En un día tormentoso, de lluvia torrencial, que yo hubiera llamado el primer día de noviembre pero que el calendario llamaba el veinte de septiembre, fui a los Veintiocho Aromas, convocado por Zhinsinura. La encontré sentada frente a la mesa calendario con la lámina de septiembre delante de ella.
—¿Te has preguntado quiénes son? —me dijo.
—Sí —respondí.
—Sólo dos —dijo—. Como todos los otros dos en este mes. La tercera es una mujer vieja, a quien ellos van a ver en este mes para pedirle consejo. —Me sonrió. La cabellera gris y suelta le agrandaba la cabeza solemne, y los ojos de párpados hinchados parecían siempre tristes; pero tenía una sonrisa vivaz y genuina—. ¿Y qué tal andas ahora, muchacho de los túneles?
—Bien —dije, y no habría dicho nada más, aunque por otra parte Zhinsinura no oiría en mis palabras lo que yo quería decir; qué andaba bien y qué no andaba bien—. ¿Puedes decirme, sin embargo, qué es una carta de la doctora Botas?
Había otros allí, trabajando y esperando, algunos que yo conocía. Me había acostumbrado a sentirme observado en Ciudad Servicio; en aquel momento hubiera preferido estar a solas con Zhinsinura, pero esa no es la costumbre de la Lista.
—Es una carta —dijo—, de la doctora Botas.
Sentí que me miraba. Bajé los ojos y observé las largas manos de Zhinsinura que acariciaban los bordes pulidos de la lámina.
—Hay algo ahí —le dije con cautela—, una cosa que ignoro.
—Siempre habrá algo así, espero.
—Eso es lo que ella quiere decir, parece. Eso de lo oscuro y lo claro, sabes, no es fácil de entender. En un momento pensé haber visto un sendero, a propósito del invierno que llega; pero no era más que otro enigma, y ella parece decir que los enigmas son respuestas.
—Todo enigma es su propia respuesta —replicó Zhinsinura—. Eso es fácil. Pero ¿cómo un enigma podría conocer su propia respuesta? No pienses que me burlo de ti, de ningún modo. Es algo secreto. Los del habla con verdad no han creído demasiado en tales secretos, eso es todo. Tú le preguntas por su secreto, aunque quizá no sepas que se lo preguntas, y ella no te lo puede decir, pues no lo conoce. Y no quiere conocerlo.
—¿Cómo puedes tener un secreto que no conoces? —pregunté.
Los otros miraban ahora para otro lado. No les gustaba esa conversación, no a los más jóvenes; los mayores ya no escuchaban; pero Zhinsinura entrelazó los dedos de las manos y se inclinó hacia mí sonriendo.
—Bueno, dinos, ¿cómo haces tú para hablar con verdad? —me preguntó—. Cambiemos tú y yo un secreto por otro.
—Eso no es ningún secreto —dije—. Es algo que aprendes tan bien que olvidas que lo sabes.
—Bueno, pues —dijo ella—, ahí lo tienes.
—Pintada de Rojo había dicho: para los cuerda Susurro un secreto no es algo que no quieren decir, sino algo que no se puede decir.
—Hay una cosa ahí —dije con lentitud, como un estúpido—, que no sé y quiero saber. Tiene que haber una forma de aprenderlo, puesto que todos vosotros lo sabéis. Si no se puede decir, lo aprenderé de cualquier manera.
Los ojos serenos de Zhinsinura parecían encapotados y arrugados de tanto mirar.
—¿Entiendes lo que pides? —dijo con dulzura—. Los secretos, sabes, una vez que los conoces, los conoces para siempre. No puedes volverte atrás y estar otra vez afuera sin saberlo. No hay salida.
—Como el paso-muralla —dije.
—¿El paso-muralla? —dijo ella, sonriendo—. No hay tal cosa.
