26 DE SEPTIEMBRE DE 1985
Germán Silvera soltó cinco billetes de mil pesetas al tipo que custodiaba la puerta y entró en el gimnasio. Fuera llovía con fuerza, y aquel energúmeno no le puso demasiadas trabas a pesar de tratarse de un cliente desconocido y sin acompañante, limitándose a mirarlo con ojos inquisitivos por si este cometía alguna imprudencia que lo delatara como madero. Pero Silvera conocía bien aquellos chanchullos. Si hubiese ido a pillarlos, se habría llevado al talego a todos los que hubiera querido; igual que había hecho apenas seis horas antes en un club de alterne de la carretera de Barcelona.
En el interior olía a humedad y sudor. No era el lugar apropiado para una competición oficial, pero sí el idóneo para un combate clandestino, de esos en los que se juega mucha pasta y cualquiera de los contrincantes puede terminar frío sobre el tatami, en pleno corazón de Vallecas, además, donde un cuerpo muerto en un descampado a las tantas de la madrugada tampoco llamaba demasiado la atención. Aquella velada proponía cuatro combates de full contact, y a él le habían soplado que el que le interesaba era el último.
La sala de entrenamiento se encontraba bajando unas escaleras, donde el tufo a sudor se intensificaba a cada peldaño, así como los gritos de ánimo de un reducido público. Silvera llegó hasta el umbral y se detuvo en él. En el centro, un tatami cercado por un cuadrado de cuerdas hacía las veces de ring; de allí sacaban en aquel momento a uno de los luchadores entre varios hombres, ensangrentado y medio inconsciente. El otro salía por su propio pie, jaleado por los que habían hecho dinero gracias a su contundente victoria. El público permanecía sentado en incómodas sillas plegables de madera alrededor del cuadrilátero, tan cerca de este que algunos de los que ocupaban las primeras filas aún se afanaban en limpiar la sangre que había salpicado sus ropas.
El comisario observó detenidamente el recinto, con la corbata floja y el traje arrugado bajo su gabardina beis, resultado de una jornada agotadora con interrogatorio a un proxeneta incluido, de los que acababan con la paciencia del interrogador y la boca partida del detenido. El humo de los cigarros ascendía creando una cortina grisácea en aquel ambiente denso. En un lateral, un empleado con una pizarra anotaba las apuestas del siguiente combate, mientras la gente iba entregando su dinero. Unos minutos después, un hombre rollizo, de cabello engominado que le hacía caracolillos tras las orejas, saltó al tatami. Alzó la voz como un tenor y el jaleo del público quedó en un murmullo bajo ella mientras anunciaba el último enfrentamiento de la noche.
Dos hombres accedieron al cuadrilátero al oír sus nombres. El primero no medía menos de dos metros, y su envergadura daba miedo. Vestía un calzón rojo, y llevaba las manos envueltas en vendas blancas a modo de guantes sin dedos. El otro, unos veinte centímetros más bajo, saltaba y movía la cabeza rotándola sobre el cuello, en la esquina contraria. Llevaba un calzón negro y las mismas protecciones en las manos, y se había recogido el pelo en una ínfima coleta a la altura de la coronilla. Silvera reconoció en él a Héctor Selman. De dos años a esta parte parecía más fuerte, quizá porque había perdido algunos kilos definiendo su musculatura. A pesar de ello, al saltar se mostraba ligero como un bailarín.
El comisario se apoyó en la pared y sacó un cigarrillo, ansioso por presenciar el espectáculo que podían ofrecer aquellos dos luchadores.
