Era casi verano cuando llegué al fin a la cresta de la colina que domina el valle de Belaire Pequeña, porque en verdad ese lugar existe. Tenía más detalles de los que yo recordaba en mi confusión, y era verde por supuesto, pero lo reconocí. Había partido en esa misma época tres años atrás.

Al principio pensé en correr colina abajo lo más rápido posible y buscar el sendero que llegaba a la puerta de los cuerda Bucle; pero algo me retuvo. Instalé mi campamento, como lo había hecho todas las noches a lo largo del camino, y me senté. Llegó la noche, y una luna casi llena; el día otra vez. Pensaba: cuando baje la colina seré como Oliva, llegaré de improviso desde muy lejos, con un gran gato de ojos francos y amarillos, y un secreto terrible que contar.

No te dije que en mi primer campamento, después de separarme de Teeplee, Brom me había encontrado. Me asustó escurriéndose hasta mi fogata, y solté una carcajada cuando vi que era él. Pero después de olerme para comprobar que era yo, y de estudiar el campamento, se echó sobre las patas con un suspiro y se durmió. Un gato.

Fue Brom el primero que vio a mi visitante. Había pasado otro día. No me había decidido aún a bajar la colina y cruzar Ese Río, y yacía de espaldas contemplando el verde dorado de las hojas nuevas, sin pensar en nada, cuando oí que Brom hacía ese ruido —ak-ak-ak-ak— que algunos gatos les hacen a los pájaros, o al cielo sin ninguna razón. Rodé sobre mí mismo para ver por qué se reía —un halcón, tal vez revoloteando en las alturas— y me incorporé de golpe con un grito.

Alguien se estaba dejando caer desde el cielo nublado en una enorme sombrilla blanca.

Era una gran semiesfera de un blanco translúcido. Unas sogas corrían desde los bordes, manteniéndola tensa por encima de una bola de aire; y de las sogas colgaba un hombre copio una mosca presa en una telaraña. Se sujetaba de las sogas, sacudiendo ociosamente los pies mientras descendía. Me levanté de un salto y eché a correr, siguiendo el largo descenso de la sombrilla arrastrada por el viento. Parecía crecer al acercarse una cúpula enorme, ondulante; pude ver con claridad al hombre entre las sogas. Me saludo con las manos y luego dedicó toda su atención a tironear de las sogas para que la sombrilla se posara en el prado de la ladera y no en los árboles. Corrí tras él. Se precipitaba hacia el suelo, rápida y bruscamente, y parecía seguro que se estrellaría en el suelo con una Fuerza tremenda a pesar de la sombrilla, que ahora parecía una idea descabellada y nada práctica. Contuve el aliento cuando los pies del hombre chocaron contra el prado. Se tiró al suelo de bruces en ese momento, pensando, supongo, amortiguar así la caída; y tras él cayó la bóveda, un simple lienzo después de todo, derrumbándose y luego flameando al viento.

La sombrilla trató perezosamente de elevarse otra vez con la brisa, pero el hombre estaba va de pie; y mientras la sombrilla se alejaba arrastrándolo, luchaba por librarse de ella, tratando de detenerla con Feroz obstinación. Al fin se liberó, y tironeó del lienzo que ondeaba y flameaba en el suelo como una niebla compacta. Me acerqué con una piedra y la tiré sobre el lienzo para retenerlo. Fue fácil entonces; el Hombre dobló de cualquier manera la tela y se volvió a enfrentarme.

—Mongolfier —y no supe qué responder.

Era un hombre pálido y serio, de pelo negro y lacio que siempre le tiraba sobre los ojos. Estaba enfundado de arriba abajo en una vestimenta de color pardo, con casaca y pantalón de muchos bolsillos, y unas botas extrañas y lustrosas que le llegaban hasta las rodillas, atadas con metros de cordones. Sonrió y yo saludé con la cabeza, e iba a acercarme cuando el hombre dio un salto atrás sin dejar de mirarme con aquellos ojos grandes y negros, ojos como sólo he visto en animales salvajes que han sufrido alguna terrible herida.

