Llegó un día en que comprendí que era invierno para siempre; aunque había días en que no helaba, y días en que brillaba el sol, el frío y la lluvia siempre volvían.

Aquel día había comenzado bien, pero la tarde arrastró de vuelta las nubes, que otra vez se deshicieron en lágrimas. Hacia el anochecer la llovizna era apenas un lento lagrimeo, pero las nubes colgaban aún bajas y henchidas. Yo fumaba, sentado, apilando en la concavidad del ojo unas cenizas de color rosado con las que jugueteaba el viento húmedo. No, no habría primavera este año; el bosque estaba enlodado de desesperanza, y trío hasta la médula. No muerto del todo, no congelado; había nevado poco durante el invierno. Sin esperanzas.

—Agradece —me dijo—, que ella no estuviera allí cuando volviste. Ella sabía que no volverías de Botas parecido a ella; sólo un pobre inválido, ni una cosa ni otra; ni tú mismo a quien ella había amado, ni ningún otro.

—No comprendo, —le dije—. Nunca he comprendido, y ahora no me queda nada. Por ella abandoné mi sensatez más profunda, me convertí en un estanque límpido para que ella se mirara en él. Y ahora sólo está ese cielo vacío.

—Bueno, ¿no te das cuenta? —dijo él. Tú querías volverte transparente, y mientras tanto ella trataba de ser opaca.

—Como el paso-muralla, —dije.

—Ella tenía que volverse opaca; tú tenías que volverte transparente. No queda fuerza en el mundo más poderosa que el amor, pero… Opaca —dije yo—. Sí.

—Transparente —dijo él.

—Ni una sola vez, cuando yo le revelaba que había visto algo en ella, ella había dejado de cambiarlo para esconderse un poco más de mí.

—Ella misma no quería saberlo, —dijo él—. No hay culpa en eso.

—Era como si yo entrara detrás de ella en una caverna, señalando mi camino con una cuerda larga; y justo cuando llegaba al extremo de la cuerda, y yo no podía seguir andando, la doctora Botas me quitaba la cuerda.

—Era el único camino, de todos modos —dijo él—. Así que no hay salida. En eso estamos de acuerdo.

—Bueno —dije yo—, ha llegado el momento entonces de aligerar esa carga.

Fui al atado que guardaba todos mis bienes y saqué el estuche de los Cuatro Potes. Volví con él a la ventana, le quité el sello y lo abrí. El primer pote era azul y contenía una sustancia anaranjada; los dos colores de la casa llamada Veintiocho Aromas; que preparaba medicinas para cualquier enfermedad. El segundo pote era negro y contenía la sustancia rosada que me había librado en sueños de mi nudo con Siete Manos. El tercero era plateado; con gránulos negros que aligeraban las cargas. El cuarto era blanco marfil, y contenía la poción blanca de los ángeles que Di una Palabra había rechazado (no, dijo, este año no). Recogí el cigarro que había dejado encendido en el reborde de la ventana; lo sostuve con los dedos, cerrando los ojos contra el humo, y pensé. Pensé en Houd de pie delante de aquel espejo en el que un hombre de sombrero alto le daba a un muchacho unos potes gigantescos, «Confunde lo oscuro y lo Mero», había dicho, y «durante un rato piensas sólo en la confusión y no en todo».

—¿Todo? —preguntaba yo.

—Eso es Relatividad —decía él.

Bueno, Relatividad entonces, cualquier cosa que sea; probaremos una confusión. Abrí el pote plateado y el negro; de uno saqué un gránulo negro, como carbonilla, y me lo tragué. Me humedecí el pulgar y froté la sustancia rosada del otro pote; y luego me restregué con el dedo el interior del labio. Y luego seguí fumando, levantando una pila de ceniza en la ventana, que el viento, ahora más fuerte, dispersaba en la humedad.

Había en mi cabeza espacio apenas suficiente para el juego, aunque la gente de pie que miraba desde atrás tapaba los ojos-ventana y los oscurecía. Los jugadores estaban sentados en círculo, mejilla a mejilla, y con las rodillas levantadas. Jugaban con una sola pelota, y aunque charlaban mucho, no discutían cómo iniciar el juego: la pelota estaba en la rodilla de mi madre.