Todos se rieron con benevolencia como si alguien hubiera dicho un chiste viejo en el momento oportuno. Las risas despertaron a Fa’afa, la gata atigrada que siempre estaba cerca de Zhinsinura. Ella le acarició la cabeza, y la gata se echó otra vez.
—La Liga, sabes, nunca quiso a los del habla con verdad. Tal vez porque las mujeres del habla no quisieron entrar en la Liga en tiempos muy remotos, o no ayudaron más tarde, después de la Tempestad, cuando hubieran podido, y sólo se preocuparon por ellas mismas. Y luego, el orgullo herido de la Liga, quizá; que todos vosotros hubierais sobrevivido sin que ella os ayudara. Y sólo mucho después de que las mujeres anunciaran que la Liga se había disuelto, Oliva fue a los túneles. La Liga pensaba que nunca harían las paces con vosotros; y hubo quienes, para vergüenza de la Liga, trataron de prevenir a Oliva. Bueno. Todo eso es pasado.
»Pero nosotros, desde entonces, en todas estas vidas sucesivas, hemos cambiado: yo visitaba a menudo vuestros túneles, oh, hace ya tanto que ahora no es ni claro ni oscuro. Había un muchacho allí… bueno, un muchacho, un viejo, un hombre viejo ha de ser ahora, si todavía vive, que me pidió que me quedara allí con él, con todos vosotros. Yo quería quedarme, aunque tenía miedo; a la larga él fue más sensato; pero creo que los dos sabíamos que acabaríamos mal. Y a pesar de todo, creo que lo más difícil es venir desde allí. Tu chica pudo porque ella es una prima; tú… bueno, no lo digo para asustarte.
Desvió la mirada, levantando el brazo largo y enjuto para sacudir y bajar los brazaletes. Sonó la campana del atardecer. Meditó un momento; luego dijo:
—Sí, hay una cosa que no sabes. Sí, hay un modo de conocerla, aunque no en esta época del año; y de todos modos, es demasiado pronto para ti. Quédate; escucha y aprende; y no pidas lo que no te se da. —Corrió la piedra engomada del día veinte al veintiuno—. Dices que ella inventa enigmas para ti. Bueno, yo te diré otro. No temo decírtelo porque ah, aunque no es en absoluto un enigma, tú pensarás que lo es; y entiende, si vas a quedarte aquí, tendrá que ser a tu manera y no a la nuestra; y entiende, no es el día y el momento, de todos modos.
»Este es el enigma: puedes atarte un cordel en el dedo para recordar algo, hasta que olvides que tienes un cordel en el dedo. En ese caso habrás olvidado dos veces y para siempre. Este calendario es un cordel en el dedo… y la carta de la doctora Botas es cómo lo olvidamos, dos veces y para siempre.
»Por ahí puedes buscar un sendero. Conozco vuestro famoso Sendero. Si pretendes encontrarlo aquí, piensa esto: sendero es sólo un nombre para el sitio en que te encuentras. A dónde vas a ir por él es sólo una historia. A dónde has ido por él es sólo otra historia. Algunas de las historias son agradables; otras no. Eso es oscuro y claro.
Yo seguía sentado delante de ella, cabizbajo, con la lámina de septiembre entre nosotros, y escuchaba; y hubiera podido entender, como ella, si alguna vez en todos mis años de crecimiento me hubiesen contado una historia que no fuera cierta.
—¿Te despidió? —me preguntó Una Vez al Día. Estaba sentada en el suelo entre las cestas de manzanas que iban trayendo por el paso-muralla, ayudando a los niños a separar las malas, que echarían a perder las demás.
—No —dije—. No creo que me despidiera.
Una Vez al Día frotó una manzana contra la túnica de estrellas y me la alcanzó: una manzana anaranjada ahora ruborosa como una mejilla.
—Me alegro —dijo.