En ese momento Brom saltó, cauteloso, de entre los arbustos a mis espaldas; y al verlo el hombre dio un grito. Retrocedía y parecía a punto de caer, llevaba a la espalda un bulto tan grande como él mientras desesperado buscaba a tientas en un estuche del costado. Sacó algo de repente. Era una especie de artefacto con mango y un dedo de metal negro, con el que apuntó a Brom. Se quedó allí sosteniendo la cosa inmóvil como una piedra, mirando. Al fin Brom, notando el miedo del hombre, se escurrió detrás de mí y se sentó, espiando con cautela. El hombre volvió a guardar el objeto, y sin apartar los ojos de Brom, se sentó en cuclillas, con la base del bulto enorme tocando el suelo. Presionó un punto negro en su cinturón y se puso de pie. El bulto quedó allí sobre el prado.

—Mongolfier —dijo otra vez. El bulto no tenía correas y era de forma irregular. Estaba envuelto en algo parecido a mi manto negro y plateado, que lo ceñía como si la tela estuviera mojada, o como si el viento soplara sobre ella desde todos los puntos cardinales a la vez.

—¿Cómo lo hiciste? —pregunté—. ¿Cómo soltaste el bulto?

El hombre alzó una mano indicándome que callara. Con la otra buscó en uno de sus numerosos bolsillos y sacó otro artefacto, pequeño y negro. Se lo pegó a la oreja, moviéndolo como para fijarlo allí; parecía una gran oreja postiza, grande y negra. Y eso es lo que era. Hizo con la mano un ademán de «ven aquí», mirando de reojo la oreja artificial, pero cuando yo me adelanté, retrocedió de un salto.

—Eres más asustadizo que una vaca que yo tenía —dije; al oírme inclinó la cabeza y prestó atención a la oreja. Torció los ojos y se mordió el labio.

—Más asustadizo dijo con una voz lenta, como quien habla en sueños, y nos miramos, confundidos.

Volvió a llamarme con la mano, y yo iba a avanzar hacia él cuando comprendí qué ocurría. No hablábamos de la misma manera. No entendía nada de lo que yo le decía, ni yo entendería una palabra de lo que él pudiera decirme. Pero la oreja postiza parecía entender; le murmuraba al oído lo que yo decía y luego él trataba de responder en mi lengua. Si así era, pasaría mucho tiempo antes de que pudiera preguntarte qué había estado haciendo allá arriba en el ciclo, de modo que me senté con calma y empecé a hablar.

También él se sentó, al cabo de un rato, y escuchó, a la oreja, no a mí, asintiendo a veces, otras alzando las manos como confundido; cerraba el puño frente a la boca hasta que los nudillos se le ponían blancos. Comprendía con relativa rapidez algunas cosas difíciles que yo contaba, pero cuando le dije: «Buen tiempo», pareció perplejo. Más tarde en ese día pudimos hablar bastante bien; él escogía con cuidado las palabras, tantas veces inteligibles como incomprensibles para mí. Nunca tenía quietos los ojos; iban y venían como flechas de aquí para allá buscando el origen de cualquier ruido: pájaros, insectos; una mariposa voló cerca de nosotros y él se incorporó de un salto. Y allí estaba sentado conmigo, sin que mi presencia lo alarmase, como si nos hubiéramos citado allí hacía tiempo, para hablar; en cambio cualquier cosa trivial y natural lo sobresaltaba. Lo único que lo distraía del miedo era escuchar y hablar y en eso se empeñaba con insistencia.

Por fin me dijo que callara. Levantó las rodillas enfundadas y cerró las manos alrededor.

—Sí —dijo—. Ahora te diré a qué he venido.

—Bueno —dije yo—. También podrías decirme cómo.