—¿Rodilla-de-quién? —decían, y la comadre Risa Alta pasaba la pelota a la rodilla de mi Mbaba—. La bola y el guante de plata —decía la Mbaba—. Se han perdido; pero en cuanto el resto, mira: —Y abría la boca para mostrar una dentadura perfecta, verde como la hierba.

—¿Rodilla-de-quién? —decían, y la pelota pasaba a la rodilla de Pintada de Rojo, y de la de ella a la de Siete Manos, quien decía—: Un día, gran hombre, un día, —y volvía a Pintada de Rojo que estaba diciendo—: Un nudo en la cuerda… eso me hace reír. —Entre las pinzas largas y firmes de Pintada de Rojo, la pelota se detenía en el aire—. ¿Rodilla-de-quién? —decían, y la pelota iba a la rodilla de Una Vez al Día. Ella alzaba los imposibles ojos azules, decía—: Por siempre jamás.

—Pregunta a las mujeres —decía Siete Manos, y le pasaba la pelota a En un Rincón, quien decía tu mando lentamente—: Más livianas que el aire, más livianas que el aire.

—Un chiste viejo de Roy —decía Una Vez al Día y me pasaba a Pintada de Rojo—. Numerosas vidas —decía ella—, numerosas vidas en el instante que separa el nacimiento de la muerte.

—Esto es primavera —decía Una Vez al Día, y con mano vacilante movía las pinzas hacia la pelota, posada en la rodilla de Pintada de Rojo. Zhinsinura sacudía lentamente la cabeza mientras las pinzas se acercaban.

—¿Cuántas vidas tiene un gato? —preguntaba.

—Nueve —decía Pintada de Rojo.

—Fallo —decía Houd, que llevaba un brazalete de gemas azules; y la mano de uñas amarillentas ponía la pelota sobre su propia rodilla.

—¿Rodilla-de-quién? —decían todos, y las pinzas iban en busca de la pelota—. El Gran Nudo y la Primera Trampa hacen juntos la Trampa Pequeña, la Trampa Pequeña y la Expedición hacen la Segunda Puerta Pequeña, o la Gran Trampa Abierta en cuerda Hoja decía Pintada de Rojo, y la pelota rodaba otra vez de rodilla a rodilla.

—La mosca ve todo alrededor —decía Retoño, y me movía a la rodilla de Capullo.

—Y no ve nada que la retenga —decía Retoño— y, sin embargo, no puede moverse.

—Y que eso sea una lección —decía Pimpollo, y me pasaba a la rodilla de Guiño—. Somos todos hombres sin piernas —decía Guiño, bostezando—. Una pierna perdida no se cura como un constipado.

—¿Tires un santo todavía? —decía Retoño, y Pimpollo me pasaba a la rodilla angulosa de Una Vez al Día, y Guiño decía—: Fragmentos y añicos, —y me pasaba a la rodilla de otra chica, una chica envuelta en un manto negro tachonado de estrellas, con un gran gato a sus pies—. ¿Cómo puedes pensar en mí —decía ella—, cuando no estoy?

—¡Fallo! ¡Dos fallos! —decía el gato. La pelota era recogida y enviada a la rodilla de Zher. Una Vez al Día decía en voz baja—: Hermoso.

—Al fin y al cabo —decía Pintada de Rojo en una pausa—, es sólo un juego.

—¿Rodilla-de-quién?

La pelota empezaba a dar vueltas, rápida.

—El objeto —decía Houd es no descubrir nunca que estás jugando.

—Para volverte transparente algún día —decía Pintada de Rojo—. Librarnos así de la muerte.

—Para aprender a vivir con ella —decía Guiño—. Lo hemos aprendido, lo hemos intentado. Tenemos nuestros sistemas y nuestra sabiduría…

—¿Cómo se habla con verdad? —preguntaba Zhinsinura—. Contémonos tú y yo un secreto.

—Enigmas… no puedo acordarme —decía Una Vez al Día.

—El Saludo, el Cuerpo, y el Cierre Cortés. Por ahí puedes encontrar un sendero.

—Un sendero decía Pintada de Rojo.

—Es sólo un nombre —decía Zhinsinura.

—Está escrito sobre tus pies —decía Mbaba.

—Para el lugar en que estás —decía Zhinsinura.

—Cuando andábamos errantes —decía Mbaba.

—Adónde has ido a buscarlo —decía Zhinsinura—, es sólo una historia.

—Y entonces, y entonces, y entonces —concluía Guiño—. Algunas de las historias son agradables.