Apenas veinte minutos después del primer gong, Héctor Selman era retirado del tatami por dos empleados del gimnasio. Su adversario levantaba los brazos en medio de vítores que se mezclaban con silbidos de desacuerdo y de indignación. Y no sin razón, pues los primeros compases de la lucha habían sido trepidantes, con intercambio de golpes frescos, atléticos; combinaciones de ganchos y directos de puños alternándose con patadas en el aire. Pero, a medida que la pelea fue avanzando, la cosa se tornó algo turbia. La mole de pantalón rojo parecía más un saco de patatas que un luchador, y Selman recibía castigos estúpidos, acercándose demasiado a un tipo al que podría haber echado del cuadrilátero con sus potentes patadas desde la distancia, que tan buen resultado le habían ofrecido al inicio. El respetable empezó a intuir cierto tongo, y lo manifestó con gritos y silbidos. Solo se relajó levemente cuando Selman lanzó una patada circular al rostro de su contrario y a este se le abrió la mejilla. La sangre calmó los ánimos al gallinero, así como la respuesta del grandullón en un arrebato de furia que encadenó varios directos al rostro de Selman causándole una herida abierta en la ceja y otra en el labio. Pero luego todo volvió a un curso que, si bien podía describirse como vistoso y entretenido, ocultaba para los apostantes una cierta pestilencia a juego sucio.
En el rostro de Silvera se dibujaba una sonrisa al observar a Selman caminando como un desvalido, asistido por su entrenador y un ayudante. El público empezaba a levantarse de mala gana, abandonando la sala por delante del comisario, que escuchaba toda la retahíla de improperios contra la organización y contra los propios púgiles. Luego, sin prisa, salió del gimnasio entre los últimos asistentes.
Cuando Selman pisó la calle, casi una hora después, aún chispeaba como resaca de la tormenta que había descargado durante el combate. Estaba bien entrada la medianoche, y fuera no quedaba nadie. Se detuvo al pie de la calzada, una mochila al hombro y una gorra negra de visera bien calada para evitar encontronazos con algún perdedor rezagado, y encendió un pitillo protegiendo la lumbre de su Zippo con una mano. El sonido del encendedor al cerrar la tapa con un giro de muñeca produjo eco en la soledad del barrio, mientras el humo ascendía ante sus ojos creando una sinuosa cortina entre él y el tipo que estaba enfrente, apoyado en un Ford Capri azul al que iluminaba la luz amarilla de las farolas. Lo reconoció al instante. De hecho, ya había advertido su presencia durante el combate. Un fulano de pelo ceniza y bigote recortado, vestido con un traje gris y una corbata a juego a los que habían dado de sí las horas de un día interminable.
Selman exhaló una bocanada y esbozó una sonrisa amarga, torciendo el gesto como un perro curtido por la vida callejera, con la sonrisa de un náufrago que ve tierra cuando ya no la necesita.
―Vamos, hijo. ―El tono de voz cansado del comisario rompió el silencio desde la distancia―. Te invito a una copa.
El comisario había sido un padre para él. El padre que perdió cuando tan solo contaba trece años. Silvera era un hombre de carácter, con mucha vida a sus espaldas, y mucha miseria; y eso emparenta más que la propia sangre. Incluso había llegado a acogerlo durante una temporada en su casa. Luego las cosas se habían torcido. Primero en el trabajo y, después, entre ellos.
Se sentaron en la barra de un garito en la calle de San Vicente Ferrer, donde el traje del comisario desentonaba con las pintas de los asiduos a la plaza del Dos de Mayo y las confluencias del barrio de Tribunal. Como olía a madero, provocó que los que tenían algo que ocultar hicieran mutis en busca de un antro más privado. El camarero les sirvió un par de whiskies de mala gana, sin apartar su mirada de resquemor de Silvera, antes de que este se animara a romper el hielo.
―Daniela me dijo que te encontraría buscándote la ruina en ese tugurio. Pero jamás me imaginé que se tratara de combates amañados…
Selman se quitó la gorra y se recogió el pelo en una coleta.
―Tengo treinta y tres tacos, Germán. Si me doy de hostias en serio con alguno de esos, un día acabo frito. Uno sabe dónde tiene el límite…
―Aun así, os habéis sobado bien… ―apreció, señalando con la copa la brecha en su ceja.
―Tiene que parecer real. ―Selman bebió un sorbo, con la vista perdida en el espejo tras la barra, donde se reflejaba la entrada del oscuro local, para no cruzarla con la de su acompañante―. Si no, no hay negocio.