Los dientes le rechinaron de impaciencia, y yo con un gesto le indiqué que se calmara.

—He venido —dijo—, a recuperar una propiedad nuestra que tú tienes, creo.

Lo extraño era que yo no había usado con él la palabra «propiedad». No creo que la haya usado dos veces en mi vida.

—¿Qué propiedad?

De uno de los bolsillos sacó un hermoso guante de plata, opaco a la luz del sol.

—Un guante —dijo— como este; y más importante, otra cosa, una cosa pequeña, como una, como una…

—Bola —dije. Ahora era a mí a quien le tocaba tener miedo—. ¿Podrías —le dije, y disfruté del miedo—, podrías contestarme una pregunta?

—Tres —dijo, levantando tres dedos—. Tres preguntas.

—¿Por qué tres?

—Lo tradicional.

—De acuerdo. Tres —dije. Las anuncié a la manera de la Lista—: Ah: ¿qué es la bola y el guante, y qué relación tienen con los hombres muertos, como el Tío Plunkett?, y ve: ¿cómo supiste que yo lo tenía?, y se: ¿de dónde has venido?

Cuando oyó mis preguntas, con los ojos vueltos hacia la oreja artificial, empezó a asentir; me miró, y por primera vez esbozó una sonrisa, una sonrisa extraña, sombría, más remota que el rostro hermético e impenetrable de antes.

—Muy bien —dijo—. Las contesto empezando por la última, también lo tradicional. He venido —señaló el cielo— de allí. De una Ciudad que hay allí, algunas la llaman Laputa. Sé que tienes nuestra propiedad por el sonido que hace, no el que tú oyes sino otro, mucho más sutil, que una máquina detectó allá en la Ciudad. Y tiene mucho que ver con el hombre Daniel Plunkett a quien tú llamas muerto, y a quien he traído de la Ciudad. Eso es todo. —Y señaló la forma negra acurrucada entre las hierbas del prado.

—Eres un ángel, entonces —dije—, si me hablas de estas cosas. —Él dejó de sonreír para escuchar, y luego indicó que no entendía—. No me parece —dije al cabo de un rato—, que tres preguntas sean suficientes.

Se acomodó, asintiendo, como dispuesto a empezar una larga tarea. Intentó tres principios distintos, y cada vez se detenía como ahogado, como si cada palabra fuese un pedazo de él mismo, que le arrancaban con dolor de las entrañas. Me dijo que no había ciudades en el cielo, sólo aquella llamada Laputa, que los ángeles habían construido poco antes de la Tempestad; era una gran semi-esfera de una milla de ancho en la base y toda transparente, una delicada filigrana de paneles, para indicar que estaban unidos de tal modo que podían sostener su propio peso, y no eran de vidrio, no, sino de algo… nada en verdad… una materia o una condición que permitía el paso de la luz y que no era nada en sí misma, pero de la que nada podía escapar…

—Como el paso-muralla —dije yo, y él me miró, pero no dijo que no había paso-muralla. Trató de explicarme cómo se calentaba el aire adentro, y que el aire de afuera era más frío, y se embarulló, y yo le dije que entendía: por ese motivo la Ciudad era más liviana que el aire.

—Sí —dijo—. Más liviana que el aire.

Y así subió hasta el cielo, toda una milla, y sostenida por su perfecta simplicidad, había flotado allí desde entonces, mientras generaciones de ángeles nacían y vivían y morían allí. Habló de máquinas y motores, y yo me preguntaba al principio por qué habrían elegido llenar la Ciudad de esas cosas, hasta que vi que él quería decir que las máquinas todavía eran perfectas: todavía hacían lo que estaban destinadas a hacer. Yo miré la oreja artificial, y luego el bulto en el prado; él advirtió mi mirada.

—Sí —dijo— incluso eso funciona todavía.