—Eso es relatividad —decía Houd.

—Y otras no. Eso es oscuro y claro.

—Él estaba oscuro —decía Palo, y recogía la pelota con unas pinzas de madera negras y mojadas. La pelota resbalaba entre las pinzas ramosas. No podía retenerla. Y habían jugado tan bien hasta entonces.

—¿Cuántas vidas tiene un gato? —decía Puff Rápido.

—Numerosas vidas —decía Pintada de Rojo—, en el instante que separa el nacimiento de la muerte. —Palo conseguía sostener la pelota y ponérsela en la rodilla, y todo el mundo decía—: Aaah.

—¿Rodilla-de-quién? —decían todos—. Rodilla de la doctora Botas —decía Una Vez al Día en voz baja—: Esto es primavera.

—Y el habla con verdad es…

—Transparente —decía Pintada de Rojo.

—Y oscuro y claro es…

—Opaco —decía Zhinsinura.

La pelota con que jugaban era una avellana. Las pinzas de Zhinsinura eran como un cascanueces.

—Opaco, transparente —decía la pelota—. Como el paso-muralla.

—Fallo —decía Una Vez al Día, con cierta tristeza, pero como si lo hubiera esperado.

Zhinsinura, sonriendo, tomaba la pelota entre los dedos.

—¿Paso-muralla? —decía—. No hay tal cosa. —Puso la avellana en el cascanueces.

—Tres tallos —decía Teeplee—. La partida ha terminado.

Zhinsinura partía con calma la avellana.

Alcé la vista al oír el crujido. Por encima de mí, una agrieta delgada corría a lo ancho del cráneo, ramificándose como dedos.

El cigarro se me había apagado en la mano. Brom dormía, pero no en la cama donde se echaba siempre. La puerta del suelo dejaba ver el fuego que ardía con llanas sombrías y bajas. Afuera en las noches había un sonido pesado, y comprendí qué era: lluvia. La fisura del cráneo se ensanchó con un pequeño crujido, y yo me levanté de un salto y gritando, y desperté a la doctora pero no a Brom.

—¿Qué doctora?

—Eso no es justo —dije—. No fueron realmente tres tallos.

—Sí —dijo la doctora. No era vieja, aunque tenía el pelo blanco y unas manos arrugadas con que se sujetaba mi negro y plata alrededor del cuerpo. Se movió, y la cama crujió debajo de ella. Me miró con los ojos quietos muy abiertos.

—Porque yo sé —dije—, sé cómo se habla con verdad.

—Sí —dijo la doctora.

—Lo mismo que lo oscuro y lo claro.

—Sí —dijo la doctora.

—Sí —dije—, porque cuando hablas con verdad, lo que haces es explicar a quien quiera oírte lo oscuro y lo claro, en ese mismo momento. Cuanto mejor cuentas una vieja historia, tanto más estás hablando del presente.

—Sí —dijo la doctora.

—Así que yo siempre he sido oscuro y claro. Nunca tuve que aprenderlo porque no lo sabía.

—Sí —dijo ella.

—Y nunca dejé de decir lo que realmente sentía y pensaba, ni de pensar y sentir lo que decía, porque ¿cómo hubiera podido hacer otra cosa?

—Sí.

—Entonces no hay ninguna diferencia. Son lo mismo.

—Sí.

—¿Y eso significa entonces que no hay paso muralla?

—Sí.

—Bueno. Está bien. Dos fallos, entonces.

—Sí.

—La partida continúa.

—Sí.

—Bueno. Está bien. Pero —dije, sentándome—, si son la misma, ¿cuál es la diferencia?

—Sí —dijo la doctora.

Sonó otro crujido allá arriba y me agaché de prisa.

Miré. La grieta se ensanchaba. La lluvia se colaba, manchando el blanco grisáceo. Brom miró el techo del cráneo, y luego se volvió hacia mí. Fui hasta mi atado, removí los Cuatro Potes, y busqué mis gatas.

Me las puse.

—Creo que ha llegado el momento de retirarse.

La doctora me observó mientras yo me acercaba a la cama en que estaba acostada.

—Esto nos abrigará, es bastante grande —dije y tiré del negro y plata que la cubría.