Yo me había equivocado con ella. No se ponía una máscara para esconderse de mí; pero una opacidad la velaba desde dentro, y velaba su transparencia como una neblina vela las transparentes mañanas otoñales. Pero en lo alto el cielo es azul. Zhinsinura me había enseñado todos los caminos que no llevaban a los secretos de la Lista; ignoraba que yo ya había entrado en esos secretos, a la orilla del lago, en la floresta; no, mucho antes, en una partida de rodilla-de-quién en Belaire Pequeña, que ahora parecía tan remota como los tiempos en que los ángeles volaban; y yo siempre había sabido que no hay camino de salida. Nunca, en verdad, me había vuelto a mirar.
Ella tenía razón, sabes, creo, a propósito del paso-muralla; no hay tal cosa.
—¿Sí?
—Quiero decir que no era una cosa, como una puerta, era sólo una condición. Una condición del aire allí en la puerta, aire alterado, como el hielo, que no es más que agua alterada.
—¿Era eso?
—Pienso que lo habían hecho mucho tiempo atrás, para calentar el lugar. Dijiste que echaba un aliento caliente. Yo pienso que era sólo una máquina, una máquina que produce calor…
—Puede ser. Y la casita de la pared, allá en los túneles, no era más que un bom-bom, un barom, una cosa para anunciar el tiempo. ¿Es todo así, sólo así y nada más? ¿Cómo es posible que sepas tanto y no entiendas nada?
—Perdona.
—No; no. Lo que pasa es que esta es la parte difícil de la historia, la que fue más difícil de vivir, la más difícil de contar; y si tú no la entiendes, no tendrá ningún sentido. Tienes que tratar de imaginarme allí, ángel; tienes que imaginar, porque si no puedes hacerlo, yo no existiré. Nada existirá.
—Sí. Continúa.
Veintiocho Aromas era en octubre como una discusión entre olores. Había allí un largo mostrador, de madera falsa como las mesas, y detrás un gran espejo, deslucido y salpicado de motas oscuras, y sobre él, dibujadas en blanco, dos personas, un hombre con delantal y sombrero de copa, y un chico a quien el hombre ofrecía lo que parecía ser una versión gigantesca de los Cuatro Potes. Era allí, en Veintiocho Aromas, donde la Lista guardaba y preparaba las medicinas. Unas raíces enroscadas de color castaño colgaban del techo, y sobre el plástico había montones de hojas secas y arrugadas y capullos machacados. En los grandes hornos y artesas de acero inoxidable detrás del espejo se horneaban, lavaban y mezclaban las cosas: la cocina, la llamaban. Houd, el hombre moreno, que era muy ducho en todo esto, iba y venía con una copa de confusión, observando y sonriendo.
—¿Una copa de confusión?
—Ellos hacían confusiones de hojas y todo eso, hirviéndolas en agua. Había confusiones para despertarte, y otras para dormirte. Había confusiones que te ponían fuerte o débil, tonto o listo, caliente o trío.
—Confunde lo claro y lo oscuro —dijo Houd—, y te da una tregua; por un rato piensas sólo en la contusión, y no en todo.
—¿Todo?
—Eso es Relatividad —dijo Houd.
En aquella casa repleta de cosas también colgaban unas hojas largas y doradas, puestas a secar, ringlas y ringlas de esas hojas que Houd y los otros fumaban en unas pipas pequeñas; y que exhalaban un aroma también seco y dorado. Estaban colgadas cerca del calendario, cuya lámina de octubre, con los niños rastrillando hojas de naranjo para quemar, Houd cambió por la de noviembre: los mismos niños caminando del brazo, asustados tal vez, dejando atrás los árboles desnudos de follaje en los que graznaban unos cuervos negros. Una hoja bruñida y rizada volaba delante de los niños, en una línea curva y negra que significaba Viento.