―¿Y no has pensado en dedicarte a algo serio?
Selman guardó silencio. Encendió un cigarrillo y negó con la cabeza.
―No lo sé. Últimamente no me gusta pensar demasiado…
―Es lo que tiene meterse la mierda que te metes, que te quita las ganas de todo.
Nuevamente el silencio entre ambos creó una mampara invisible, pero fría como un témpano.
―Si me meto esa mierda, es por tu culpa ―le reprochó al comisario.
―Admito que tengo la culpa de muchas cosas. Pero de eso…
―Me empujaste a ella. ¿O es que tienes problemas de memoria? Me infiltraste en la banda del Portugués porque era el único del equipo que podía hacerles tragar que no era un madero. Porque era el único que, llegado el momento, no dudaría en meterse un pico o en esnifar una raya. Eras muy consciente de eso cuando me lo propusiste. ¿O vas a negármelo?
―Te elegí porque eras el mejor…
―Y una mierda, Germán. Que nos conocemos, maldita sea. Sé cómo piensas. Durante tres años hemos compartido toda la mierda de nuestras vidas. A otro perro con ese hueso.
El viejo policía apuró de un trago su copa y la alzó con una seña al camarero.
―Lo siento…
―Seguro.
―Joder, lo digo en serio. Vamos, hombre. Sabes que siempre he sido un poco sieso para esto de pedir disculpas… Me cuesta.
Héctor lo escuchó sin mirarlo a la cara. A veces lo observaba, pero a través del espejo, donde se reflejaba sombrío entre las botellas.
―Daniela estuvo varios meses sin hablarme ―siguió confesándose―. Para mí fue un puñetero infierno. Ella… está sola. Si al menos hubiera vivido su madre… Pero ya sabes cómo soy. Nunca he sabido ejercer de padre. Me queda grande. En fin. Poco a poco hemos vuelto a la normalidad, y ya en frío he entendido que la cagué. ―Se giró hacia Selman esperando una reacción de este, pero él seguía bebiendo y fumando pausadamente, como si estuviera a muchos kilómetros de allí―. La cagué bien cagada. Oye, hijo…, yo nunca quise hacerte daño. Esa es la puñetera verdad. Sabes que te quería como a uno más de la familia. Solo… solo trataba de protegerla a ella.
―Por eso me mandaste a dos matones. Para que lo entendiera, ¿no? ―habló, por fin, Selman, volviendo la cabeza y atravesándolo con sus oscuras pupilas dilatadas.
―Héctor, era menor de edad. Tenía dieciséis años, cojones. Y tú, treinta y uno. ¿Es que todavía no lo entiendes? Me sentí… traicionado y humillado. Tú eras uno de mis mejores amigos. Mi confidente. Y de repente me entero de que te estás tirando a mi hija.
―No se reduce a eso, Germán. Nunca lo has entendido.
―No, si ya lo sé. Ya me lo explicó ella. Era amor, ¿verdad?
―Igual si tú hubieses ejercido de padre, ella no se habría acercado a mí.
―Podrías haber sido su amigo. ¿Hacía falta que hubiera algo más?
―Los sentimientos no se pueden controlar, Germán. Igual tú, sí. Igual tú, que lo controlas todo. Pero nosotros no pudimos.
El comisario guardó silencio, comulgando con sus palabras por no rebatirlas, pero sin ninguna fe. Al cabo, susurró:
―Me he arrepentido mucho de lo que hice. Mucho. Si no, no estaríamos ahora hablando.
―Claro. Lo que ocurre es que han pasado casi dos años…
―Oye, en el fondo tampoco te pasó gran cosa. Coño, Héctor, mandaste a uno al hospital y el otro salió vivo por los pelos.
―Después de dejarme la cara como un cuadro de Picasso, te recuerdo.
―Está bien, está bien. Joder, no sé cómo decírtelo. Te pido perdón. Lo siento. Solo quiero recuperar nuestra amistad, pasar página y saltarnos ese capítulo, a poder ser. Que todo vuelva a ser como era antes. Por ti y por mí… Y también por Daniela.
