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6 DE OCTUBRE DE 1985

Había estado bebiendo hasta que los recuerdos terminaron ahogados en whisky. Y luego había pensado en Dios, y en su curioso sentido del humor. Pero por poco tiempo. Delucchi había vuelto a su mente como un recurso de viejo mago al que le falla el truco principal. El entierro de un hombre adinerado en un cementerio de mierda; demasiado vulgar incluso para un hijo de puta como aquel. Luego le asaltó a la memoria la falsa Irene Arnaiz, con ese vestido negro, balanceando la pierna enfundada en una media de licra negra, y tuvo una erección. A su lado, dos jóvenes inglesas borrachas como cubas reían estúpidamente, cruzando miradas sugerentes con un Selman que casi no podía distinguir sus facciones. Quizá oliesen sus feromonas. Quién sabe. O quizá tuviese pinta de llevar en el bolsillo una bolsita de nieve. El caso es que al rato se acercaron a él; sugerentes, divertidas, desinhibidas. Entonces Selman tuvo consciencia por primera vez de ellas y de su excitación; y Delucchi volvió a su tumba.

Tras otro par de copas, el detective las invitó a su hotel. Llegaron a la recepción como tres almas descarriadas; un adán escoltado por dos rubias de tez blanca como la leche y escotes enrojecidos por el sol. Tras la reprobatoria mirada del recepcionista, subieron a su planta haciendo del ascensor la antesala de la lujuria. Selman llevaba los pantalones y la camisa desabrochados al pararse frente a su puerta, y necesitó cuatro intentos para atinar a meter la llave en la cerradura, la mano de una de ellas en el interior de su calzoncillo y la lengua de la otra explorando su boca.

Pero toda aquella promesa se quedó en nada al entrar en la habitación.

En la semioscuridad, una sombra lanzó al detective sobre la cama y las dos guiris gritaron orquestadas por el pánico. Una segunda sombra las expulsó al pasillo de un empujón y estas salieron trastabilladas, corriendo hacia las escaleras mientras la puerta se cerraba de golpe. Héctor Selman rodó sobre el colchón y se precipitó al suelo. Estaba en inferioridad, no solo porque ellos fueran dos sino porque sus reflejos se veían mermados por el alcohol que circulaba por su sangre. Además, había olvidado el revólver en la guantera del coche. En décimas de segundo decidió que tendría que recurrir a la lucha cuerpo a cuerpo, cosa que se le daba bastante bien. Se enderezó y trató de discernir la sombra más cercana, posicionándose en actitud de combate. Esta avanzaba hacia él decidida, y la adrenalina mitigó los efectos de la bebida como si acabasen de zambullirlo en una piscina de agua gélida.

Pero cuando su enemigo quedó al alcance del primer golpe, la luz del techo se desbordó sobre la habitación.

Los tres se quedaron inmóviles. Selman, sorprendido ante los dos intrusos, sintió que el desconcierto inicial se transformaba en vergüenza al caer en la cuenta del aspecto que presentaba: despeinado, los tejanos a media pierna, cubierto de carmín y en erección descendente.

Samuel Dávalos, que lo había empujado al entrar, lo estudiaba divertido a los pies de la cama. Junto al interruptor, Germán Silvera balanceaba la cabeza hacia ambos lados, como si no pudiera dar crédito a la estampa que tenía ante sus ojos.

―¿Qué coño hacéis vosotros aquí?

―Hemos venido a buscarte ―respondió el comisario tomando asiento en la única silla de aquella estancia.

―¿A las tres de la mañana? ―Se abrochó los tejanos y después hizo lo propio con la camisa, como si con ello pudiese recuperar la compostura.

―No ―respondió Dávalos apoyándose en el quicio de la cómoda―. Hemos llegado a las once, pero no estabas.

Selman se fijó en él con más detenimiento. Casi no lo reconocía desde la última vez que se habían encontrado.

―¿Samuel? ¿Y tú qué pintas en esto?

―Soy quien pone el punto de cordura. Y quien va a sacarte del lío en el que te has metido.

―¿De qué coño hablas? ―preguntó buscando la participación del comisario. Pero este guardó silencio.

―Quieren darte una lección, muchacho. Por empeñarte en seguir revolviendo la mierda ―explicó Dávalos.

―¿Quién va a darme una lección?

―Los amigos de tu clienta.

―¿De esa farsante?

―De la misma. Así que ve haciendo la maleta porque volvemos a Madrid. Quiero que mañana a primera hora estés presentable para ir a verla, recoger la pasta y jurarle que no te interesa saber nada más de ella. Yo te acompañaré.

A Selman todo le daba vueltas, ahora que la adrenalina había recuperado sus niveles normales. Después de un «Ahora vuelvo», se coló en el baño y ambos policías le oyeron vomitar. El detective abrió el grifo de agua fría y metió debajo su cabeza, el suficiente tiempo para espabilarse.

Cuando salió del baño, se sentó en el colchón, sacó un cigarrillo y dio las primeras caladas en silencio, barajando la oferta.

―Esa gente está ocultando algo ―declaró, al fin.

Dávalos se acercó a la cabecera de la cama para acomodarse sobre el colchón.

