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4 DE OCTUBRE DE 1985
Todos los presos de la cárcel de Alcalá Meco habían sido recluidos en sus celdas, menos uno. Alfredo Nebreda observaba inmutable el siguiente movimiento de pieza de su amigo Silvera que, con los dedos rozando el único alfil vivo, calculaba las consecuencias de cruzar el tablero con él y acabar con el peón que protegía uno de los caballos de su adversario. Estaban sentados en el comedor, en silencio, custodiada la puerta desde fuera por un guardia armado. La amistad del comisario con el director de la prisión les permitía reunirse al menos una vez al mes, a solas, durante el tiempo que estimasen oportuno. Esa era la única visita que recibía, aparte de la de su abogado.
El alfil sobrevoló finalmente las casillas blancas hasta golpear suavemente la ficha enemiga, que cayó muerta y rodó en círculo sobre su propia base. Nebreda la recogió y la alineó junto a las que habían perecido antes, sobre la mesa.
―Estás como una puta chota, amigo ―se regocijó alzando una de sus arqueadas cejas mientras esbozaba una sonrisa de lobo hambriento. Sus ojos brillantes y oscuros buscaron rápidamente el segundo caballo, posicionado estratégicamente para defender aquel absurdo puesto de mando. Lo levantó, se lo mostró a Silvera haciéndolo oscilar ante sus ojos como si fuese una campanilla y, ampliando la mueca macabra, catapultó al alfil con un golpe que lo sacó del tablero.
―Mierda ―susurró el comisario.
―Te noto cansado, Germán. ¿Problemas? ―Se recostó en el asiento rascándose la incipiente barba en un gesto mecánico y luego cruzó los brazos bajo el pecho aguardando su respuesta.
―Nada fuera de lo normal ―restó importancia mientras estudiaba una nueva estrategia.
Nebreda y él eran viejos amigos; compañeros de la brigada Político-Social. Las circunstancias habían llevado al primero a prisión hacía un año, y cabía la posibilidad de que no saliera de ella hasta el nuevo siglo. Una muerte a sus espaldas durante un interrogatorio en el setenta y siete, en un momento en el que los privilegios de los de la «brigada» parecían haberse extinguido, lo había dejado expuesto. Luego solo hizo falta una transición democrática, una denuncia, una investigación y, siete años después, había sido condenado. Desde su encierro, había perdido pelo y peso; incluso el buen tono de piel que solía lucir se había ido marchitando en pos de una palidez enfermiza. Silvera había valorado la posibilidad de que estuviera aquejado de algo malo, pero el médico había confirmado que su salud era excelente. Que estuviera perdiendo la cabeza, a juzgar por sus ojeras marcadas y su forma de comportarse, era otra opción; una que preocupaba bastante al policía. De ahí que, en los últimos meses, hubiera aumentado aquellas visitas.
―¿Y tú? ―La pregunta pareció de cortesía, por cómo la formuló el comisario, sin levantar la vista del tablero.
―No me puedo quejar. Aquí me tratan bien.
―Me alegro. ¿Necesitas más tabaco?
―Me las apaño para conseguirlo. ¿Vas a mover de una vez?
Germán Silvera sonrió. Después, hizo avanzar la torre.
―¿Qué sabes de Martín? ―preguntó mientras devolvía el caballo a su posición inicial como si tuviese planeado hacerlo desde hacía tiempo.
―Está bien. En el orfanato lo tratan con mucho cariño, y Daniela pasa a verlo todas las semanas. Lo saca a la calle. El niño la quiere con locura.
―Podrías traerme una foto, el próximo día que vengas.
―Claro. ―Avanzó dos posiciones con un peón que aún no había movido y protegió la torre.
―¿Y Daniela, cómo va?
―Es complicado. Me odia y me quiere a partes iguales. A veces más lo primero que lo segundo, pero estoy acostumbrado. Quiere largarse de casa.
―Nunca os habéis entendido…
―Será eso.
―¿Ha vuelto a ver a Héctor?
―No. En el fondo, me gustaría que lo hiciera. Es un buen tipo, aunque necesita una mano que lo guíe por el camino adecuado.
Nebreda levantó la vista hacia su amigo, como si aquel comentario lo hubiese aludido directamente.
―Nunca has sido un buen padre, Relámpago ―confirmó utilizando el apodo que él mismo le había puesto cuando trabajaban juntos, merecido por la destreza de la que hacía gala para sacar el arma y disparar con tino como si ambas acciones fueran un solo movimiento. Los años habían mermado agilidad al comisario, y la fama y el sobrenombre quedaban en la memoria de unos pocos allegados―. Eso lo sabemos los dos. Pero ahora necesito que me hagas un último favor.
Silvera bajó la mirada.