Selman apuró la copa y la dejó sobre la barra, pensativo.
―Eres un viejo gilipollas ―escupió, al cabo―. Si crees que todo va a volver a ser como antes, lo llevas claro. Para empezar, lléname la copa.
El comisario sonrió, dio un buen trago a la suya y llamó de nuevo al camarero.
―Gracias, hijo.
―Y deja de llamarme «hijo». Me toca los cojones.
Silvera levantó ambas manos en señal de rendición. Después tomó la copa y la alzó proponiendo un brindis.
―Por nuestra nueva andadura.
Selman subió la suya en un gesto desganado. Y bebió.
―Me gustaría proponerte algo. Algo serio ―continuó el comisario tras el trago.
―¿No crees que es mucho para una sola noche?
―Tengo un negocio entre manos.
―No me interesan tus negocios. Gracias.
―Sinceramente, no te veo amañando combates clandestinos el resto de tu vida, muchacho.
―También doy clases en un gimnasio.
―Muy edificante. Pero seamos sinceros: ambos sabemos que tu vida es una mierda desde que te apartaron del Cuerpo, y no me gustaría que te hundieses en ella.
―¿Y tú qué coño sabes de mi vida?
―Lo que cuentan y lo que estoy viendo.
―¿Y qué cuentan?
―Que eres un buscavidas sin futuro. Y que te gastas lo que ganas en copas y droga.
―La coca es lo que me hace soportar esto… ―afirmó señalándose el rostro herido―. Así que has estado interesándote por mí…
―Daniela se mueve en el mismo circuito de gimnasios que tú. La enganchaste a lo del full contact y esos rollos de las artes marciales… ―Tomó la copa y agitó los hielos haciéndolos golpear contra el cristal, mientras su mirada se perdía en ellos para bucear en su propia conciencia―. Y creo que es lo único que la ha ayudado a sobrevivir a la mierda de vida que le hemos dejado su madre y yo…
―Algo bueno tuvo que tener nuestra relación, al menos.
Silvera no respondió. El tintineo de los hielos parecía insonorizarlo de la voz de Selman, de las de los clientes que compartían barra con ellos y de la música del local. Al cabo de un rato volvió en sí para beber otro trago con el que los problemas que lo acuciaban comenzarían a disolverse en la nebulosa de la ebriedad. Springsteen inundó sus oídos; las bolas de billar chocando en una mesa perdida al fondo del local, algunas risotadas de un grupo de jóvenes emporrados, las conversaciones más cercanas y la voz empapada de reproche de su amigo volvieron a formar parte de una realidad que le iba pareciendo amable y cada vez más lejana.
―Oye, no soy quién para juzgar tu vida. Eso es cierto. Pero no puedo soportar ver cómo te hundes en esa mierda sin tratar de impedírtelo. Tú eres un tipo listo. Siempre lo has sido. Y te sigo debiendo una.
―Pues métete en tus asuntos y damos la deuda por saldada.
Silvera lo sujetó del brazo.
―¿Es que no te das cuenta? Me echas la culpa por haberte empujado a ese infierno otra vez, pero en el fondo no es más que una excusa que te pones a ti mismo.
―Eludir tu responsabilidad siempre se te ha dado bien, Germán. Muy bien ―respondió Selman bajando la vista hacia la mano que lo apresaba―. Sobre todo, teniendo a descerebrados a tu lado que la asumen por ti y te salvan el culo.
El comisario balanceó la cabeza hacia ambos lados, resignado.
―Esto no nos conduce a ninguna parte. No entiendes una mierda, ¿verdad? Precisamente porque me siento responsable de tu situación, quiero enmendarla. Enmendar mis errores contigo y devolverte el favor que me hiciste. Quizá fuese yo el culpable por meterte en aquel caso. Pero si estás de nuevo enganchado es por la misma razón por la que lo estuviste la vez anterior. Porque en el fondo, bajo esa fachada de tipo duro que muestras de cara a la galería, eres un hombre débil. Un tío de carácter frágil e inseguro. ¿Te suena de algo? Te enganchaste cuando murió tu padre. Y, curiosamente, la segunda vez fue cuando te echaron del Cuerpo. Siempre cuando eres más vulnerable.