Creo que Houd era una criatura de noviembre, como yo. Solía pasarse buena parte del día sentado sobre un gran tocón a la orilla de la plaza de piedra que ocupaba Ciudad Servicio, arropado hasta las orejas, y allí se le podía visitar. El humo blanco de la pipa de Houd era entonces como el humo de las hojas de naranjo que quemaban los niños del calendario; pero las hojas amontonadas al pie del tocón eran grises, y él, Houd, tenía el color de noviembre: castaño y nudoso como la madera.
—No se parece a vuestro pan —me dijo—, y no te hace ningún bien inhalarlo: inhala una cantidad suficiente y te matará, así decían los ángeles, que lo inhalaban a carradas… Te lo cuento sólo porque en realidad sabe bien, una vez que te acostumbras. —Le ofreció la pipa a Una Vez al Día, que la rechazó con una mueca, y me la pasó. Era un sabor acre, áspero, que armonizaba con el día, otoñal, quemado y umbrío.
Houd olfateó el aire y se puso otra vez la pipa entre los dientes que gustaban de ella.
—Conoces cosas ahora que no volverás a conocer en el año. Es en este mes, dicen, cuando puedes ver la Ciudad.
—La Ciudad —dijo alguien, como en un susurro de deleitado horror; y los niños dijeron—: Cuéntanos, cuéntanos de la Ciudad.
—Dicen que fue en un día como este —empezó Houd, alzando una palma amarillenta—, en un cielo como este cargado de nubes que giran en el viento, un viento que casi podéis ver, que sabéis que pronto traerá una vez más la lluvia fría. ¿Veis allá ese nudo gris de nubes que parece la cara de una gata atigrada?
Podría bostezar, sí, ahora podría bostezar, y de ella saldría, también de un color de piedra gris y tierra escarchada, la Ciudad. La Ciudad que los ángeles arrancaron de la tierra como una raíz. Estaría muy lejos, flotando allá arriba, pero, aun así, veríais las altas torres cuadradas, como cristales que crecen sobre una roca; y abajo, el gran muñón de tierra que se desprendió con ella, y raíces de árboles como plumas en lo alto, y puentes que cuelgan arrancados de raíz, y túneles de los que salen caminos que no llevan a ninguna parte. Y las nubes flotarían y ondularían alrededor, ocultándola a medias, acaso el antiguo humo de la Ciudad, hasta que se acercara (si no fuera engullida otra vez rápidamente dejándote sin saber qué decir) y pudierais ver el centelleo de los innumerables cristales, y los fragmentos de roca y tierra que se le desprenden sin cesar de las raíces, y cómo gira empujada por los vientos poderosos, y da vueltas en el cielo eternamente como una enorme rueda.
»Y por esas calles perfectas donde no vive nadie, caminan los hombres muertos, también ellos hechos de piedra o algo peor; y allí están petrificados, en la vida como en la muerte, y soñando, inmóviles.
—Eso daría escalofríos.
—La historia misma los da —dijo Una Vez al Día, acurrucándose.
—Es como este mes —dijo Houd—. Es el escalofrío del mundo porque llega el invierno.
La historia misma los da… El Pequeño San Roy llamaba a las nubes las Ciudades del Cielo; y Houd a la Ciudad la llamaba nube, y ponía en ella a los cuatro hombres muertos para dar escalofríos a los niños, un escalofrío del mes de noviembre. Y mucho tiempo atrás Siete Manos había dicho que todas las cosas perdidas van a parar a la Ciudad del Cielo, para hacer reír a la Mbaba cuando se le pierden las gafas. En algún lugar un sol quemado empezaba a ponerse, ahumando el cielo y la tarde.
—En verdad viene el invierno —dije.
—Oh, viene el invierno —dijo Houd—. Pero sólo cuando viene. —Echó unas bocanadas de humo y sonrió—. Eso es Relatividad —dijo, y todos se rieron, por supuesto, todos menos yo, por supuesto.
