Azagra era severo.
―Supongo, señor. Empieza a llover fuerte otra vez…
―¿Qué dice el testigo?
―Paseaba con su perro y fue el animal el que descubrió la mano sobresaliendo de la tierra…
José Azagra frunció el ceño aún más, pero ahora no por causa de las gotas continuas.
―Pues va a tener que acompañarnos. Quiero tomarle declaración en comisaría.
―A sus órdenes, señor.
El nacional asintió antes de regresar a paso ligero al lugar donde se hallaban sus compañeros junto al testigo. Azagra miró hacia el juez, que se escudaba bajo un paraguas mientras dos ayudantes encerraban el cadáver en una funda de plástico para su traslado al Anatómico Forense, y volvió a sentirse solo. Solo ante la muerte. Solo ante un asesino que le planteaba un reto. Y la pregunta asaltó una vez más su cabeza: ¿cómo había conseguido acceder a aquel lugar?
Se giró hacia la parte del terreno por la que había llegado. Mentalmente deshizo el recorrido, tratando de conseguir una visión global del escenario: habían circulado por la carretera de El Pardo a Fuencarral hasta el desvío de Torrelaparada, para tomar el camino embarrado de El Pardo a El Goloso. No podía calcularlo con exactitud, pero hasta el llano donde habían dejado los vehículos debía de distar un kilómetro, más o menos. Y, desde allí, a pie. Unos diez minutos hacia el sureste, salvando previamente una suerte de falla de unos tres metros de profundidad, para ascender por atajos abiertos entre robles y vegetación hacia el interior de un encinar espeso de incalculables hectáreas. Y eso solo podía significar una cosa: que el asesino había llevado a su víctima por el mismo camino, quizá con alguna variación al tomar los senderos que se entrelazaban unos con otros.
Pero aquel detalle, en el fondo, no era el más relevante. Lo que realmente importaba era desvelar la identidad del asesino. Y Azagra se prometió que lo haría; que no cejaría hasta tener a aquel fulano frente a frente. Que pondría orden dentro del caos.