En la penumbra me pareció que había una gata con ella en la cama; pero por supuesto ella era la gata. Se dio vuelta con gracia cautelosa y en cuatro patas salió de la cama y caminó por el suelo. Las pantorrillas y los muslos atigrados eran como los de Fa’afa de la Lista; ayudándose con las manos cruzó el suelo para ir a asomarse a la ventana. Allí se sentó con las rodillas levantadas y las manos en el reborde. La cola giró en abanico y le cubrió las zarpas. Por encima de nosotros el cráneo crujió y se partió; cayó un polvo blanco y fino.

—De todos modos —dije, con la voz adecuada—, tenemos que irnos.

La mirada de ella fue de mí a la lluvia, y de la lluvia a la puerta del suelo. Con pasos sordos, silenciosos, se acercó a la puerta y desapareció. Brom la siguió. Yo me colgué el atado al hombro, recogí el negro y plata, y me puse el sombrero. Eché una mirada hacia arriba: el cráneo se había cuarteado.

Los encontré esperando junto a la puerta de salida, con la pensativa repugnancia de los gatos frente a la lluvia. Brom tendría que decidir por sí mismo; titubeando me acerqué a la doctora y me arrodillé delante de ella. El viento húmedo que soplaba por la puerta la hacía tiritar, pero cuando vio que yo tenía puesto el guante de plata —no sé cómo ni cuándo me lo había puesto— se tranquilizó y levantó los brazos lentamente para deslizarlos alrededor de mi cuello. Con un grito apagado que no recuerdo (¿era Sí o No?). Pasé un brazo por debajo de ella y la alcé. Y nos internamos en la noche y la lluvia.

Las hojas rezumaban bajo mis pies mientras con pasos vacilantes yo bajaba la pendiente dejando atrás a cabeza. Las rachas de viento y lluvia soplaban sobre el camino, y yo ame tambaleaba con mi carga.

Me pareció oír a mis espaldas que la cabeza que acababa de abandonar se desmoronaba al fin; traté de mirar hacia atrás, pero todo era bosque y oscuridad, y las manos de la doctora me sujetaban. Sentía el aliento de ella, suave y cálido, como si estuviera dormida, y aunque en cada traspié, cada sacudida la presión de mis manos era más fuerte, ella estaba serena; hasta parecía acurrucarse contra mí debajo del manto.

Cuando llegué a la Carretera, ancha y desnuda, me detuve. Escudriñé en ambas direcciones, pero todo era viento y lluvia y piedra y esqueletos borrosos de árboles negros.

—Creo —dije, jadeando ya—, creo que conozco un sitio adonde podríamos ir.

—Sí —dijo la doctora, la voz amortiguada por el negro. Suspiró; suspiré; y partimos rumbo al norte.

Era una larga caminata. Después de todo, yo había tardado varios meses en llegar hasta allí, tan lejos en el sur, desde mi casa: la caminata hasta los bosques de Guiño, y rumbo al sur hasta Ciudad Servicio, y después de eso todo un verano, siempre yendo hacia el sur; y la carga más pesada cada día.

—Y para colmo la lluvia —sollozaba yo, con los pulmones doloridos—, y la primavera que no viene.

Cuando llegó por fin el lluvioso amanecer, y desde la cresta desnuda y moteada de nieve de una colina contemplé el ancho valle de Ese Río, de cuyo lecho escondido se elevaba un vaho blanco, como un aliento invernal, yo había tenido las manos y los brazos apretados durante tanto tiempo que supe que la parte más difícil sería aflojarlos.

—En algún lugar —le dije—, al pie de estas colinas y del otro lado de Ese Río hay un bosque; y en ese bosque, si lo conoces, hay un sendero. El sendero es cada vez más claro a medida que caminas por él, hasta que se ensancha bajo los árboles, y ves una puerta. La puerta se aclara también a medida que te acercas, hasta que la tienes delante, y entonces entras y miras; una chica de ojos azules tan opacos como el ciclo está jugando a los aros, y te mira cuando entras. Pero no puedo dar un paso más.

Me dejé caer de rodillas y deposité mi carga en el suelo. Lentamente, temblando, estiré las manos mientras mis músculos volvían a replegarse, resistiéndose Levanté la tela y miré lo que había traído, y me si habría merecido la pena venir desde tan lejos con esa morralla.