Me contó cómo después de la Tempestad los ángeles habían vuelto a buscar a los cuatro hombres muertos, la mayor de las obras angélicas; habían encontrado tres, destruidos por la Liga, y uno se había perdido; y habían buscado a aquel perdido, Plunkett, lo mismo que la Liga, pero ellos lo habían encontrado antes, y se lo habían llevado a la Ciudad del Cielo.

—Pero —dijo—, faltaba una parte: una bola, y el guante que la hacía funcionar y que… y que… —Y el hombre se detuvo y tuvo que empezar de otra forma, para explicarme a Plunkett. Le llevó mucho tiempo, porque tenía que detenerse a pensar, y se mordía los nudillos y se golpeaba las botas de impaciencia; sentí la tensión de él, y lo interrumpí con preguntas hasta que me gritó que me callara.

Empezamos a entendernos mejor cuando le dije que yo había visto una imagen de Plunkett. Respiró hondo y me explicó: la esfera que era Plunkett se parecía a esa imagen, que no reproducía la cara de Plunkett, sino lo que era él mismo. En vez de mirar la imagen y ver cómo era la cara de Plunkett, tenías que encasquetarte tú mismo la esfera, y durante el tiempo en que la usaras, como una máscara, durante todo ese tiempo tú no estarías allí y Plunkett estaría; Plunkett volvería a vivir en ti, tú mirarías por los ojos de Plunkett; no, Plunkett miraría por tus ojos. La esfera era sólida con Plunkett, y sólo esperaba a alguien dentro de ella para llegar a ser; como… como el significado de una palabra que espera una palabra para ser el significado de…

—Como una carta —interrumpí. Él asintió con lentitud, no muy seguro de lo que yo había dicho—. ¿Y la bola y el guante?

—Para borrar la esfera —dijo. La esfera no era más que un recipiente; ahora contenía a Plunkett, pero con la bola y el guante podía vaciarla, y Plunkett ya no estaría, y la esfera parecería un espejo vacío en el que no se mira nadie, y que podría reflejar a algún otro. El hombre muerto estaría muerto.

—Dos veces y para siempre —dije—. ¿Eso fue lo que les pasó?

—Creo que sí.

—Excepto el quinto —dije.

—Hubo sólo cuatro —dijo él.

—Hubo cinco —dije yo.

El hombre se levantó y fue hasta la mochila. Se había calzado el guante de plata, y con él apartó la tela negra que envolvía la mochila. Sobre la hierba había una caja o un pedestal transparente, con hileras de borlas negras y plateadas, suspendidas, como flotando en el agua, y en lo alto una esfera transparente del tamaño de la cabeza de un hombre, y al parecer sin nada adentro.

—Eran cuatro —dijo—. Hubo un experimento, con un animal. Lo hicieron porque no sabían si al obtener esa… esa imagen… no lo matarían, o le harían daño; si mataba al animal, bueno, eso no importaba, pero no podían correr el riesgo con un hombre, como sabían bien. Sin embargo, el experimento fue un éxito. Y lo llevaron a cabo con cuatro personas. —Se sentó otra vez, y levantó las rodias—. Así que el quinto, el que tú dices: ese fue el experimento. Era una gata, una gata llamada Botas.

Había caído la noche. El valle estaba oscuro allá abajo, y las sombras de los árboles se extendían sobre la pendiente de hierbas, pero nosotros estábamos todavía a la luz: él enfundado en marrón, apretándose las rodillas, y yo, y la cosa que era Plunkett aunque Plunkett estuviera muerto.

—Yo he sido esa gata —dije.

El miedo miró por los ojos del hombre, de rostro pálido y tenso.

—Y yo —me dijo—, yo he sido Daniel Plunkett.

—Y luego regresaste.

—Y luego regresé.

—Ángel —le dije—, ¿a qué has venido?

—He respondido a tus preguntas —me replicó—. Ahora tú me responderás a mí. —Se acomodó, se ajustó la oreja, y preguntó—: ¿Te gustaría vivir eternamente, o casi?