―Lo he meditado mucho ―insistió el recluso―. Desde que sus abuelos murieron y lo internaron en ese orfanato… La idea de perder para siempre a mi hijo me consume por dentro. Necesito que Martín crezca con vosotros.
―No puedes pedirme eso, Alfredo.
―Sí puedo. Me lo debes.
El comisario echó hacia atrás la cabeza, alzando la vista al techo en señal de plegaria.
―Ya he hecho suficiente por ti.
―Y una mierda. El niño no tiene la culpa de nada. Ni Daniela. Siempre pagan justos por pecadores por ese maldito egoísmo tuyo.
―¿Me estás responsabilizando también de la situación en la que te encuentras?
―Ambos sabemos por qué estoy aquí, Germán. Y ambos sabemos que nuestros errores debemos asumirlos nosotros, no nuestros hijos. Te estoy pidiendo que lo ayudes. A él, no a mí.
Silvera mantuvo su mirada un instante. Esas oscuras pupilas dilatadas confesaban sinceramente de qué eran consecuencia aquella palidez y aquellas ojeras. El futuro de su hijo de corta edad le preocupaba hasta el punto de devorarlo. En ese momento, el busca del comisario emitió un pitido. Ambos lo ignoraron. Parecía como si el mundo hubiese dejado de girar.
―Lo pensaré ―prometió, al fin.
Alfredo Nebreda sonrió. Tras el gesto, una brisa de alivio sopló en su espíritu.
―Gracias, Relámpago.
Su amigo sacó el busca de un bolsillo y consultó la pantalla.
―Tengo que hacer una llamada.
Germán Silvera utilizó el despacho del director para telefonear.
―He hablado con mi clienta ―confesó Héctor Selman al comisario como un penitente ante el sacerdote.
―Te dije que me lo dejaras a mí. ¿No te quedó claro?
―No me gusta perder el tiempo.
―¡Vaya, hombre! ¿Acaso tienes otra cosa que hacer?
―Bueno, lo he hecho y punto. Necesitaba escuchar su reacción.
―¿Y?
―Pues que es muy lista. Dice que no conoce a Noelia Sullcani y me sale con que deje el caso y se lo pase a la policía.
―¿Te ha pedido que dejes el caso?
―Como lo oyes.
―Esto no tiene ningún sentido…
―Eso mismo he pensado yo. Y por eso digo que es muy lista. La tía presiente que he descubierto algo; algo sobre su verdadera identidad. Al menos, que no es quien dice ser. Así que ahora se hace la legal con el rollo ese de que lo deje en manos de la pasma y así yo pensaré que estoy equivocado; que ella solo pretendía que averiguara por qué se suicidó su marido. Incluso, si no he llegado demasiado lejos en la investigación, que siga pensando que es Irene Arnaiz. Y después, contrata a otro y empieza de nuevo. Conmigo le ha salido el tiro por la culata.
―Hablaré con Samuel. Lo llamaré mañana a primera hora. Pero si te ha dicho que lo dejes, será mejor dejarlo. Vuelve a Madrid.
―Ni lo sueñes.
―¿Cómo dices?
―Que no pienso volver a Madrid. Este caso huele demasiado a mierda, Germán. Tengo una buena pista y pienso seguirla hasta el final.
―¿Por qué?
―Por qué, ¿qué?
―Ella pagará igualmente. ¿Por qué no te olvidas del asunto? Le pasas la información al inspector encargado del caso, dejas que te tome declaración y a otra cosa… Que siga él tus pistas.
―Porque, en el fondo, esto no tiene que ver solo con el caso.
―No te entiendo…―admitió el comisario.
Selman suspiró al otro lado.
―Se trata de lo que me dijiste el primer día. ¿Te acuerdas? La única manera de salir de la mierda en la que he vuelto a caer es creer en mí mismo. Necesito llegar hasta el final. Si lo dejo, si abandono, seguiré sin saber qué demonios hago en esta puta vida.
―Habrá más casos.
―Sigues sin entenderlo.
Silvera soltó una carcajada.
―Eres la leche, hijo. ¿Así que no es más que autoestima? ¿Necesitas dar un golpe de autoridad sobre la mesa? ¿Reafirmarte para volver a creer en ti? ¿Es eso?
―Más o menos.
El comisario guardó un silencio reflexivo. Finalmente, se escuchó su bufido a través de la línea.
―Está bien, haz lo que te pida tu jodida cabeza. Al fin y al cabo, somos socios. Si esta es la llave para reencontrarte, tienes mi bendición. Hablaré con Samuel mañana a ver qué puede decirme. Te mantendré informado. Si averiguas algo nuevo, llámame.
―Estaremos en contacto.
―Por cierto, ¿dónde te puedo localizar?
―Me alojo en el hotel Marbella. El teléfono viene en la guía. Habitación doscientos uno.
―Descansa.
―Lo mismo digo.