Había una bonita jarra de plástico y un embudo, con el que yo había recogido agua de lluvia, cosas que escasean. Había una pala, no demasiado oxidada, Y un trozo de cordel blanco. Había un Libro, casi por completo enmohecido, que yo pensaba regalarle a Guiño si volvía a verlo alguna vez. Fragmentos Y añicos de plata angélica: uno de ellos, me dijo Teeplee, era un collar de perro; yo pensé que podía ser útil. Y —lo más pesado de todo— una máquina, herrumbrosa donde no estaba revestida de plástico, que parecía algo así corro una versión mecánica de las palabras crósticas de Guiño: tenía hileras de teclas pequeñas con letras en ellas, y otras piezas inexplicables. Teeplee la llamaba, con cierto desdén, la máquina de deletrear. Yo la había conservado para ver si con ella podía aprender a deletrear.

—De todos nodos es demasiado pesada —dije—. Demasiado pesada.

—¿Así que has dejado atrás tus días de saqueador? —dijo Teeplee—. Yo tenía entendido que los del habla nunca tiraban nada.

Mi corazón latió más lentamente. La cresta de la colina y el valle emparchado de niebla parecieron diluirse, de modo que si yo los presionaba apenas un poco iras con mis sentidos, podría ver a través de ellos. Presioné: lo que vi fue el canino que conducía a la ruina de Teeplee, Y el viejo en persona envuelto en estrellas e barras. Y o había caminado la noche entera y había llegado no a casa cargando a la doctora, sino a este lugar cargando un montón de chatarra. Probablemente allá, atrás de mí, mi cabeza seguía aún indemne. No tenía importancia. No pensaba volver.

—No, no los he dejado atrás —dije. Mi voz sonó débil e incierta en aquella realidad. Pero allí ya tienen muchas cosas.

—¿Adónde vas? —me preguntó.

—A casa ahora que llega la primavera. —Y era cierto; la lluvia lo había anunciado y yo no lo había sabido: pero ahora, allí donde yo seguía de rodillas delante de esa pila inmóvil, era evidente: en los arbustos que me rodeaban, mojados por la lluvia, cada Botita de agua en cada rama tenía dentro de ella un ojo de verdor, y el viento que combaba las hierbas cobrizas mostraba los tiernos brotes nuevos. Naturalmente, Botas no habría revelado nunca un secreto semejante, jamás murmuraría que la primavera no podía dejar de llegar hasta que yo hubiese olvidado que ni siquiera era posible. Eso es oscuro y claro, pensé; esto es primavera; ahora se está bien. En ese momento me libré de la doctora: y al librarme sentí que caía, lentamente hacia atrás en el hueco de un par de manos que me esperaban, unas manos que nunca vería pero que indudablemente estaban allí.

—¿Qué te parece esto, sin embargo? —dijo Teeplee, y sacó del ropón una cosa pequeña, un trocito de hielo invernal, no, otra cosa—. Hice un pequeño viaje —dijo.

No era hielo, no; parecía tina de esas bolas que colgaban como suspendidas en el agua del pedestal de Botas. Levanté el guante de plata que daba la mano.

—Dámela —dije. Teeplee hizo como si fuera entregármela, pero la soltó: tal vez la tiró, pero se cayó al suelo: mi guante empezó a sonar, un silbido, extraño salió de él y a la vez de alguna otra parte, La bola vino flotando y se posó en mi palma, gentil como un pájaro.

Y juntos el guante y la bola dieron una nota doble. Una nota que alguna máquina oyó aquí en la Ciudad, ¿no es cierto? Algún oído angélico que durante quién sabe cuántos siglos había estado esperando oírlo: y Mongolfier empezó a prepararse.

—No vale mucho todo esto —dijo Teeplee, empujando mis tesoros con la punta del pie—. No por algo de tanto valor como esa bola, que además está en perfectas condiciones.

—Muy bien —dije; busqué y saqué de la manga una brillante moneda del antiguo Dinero, la moneda con la que me habían comprado. La retuve un momento, sintiendo bajo el pulgar el mechón de pelo en la cara del ángel grabada en la moneda, pero ya no me importaba. Había encontrado lo que se había perdido y podría llevarlo a Belaire y ponerlo en su sitio otra vez, y contar la larga, la extraña historia de cómo lo había encontrado; y de todos modos, que le diera la moneda a Teeplee a cambio de la bola de San Andy tampoco me libraría, porque ocurre con el Dinero lo que con cualquier otra cosa, cualquier cosa que los hombres hagan: todo va en una sola dirección.