―Y a ti qué te importa, chaval. Que oculten lo que quieran. No es tu problema.

―Quizá sí lo sea.

―Vete a la mierda, Héctor. Esa gente es peligrosa. Muy peligrosa. Y tú eres su objetivo. Y puedo asegurarte que he visto lo que les han hecho a otros que se han pasado de la raya.

―Yo también lo he visto. Pero hay un crimen de por medio.

―Pues para eso está la policía. ¿No es lo que quiere tu clienta?

―Sí. Y esa es una de las razones que me escaman.

Dávalos se llevó la mano a la cabeza y jugueteó con su cabello, desesperanzado.

―¿Quieres decírselo tú, Relámpago? ―pidió ayuda después de soltar un suspiro.

―Se acabó, hijo. Haremos lo que dice Samuel. Cogeremos la pasta y la policía se encargará del resto. ¿Estamos?

Selman levantó la cabeza, decepcionado. Aún tardó unos segundos en claudicar.

―Está bien. Lo que vosotros digáis ―consintió―. Pero antes de irnos quiero comprobar algo…

Los otros dos cruzaron sus miradas.

―¿Tienes los oídos llenos de mierda? ―le censuró Dávalos.

―Solo quiero confirmar una teoría que tengo. Luego os juro que me meteré en el coche y volveremos juntos a Madrid. ¿Tanto os cuesta?

―¿Qué quieres comprobar?

Selman se puso en pie.

―Os lo enseñaré cuando lleguemos.

 

La entrada del cementerio estaba iluminada únicamente por un rayo de luna clandestino que se filtraba entre los nubarrones tras los que estaba presa, lo que le confería un aspecto tenebroso. Los tres se bajaron del coche y Dávalos sonrió de perplejidad.

―¿Qué coño hacemos aquí?

―Tú espera ―le pidió Héctor Selman mientras avanzaba hacia la oficina cerrada.

Al llegar a la puerta, forzó la cerradura y dejó la vía libre en un abrir y cerrar de ojos. Dávalos y Silvera lo vieron desaparecer en la oscuridad. Al cabo de un rato salió provisto de dos palas, una en cada mano, y regresó al coche.

―¿Se puede saber qué estás haciendo? ―le preguntó, intranquilo, el comisario.

―Quiero desenterrar a Delucchi.

―Tú estás gilipollas, chaval ―espetó Samuel Dávalos.

―Quizá ―se limitó a responder él.

―¿Para qué quieres desenterrar a un muerto?

―Para probar mi teoría.

―Si nos pillan, muchacho ―advirtió Silvera―, se nos va a caer el pelo. ¿Por qué no me cuentas tu teoría antes de hacer una locura de ese calibre?

―Porque no me creerías.

―Prueba.

Selman suspiró.

―Rebecca Delucchi compra una tumba en este lugar el 19 de septiembre. Tres días antes de que muera su hermano. ¿No te parece mucha casualidad? ¿Acaso es vidente?

―Es extraño, sí. Pero tanto como para desenterrar el cadáver…

―Aún hay más: el libro de registro de entierros no recoge el de Mauro Delucchi.

―¡Vamos, Héctor! ―se enojó Dávalos―. ¿Crees que en un lugar como este pueden llevar a rajatabla el papeleo? Por Dios, mira a tu alrededor…

―Ese es precisamente el tercer punto de mi teoría ―respondió sosegadamente―. Mira a tu alrededor. Mira qué lugar más grotesco para enterrar a un ricachón.

―La hermana no tenía relación con él, Héctor ―justificó Silvera―. Es lo que te han dicho…

―En cambio, se molestó en traerlo a España.

―De eso hace muchos años. Quizá después de ingresarlo en el sanatorio mental de Alicante se distanciara de él. No hay constancia de que fuera a visitarlo nunca, ¿no es cierto? Las dos únicas visitas que recibía eran de un abogado y de esa tal Noelia…

―¿De verdad quieres profanar una tumba por esa mierda de teoría? ―Dávalos parecía desconcertado.

―Te dije que no me creerías ―concluyó Selman.

El detective avanzó hacia la verja con las palas y Dávalos se apoyó en la carrocería del coche, exasperado, dispuesto a encenderse un pitillo. Germán Silvera se quedó entre ambos, indeciso.

―Este tío está como una chota ―refunfuñó buscando la complicidad de Dávalos.

El subcomisario meneó la cabeza en un gesto de frustración.

―No deberías haberte asociado con él, Relámpago. No deberías haberlo hecho. Es un tozudo que va a terminar mal. Y lo peor es que nos va a arrastrar a nosotros.

―¿Y qué opción nos queda? ¿Le damos un golpe en la cabeza y nos lo llevamos?

―Que haga lo que le dé la gana. Mira, lo mejor será que entres con él y le ayudes a desenterrar a ese puto muerto. Que confirme la mierda de teoría que tiene. Está borracho y, seguramente, drogado, el muy gilipollas. Y cuando la haya confirmado, nos lo llevamos a rastras a Madrid.

―¿Y tú qué harás, mientras tanto?

―Vigilar, por si viene alguien. Trata de sacarlo pronto de ahí y vayámonos, ¿quieres?

―Lo intentaré ―aseguró el comisario echando a andar hacia la verja.