La enorme floresta que rodeaba la plaza de piedra donde estaba instalada Ciudad Servicio (dos dedos de una mano gigantesca a punto de pellizcarla y quitarla de allí, como si Ciudad Servicio fuese un insecto diminuto) no parecía adelgazarse ni hacerse insustancial en el invierno, como en los bosques de Belaire. Era mucho más grande que aquellos bosques, y daba la impresión de crecer muy rápido, no como los bosques de Belaire y los edificios cubiertos de hiedra, que parecían aún más asentados en la floresta que cuando yo había llegado la primavera anterior. Todavía se alcanzaba ver la Carretera a través de los árboles negros; pero eso no duraría siempre.
La selva era impetuosa; el mundo era lento pero fuerte. Del mismo modo que Ciudad Servicio retrocedía hacia la selva, así la Carretera se resquebrajaba y se anegaba en arroyos en los días de invierno. Y así también, pensaba yo, se anegaba Belaire; alrededor de ella se desplomaban los puentes, los senderos que llevaban al mundo iban cerrándose, poco a poco sin duda aunque para siempre. Todos nuestros habitáculos estaban manchados y aplastados por el mundo y el invierno; en Ciudad Servicio las hojas se hacinaban en los fondos, se amontonaban en desorden sobre la plaza de piedra, se abrían paso en el bosque de Guiño hacia la casa del árbol; y la escarcha las envolvía en los tejados de Belaire Pequeña, junto con los excrementos de los pájaros y los nidos del año anterior.
No obstante, si en Belaire la guerra inmemorial del hombre con el mundo ya no proseguía, al menos se la recordaba. Tal vez porque la lista de la doctora Botas no habitaba en el plácido valle de un río sino en una selva enorme e impaciente, pero al parecer ellos habían olvidado esas cosas; ya no intentaban defender el mundo, ni siquiera recordaban cómo los ángeles habían luchado y triunfado y perdido. Pero es así: toda la trama de la vida de la Lista estaba basada en algo que trataban de olvidar.
Porque la doctora estaba allí, recluida durante el invierno, entre aquellas paredes; podía subir por la escalera hasta el entresuelo, el paso-muralla la dejaba pasar, y miraba por todos los ojos que yo miraba, aunque yo nunca la viera.
Tendrían que haber parecido infantiles, los de la Lista, tan pronto tristes como entusiastas, con aquellos oscuros y claros, y aquellas discusiones triviales e interminables. Pero no eran infantiles; parecían mayores, no ancianos; adultos, con historias, con una sabiduría antigua, modales anticuados, una actitud cauta, circunspecta… y ¿cómo era posible, me preguntaba yo, que pudieran cambiar como niños y jugar como gatitos, que para ellos el ayer y el mañana fuesen tan poco reales como un sueño, y a la vez parecer circunspectos?
Como un sueño, sí… Yo pensaba que el invierno pondría triste a Una Vez al Día, oscura, sabes; pero era siempre la misma, o nunca la misma; y fuera lo que fuese el juego o truco de lo oscuro y lo claro, era algo que pasaba día a día, momento a momento, y no según las estaciones. En el entresuelo buscábamos sitios para estar solos durante los largos atardeceres; a veces la tristeza de esos atardeceres la entristecía… no, en la tristeza de los atardeceres a veces ella se entristecía, y entonces dejábamos brillar una luz, temprano, para fingir que ya era de noche. El cuerpo de ella bruñido por el sol del verano se ponía pálido otra vez, y el vello que le sombreaba los brazos y las piernas era más oscuro. Y soñábamos juntos en medio del gentío. Yo pensaba que era por timidez, una timidez anticuada como los modales de todos ellos, que nunca hablara en otros sitios de esas cosas, y nunca quisiera que se hablara de ellas, aunque no hubieran sucedido. Pero no era timidez. Era porque no quería señalar nada; quería que cada momento fuese el momento único, tan imponderable como un sueño. No había palabras: ella no quería ninguna.
Y entonces desperté. Y ahora sólo sé que soñaba, y que estoy despierto.