Años atrás, cuando comenzó su proceso de desintoxicación, Selman había escuchado aquellas mismas palabras de boca de un especialista. «Un carácter que aflora en las situaciones de desequilibrio e inestabilidad emocional», murmuraban los archivos de su memoria. El comisario no hacía otra cosa que recordárselo; recordarle aquellos tiempos difíciles. Y no le faltaba razón, a pesar de que rescatarlo ahora le estuviera revolviendo el estómago.
―La única manera de vencerlo ―continuó Silvera― es encarrilando tu vida. Como lo hiciste entonces. Y no lo conseguirás si no vuelves a creer en ti mismo, muchacho, si no te demuestras nuevamente lo que vales fijándote un reto, un objetivo que esté a la altura de las circunstancias y con el que compruebes lo que realmente vales.
Apuró el trago el comisario, y soltó el brazo de Selman. Un momento de reflexión le vendría bien a su amigo, pensó. Luego lo observó de reojo. Este estaba perdido en el fondo de su copa, seguramente navegando en recuerdos más amargos que aquella bebida.
―Al menos, escucha mi propuesta… Solo te pido eso.
―¿Es legal o ilegal?
―Muy legal.
Selman volvió a levantar la mirada, cruzándola con los iris azulados de Germán Silvera.
―Dispara.
―He decidido montar un negocio. Me queda poco para la jubilación, y no pienso esperar a la muerte jugando al mus con los viejos del parque. Así que hace meses me puse en marcha y he invertido unos ahorros en abrir una agencia de detectives. Quería tomarme mi tiempo, hacerlo sin prisa. Pero me acaba de surgir una oportunidad que no puedo dejar pasar. Y aquí es donde entras tú. Tengo un cliente que tiene mucha pasta, por lo que parece. Necesita los servicios de un investigador privado. Lo haría yo mismo, pero ya sabes que últimamente las cosas no están muy allá en la policía. Ahora te meten un marrón a la primera de cambio, y no me apetece que me la líen en el último momento. Pero perder la ocasión sería desperdiciar un buen pastel. ¿Qué me dices?
―¿Me estás pidiendo que haga yo el trabajo? ¿Tu trabajo?
―No. Te estoy ofreciendo la oportunidad de asociarte conmigo. Te llevas el sesenta por ciento hasta que yo me jubile y entre de lleno en el negocio. Los gastos corren de mi cuenta.
―El sesenta… ―Selman apuró el whisky e hizo una seña al camarero para que se lo llenara―. ¿Y después?
―Al cincuenta por ciento, si te interesa seguir. Compartiendo gastos…
―Lo haría por un setenta.
―Y una mierda.
―Tú no mueves ni un dedo. Además, me debes dos. La paliza de esos matones me dejó secuelas.
―El sesenta y cinco.
―¿De qué va el caso?
―No lo sé. El cliente está citado mañana a las diez en el despacho.
―¿Tenemos despacho?
Silvera sonrió.
―Más o menos…
Se puso en pie, introdujo la mano en el interior de su chaqueta y sacó un fajo de billetes grandes.
―Córtate el pelo a primera hora y ponte traje. Es importante dar buena imagen ―dijo mientras soltaba varios billetes sobre la barra, junto a la copa de su viejo amigo, y luego liquidó lo que le quedaba de esta―. Me alegra que volvamos a estar juntos… ―Extendió la mano, esbozando una sonrisa.
Selman la estrechó con un fuerte apretón.
―Manejas mucha pasta para ser un puto policía, ¿no?
―A veces tengo buenas rachas…
―Ya. ¿Y cómo se te dan las apuestas clandestinas?
El comisario amplió la sonrisa.
―Sé ver a un ganador a muchos kilómetros de distancia.